Ajedrez

Cuando un genio del ajedrez vive a la sombra de otro genio: Capablanca y Alekhine

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El cubano José Raúl Capablanca

Uno nació con un don divino, un inabarcable talento natural al que no concedía demasiada importancia. El otro vivía por y para el ajedrez. Uno era el campeón aunque no entrenaba nunca ni se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía siempre relegado al segundo lugar pese a que estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno asombraba al público con sus logros y aparecía constantemente en los periódicos. El otro sólo interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno, seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la buena vida incluso la noche anterior a una partida importante. El otro vivía encadenado a sus libros y su tablero, buscando desesperadamente una forma de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la gloria y las mujeres.  El otro lo contemplaba desde la sombra, cada vez más consumido por la envidia. Ambos protagonizaron una de las rivalidades más agrias en la historia del deporte; una rivalidad que para colmo quedó incompleta. Pero eso forma también parte del encanto de aquella historia.

Estamos en 1927. Antes de que se celebre en Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez, que ha despertado el interés de toda la prensa de la época, las autoridades y la alta sociedad de varios países han estado agasajando a los dos contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados entre celebridades varias, asistiendo a un espectáculo musical. El cubano José Raúl Capablanca es campeón mundial desde hace siete años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño prodigio, número uno del mundo, personaje favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo que es más importante: considerado invencible de forma unánime. Pese a que falta muy poco para que empiece la gran final, Capablanca aparece seguro de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho mientras intercambia miradas con las bailarinas del escenario; gracias a sus maneras aristocráticas y galantes tiene fama de seductor nato y probablemente esté preguntándose con cuál de las bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella para el Mozart del ajedrez.

En el mismo palco, un par de asientos más allá, está el aspirante. El ruso Alexander Alehkine procede de una familia adinerada, pero su conducta es muy distinta a la galantería mundana del sociable Capablanca. Alekhine no mira al escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo. Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las manos y está practicando jugadas con expresión casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor. Mientras para su rival este es un enfrentamiento más, Alekhine siente que se jugará la vida en aquellas partidas, porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su gato se llama «Ajedrez». Pese a estar rodeado de la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad de un agradable espectáculo, Alekhine no puede relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la próxima final.

Porque Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe. Los presentes que tanto admiran al campeón cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart del tablero es feliz y se divierte. Incluso los grandes maestros del momento lo habían vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad en la final. La cuestión no era si iba a perder o no, sino por cuántos puntos. Incluso los había que decían que Alekhine no podría siquiera ganar una partida aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al prodigio cubano. Se habían enfrentado doce veces sobre un tablero en competición oficial, con una estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto es, cinco derrotas y siete empates… ninguna victoria.

Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la sombra de un genio todavía mayor. Algo así, inevitablemente, tiene que terminar en drama.

El hijo de los dioses

“Puedo adivinar en un momento lo que se oculta detrás de las posiciones y qué es lo que puede ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros tienen que hacer análisis para obtener algunos resultados, mientras a mí me bastan unos instantes”

Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio campeón cubano admitió que había aprendido a jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y como decía el gran maestro Richard Reti, el ajedrez era como su “lengua materna”. Se le considera uno de los mayores talentos naturales de la historia del juego-ciencia, si no el mayor, y tengamos en cuenta que este juego ha producido una cantidad considerable de genios. Él mismo era consciente de lo enorme de su propia capacidad y le confería gran importancia: “el ajedrez, como todas las demás cosas, puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Todo lo demás depende de la naturaleza de la persona”.

El pequeño Capablanca jugando con su padre, a quien ya podía vencer a tan temprana edad.

José Raúl Capablanca nació en una fortaleza militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial del ejército español: Cuba era aún una provincia española. A muy corta edad había asombrado a propios y extraños con su increíble capacidad innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya demostró a sus mayores que no sólo había aprendido a mover las piezas observando las partidas que enfrentaban a los adultos —algo que también han hecho otros niños—, sino que su comprensión del juego era anormalmente aguda para su edad. Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo y al terminar la partida el pequeño Capablanca le dijo riendo «¡eres un tramposo!», porque había visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de su progenitor, el pequeño José Raúl, Pepito, no sólo supo volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino que ganó la primera de las partidas que jugaron entre ambos. Tenía cuatro años.

El oficial, atónito por la revelación de que su hijo podría ser un prodigio, lo llevó al club de ajedrez de La Habana, donde el inusualmente dotado niño se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se conservan algunas partidas como la que jugó con Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al pequeño ventaja de dama —una ventaja importante, sí, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más importante, pudo poner de manifiesto que entendía los fundamentos de la estrategia. Durante los años siguientes se convirtió en un jugador aficionado de notable envergadura y a los trece años era oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba, venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante para alguien de tan corta edad, algo muy pocas veces visto, como cuando Bobby Fischer se convirtió en campeón de Estados Unidos a los catorce.

Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta competición durante unos años y pudo estudiar en Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a terminar la carrera universitaria y abandonó los estudios atraído nuevamente por los encantos del tablero, donde para triunfar no necesitaba esforzarse ni estudiar. Con dieciocho años retornó a la competición, participando en un torneo neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó el título y lo hizo ganando nada menos que al vigente campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker. Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez con tiempo normal, se enfrentó en un match al campeón de Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una considerable paliza venciendo por el abultado resultado de +8-1=14.

El prodigioso intelecto del joven Capablanca despertó fascinación en su época.

Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel cubano de veinte años era un monstruo en ciernes, sino que removió cielo y tierra para conseguir que Capablanca pudiese participar en el torneo más importante que se celebró en aquellos años. En España, concretamente en San Sebastián, iban a reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo que marcó un antes y un después no sólo por el apabullante nivel de los participantes (en su momento fue considerado el torneo más fuerte de la historia), sino porque establecía nuevos cánones en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones —más profesionales— en que se iba a jugar. No es extraño que se invitase, en principio, sólo a ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero Marshall insistía en que Capablanca debía ser admitido en la competición.

No lo tenía fácil: el bagaje de Capablanca era quizá impresionante para su juventud pero el campeonato nacional de Cuba era su único título importante, sumado al torneo de Nueva York, poca cosa frente a maestros que habían ganado varias competiciones internacionales. El que un semidesconocido fuese inscrito en el gran torneo de San Sebastián parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es más, algunos jugadores europeos pensaban que Capablanca era un producto del marketing norteamericano y protestaron cuando Marshall consiguió finalmente que participase. La polémica rodeó la llegada del cubano y famosos grandes maestros como Bernstein estaban indignados: ¿cómo era posible que un jugador sin palmarés internacional ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos jugadores experimentados que lo merecían más? Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca jugó su primera partida… precisamente contra Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran maestro de manera brillante (a la postre fue votada como mejor partida del torneo), sino que el propio Bernstein dijo que Capablanca, con toda probabilidad, terminaría llevándose el trofeo frente a la élite del ajedrez mundial.

Así de impresionado quedó Bernstein tras su partida con Capablanca, y la verdad es que no se equivocó en su vaticinio. El cubano ganó en San Sebastián su primer gran torneo internacional y comenzó una etapa de ascensión que terminó transformándole en el jugador más fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad que lo convirtió en una rutilante estrella.

El campeón mundial, Emmanuel Lasker, retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título frente a Capablanca. En aquellos años el campeón tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y bajo qué condiciones competitivas y económicas, como ocurría en el boxeo. El título era considerado una cuestión de honor y se confiaba en que el campeón mundial siempre sería lo bastante honesto y caballeroso para aceptar enfrentarse contra los mejores rivales disponibles. Pero no siempre era así, y de hecho Lasker imponía unas condiciones para el enfrentamiento que Capablanca no quiso aceptar. Entre la falta de acuerdo y el parón por la I Guerra Mundial, el match por el título se retrasó varios años. Finalmente, en 1920, resultaba tan evidente que José Raúl Capablanca era ya el mejor jugador del planeta (y con abrumadora superioridad sobre el resto, incluido el propio campeón alemán) que Emmanuel Lasker decidió unilateralmente renunciar al título en favor del cubano, diciendo públicamente que Capablanca no lo había ganado sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de su juego. Aunque nadie discutió esta idea, Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues no quería recibir el título sin haber competido por él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y Capablanca básicamente arrasó al veterano rival: +4-0=10. Lasker no ganó ni una sola partida.

José Raúl Capablanca había sido durante años el rey sin corona: ahora, pasada la treintena, el Mozart del ajedrez estaba finalmente en su sitio: el trono. Y parecía que había llegado para quedarse.

La máquina del ajedrez

«Hubo períodos en mi vida en los que pensaba que no podía perder ni una partida. Más tarde sufría una derrota, y eso hacía que despertase de mis sueños y volviese a la tierra»

Capablanca jugando con el veterano campeón alemán Emmanuel Lasker.

Cuando no competía y lejos de dedicarse a estudiar ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido por sus maneras elegantes, propias de galán cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba jugando al billar y al póker, pero sin embargo su imagen pública no era la de un golfo vividor sino que resultaba un embajador impecable para el deporte de los escaques. Era extremadamente educado, con el punto justo de modestia. Amable con todo el mundo, encantador sin excesivas zalamerías, y nunca tenía un mal gesto para nadie. Capablanca poseía, además de talento, cualidades de estrella: de hecho, se transformó en toda una celebridad mundial, algo que no volvería a suceder con un ajedrecista hasta la llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el tablero y disfrutaba alegremente  los placeres de una existencia mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era algo que él no conocía.

Una derrota ocasional de vez en cuando, en una partida aislada, es algo que incluso el mejor jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy raro que en un match importante entre dos de los mejores maestros del mundo uno de ellos no consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis, donde en las grandes finales es improbable (por no decir casi imposible) ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el ajedrez de élite, el más pequeño fallo —imperceptible no sólo para aficionados sino incluso para muchos especialistas— puede conducir a perder una partida. Todos los jugadores son humanos y todos pierden una partida de vez en cuando. Estas ocasionales derrotas eran lo único que recordaban a José Raúl Capablanca que era, de hecho, humano. Con todo, su porcentaje de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su superioridad sobre todos los demás jugadores era tal que se le había apodado “la máquina del ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes maestros, podía entender muy bien de dónde provenía aquella capacidad para jugar de forma tan aparentemente perfecta. Especialmente teniendo en cuenta que nunca se molestaba en estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía aquella superioridad? Llama la atención el que al principio no tuviese ni siquiera un único rival de entidad que pudiese preocuparle. Sabemos que Kaspárov tuvo a Kárpov y que Fischer tuvo a Spassky, pero durante bastantes años Capablanca no fue puesto en aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un considerable abismo, estaba el resto de ajedrecistas. Lo más curioso es que su estilo de juego era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:

“El estilo de mi juego no se corresponde totalmente a mi temperamento sureño. Siempre juego con cautela y evito los riesgos, porque me gusta la sencillez… tengo por principio no arriesgarme en las partidas decisivas”

Alekhine, con uniforme, y Capablanca jugando un torneo en su juventud, cuando aún existía buena relación entre ambos.

Su forma de jugar era simple en apariencia, como simples en apariencia son las melodías de Mozart frente a las complicadísimas armonías y contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer siempre la jugada correcta sin más ambición que mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco las combinaciones «imposibles» iban con su forma de jugar, lo suyo era el ajedrez «posicional». Si su arma era la sencillez, lo era precisamente porque le resultaba tan fácil detectar de un vistazo y explotar el más mínimo desequilibrio estratégico en la posición del adversario. No necesitaba hacer más que esperar a que dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero. Mientras sus rivales calculaban desesperadamente cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a responder con un ajedrez sin florituras, pero sin fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en una época en que no existían los ordenadores,  lo más parecido a una computadora que la humanidad conocía se llamaba José Raúl Capablanca.

Cuando de vez en cuando perdía una partida, como decíamos, esto le recordaba que no debía distraerse más de la cuenta. Pero es que durante un periodo de siete u ocho años llegó a no perder ¡siquiera una partida aislada! Eso es algo que no ha hecho Roger Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales. Especialmente para uno de ellos: «el mejor de entre todo el resto».

Entre las sombras

“Si el ajedrez es ciencia, el mejor es Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es Alekhine” (G.M. Savielly Tartakover)

“Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte. Sí, y me cargo a las espaldas todas las responsabilidades que un arte impone a sus practicantes” (Alekhine)

La historia de Alexander Alekhine es completamente distinta a la de Capablanca. Hijo de una adinerada familia rusa pero traumáticamente exiliado de su país, incluso llegó a ser encarcelado durante la Revolución acusado de espionaje, lo cual pudo haberle costado la vida. Tras su liberación, Alekhine huyó a occidente y terminó adquiriendo la nacionalidad francesa. Fue un individuo formal, aplicado y serio, de maneras casi militares y sin el gusto por lo mundano de Capablanca. La misma actitud aplicó al ajedrez, cuya teoría estudiaba concienzudamente. No era especialmente simpático ni tenía las habilidades sociales de Capablanca, lo cual le mantuvo más alejado de los aplausos del gran público, pero entre los ajedrecistas y aficionados despertaba admiración por la originalidad y brillantez de sus espectaculares partidas, las más bellas y sorprendentes de la época.

Alekhine
Alekhine, individuo de facetas oscuras pero maestro universal del juego de ataque y del ajedrez enrevesado y artístico.

Aunque no fue un niño prodigio sí mostró un talento natural bastante considerable, aunque de naturaleza distinta al de Capablanca. De hecho, hoy también se considera a Alekhine un genio con mayúsculas y es por ejemplo uno de los grandes ídolos de Garry Kasparov. Su principal arma era la imaginación, la fantasía. Le gustaba jugar al ataque, con complicadísimas combinaciones de jugadas ofensivas que causaban el terror entre sus rivales (excepto, claro, Capablanca, a quien nunca ganaba) y que le solían valer premios a la partida más bella en muchos de los torneos donde participaba. Pese a su imagen de individuo seco y estudioso, cuando se ponía a jugar era poseído por el espíritu artístico y buscaba el camino más enrevesado para llegar a la victoria. Capablanca decía amar la sencillez, pero Alekhine buscaba el juego más complicado e imprevisible, como queriendo siempre poner a prueba su inspiración. Una curiosa paradoja: Capablanca, un bohemio en la vida, tenía un estilo de ajedrez que era bastante simple y metódico. Alekhine, un individuo metódico en la vida, tenía por contra un estilo imaginativo y arriesgado sobre el tablero.

El gran Leontxo García (que espero sepa perdonarme el que yo transcriba «Alekhine» todavía a la manera tradicional y de uso común, aunque estrictamente incorrecta) probablemente explicaría esta paradoja en términos de temperamento. Capablanca era un hombre pacífico y esa placidez se transmitía en su juego «tranquilo». Alekhine, en cambio, era muy competitivo e incluso con momentos de cierta agresividad, lo cual se traducía en un juego de ataque. El ajedrez, ese fascinante espejo del alma humana.

La evolución de Alekhine se produjo a la sombra del ascenso y reinado del cubano. Alekhine se estableció como un sólido número dos del mundo y cuando acudía a un torneo en el que no estuviese Capablanca solía vencer, mostrando que también él era bastante superior al resto. No tenía la misma capacidad instintiva del campeón para descifrar al instante una posición sobre el tablero, pero si hablamos de imaginación, la suya no tenía parangón. Se dejaba llevar de tal manera por su inspirado talento para componer complicadas combinaciones de jugadas que él mismo tuvo que aprender a ponerle las riendas a su inagotable fantasía, porque eso le llevaba a correr excesivos riesgos: «he tenido que trabajar duramente para erradicar la peligrosa ilusión de que en una mala posición puedo, siempre o casi siempre, conjurar una inesperada combinación de jugadas para librarme de las dificultades». La fantasía en ajedrez implica imperfecciones. Alekhine tenía un juego fantasioso y por tanto ligeramente imperfecto. Capablanca se alimentaba de las imperfecciones del rival con suma facilidad. Resultado: Alekhine no podía con él.

Empezaron siendo amigos, e incluso se reunían para practicar y comentar jugadas. Pero la obsesión de Alekhine con el ajedrez y con el título tenía que pasar factura a la relación tarde o temprano. Conforme el ruso mejoraba y empezaba a triunfar en los torneos, sentía la creciente frustración de saber que Capablanca era el número uno y lo iba a seguir siendo sin esforzarse lo más mínimo. Y para colmo con un juego bastante más simple y monótono, menos bello y mucho menos espectacular que el suyo propio. Alekhine se estrujaba el cerebro componiendo grandes sinfonías ajedrecísticas para vencer a sus rivales, sinfonías dignas de pasar a la historia del ajedrez, pero a Capablanca le bastaba con silbar una sencilla melodía como quien pasea por el parque para ganar. Eran dos tipos muy distintos de inspiración, dos juegos opuestos, y el arte feroz de Alekhine, que arrasaba a todos los demás rivales, no bastaba frente a la tranquila lógica innata de Capablanca.

En 1926 Alekhine tenía ya la magnitud suficiente como jugador para ser considerado el principal aspirante a desafiar al campeón vigente. Pero Capablanca demandaba una bolsa bastante elevada a quien quisiera disputarle el título y Alekhine, que no disponía de ese dinero ya que sus bienes familiares habían sido embargados tras la revolución rusa, no encontraba patrocinadores. Sólo la intervención del gobierno argentino, que se ofreció a pagar la bolsa requerida y a organizar el match, permitió que los dos mejores ajedrecistas de la época se enfrentasen en 1927 para disputarse el título mundial. Un confiado Capablanca y un angustiadísimo Alekhine se iban a ver las caras en Buenos Aires. Casi todos los grandes maestros pensaban no ya que Capablanca iba a vencer el match, sino que iba a barrer el teatro con el contrario.

Se cuenta incluso que José Raúl Capablanca pasó la noche previa a la primera partida en compañía de una conocida actriz argentina. Estaba a punto de comenzar el match por el título mundial, y el campeón retozaba entre las sábanas a pocas horas del enfrentamiento crucial.

La batalla de Buenos Aires

«No sé qué me pasa»

Fue lo primero que dijo José Raúl Capablanca al terminar la primera jornada. Su indisciplina le había pasado factura. Acababa de perder una partida contra Alekhine por primera vez en su vida y probablemente se arrepentía de no haberse tomado el enfrentamiento lo bastante en serio, de haberse dispersado justo antes del comienzo de la final. La victoria inicial de Alekhine fue una pequeña (o gran) sorpresa pero parecía fácil de explicar porque era público que Capablanca no había estado centrado en la previa. De hecho, durante las siguientes partidas el cubano le dio rápidamente la vuelta al resultado: tras unas tablas en la segunda partida —ambos contendientes parecían tan sorprendidos por lo sucedido en la primera que jugaron con mucha cautela— y ansioso por igualar, se impuso con claridad en la tercera. 1-1. El empate a un punto se convirtió en ventaja de 2-1 para el cubano cuando ganó también la séptima partida. Se había recuperado del tropiezo en solamente seis partidas y el susto inicial, creían muchos, se había quedado en eso: en un simple susto.

Alekhine y capablanca en 1927, posando junto al ábritro justo antes de empezar una final que se alargaría lo inimaginable y terminaría convirtiéndolos en enemigos viscerales.

Pero aunque Capablanca había tomado por fin la delantera, algo no estaba marchando como se suponía que debía marchar. Alekhine no estaba jugando exactamente con el estilo que se esperaba de él. Su juego era ahora más posicional, más lógico y más seguro, con menos jugadas espectaculares pero también con menos errores. Más parecido al del cubano, algo que desde luego nadie había previsto. Era como ver a Federer imitando repentinamente el estilo de Nadal, o viceversa. Y lo más sorprendente, no se percibía la apabullante superioridad de otros tiempos, cuando Alekhine estaba condenado a aspirar como mucho al empate. Capablanca se había respuesto rápidamente con dos victorias, sí, pero estaba teniendo que trabajárselas más de lo previsto. El ruso estaba jugándole casi de tú a tú… ¿cómo era esto posible?

Convencido de que nunca podría vencer al campeón con aquellas arriesgadas combinaciones de ataque en las que Capablanca encontraría siempre fallos que aprovechar, Alekhine había pasado mucho, muchísimo tiempo estudiando el estilo de su rival. En una época donde se consideraba que el ajedrez de Capablanca era inatacable porque sencillamente se basaba en la superioridad innata de sus procesos de pensamiento, Alekhine se había tomado la —en principio inservible— molestia de analizar al más mínimo detalle cuáles eran los tics habituales del estilo del campeón, cómo solía concebir sus planes, cómo respondía a los planes del contrario. Alekhine, el artista, había trabajado duramente para ser capaz de jugar también de forma muy parecida a una máquina. Aquella transformación estilística hasta el punto de casi equiparar su juego al de alguien que lo practicaba de manera natural desde los cuatro años de edad era algo que nadie había considerado posible. Y mucho menos lo había creído posible el propio Capablanca, que no daba crédito al rendimiento del ruso. Durante aquella final, incluso las partidas que terminaban en tablas estaban empezando a ser tensas, disputadas y costosas. Pese a la ventaja del campeón en el marcador, el público y los comentaristas se agitaban sorprendidos. Alekhine, usando términos pugilísticos, había dejado de salir al ring para noquear al contrario como era su costumbre; ahora se limitaba a responder a cada golpe de Capablanca con un golpe similar.

En tales circunstancias de imprevista «casi» igualdad, un 2-1 a favor de Capablanca, empezó a parecer una ventaja demasiado pequeña: bastaba un pequeño cambio para que la «casi» igualdad se transformase en igualdad completa. El ambiente de la final, pese a que sólo se había llegado a un desenlace decisivo en tres partidas, empezó a espesarse. La tensión crecía día a día. Era como ver a Mozart sentado al piano improvisando… y que de repente otro músico hubiera sido capaz de improvisar prácticamente tan bien como él.

Considerándose invencible por sus inigualadas capacidades naturales, Capablanca era aficionado a las mujeres, las relaciones sociales y la buena vida. No entrenaba prácticamente nunca.

Otro golpe. En la undécima partida, Alekhine simplificó el juego haciendo precisamente lo que teóricamente convenía a Capablanca y lo opuesto de lo que teóricamente le convenía a él. Jugando con la “sencillez” más propia de su rival, Alekhine llegó al final de la partida con un peón pasado, una ligera ventaja de esas que tan bien había explotado el cubano durante toda su carrera. En un larguísimo, tenso y delicadísimo final de partida, donde el más imperceptible error podía suponer la derrota, Capablanca se intentó defender como gato panza arriba ante alguien que estaba jugando exactamente a lo mismo que él había jugado siempre, y que además estaba haciéndolo igual de bien. Alekhine, con una precisión y sangre fría admirables, conservó su pequeña ventaja para llegar a un desenlace milimétrico a su favor. Empate a 2. El ruso había igualado d enuevo la eliminatoria haciendo lo que se consideraba imposible: ganando a Capablanca con el estilo de Capablanca, en su propio terreno y con sus propias armas.

Aquella segunda derrota ya no podía ser considerada un accidente. Quienes analizaban la partida se daban cuenta de que simple y llanamente Alekhine había sobrepasado al cubano en su propio juego. El «shock» que sufrió el hasta entonces intocable Hijo de los Dioses fue tan pronunciado que perdió también la siguiente partida, en la que —afectado por una repentina inseguridad— no consiguió estar suficientemente concentrado y seguro de sí mismo. 3 a 2 a favor del aspirante, y lo que había sido un paseo cantado para el campeón se estaba transformando en un drama psicológico al que la prensa empezó a describir como «una guerra». Y eso que la I Guerra Mundial estaba bien reciente. Así de tensas estaban las cosas.

Capablanca, sin embargo, se recompuso del bache provocado por el repentino descubrimiento de que había alguien en el mundo que podía sobrepasarle en su especialidad y volvió a concentrarse en defender su título. Pero para entonces Alekhine no sólo había comprobado que podía plantarle cara al cubano, sino que sabía que el tiempo jugaba a su favor. El ruso era un jugador acostumbrado a la lucha y la tensión continuas, mientras que Capablanca siempre lo había tenido fácil, nunca había tenido que luchar para vencer y no estaba acostumbrado a los titánicos esfuerzos mentales —y sobre todo anímicos— que requería un enfrentamiento largo y duro como aquel. Era el Mozart del ajedrez, sin duda, y podía sentarse ante el piano y tocar con más facilidad que nadie… pero Alekhine lo estaba obligando a construirse un piano nuevo desde cero. Ese era una clase de esfuerzo que Capablanca jamás había tenido que afrontar.

Con Alekhine ahora por delante en el marcador la batalla se transformó en una tortura mutua. Con un igualadísimo nivel de juego terminaron en empate nada menos que ocho partidas consecutivas, y no eran empates fáciles, sino luchas intensísimas marcadas por la incertidumbre en las que empataban porque ninguno de los dos quería ceder un milímetro, jugando al límite de sus posibilidades. La final llevaba camino de cumplir un mes desde la primera partida, estaba habiendo muchas tablas y quedaba todavía mucho por decidir. Lo cierto es que nadie había esperado una batalla tan épica. Quienes había vaticinado que Capablanca barrería (esto es, prácticamente todo el mundo del ajedrez salvo excepciones como el gran maestro Richard Reti, quien había visto trabajar a Alekhine y, completamente contracorriente anunció lo que iba a suceder) ni siquiera sabían qué decir al respecto. Si se miraba las partidas sin saber quién llevaba blancas o negras, apenas podía distinguirse a uno del otro. Todo el estudio y preparación de Alekhine habían dado su fruto y había alcanzado por el trabajo el mismo nivel de claridad que Capablanca tuvo desde niño como un regalo de la naturaleza. A lo que había que añadir su fantasía ofensiva —que apenas estaba empleando, pero que podía surgir en cualquier momento y Capablanca lo sabía, lo cual le obligaba a redoblar precauciones— y también había que sumar, como decíamos, su entrenamiento, disciplina y capacidad de lucha, muy superiores a las del campeón cubano acostumbrado a divertirse entre una partida y otra.

Fue un ejemplo de cómo la preparación en ajedrez iba a marcar el futuro de ese deporte. Tras aquellos ocho tortuosos empates consecutivos Alekhine ganó una nueva partida, adelantándose 4-2… ya sólo necesitaba dos victorias para ser campeón y la tensión alcanzó niveles volcánicos. Se mascaba el drama no ya en cada partida, sino en cada movimiento. Después vinieron ¡otros siete empates seguidos! que no modificaban el marcador pero iban agotando progresivamente a Capablanca, sometido a una presión y exigencia completamente nuevas para él. La final se estaba convirtiendo en uno de los eventos competitivos más crudos y prolongados del siglo XX. Ambos jugaban como máquinas, sin cometer apenas errores  y por tanto estaba siendo el match por el título más largo que se había visto jamás.

Una mezcla de enorme talento, férrea determinación y un trabajo agotador hicieron del ruso Alexander Alekhine un jugador temible.

La partida nº29 (ya llevaban veintiocho partidas, ¡y sólo seis veces habían podido quebrarse mutuamente!) fue ganada por el campeón: en otra larguísima y tensa demostración de sutilezas posicionales por parte de ambos jugadores, el cubano llegó al final con un peón de ventaja y lo aprovechó con su metódica precisión… no sin tener que esforzarse ante la tenaz resistencia del aspirante. 4-3. Capablanca se había acercado en el marcador, pero para entonces ya era demasiado tarde y había alcanzado sus límites de resistencia. Abrumado después de semanas y semanas de insoportable tensión emocional, su poder fue quebrantado por Alekhine quien, bastante más entero, se anotó las dos victorias que necesitaba durante las cinco partidas siguientes. Así pues, Alexander Alekhine, el hasta entonces eterno número dos, se proclamó campeón del mundo, con un resultado total de +6-3=25 (¡veinticinco durísimos empates en total!) frente a la «máquina del ajedrez». El mundo de las sesenta y cuatro casillas entró en estado de «shock». El invencible había sido vencido.

La derrota de Capablanca fue un acontecimiento de enorme repercusión internacional, porque parecía romper el aura mágica que había rodeado al que era considerado uno de los mayores genios vivientes, un intelecto superior que había despertado intriga y admiración a lo largo y ancho del globo y que tenía en su época una reputación no muy distinta a la de un Einstein.

Por descontado, ni que decir tiene, la palabra que inmediatamente estuvo en boca de todo el mundo era la palabra «revancha». Era de dominio público que Capablanca había descuidado su preparación y que Alekhine, a base de estudio y análisis, le había tomado por sorpresa. Pero ¿qué ocurriría si por una vez en su vida el genio cubano se ponía a trabajar en su entrenamiento? ¿Podría Alekhine seguir estando a su mismo nivel? Capablanca se mostraba visiblemente ansioso, casi desesperado, por celebrar esa esperadísima revancha cuanto antes. Siempre se había tomado el ajedrez con la ligereza propia del virtuoso elegido por algún designio celestial, pero ahora recuperar su título y su estatus era cuestión casi de vida o muerte. Desde que tuvo cuatro años de edad nada ni nadie había puesto en tela de juicio su grandeza… hasta que Alekhine le había destronado con todos los méritos y sin excusas posibles. Era hora de vengarse. Pero la rivalidad iba a tomar un giro desagradable que nadie podía prever. La rivalidad deportiva iba a transformarse en una enemistad personal repleta de rencor y odio cuando los acontecimientos no siguieron el curso esperado. Las respectivas personalidades de ambos rivales iban a revelarse en todas sus luces y sombras ante el mundo entero, en una sucesión de desencuentros que primero sorprenderían, después indignarían y más tarde frustrarían a aficionados de todo el planeta. La primera batalla había terminado, pero la guerra iba a ser eterna… y de ninguna manera limpia.

“¿Cómo pudo perder Capablanca contra mí? Debo confesar que ni siquiera ahora soy capaz de responder a esta pregunta con certeza, dado que en 1927 yo no creía que fuese superior a él. Quizá la principal razón de su derrota fue la sobreestimación de sus propios poderes —producto de la arrolladora victoria en el torneo de Nueva York de ese mismo año— y su infravaloración de los míos.” (Alekhine)

Pocas revanchas deportivas han sido tan esperadas como las de algunos célebres campeonatos mundiales de ajedrez. Es un deporte que, o bien pasa desapercibido para el gran público, o bien produce de la nada fenómenos publicitarios mundiales como lo fueron Paul Morphy a mediados del siglo XIX, o Fischer, Kárpov y Kaspárov durante el siglo XX. El cubano José Raúl Capablanca fue uno de aquellos fenómenos. La gente se hacía muchas preguntas sobre él. ¿Qué había dentro de la cabeza de «la máquina de ajedrez»? ¿Podría alguien vencerle alguna vez? Algunos llegaron a decir que Capablanca había «resuelto el ajedrez», como si en su portentoso cerebro se ocultase el secreto mágico que permitía leer la más complicada posición de una partida, visualizando en un instante decenas o centenares de ramificaciones matemáticas y geométricas. El gran maestro cubano tenía intrigado al mundo, y sus anómalas dotes capturaban la imaginación del público.

Pero en 1927, tras un agónico match de treinta y nueve partidas que tuvo en vilo incluso a personas que nada sabían sobre este juego, el Divino Capablanca, el invencible rey de los tableros, había sido derrotado de manera épica por el ruso Alexander Alekhine, que le había arrebatado el título para conmoción del mundo entero. Ahora, naturalmente, tocaba impacientarse mientras llegaba la ansiosamente esperada revancha.

Un botín de 10.000 dólares

«El doctor Alekhine siempre juega bien. El título de campeón está en buenas manos» (Capablanca, tras perder el título)

Si alguien hojease un libro de historia y leyese lo que Capablanca y Alekhine solían decir uno acerca del otro, pensaría quizá que se respetaron y admiraron hasta la muerte. Los elogios mutuos nunca faltaron en las declaraciones públicas de ambos, ensalzando sobre todo las virtudes ajedrecísticas del rival. Eran dos hombres elegantes: el cubano nació en una familia criolla de tradición militar y el ruso procedía de la aristocracia moscovita. Individuos refinados con los que no iba lo de menospreciarse públicamente delante de la prensa. Pero lo cierto es que tras el campeonato de 1927 la relación entre ambos se fue deteriorando progresivamente hasta llegar a extremos de verdadero encono. Con los años se llegó a un punto en que no se dirigían la palabra ni siquiera para solicitar tablas en mitad de una partida, para lo cual recurrían a la intermediación del árbitro. Dos jugadores que habían sido cordiales colegas durante épocas pasadas. ¿Qué sucedió entre ellos?

José Raul Capablanca, antes de iniciar una sesión de partidas simultáneas.

Habría que empezar explicando cómo se organizaban los encuentros por el título mundial, porque en ello radica la clave de lo acontecido tras la inesperada derrota de Capablanca. Por entonces no existía un campeonato mundial reglamentado, y los “matches” por la corona se negociaban de forma parecida al boxeo. El aspirante presentaba unas condiciones económicas al campeón, y si al campeón le convenían dichas condiciones y también se llegaba a un acuerdo sobre el formato del “match” (nº de puntos, sede, etc.), entonces aceptaba poner su corona en juego. Esta forma arbitraria de negociar los mundiales podía conducir a que el campeón vigente terminase no enfrentándose a sus principales rivales, y aunque los ajedrecistas se consideraban gente honorable, no dejaban de ser humanos. Por ejemplo, ya narramos llo que sucedió cuando el alemán Emmanuel Lasker era todavía campeón pero ya estaba claro que Capablanca era el aspirante que lo podía destronar: Lasker había tardado más de la cuenta en aceptar enfrentarse al cubano, lo cual retrasó unos años la llegada de Capablanca a la cumbre. El alemán sólo accedió en el momento en que el clamor de que el caribeño era el mejor jugador del mundo resultaba prácticamente unánime.

Para evitar que se repitiese este tipo de situación, cuando Capablanca ganó el título llegó a un acuerdo con los jugadores más importantes del momento. Convinieron algunas cláusulas para organizar los enfrentamientos. El campeón pondría el título en juego una vez al año, pero únicamente si el aspirante le ofrecía una bolsa de 10.000 dólares de la época. De esa cantidad, el campeón recibiría un anticipo de 2.000 dólares, y el resto se repartiría después del match: un 60% para el vencedor, un 40% para quien hubiese perdido. Esas condiciones le aseguraban a Capablanca un mínimo de 5.200 dólares cuando aceptase jugar, aunque perdiese su título. Era una más que considerable cantidad para la época.

Como decimos, los demás maestros aceptaron estas nuevas reglas, pero en el ajedrez pre-profesional de los años 20 aquella cifra de 10.000 dólares era muy difícil de reunir. Durante mucho tiempo, ninguno de los principales rivales de Capablanca fue capaz de recaudar ese dinero. Jugadores como Rubinstein, Nimzowitsch y el propio Alekhine desafiaron al cubano con las manos vacías en varias ocasiones, pero Capablanca se negó a jugar porque no tenían los 10.000 pactados. De hecho, en siete años de reinado y siempre siguiendo las reglas acordadas, Capablanca no puso su corona en juego, hasta que finalmente Alekhine consiguió los 10.000 dólares que le permitieron derrotarlo en 1927.

Nada más obtener el título, Alexander Alekhine se mostró públicamente dispuesto a ofrecer una inmediata revancha a Capablanca, en idénticas condiciones, tal y como todo el mundo esperaba. Periodistas y aficionados contaban ansiosamente los meses para el nuevo encuentro y Capablanca estaba más que desesperado por jugar, por intentar recuperar la corona perdida. Comenzaron las negociaciones sobre las condiciones de competición mientras «la máquina del ajedrez» trataba de encontrar patrocinadores para cubrir aquella bolsa de 10.000 dólares.

Esperando la revancha

Mientras surgía la oportunidad de intentar recuperar el trono, el cubano se empeñó en seguir demostrando que pese a todo era todavía el número uno. Perder el título mundial por sorpresa no lo desmotivó, sino más bien todo lo contrario: redobló sus energías. Entre 1928 y 1931 jugó diez torneos de primer nivel. Ganó nada menos que siete de ellos, y en los tres restantes quedó segundo por muy poco. Estuvo a un nivel apabullante. El recuento total de partidas de ese periodo habla por sí solo: +67-4=45. Es decir, sólo cuatro derrotas frente a ¡sesenta y siete victorias! Una estadística formidable. Además, su proporción de partidas ganadas respecto a partidas entabladas era, como se ve, también espectacular. Capablanca seguía en plena forma, esto era un hecho palmario. Los espectadores y los periodistas se frotaban las manos: un nuevo “match” entre los dos más grandes ajedrecistas del mundo podría ser tanto o más dramático y emocionante que el primero.

Alexander Alekhine provocó una agria disputa debido a las condiciones económicas de su revancha con Capablanca.

Pero las negociaciones entre Alekhine y Capablanca empezaron a alargarse inexplicablemente, complicándose bastante más de lo previsto. En varias ocasiones pareció haber un inminente acuerdo, pero a última hora siempre se arruinaba la posible organización del match porque Alekhine nunca estaba satisfecho con las condiciones de competición propuestas. Terminó el año 1928 sin que se hubiese conseguido organizar la revancha. Daba la ligera impresión de que Alekhine estaba buscando el más mínimo pretexto para ir retrasando su enfrentamiento con el cubano.

Después de 1929, la impresión dejó de ser tan «ligera» y se convirtió en una certeza. Capablanca finalmente reunió los 10.000 dólares necesarios para poder jugar por el título, pero se produjo una coyuntura totalmente imprevista: el desplome de la Bolsa durante el fatídico «lunes negro» de Wall Street, que trajo la Depresión y la devaluación de la moneda. Eso hizo que Alekhine alegase que el dólar había perdido valor, y por lo tanto exigió que la cantidad acordada le fuese entregada en oro. Ya no se conformaba con moneda de curso legal: si no se le pagaba el equivalente a los antiguos 10.000 dólares en metal precioso, no habría match.

Capablanca estaba atónito y escandalizado. Su rival estaba aprovechando la coyuntura financiera para ponerle las cosas difíciles. Lo pactado eran 10.000 dólares, pensaba Capablanca, no «10.000 dólares-oro», y no era culpa suya que la moneda se hubiese devaluado súbitamente. En pleno desastre monetario mundial, el cubano no podía reunir todo el oro que Alekhine demandaba. El ruso seguía afirmando que se acogía a las condiciones pactadas años atrás y que sería injusto para él recibir un papel moneda cuyo valor intrínseco se había desplomado (aunque quizá en ese argumento no le faltaba razón). Capablanca, en cambio, creía que Alekhine estaba saltándose el acuerdo e imponiendo nuevas condiciones diferentes a las firmadas, lo cual también era cierto: el cubano presionaba a la FIDE para que el match se celebrase de acuerdo con sus criterios y no con los de Alekhine.

Más allá de quién poseía o no la razón, lo cual resulta difícil de determinar porque ambos tenían sus buenos motivos, estaba quedando patente que Alekhine se escudaba en cuestiones monetarias como antes se había escudado en otras, todo para no jugar con el único rival de su misma magnitud que había en el mundo del ajedrez. El ruso pedía cantidades exorbitantes cuando se lo invitaba a un torneo donde estuviese presente Capablanca; cantidades que los organizadores no podían asumir, así que el campeón no acudía nunca a los torneos si jugaba también el cubano. Una forma como cualquier otra de evitar enfrentarse a él. Incluso se rumoreaba que a veces el ruso lo planteaba en términos más explícitos a los organizadores de dichos torneos: «o Capablanca o yo». Así que, entre 1928 y 1931, los dos mejores ajedrecistas del mundo no coincidieron nunca con un tablero de por medio, pese a los deseos de la prensa y el público.

Las cosas terminaron de quedar claras cuando el campeón ruso sí aceptó poner su título en juego frente a Efim Bogoljubov, un buen jugador sin duda, pero que era un aspirante considerablemente inferior a Capablanca y al propio Alekhine. Para colmo, Alekhine exigió a Bogoljubov condiciones menos duras de las que estaba exigiendo a Capablanca. El cubano, viendo cómo se celebraba un match por el título sin que él —todavía el mejor jugador del mundo— estuviese sentado ante el tablero, se sintió enfurecido y frustrado. El público también sentía esa misma frustración y terminó entendiendo lo que estaba ocurriendo: Alekhine, simple y llanamente, tenía miedo de Capablanca.

La escapada del campeón

Alekhine había dedicado años de su vida a encontrar la forma de vencer al genio cubano, esforzándose al máximo, estudiando, preparándose, analizando… dejándose la piel mientras Capablanca jugaba al billar, acudía a fiestas de sociedad y se entretenía con bailarinas y actrices. Cuando finalmente los enormes esfuerzos del ruso dieron fruto y pudo destronar a su casi invencible adversario, Alekhine supo que la venganza de Capablanca sobre el tablero podría ser terrible. Sintió el vértigo de saber que el cubano había aprendido una valiosa lección: no debía volver a confiarse. Su talento natural era excepcional, pero necesitaba prepararse mejor para asegurarse la victoria. Y si a Alekhine le había costado tanto vencer a un Capablanca que no había entrenado, ¿qué sucedería si el cubano decidía ponerse a trabajar duramente antes de una hipotética revancha? Las perspectivas de un nuevo enfrentamiento no eran nada halagüeñas para Alekhine. Y el ajedrez lo era todo para él. No supo afrontar la amenaza que se cernía en el horizonte. Se acobardó, parapetándose allí donde Capablanca no pudiese alcanzarlo.

Como veníamos diciendo, tras su derrota de 1927, Capablanca perdió quizá parte de su aura de intocable, pero no perdió su superioridad ajedrecística. Seguía siendo el mejor, o como mínimo seguía estando a la altura del nuevo campeón, aunque no había forma de comprobarlo puesto que ya nunca jugaban entre sí. Capablanca, decepcionado y dolido por el curso de los acontecimientos, comenzó a detestar visceralmente a Alekhine. Cuando comprendió finalmente que la revancha no se iba a producir, que Alekhine le evitaba incluso en los torneos y que por tanto no iba a tener ocasión de vengarse sobre los tableros, no pudo evitar desanimarse. En 1931 perdió el interés por el ajedrez competitivo. Jugó un último match de diez partidas contra uno de los grandes jugadores del momento, el holandés Max Euwe, y ganó fácilmente con un resultado de +2-0=8. Pero ya no estaba motivado. El Mozart del ajedrez abandonó los tableros.

Durante los años siguientes, José Raúl Capablanca no volvió a aparecer en la competición de élite. Sólo se dejaba ver por el club de ajedrez de Manhattan para jugar algunos torneos informales, sobre todo de ajedrez rápido o “blitz”, el equivalente ajedrecístico de la pachanga futbolística.

Max Euwe, el único hombre que derrotó a Alekhine en un campeonato mundial, fue también el primero en detectar el alcoholismo del campeón.

A sus cuarenta y pocos años, Capablanca estaba virtualmente retirado… mientras Alekhine seguía ciñendo la corona que mucha gente pensaba no le pertenecía legítimamente. Las lamentables maniobras de Alekhine para evitar encontrarse con quien aún era considerado mejor ajedrecista del planeta contribuyeron a empeorar su imagen pública. Aunque, eso sí, a nivel puramente ajedrecístico el ruso siguió demostrando que era un jugador temible y que, salvo Capablanca, tampoco había en el mundo rivales para él. Durante aquellos años Alekhine ganó todos los torneos en donde se presentó, con unas estadísticas espectaculares que no tenían mucho que envidiar a las del propio cubano. Todo el juego posicional y la teoría que Alekhine había estudiado para superar el casi imbatible juego instintivo de Capablanca se unía a su inagotable fantasía ofensiva, así que el ruso seguía produciendo verdaderas obras maestras del ajedrez de ataque que asombraban a propios y extraños. Tras 1931, ya sin Capablanca en competición, Alekhine ejerció un dominio aplastante aunque nadie en el mundo pareciese tener demasiadas ganas de apreciar sus logros. Sus obras maestras sólo interesaban a los entendidos. Para el público, Alekhine era sencillamente el villano de la historia. ¿De qué servía tanto alarde ajedrecístico si se escondía cobardemente del único hombre capaz de hacerle frente?

No sabemos cuál hubiese sido el resultado si se hubiese producido un match por el título antes de la retirada de Capablanca en 1931, cuando ambos ajedrecistas estaban todavía en sus mejores años, pero la opinión más generalizada es la de que Alekhine lo hubiese tenido bastante más difícil aquella segunda vez.

El retorno de Capablanca

Durante varios años el ajedrez tuvo que sobrevivir sin su principal estrella. La fama de Capablanca no disminuyó —como decía después su esposa, «las mujeres le acosaban allá donde íbamos»— pero el ajedrez, qué duda cabe, estaba huérfano sin él aunque Alekhine estuviese ofreciendo su habitual espectáculo en aquellas geniales partidas de ataque, quizá con menos frecuencia, pero aún con brillantez.

Pero sólo hay una cosa que puede enviar a un hombre a la miseria tanto como sacarlo de ella y darle alas para salir adelante: una mujer. José Capablanca había llegado a perder toda la motivación y no quiso jugar durante varios años, sí, pero su segunda esposa, Olga Chubavorva, le dio ánimos renovados y fue en buena parte responsable de que tras un largo periodo de inactividad el genio cubano decidiese volver a la competición. En 1934 el cubano empezó a dejarse ver en algunos torneos importantes. Tras unos inicios dubitativos —bastante comprensibles dado el largo paréntesis que lo tenía falto de práctica— empezó a mostrar indicios de clara mejoría.

Mientras luchaba por recuperar la forma, hubo un hecho que redobló su determinación de volver a aspirar al título. En 1935 Alekhine volvió a poner su corona en juego frente a un gran maestro que consideraba asequible, el holandés Max Euwe, el mismo que había perdido contra Capablanca antes de la precoz retirada de éste. El holandés era un gran jugador, pero como todo el resto de grandes maestros era manifiestamente inferior a Alekhine. Así pues, se esperaba que el ruso conservara el título con facilidad pero, para asombro de todos, perdió por un resultado muy apretado +8-9=13. Alekhine se mostró irregular, jugando bien unas partidas pero cometiendo errores incomprensibles en otras, algo hasta entonces impropio de él. Aquello le costó el título. El nuevo campeón, Euwe, dio más tarde pistas de lo que podía haber ocurrido: afirmó que Alekhine se había presentado a jugar varias partidas en condiciones de visible embriaguez. Como hoy ya sabemos, el campeón ruso se había convertido en un alcohólico durante los años en que evitaba a Capablanca. En todo caso, el abuso de la bebida le hizo perder la corona.

La segunda esposa de Capablanca logró que el mundo volviese a gozar del talento de su genial marido.

Aquello podría reabrir las puertas del título para Capablanca. Pero Euwe, que era bastante más deportivo que Alekhine, le ofreció una rápida revancha al ruso y Alekhine, temporalmente sobrio, despejó todas las dudas sobre su juego. Esta vez sí, aplastó a Euwe por +10-4=11 y recuperó el trono. Su talento no había desaparecido. Pero sus ganas de obstaculizar una revancha con Capablanca, tampoco.

Capablanca, sin embargo, volvía a soñar ingenuamente con la oportunidad de una revancha: Alekhine ya había jugado dos finales con Boljojugov y otras dos con Max Euwe. Nada menos que cuatro campeonatos mundiales: el quinto, por fuerza, tendría que ser contra él. Aquello le impulsó lo suficiente como para recuperar buena parte de su antiguo poder: en 1936 Capablanca ya tenía cuarenta y ocho años, pero sorprendió a todos con una de sus más grandes temporadas ajedrecísticas. Jugó a un altísimo nivel que volvía a colocarle en lo más alto, como si la edad y los años de retiro no le pesaran lo más mínimo. Primero ganó un torneo en Moscú sin perder una sola partida, superando a algunos potentísimos nuevos valores como el futuro campeón mundial Mikhail Botvinnik, el hombre que algunos años más tarde terminaría iniciando el férreo periodo de total dominio soviético. Tras esa brillante victoria en Moscú, Capablanca acudió a otro importantísimo torneo en Nottingham, donde iba a estar presente la plana mayor del ajedrez de la época: Botvinnik, Euwe, Reshevsky, Vidmar, Tartákover… y ¡sorpresa! Alexander Alekhine. El ruso, probablemente por cuestiones monetarias, no pudo evitar cruzarse finalmente con Capablanca en aquel torneo, después de casi una década de rehuir la ocasión de sentarse ante el mismo tablero en competición oficial.

La noticia de que Capablanca y Alekhine se iban a volver a enfrentar corrió como la pólvora. La gente se dispuso a seguir el torneo con el morboso interés de quien durante años y años ha esperado el siguiente episodio de su serial favorito, para conocer el desenlace. Aunque sólo iban a encontrarse en una partida aislada y lo único que había en juego era un punto, el cruce entre los dos genios del ajedrez era todo un acontecimiento que iba más allá de la importancia de ese punto en un torneo. Prensa y público, lógicamente, se tomaron aquella partida como el sustitutivo de la revancha todavía no celebrada, un poderoso placebo para decidir —de manera no oficial— quién era «el verdadero campeón». Ni que decir tiene tampoco, prácticamente todo el planeta deseaba ansiosamente ver ganar al cubano.

Las dos torres

El estilo de juego de aquella partida no recordó a las correosas maniobras posicionales del mundial de 1927, sino que fue más bien un duelo de triquiñuelas, como si Capablanca estuviese jugando a «cazar al cazador». Alekhine se dejó de precauciones e hizo una de sus famosas combinaciones enrevesadas, quedando con una muy ligera superioridad de piezas (dos poderosas torres frente a dos alfiles y un caballo). Era justo la clase de combinación con la que Alekhine había vencido a tantos de sus rivales, así que se lanzó alegremente a por ella. Pero resultó que Capablanca había entendido mejor la situación en el tablero y, haciendo creer a su rival que tenía la sartén por el mango, “se dejó hacer” previendo de antemano un final de partida donde pese a su ligera inferioridad material tendría una posición mucho mejor, en la que las dos torres de Alekhine quedarían aisladas. El ruso finalmente entendió que su ventaja material era inútil sin también una ventaja posicional, supo que no podía ganar y se rindió para perplejidad de analistas y espectadores, que en un principio no terminaron de entender por qué el ruso no seguía jugando una partida en la que parecía poder optar como mínimo a unas tablas. Pero, efectivamente, Capablanca le había ganado en su propio terreno, el de las combinaciones geniales, con una sutileza propia de viejo campeón.

Una grave hipertensión marcó los últimos años de la vida de Capablanca.

Tras desquitarse con aquella brillante victoria sobre su denostado enemigo, el cubano finalizó el torneo a un extraordinario nivel, compartiendo el primer lugar con Botvinnik mientras que Alekhine, por causa precisamente de la derrota frente a Capablanca, se veía relegado a una modesta sexta posición. Lo único que impidió al cubano ganar el torneo en solitario fue una derrota inesperada frente al checo Salo Flohr, dejándose un punto atrás contra pronóstico —y un punto en ajedrez es mucho—, pero aun así la impresión que dejó en el torneo fue la de que una vez más volvía a ser el mejor jugador del mundo. Cómo no, mucha gente tomó aquella victoria aislada sobre Alekhine como una muestra de la innata superioridad del cubano a la hora de evaluar la posición, y una evidencia palmaria de por qué Alekhine sentía tanto terror ante una posible revancha. Capablanca merecía una revancha. Tenía que haber una revancha.

Pero la exhibición de Nottingham fue el canto del cisne del gran Capablanca. El glorioso retorno a la cumbre no duró mucho más. Alekhine siguió sin ofrecerle esa revancha, se repitieron las circunstancias de años anteriores y ya llovía sobre mojado. Capablanca se percató rápidamente que el campeón seguiría buscando cualquier excusa para no darle la oportunidad de desafiarle, y se desanimó nuevamente. Su nivel de juego empezó a decaer de manera muy pronunciada, aunque esta vez no influía sólo su falta de interés, sino una hipertensión mal diagnosticada que empezó a causarle serios problemas incluso mientras jugaba los torneos. También el juego de Alekhine estaba decayendo debido a la edad y al alcoholismo, aunque mantenía el título porque siempre se las arreglaba para jugárselo frente a rivales asequibles.

Capablanca y Alekhine se encontraron de nuevo en 1938, durante un torneo en Holanda, aunque por entonces ya ninguno de los dos podía ser considerado el mejor del mundo. En dicho torneo Capablanca obtuvo la peor clasificación de su carrera (una séptima posición) ya que estaba padeciendo síntomas de su enfermedad. En el torneo a doble ronda, los viejos rivales jugaron dos partidas, las últimas dos veces que el mundo los contemplaría sentados ante un mismo tablero. Empataron una de las partidas, donde pese a estar frente a frente, negociaron las tablas a través del árbitro porque sencillamente no querían hablarse.

La otra partida se celebró justo el día en que Capablanca cumplía cincuenta años, además de haber sufrido nuevamente las consecuencias de su mal estado de salud durante la jornada. En un estilo de juego abierto y lleno de riesgos que convenía perfectamente a Alekhine, Capablanca perdió por pensar demasiado y sobrepasar el límite de tiempo. Era únicamente la segunda vez en toda su carrera que su reloj alcanzaba el límite durante una partida oficial, ya que la rapidez de pensamiento había sido siempre su principal característica. Pero la hipertensión estaba afectándole seriamente. Fueron dos partidas crepusculares entre dos genios que afrontaban el declive; aunque seguían despertando el morbo de ver a los dos enemigos irreconciliables en otro duelo de voluntades, ya no eran los mismos de antaño.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial terminó de hacer imposible una revancha que, de todos modos, ya nadie esperaba ver materializada. Capablanca se retiró nuevamente de la competición, esta vez de manera definitiva. Como había hecho durante su primer retiro, sólo aparecía por el club de ajedrez de Manhattan para jugar u observar partidas informales. En 1942, mientras miraba una de aquellas partidas, se levantó de repente, pidió ayuda para quitarse el abrigo, y a continuación se desplomó inconsciente en el suelo. Ingresado en el hospital, murió a las pocas horas a causa de una hemorragia cerebral, producida por la hipertensión crónica que padecía. El mundo acababa de perder a uno de los genios innatos más notables de la Historia. Tenía cincuenta y tres años.

Alekhine recibió la noticia con palabras de elogio para quien, según él, era «el más grande ajedrecista que ha existido». Una despedida elegante, al menos. Pero el ruso, ahora ciudadano francés, no dejó de ser un personaje polémico hasta el último día de su vida. En aquellos años, durante la ocupación nazi de Francia, aparecieron publicados unos artículos firmados por Alexander Alekhine en los que defendía ideas antisemitas propias de la ideología nacional-socialista, aunque después de la guerra Alekhine afirmó que no eran de su autoría y que habían sido manipulados por los alemanes, añadiendo tintes raciales a unos textos suyos que originalmente tenían carácter puramente formal. Es difícil saber hasta qué punto se lo puede tachar de antisemita, aunque sus simpatías por el régimen nazi parecían más que evidentes. De hecho, tras la guerra Alekhine era considerado práxcticamente un colaboracionista y se refugió en la España franquista. Ya no se lo invitaba a torneos celebrados en otros países occidentales, aunque sí jugó en España, donde el nuevo niño prodigio del ajedrez Arturo Pomar logró empatarle una célebre partida. En una ocasión se llamó a Alekhine desde las Islas Británicas para participar en un torneo, pero las airadas protestas de otros ajedrecistas consiguieron que terminase no acudiendo. Tal era la reputación del campeón mundial de ajedrez.

Alekhine y su famoso gato, llamado sencillamente «Ajedrez».

Además de la ambigüedad de su relación con los nazis, hubo otra acusación que dio mucho que hablar en el  mundillo. Según se decía, en sus libros Alekhine inventaba partidas que no había jugado realmente o modificaba algunas existentes y poco conocidas para hacerlas más bellas de lo que realmente habían sido. Aquella acusación fue algo más que un mero rumor popular, ya que varios ajedrecistas importantes airearon el asunto públicamente. Y cómo no, quedó aquella tercera acusación, la de no jugarse el título frente a rivales que pudieran vencerle. Toda la magia que Alekhine era capaz de crear sobre el tablero —que era mucha, bellísima y fascinante— estaba siendo desprestigiada por la imagen cada vez más tenebrosa que proyectaba fuera de él. Su fuerte carácter tampoco contribuyó a que el público le tuviese demasiado afecto. Una de las anécdotas más célebres que se le atribuyen sucedió en una aduana por la que pretendía pasar sin identificarse tras haber extraviado su pasaporte. Ante los impedimentos de los funcionarios, el ajedrecista respondió airado: «Soy Alexander Alekhine, campeón mundial de ajedrez, ¡no necesito pasaporte!».

Tras unos últimos años marcados por estas oscuras polémicas, además de por el alcoholismo, y como no podía ser menos, el ruso tenía que protagonizar una muerte igualmente controvertida. Alexander Alekhine murió en 1946 —también a la edad de cincuenta y tres años, como Capablanca— manteniendo todavía el título de campeón mundial. Su fallecimiento se produjo oficialmente a causa de un ataque al corazón meintras comía. Pero un supuesto testigo de la autopsia disparó la noticia de que realmente podría haber fallecido debido a un trozo de carne sin masticar que había taponado su tráquea, asfixiándolo. La aparente disparidad entre la autopsia y el motivo oficial de su muerte disparó los rumores de que pudo haber sido asesinado por un comando secreto como venganza por su colaboracionismo con los nazis. Incluso el propio hijo de Alekhine apoyó esta idea, diciendo que su padre había sido asesinado por órdenes de Moscú. Sea o no cierto el asunto del asesinato político, la tétrica controversia sobre su misterioso adiós no podía estar más en consonancia con la oscuridad del personaje.

Dos genios, dos estilos, un legado

«Una vez, durante un torneo en Moscú, un grupo de maestros analizaba el final de una partida. No podían encontrar la jugada correcta y mantenían muchas discusiones. De repente, Capablanca entró en la habitación. Le gustaba caminar mientras era el turno de jugar de su oponente. Comprendiendo la razón de la disputa, el cubano se inclinó sobre el tablero, dijo ‘sí, sí’ e inmediatamente redistribuyó todas las piezas para mostrar la posición correcta que permitía ganar la partida. No exagero. Don José literalmente empujó las piezas, sin hacer siquiera las jugadas en orden. Sencillamente las puso en los lugares que consideraba necesarios. De repente, todo quedó claro. Allí estaba el esquema correcto de la posición, ahora la victoria era fácil» (Alexander Kotov)

«A diferencia de Fischer, con su propensión a la claridad, y de Kárpov, educado en las partidas de Capablanca, desde mis años más jóvenes estuve enormemente influido por el juego de Alekhine, y fascinado por el suceso sin precedentes de su victoria en el match contra Capablanca de 1927. He admirado el refinamiento de sus ideas, y he intentado en la medida de lo posible emular su furioso estilo de ataque, con sus repentinos y atronadores sacrificios» (Garry Kaspárov)

«Era imposible ganar a Capablanca, pero contra Alekhine era imposible jugar» (Paul Keres)

La historia del ajedrez está huérfana de dos grandes acontecimientos, hitos que tenían que marcar el destino del reino de Caissa, pero que nunca se llegaron a celebrar. Uno fue el campeonato mundial entre Fischer y Kárpov, que nunca tuvo lugar porque Fischer, tras proclamarse campeón, desapareció del mapa y se negó a regresar aunque ello le costase la pérdida del título. El otro acontecimiento fue, claro, la revancha nunca celebrada entre Alekhine y Capablanca. Es como un gran agujero negro en mitad de una por otra parte muy rica historia, la de las sesenta y cuatro casillas.

Pero aunque la rivalidad entre Capablanca y Alekhine quedase tristemente incompleta, ambos marcaron un antes y un después en la historia del ajedrez; más allá de su agria rivalidad personal establecieron dos escuelas de juego totalmente opuestas, que han seguido muy vivas a través de los años. Los jugadores amantes del juego de ataque, del ajedrez bello, retorcido y fantasioso —jugadores como Mikhail Tal o Garry Kaspárov— se inspiraron fundamentalmente en las partidas de Alekhine. Los jugadores amantes del orden, la claridad y la lógica posicional, como Bobby Fischer o Anatoly Kárpov, aprendieron su estilo de Capablanca. La distinción entre jugadores ofensivos y posicionales existía ya desde el siglo XIX, es cierto, pero fueron Capablanca y Alekhine quienes redefinieron esos roles para siempre y los dejaron bien grabados sobre piedra.

Capablanca, además, tuvo un papel muy importante en la difusión social del ajedrez, gracias a su fama y su perfecto papel como embajador del juego en todo el mundo. Fue un hombre admirado y querido por el público, una auténtica estrella que llevó los tableros a las portadas de los periódicos. Su prodigioso talento natural le dio al ajedrez una aureola que no podría darse en otro deporte, sino más bien en la música, en el arte o en la ciencia; el aura del niño prodigio intelectualmente superior. Hubo genios ajedrecísticos antes que él, y Alekhine de hecho también lo fue, pero Capablanca rodeó la figura del genio de un halo casi místico. Durante décadas, a los nuevos valores del ajedrez y sobre todo a los niños prodigio se les comparaba constantemente con Capablanca, como hoy se les compara con Bobby Fischer.

Alekhine muerto
El cadáver del campeón mundial Alexander Alekhine fue encontrado aún sentado a la mesa; tiempo después correrían ríos de tinta sobre las enigmáticas circunstancias de su muerte.

Alekhine, en cambio, no dejó tras de sí una imagen positiva en lo personal (aunque, con el tiempo, las leyendas negativas pueden ser tanto o más fascinantes) y durante sus últimos años se lo llegó a detestar con bastante vehemencia. Pero más allá de las facetas oscuras de su personalidad, es innegable que Alekhine aportó dos cosas fundamentales al ajedrez. Una, el gusto por la belleza artística del juego, por el componente estético de las partidas repletas de movimientos asombrosos e inesperados… algo que Capablanca no hacía y que de no ser por Alekhine hubiese pasado desapercibido durante aquellos años en los que el romanticismo del siglo XIX había quedado olvidado. Alekhine, al menos, fue valiente jugando un estilo agresivo de improvisación en unos tiempos donde dominaba la claridad de Capablanca. Y dos, la demostración de cuán importante es el estudio y la preparación en el ajedrez de élite. Aunque siempre pesará sobre Alekhine la vergüenza de haberle negado la revancha a Capablanca, el hecho mismo de haberle podido vencer tuvo una importancia capital en el desarrollo del ajedrez posterior. Alekhine demostró al mundo que no había ningún ajedrecista lo bastante superdotado como para que no se le pudiera vencer con la debida preparación. Creó la disciplina del jugador moderno: hizo ver a los ajedrecistas que el talento natural no basta. El ajedrez era un arte, decía Alekhine, pero al igual que un músico el ajedrecista sólo da lo mejor de sí cuando se ayuda del estudio y la práctica. Capablanca fue el último de los campeones bohemios, porque después de que Alekhine lo derrotara, el campeonato mundial de ajedrez ha pertenecido sólo a quienes combinan su talento innato con un trabajo agotador.

Además, y esto tampoco se puede obviar, las partidas de Alekhine están entre las más bellas y entretenidas que ha producido el juego/arte/ciencia de las sesenta y cuatro casillas en toda su historia, mientras que muchas de las partidas de Capablanca son admirablemente sólidas… pero no tienen un “golpe de efecto” que haga saltar en su silla al aficionado medio. Personalmente, para quien suscribe son mucho más interesantes las partidas de Alekhine que las de Capablanca, cuyo estilo me resulta más bastante monótono, aunque lógicamente su clarividencia posicional es a menudo fascinante. Alekhine también fue responsable de otro considerable legado, aunque no voluntariamente: su discutible comportamiento una vez convertido en campeón y la manera calculadamente antideportiva en que retuvo el título obligaron a la FIDE a cambiar las reglas. Tras la muerte de Alekhine se estableció un nuevo modelo que obligaría a cada nuevo campeón a jugarse el título periódicamente cada tres años como plazo máximo, y si decidía no enfrentarse a un aspirante elegido mediante torneos clasificatorios, sencillamente se le despojaría de la corona. Se terminó elegir con quién se disputaba la corona.

Fueron dos genios de temperamento opuesto, estilos opuestos y destinos igualmente opuestos. La historia del ajedrez, sin embargo, les recuerda como igualmente grandes, y todo cuanto necesitan para que su rivalidad se filtre en el inconsciente colectivo —como la de Mozart y Salieri— es que alguien ruede una gran película sobre ellos, sobre cómo vivieron y jugaron el uno en torno al otro como dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario, robándose mutuamente la energía, intentando eclipsar el brillo del otro al proyectar un brillo todavía mayor. Representaban como nadie la dualidad de la competición y de la vida, el día y la noche, la calma y la tempestad, el ying y el yang: si el público no tuviese tan poca memoria, Capablanca y Alekhine serían hoy arquetipos universales. En el mundo del ajedrez, de hecho, ya lo son: como unos modernos Caín y Abel. Una historia única que, muy a mi pesar, he resumido de manera muy imperfecta en el formato de este artículo dividido en dos partes, pero a la que hubiese dedicado un libro entero sin dudarlo. Algo así sólo podía superarse si un ajedrecista fuese capaz de reunir en su sola persona el ying y el yang, a Capablanca y Alekhine revueltos en una sola mente. Ese individuo, por cierto, fue Bobby Fischer, pero, como suele decirse… esa es otra historia.

40 Comentarios

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  3. Enorme satisfacción sentí en esta lectura. Soy cubano y siempre seguí la historia de Capablanca con devoción pero nunca leí algo tan completo y bien redactado. Felicidades!!!!

  4. Que pluma más sublimes, dios mío! Gracias por este deleite

  5. Muy buen artículo, solo decir que los que jugamos ajedrez sabemos del miedo a enfrentar a alguien superior y eso demostró el ruso alekhine MIEDO, un Miedo tan grande como su talento, un Miedo tan profundo y cierto como su dedicación y estudio ajedrecistico, conclusion un cobarde mundial.

  6. Disfrute muchísimo este texto, es el tipo de historia que me conmueve y que por momento siento ganas de llorar. Un texto que le da su lugar a cada uno de estos grandes personajes

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  8. Néstor PEREYRA

    Indudablemente, el mejor artículo sobre ajedrez que he leído en mi vida. Fascinante.

  9. Impresionante artículo, coincido con Carlos Colón, Alexis Díez, Cristian, Rafa y Cruz Vargas. He leído mucho sobre la historia entre estos dos genios, pero nunca de una manera tan profunda y equilibrada; además con un lenguaje tan sencillo y claro que te atrapa. No pude quitar los ojos de la lectura hasta que llegué al punto final. Gracias E J Rodríguez. Espero por más artículos suyos.
    En cuanto a la historia contada, siendo admirador de Capablanca, me queda una sensación de tristeza por la frustración que sin duda sintió al serle negada una aspiración tan legítima a través de excusas y tretas tan cuestionables . Siendo así, debemos quedarnos con la enseñanza de no subestimar nunca a nadie ni a las oportunidades que llegan a nuestra vida, que pueden ser únicas e irrepetibles.

  10. Miguel Morazán

    Un artículo emocionante que he disfrutado de inicio a fin. Gracias por una lectura tan cautivadora desde un título al que realmente ha hecho honor todo el texto.

  11. José Antonio Gómez Yáñez.

    Excelente artículo. Felicitaciones.
    Una idea, siempre me interesaron los «campeones» sin corona. La enorme frustración de los pocos grandes jugadores que se quedaron eclipsados por genios, pero dominando a los demás. Korchnoi, Keres, quizá los casos más claros, quién duda que hubieran sido campeones sin Karpov y Botvinnik. Aplastados también por Botvinnik, Tahl y Smyslov disfrutaron de breves reinados.

  12. Historia apasionante,falta F.M.Dostoievki para el guión de la película y Jane Champion?,la Directora de «El Piano»,para dirigirla…
    Pienso que lo más difícil es ser «Sencillo»?, «Simple»?y ORIGINAL,Como Capablanca y Mozart.

    • Williams suarez

      Amigo, años alejado del mejor tablero diseñado por la humanidad, nos animan a intentar mover peones otra vez.
      Felicitaciones por la modestia? Es complicado narrar un mundo tan complejo de manera tan sencilla y fluida.
      Lo considero mi mejor regalo de cumpleaños hoy, que oficialmente, soy un nuevo viejo para una sociedad que, si no nos desprecia, nos ignora o, peor aún, sistematiza nuestra extinción.
      No te justifiques alegando que acortaste una buena historia porque muchos grandes escribieron cuentos más memorables que muchas novelas.
      Gracias.-

  13. El mejor relato de Ajedrez leído en mis 94 años de vida.

  14. Tu pluma es tan fascinante cómo fueron esos grandes campeones

  15. Lo mejor que he leído sobre ambos ajedrecistas, articulo espectacular, soy cubano y soy judío, vivo en Israel.
    Mi sinagoga en La Habana fue construida por el arquitecto Aquiles Capablanca, hermano del gran campeón José Raúl Capablanca.

  16. Estoy de acuerdo de que es un artículo fascinante. Por fin un escrito donde se aclara la rivalidad de dos jugadores extraordinarios. Felicitaciones. Saludos desde Chile. Ojalá hagas un libro extenso

  17. Por favor, ¡Un libro! (con estas y otras historias sobre el Ajedrez). Este artículo me resultó tan emocionante como ver «The Thrilla in Manila». Muchas gracias por el tiempo invertido en narrar está historia

  18. Carlos Rodriguez

    Excelente artículo para gustamos de la historia y del juego ciencia. Consideramos que el lenguaje empleado es claro y las descripciones de ambos jugadores objetivas al igual que los compañeros no pude dejar de leer hasta que llegue al final. Gracias desde Panamá.

  19. Carlos Rodríguez

    Excelente artículo me ha imprecionado la objetividad con que está escrito el artículo nos deja muchas enseñanzas. Un saludo cordial y agradecimiento desde Panamá.

  20. Agradezco como aficionado al ajedrez este artículo tan completo, hermoso y bien redactado.

  21. Xavier Vejerano

    ¡Un deleite a la pupila su artículo! Como cubano conozco la historia y me entiendo, por ende, parcializado; pero las filigranas de su redacción sazonada con los detalles (tan necesarios en un relato) lo han convertido en un festín al iris. Imposible pausar la lectura.

  22. Enhorabuena, un artículo excelente, como todos los que escribe.
    A los lectores tal vez les interese este libro, «Supertorneo de Ajedrez de Nueva York 1924». Allí se juntaron Lasker, Capablanca y Alekhine, acompañados de otros 8 jugadores que estaban entre los mejores de la época.
    https://www.amazon.es/Supertorneo-Ajedrez-Nueva-York-1924-ebook/dp/B0BVHYQDQT

  23. Que delicia de escrito. Muchas gracias!!

  24. Excelente artículo. Pasión pura por el ajedrez, la historia y la literatura. Felicitaciones!

  25. Excelente artículo

  26. Inocente fuentes

    Hola, saludos a todos los que alguna vez han sentido el placer del juego de ajedrez.. con que sencillez ud escribe hechos históricos entre personas que fueron privilegiadas en el mundo del ajedrez.que apasionante la vida ajedrecistica de estos seres , que nos motiva a seguir practicando este deporte mental.. gracias , muchas gracias …

  27. Roberto Martin Zuccon

    Atrapante historia de Vida de dos genios del ajedrez. Gracias por haberme atrapado con tu narrativa exquisita!

  28. Fischer nos dijo que el juego de Capablanca no era seco y aburrido como se indica en este artículo. Dijo que eso era un mito. Agregó que el juego de Capablanca era tan agudo que a pesar de salir de la apertura sin ninguna ventaja, la partida estaba ganada por Capablanca antes de que sus contrincantes se dieran cuenta.

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  30. Vaya artículo, enhorabuena, me ha encantado todo, el texto, las declaraciones, las fotos,.Había un momento en el que me he situado en 1927 como un aficionado más de la época que ansiaba esa revancha.
    Muchísimas gracias por instruirnos, ha sido un placer.

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  36. No pude parar de leer hasta el final. Que gran articulo. Felicidades 🤗.

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