Ajedrez

La infancia de Bobby Fischer: el niño ajedrecista que «vagabundeaba» por las calles de Nueva York

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Mediados de los años cincuenta. Una pareja de chavales camina por las calles de Nueva York. En mitad del ajetreo urbano, nadie repara en su presencia. Los transeúntes, los policías, los trabajadores de las obras públicas; cualquiera que se los cruza ve solamente a dos adolescentes, porque eso es lo que son, dos chicos de trece años. Poco podría alguien sospechar que uno de ellos se convertirá, en el transcurso de un par de años, en uno de los personajes más famosos del país. Y al cabo de algunos años más, en una de las mayores celebridades de todo el planeta. Es el más delgado, de cabello castaño, vestimenta humilde y aspecto desaliñado. Se llama Robert James Fischer y va a irrumpir en la Historia cuando todavía no tenga edad para afeitarse; el mundo, de hecho, lo conocerá para siempre con el diminutivo de “Bobby”.

Los dos chiquillos son amigos y comparten una misma pasión: el ajedrez. Se han conocido participando en diversos torneos juveniles y, cada vez que se encuentran, suelen pasar bastante tiempo juntos. Uno de ellos se acaba de trasladar desde California, porque aquí, en Nueva York, está la meca ajedrecística de los Estados Unidos. El otro, Bobby, ha crecido en esta misma ciudad, donde ya es un habitual en los clubes de ajedrez. Suele saltarse las clases del colegio para poder participar en los torneos.

Este día de primavera de 1956, los dos chiquillos se dirigen al sur de Manhattan. Nueva York es una metrópolis inmensa, pero el mundo de los dos jovenzuelos, el microcosmos de las sesenta y cuatro casillas, es relativamente pequeño y está repartido a lo largo de unas pocas calles. Cerca de la 5ª Avenida, casi camuflado en una tranquila entrada de semisótano, está el Marshall Chess Club, uno de los clubes de escaques más importantes de la ciudad, que es a donde hoy se dirigen. Cerca está el parque de Washington Square, donde se reúnen ajedrecistas de toda índole para echar unas partidas al aire libre; también allí, bastante a menudo, se ha dejado ver el pequeño Bobby. Un par de manzanas más allá, casi a la vista del parque, varias legendarias tiendas venden toda clase de material ajedrecístico. Como el Chess Forum, quizá uno de los comercios más bonitos del mundo, aunque sólo sea por lo que contiene tras sus coquetos escaparates. O el Village Chess Shop, donde a veces podemos ver a aficionados jugando en unas mesas situadas junto a la puerta del local, como si fuese la terraza de cualquier café.

Los dos escolares transitan, pues, por el corazón del ajedrez neoyorquino. Caminan en silencio. De repente, Bobby, que ha estado reflexionando durante un rato, parece experimentar un momento de revelación sobre su futuro. Su juego ha estado mejorando en los últimos meses de manera considerable, sí, pero ahora su mirada va más allá y siente que ante él se abre una nueva puerta, una que nadie más ha visto. Todavía no ha cumplido los catorce años, pero puede notarlo: está hecho para la grandeza. Así recordaba después ese momento su acompañante y amigo de la infancia, Ron Gross:

“Bobby y yo nos hicimos amigos. Solíamos vagabundear juntos por la ciudad. A veces íbamos al club Marshall para jugar un torneo de partidas rápidas, cosas por el estilo. Un día nos dirigíamos juntos a Manhattan porque participábamos en un pequeño torneo temático sobre la apertura Ruy Lopez. De repente, Bobby dijo:

— ¿Sabes qué? Puedo ganar a todos esos tipos.

Yo creí que hablaba de la gente del torneo en que estábamos participando y pensé que lo que estaba diciendo era una perogrullada. No era un torneo muy fuerte y de hecho ambos habíamos ganado todas nuestras partidas hasta el momento. Pero él no se refería a eso. Él se refería a que podía vencer a cualquiera en los Estados Unidos. Y a finales de ese mismo año, eso es precisamente lo que hizo.”

El hijo de una enfermera

regina fischer
Regina Fischer, madre de Bobby, fue una mujer extremadamente inteligente y de carácter bastante difícil.

Regina Fischer era una mujer muy particular. Nació en Suiza, aunque su familia emigró después a los Estados Unidos, donde se hizo ciudadana estadounidense. Muy inteligente e inquieta, había estudiado medicina en la Unión Soviética y, además del inglés, hablaba con fluidez en ruso, alemán, francés, español y portugués. Mientras vivía en Europa, se casó con el físico alemán Hans Gerhardt Fischer, con quien tuvo una hija, Joan. Cuando Hans la dejó, Regina volvió a los Estados Unidos para trabajar dando clases o como enfermera. Poco dada a la monotonía, cambiaba de residencia a menudo. Cuando nació su segundo hijo, estaba en Chicago y ya no vivía con Hans, aunque este era todavía su marido oficialmente; a causa de esto, durante muchos años se atribuyó al físico alemán la paternidad de Bobby. Por entonces, en realidad, Regina se relacionaba con otro físico, el húngaro Paul Nemenyi, un simpatizante comunista que solía dejar atónitos a quienes se cruzaban en su camino por causa de su prodigiosa inteligencia. Nemenyi había ganado la medalla nacional de matemáticas siendo un adolescente en Hungría y poseía, según parece, memoria fotográfica. Destacaba especialmente en pruebas de medición de razonamiento espacial, lo cual es, curiosamente, una de las cualidades básicas para un buen jugador de ajedrez. En 1942, cuando el futuro fenómeno Bobby vino al mundo, Nemenyi era la pareja de Regina Fischer. Así lo testimonian incluso papeles del FBI; la policía vigilaba a la mujer porque era una entusiasta activista de la izquierda, de la que se llegó a sospechar —sin fundamento, en realidad— que podía estar ejerciendo como espía para los rusos.

La verdadera ascendencia de Bobby, pues, siempre fue un asunto confuso. Recibió el apellido Fischer y en su pasaporte constaba el alemán Gerhardt como su progenitor legal. Si Paul Nemenyi era su padre, como parece probable por la circunstancias, Regina Fischer nunca lo declaró y mantuvo el dato en secreto. Cabe recordar que hablamos de los años cuarenta y ella debió de pensar que convenía registrar al niño como fruto de una pareja todavía legalmente reconocida, no como el hijo natural de un simpatizante comunista húngaro con quien no estaba casada. ¿Quién fue el padre de Bobby Fischer? Quizá nunca lo sepamos con total certeza y la única prueba concluyente sería la genética. De todos modos, resulta difícil pensar que no fuese hijo biológico de Paul Nemenyi, por todo lo que sabemos sobre la vida de Regina Fischer y por un innegable parecido físico entre Nemenyi y Bobby. Lo que con seguridad nunca averiguaremos es si el propio Bobby conocía la verdad sobre quién era su verdadero progenitor. Probablemente sí, pero durante su vida rara vez se pronunció acerca de sus asuntos personales y todavía menos sobre las difíciles circunstancias familiares y económicas de su infancia. La única declaración pública al respecto que llegó a hacer se limitaba a un escueto resumen de la versión oficial: “Mi padre abandonó a mi madre cuando yo tenía dos años. Nunca lo he visto. Mi madre sólo me ha dicho que se llamaba Gerhardt y que era de origen alemán”.

Ni Bobby ni su madre, y ni siquiera su hermana Joan, arrojaron nunca demasiada luz sobre este tema. Existen versiones contradictorias que proceden de diversas fuentes relacionadas con la familia, pero resulta difícil saber con seguridad cuánto de verdad hay en cada una de ellas. Lo que sí sabemos es que cuando Bobby tenía cinco años, Regina, inquieta como de costumbre, dejó Chicago y se trasladó con sus hijos a Nueva York. Sola, lo cual indica que seguramente también había terminado rompiendo su relación con Nemenyi. Si intentamos componer un cuadro completo de lo que afirman todas las versiones sobre esa época —aunque a veces choquen entre sí—, se parecería a esto: Paul Nemenyi podría no solamente ser el padre de Bobby sino que quizá enviaba dinero a Regina Fischer con regularidad, a modo de pensión alimenticia oficiosa (legalmente, claro, no estaba obligado) porque se consideraba el padre de la criatura. También parece, si hacemos caso a otros testimonos cercanos a Nemenyi, que el físico visitaba ocasionalmente al pequeño Bobby, sacándolo de paseo como lo haría una especie de tío adoptivo, pero sin decirle nunca que era su padre. Otros aseguran que el húngaro se mostraba muy preocupado por el modo en que Regina Fischer estaba educando al pequeño, y que llegaba a derramar lágrimas porque no podía verlo más a menudo ni tener una auténtica relación paternal con él. También ha habido personas cercanas al entorno de Joan, la hermana mayor de Bobby, que aseguran que ella dijo en alguna ocasión que “Bobby y yo tenemos padres distintos”. Todo esta información es casi siempre difícil de comprobar, cuando no imposible, pero más o menos encaja en un mismo marco: el de la paternidad de Nemenyi. Y construye un escenario incompatible con la versión oficial de la familia Fischer, versión en la que Paul Nemenyi era ignorado y Hand Gerhardt Fischer era públicamente recordado como el padre biológico. Siguiendo con informaciones difíciles de verificar, cuentan otros que, cuando Nemenyi murió, Bobby, que tenía nueve años, preguntó por su prolongada ausencia. Según este relato, fue entonces cuando Regina se lo dijo: “¿No lo sabías? Él era tu padre”.

No cabe duda de que Bobby Fischer ha sido uno de los personajes más psicoanalizados —a distancia, cabe decir— no solo de todo el siglo XX, sino quizá de toda la Historia. Así, se ha elucubrado con mucha frecuencia sobre lo que pudo suponer para él la ausencia de una figura paterna. Durante sus años de gloria, los sesenta y setenta, todavía no existía la idea de que la ausencia de un padre no es necesariamente determinante para un niño y que hay otros factores tanto o más importantes en su desarrollo. Sea como fuere, sí hay un hecho innegable: Fischer siempre se negó a hablar de todo aquello que, según quienes lo conocían, lo había traumatizado durante sus primeros años, como la pobreza. El asunto de su ascendencia familiar no fue una excepción. Su silencio al respecto era sepulcral.

Bobby y Nemenyi
Bobby Fischer (izquierda) y Paul Nemenyi (derecha). Aunque nunca fue reconocido como su padre, la gente no ha dejado de observar un cierto parecido.

Bobby, pues, nació en Chicago pero en realidad creció como un neoyorquino de pro, en un pequeño apartamento de Brooklyn donde convivían su madre, su hermana mayor y él. El niño destacó pronto por una aguda inteligencia y sabemos que su madre no sabía muy bien qué hacer con ese potencial. Era una mujer que quería a sus hijos y peleaba por sacarlos adelante, pero que quizá estaba poco conformada para la maternidad, si nos referimos a la vertiente emocional. Descrita por sus conocidos como poseedora de un carácter conflictivo, muy fría en lo afectivo y con cierta tendencia a la paranoia —quizá explicable por el hecho de que había sufrido vigilancia del FBI por causa de sus ideas—, es bastante posible que no fuese una madre modélica. Además, solía estar todo el día trabajando para mantener el hogar, algo que conseguía muy a duras penas, pues sus hijos crecieron entre no pocas apreturas económicas. Los Fischer eran una familia débilmente estructurada cuya existencia lindaba en la miseria.

Joan y Bobby pasaban mucho tiempo solos en aquel diminuto apartamento. Dado  que su madre no tenía dinero para contratar una persona encargada de cuidar a ambos hermanos, era Joan, cuatro años mayor, la que se ocupaba de cuidar y entretener a su hermanito. Lo cual, siendo ella misma una niña, no resultaba fácil, ya que el cerebro de Bobby crecía a marchas forzadas, no había muchas distracciones a su alcance por motivos económicos y cualquier actividad lúdica parecía quedarse corta para el brillante pequeño. Un buen día, cuando Bobby tenía seis años, Joan subió a casa con una caja de “juegos reunidos” que traía de la tienda de caramelos y juguetes situada en el mismo edificio (a veces se dice que Joan la compró con dinero que le había dado su madre, y a veces se dice que la recibió como regalo del dueño de la tienda, que había simpatizado con la pobre condición de los dos hermanos). Entre otros entretenimientos, aquella caja contenía un pequeño tablero de ajedrez acompañado de un folleto que explicaba las reglas más básicas del juego. Ambos hermanos disputaron unas cuantas partidas pero lo que para Joan era únicamente un pasatiempo fugaz, para Bobby se convirtió en una verdadera obsesión. Es habitual que muchos niños prodigio del ajedrez aprendan el juego por influencia de los adultos, ya sea viéndolos jugar entre ellos o siendo introducidos a la práctica por sus padres y familiares. Pero Bobby Fischer, en una circunstancia peculiar que resume a la perfección lo anómalo de su futura carrera, descubrió el ajedrez por sí mismo.

La niña se cansó pronto de intentar seguir el ritmo de su hermano pequeño y dejó de jugar al ajedrez con él. No porque ella no fuese también inteligente, pues de adulta terminónaría siendo una pionera de la educación computerizada en la Universidad de Stanford; no había nadie tonto entre los Fischer. Bobby siguió absorbido por las sesenta y cuatro casillas, ahora en solitario porque su hermana prefería hacer también otras cosas, como cualquier niña normal. De hecho, la fijación por el ajedrez del pequeño adquirió proporciones casi patológicas. O eso pensó su madre, que observó bastante preocupada el proceso y llegó a consultar con un psiquiatra. El médico le dijo, simple y llanamente, que “el ajedrez no es la peor cosa con la que un niño puede obsesionarse”, una verdad a medias. Quizá hubiese sido conveniente intentar moderar aquella obsesión pero, aparte de la poca habilidad de Regina Fischer como madre, en aquellos tiempos no existían demasiadas pautas educativas o psiquiátricas para encaminar hacia una infancia más normal a niños con estas características tan particulares. Bobby Fischer no sólo era un niño superdotado, sino que destacaba incluso entre los niños con esa condición. Cuando en la escuela se midió su capacidad intelectual, pulverizó todos los registros archivados en el centro. Poco más se sabe sobre su mente. Durante su vida, dejando aparte los tests de inteligencia que solía hacer trizas, Bobby Fischer nunca fue diagnosticado desde una perspectiva psiquiátrica. Sabemos, por su conducta, que sufrió cierto grado de paranoia en su madurez; como la de su madre, quizá estaba justificada porque llegó a sufrir una verdadera persecución cuya base legal fue, como poco, discutible. También se lo suele citar como un ejemplo paradigmático del síndrome de Asperger. Dicho síndrome, una forma leve de autismo, parece encajar con parte de lo que sabemos sobre su figura, pero de nuevo es una conjetura hecha a distancia y cabe insistir en que hay otros rasgos de su personalidad que podrían contradecir ese diagnóstico aventurado. Durante sus años jóvenes, muchas personas de su entorno comentaban las rarezas de Bobby con simpatía —o con antipatía, según el caso— pero jamás nadie fue más allá de considerarlo un tipo con una personalidad extremadamente fuerte y caracterizado por alguna que otra extravagancia, lo cual tampoco les resultaba sorprendente sabiendo lo peculiar que había sido su educación. Por lo demás, parecía despertar afectos sinceros. Lo único cierto, lo que sí sabemos sin duda, es que aquella obsesión temprana con las sesenta y cuatro casillas no lo abandonaría, por lo menos, hasta que pudo convertirse en el campeón mundial de ajedrez a los veintinueve años.

El niño que lloraba cuando perdía una partida

“A los doce años, sencillamente me volví bueno”

El pequeño Bobby sólo parecía interesado en el ajedrez o en personas que jugasen al ajedrez. Muchos otros entretenimientos o relaciones sociales parecían resultarle indiferentes, pero eso no significa que, en realidad, no tuviese aficiones propias de cualquier otro niño. Vivía en Brooklyn, cerca del estadio de béisbol, así que ese deporte terminó gustándole mucho. Acudía ocasionalmente a ver partidos y fue siempre un buen aficionado. También sabemos que se sintió atraído por la moda del rock & roll y que, en años posteriores, desarrolló también una intensa afición hacia el jazz. Por su actividad como adulto —le gustaba nadar, jugar al tenis, a los bolos, al pinball, etc.— podríamos deducir que también de pequeño le interesaban estas cosas… siempre y cuando no se interpusieran entre él y los escaques. El tablero absorbía la mayor parte de su tiempo. Incluso jugaba contra sí mismo una y otra vez, sin agotarse nunca.

Cuando Bobby tenía ocho años, Regina Fischer, viendo que no encontraba manera de alejar a su hijo del ajedrez, optó por intentar encontrar algún otro niño de su misma edad que compartiese aquella intensa fijación para que Bobby, al menos, no estuviese jugando siempre solo. Regina escribió una pequeña nota en la que preguntaba si alguna otra madre del barrio tenía un hijo con parecidas condiciones y la envió a la sección de anuncios de un periódico local de Brooklyn. Cuando en la redacción del periódico recibieron la nota no la publicaron, porque no sabían en qué sección incluirla, pero los trabajadores del diario, bastante sorprendidos por el extraño anuncio, pusieron a la atribulada madre en contacto con gente del mundo del ajedrez. Así, Regina Fischer supo que el Maestro de ajedrez Max Pavey iba a ofrecer una sesión de partidas simultáneas en la ciudad y que jugaría contra cualquier aficionado que quisiera inscribirse sin importar la edad; quizá allí Bobby conocería a algún otro niño con el que compartir afición.

Regina anotó a su hijo en la sesión de simultáneas. El pequeño Bobby llegó, ocupó su sitio y, como era de esperar, perdió a las pocas jugadas. Lloró con amargura por la rápida y fulminante derrota. Es más, siempre mantuvo un vivo recuerdo de aquel momento como un acicate, un impulso para querer mejorar. Aquel día no conoció a ningún niño de la misma edad como su madre pretendía, pero la sesión de simultáneas no terminó en vano: la insólita presencia de aquel niño no pasó desapercibida entre la gente del mundillo y el presidente del Brooklyn Chess Club, Carmine Nigro, creyó detectar ciertas condiciones en el niño. Habló con Regina e invitó a Bobby a anotarse en su club, donde podría practicar bajo supervisión, tener acceso a libros y, sobre todo, conocer a otros niños ajedrecistas. Él aceptó feliz la posibilidad de inscribirse en un verdadero club de ajedrez y Carmine Nigro se convirtió así en el primer entrenador de la vida de Bobby Fischer, aunque en esencia pueda afirmarse que el jugador fue, sobre todo, un autodidacta.

Nigro creía en el talento de su nuevo pupilo y no era el único en el club que lo veía prometedor. Y eso que, antes de los trece años, Bobby no destacó particularmente en las competiciones, ni siquiera dentro del grupo de jugadores de su edad. Es más, hasta cumplir los doce a nadie se le hubiese ocurrido considerarlo la mayor promesa de su generación de jóvenes, ni mucho menos. No fue, pues, un niño prodigio especialmente brillante. Su curva de aprendizaje fue, muy al principio, relativamente lenta. En especial, si tenemos en cuenta sus enormes condiciones. Sin embargo, cuando por fin empezó a destacar, lo hizo como nadie antes. En el transcurso de un par de años, Bobby Fischer pasó de no llamar la atención ni siquiera entre los chavales de su edad a situarse directamente entre los mejores ajedrecistas del mundo. Un progreso milagroso.

1956 fue el año en que el juego de Fischer explotó prácticamente desde la nada para hacerlo aparecer por primera vez en las revistas especializadas sobre ajedrez no ya de su país sino del mundo entero. Y la culpa la tuvo una de sus partidas más brillantes, la que hoy se suele recordar como “la Partida del Siglo” o «la Partida Inmortal de Fischer». Cuando cumplió los doce años, su juego empezó a progresar de forma espectacular. Su amigo Ron Gross le había vencido casi siempre que se enfrentaban (“Bobby no era mal perdedor; se limitaba a volver a poner las piezas sobre el tablero en silencio. Era un luchador nato”), pero pasó unos meses sin verlo y, al reencontrarse con él, comprobó sorprendido que ahora era Bobby quien le ganaba con facilidad a él. El pequeño Fischer empezó a escalar con rapidez en los rankings y, sin previo aviso, se convirtió en una promesa a tener en cuenta. Primero se convirtió en el campeón juvenil de los Estados Unidos con trece años recién cumplidos, siendo el más joven en conseguirlo hasta entonces; en el momento de escribir estas líneas, ningún otro jugador estadounidense lo ha vuelto a lograr a tan temprana edad. Arrasó en la competición con un resultado de +8=1-1, es decir, perdiendo sólo una partida ante jugadores que eran todos mayores que él.

Después, dada su deslumbrante emergencia como nuevo talento, pudo participar en un par de competiciones adultas de magnitud bastante aceptable, los torneos Open de EE.UU. y Canadá. En ambos eventos obtuvo posiciones a mitad de la clasificación, que hubiesen parecido discretas para un profesional pero que resultaban muy impresionantes si tenemos en cuenta su edad (sus puntuaciones finales fueron de 8’5 sobre 10 y 8’5 sobre 12, ¡nada mal para un treceañero amateur!). Naturalmente, su presencia en estos eventos despertaba la curiosidad de los demás participantes y de los aficionados que se habían acercado a seguir las partidas, aunque todavía no hasta el punto de convertir su figura en objeto de fascinación popular. Recordemos que no era la primera vez, ni sería la última, en que una jovencísima promesa del ajedrez era invitada a estos torneos de cierta categoría. La presencia de un adolescente llamaba la atención pero, en sí misma, no significaba necesariamente algo especial. De hecho, muchos “niños prodigio” que habían pasado como invitados por torneos similares no habían evolucionado adecuadamente y al volverse adultos desaparecieron sin dejar rastro en el ajedrez profesional. No obstante, sí se observó que el juego de Fischer era, si bien todavía inmaduro, más sólido de lo habitual en esta clase de participantes adolescentes.

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El pequeño Fischer se convirtió en la atracción de cualquier torneo que pisara.

Fischer llamaba también la atención por su estampa. Era un muchacho delgado de movimientos inquietos pero actitud callada que, mientras se sentaba ante el tablero, solía juguetear nerviosamente con una medalla de identificación médica que su madre le hacía llevar al cuello; la manía de dar vueltas a la chapita metálica entre sus dedos se acentuaba cuando iba perdiendo o cuando se hallaba ante una posición complicada. Llevaba el cabello cortado a tijera, estaba claro que no por un peluquero profesional, y pese a estar en eventos que para él eran importantes, vestía con ropa visiblemente barata y desgastada. Su origen humilde resultaba muy obvio y eso era algo que, como se supo después, lo avergonzaba bastante. En el futuro, y al contrario de lo que hacen otras celebridades a quienes les gusta presumir —con frecuencia exageradamente— de sus duros inicios, Bobby fue muy reacio a hablar de las condiciones más bien precarias en que habían crecido su hermana y él. Gente de su entorno ha afirmado que Bobby no desconocía la experiencia de irse a dormir sin haber tenido apenas nada que cenar. En la América boyante de los años cincuenta, la figura de aquel chiquillo desaliñado y humilde despertaba intensas simpatías entre los asistentes a los torneos. Su bajo estatus social, unido a su inmenso talento, lo convertían en un personaje novelesco: el chiquillo de Brooklyn cuyo genio se sobrepone a la pobreza.

Después de un más que aceptable paso por los Open de EEUU y Canadá, su posición en los rankings se disparó tanto para su edad que se lo invitó a un torneo todavía más potente, el trofeo Rosenwald, en el que teóricamente sólo obtenían plaza los doce mejores ajedrecistas del país. La puntuación de Fischer no lo situaba todavía en ese grupo de privilegio, pero estaba progresando con tal rapidez que los organizadores decidieron hacer una excepción y le enviaron una invitación especial. Era la señal inequívoca de que, ahora sí, se lo empezaba a considerar algo más que un adolescente prometedor al uso. Empezaba a ser visto como un pequeño fenómeno. Y él iba a responder a esa visión. Y de qué manera.

Fischer no obtuvo una puntuación demasiado descollante en aquel torneo Rosenwald, lo cual resultaba lógico dado el alto nivel medio de los participantes. El chaval sólo ganó dos partidas y obtuvo algunas tablas, aunque eso era un resultado bastante más que digno si tenemos en cuenta el resto de nombres del plantel. Allí estaba el Gran Maestro Samuel Reshevsky, un antiguo niño prodigio en Polonia que había huido a los Estados Unidos para dominar el ajedrez norteamericano y que había sido uno de los poquísimos jugadores occidentales —si bien occidental de adopción— capaz de crearles alguna mínima inquietud a los todopoderosos ajedrecistas soviéticos. Reshevsky pertenecía a la élite mundial por derecho propio. También había otros jugadores muy potentes como Arthur Bisguier, Edmar Mednis o Donald Byrne, que junto a Reshevsky dominaban el ajedrez estadounidense. Así pues, ver a un chaval de trece años ante aquella constelación de grandes ajedrecistas nacionales era todo un espectáculo y Bobby se convirtió en la principal atracción durante la competición. En torno a su mesa se reunían los demás jugadores, que pasaban frecuentemente a comprobar cómo le iba al niño. Toda esta interesante novedad se disparó al infinito y se convirtió en incrédulo asombro gracias a una de las partidas que el pequeño Fischer disputó en aquel evento, la partida que anunciaba la verdadera magnitud de su talento y que aún hoy sigue siendo una de las más difundidas y citadas de la historia del ajedrez.

En la octava ronda, Fischer se enfrentaba a Donald Byrne, Maestro Internacional y hermano del Gran Maestro Robert Byrne. Como de costumbre, había bastante expectación en torno a Bobby, porque incluso cuando perdía resultaba obvio que tenía unas condiciones fuera de lo normal. El chaval de Brooklyn ocupaba una de las últimas posiciones de la tabla, claro, pero la solidez de su juego con relación a su edad y su inexperiencia había suscitado ya muchos comentarios altamente favorables entre bastidores. Sabían que el chico era un diamante en bruto. Aun así, nadie podía imaginar era lo que iban a presenciar en aquella nueva jornada.

Partida
Transcripción de las jugadas de la partida contra Byrne, del puño y letra del propio Bobby, y un diagrama con el movimiento de alfil que le valió la inmortalidad a los trece años de edad.

Byrne, que salía con blancas, empezó a desarrollar sus piezas y durante unos cuantos movimientos jugó con cierta alegría, mostrándose condescendiente con su pequeño rival, algo de lo que, con franqueza, resulta difícil culparlo. El maestro renunció a enrocarse, dejando su rey al descubierto, confiando en que su experiencia le permitiría resolver sobre la marcha cualquier pequeña dificultad que su jovencísimo rival fuera capaz de plantearle sobre el tablero. Una actitud imprudente aunque comprensible dadas las circunstancias.. Y una actitud por la que terminaría pagando un alto precio, pues iba a convertirse en la primera víctima notable de una larga lista de futuras víctimas del huracán Fischer. Como decimos, las primeras diez jugadas de la partida no trajeron nada de particular excepto este detalle de la confianza en sí mismo de un maestro consagrado frente a un escolar que todavía llevaba colgando una medallita médica.

En el decimoprimer movimiento, sin embargo, ya comenzaron las sorpresas. Fischer dejó un caballo indefenso en un extremo del tablero en lo que, a primera vista, parecía un regalo a cambio de nada. Byrne, sin embargo, vio que no podía capturar ese caballo porque, tras analizar el extraño «regalo», se dio cuenta de que aceptándolo se arriesgaba al desastre. Aquel sacrificio de caballo que Byrne no podía aceptar sería descrito después por el campeón mundial Mihail Botvinnik como un “movimiento pasmoso y sensacional”. El ajedrecista y escritor especializado Fred Reinfeld dijo que era “una de las jugadas más poderosas en la historia del ajedrez”. La maniobra de Fischer, impropia de un niño, hizo que la partida adquiriese un súbito interés añadido para todos los presentes. Apenas habían empezado a jugar y ya estaban pasando cosas extrañas sobre el tablero. Aquel chico sabía tender trampas demoníacas tan intrincadas como las de un maestro adulto. El talento de Fischer estaba gestando su propio Big Bang.

En las jugadas siguientes, Fischer comenzó a organizar un ataque que, para los espectadores de la partida, parecía tan inconexo e incierto como intrigante. El niño logró su objetivo inicial de impedir que Byrne se enrocase para proteger a su rey. Y si la undécima jugada, aquel sacrificio de caballo, ya había despertado asombro y había ofrecido a los presentes un momento de espectacularidad digna de un guion de Hollywood, lo que estaba a punto de suceder iba a desbordar las posibles expectativas no ya de los asistentes al torneo, sino del mundo del ajedrez en pleno. Conforme avanzaba el duelo, Byrne, metido en inesperados problemas cuya naturaleza no acababa de entender, se esforzaba por defenderse del todavía borroso pero amenazante plan de su insignificante adversario. Amenazó la dama de Fischer, pensando, como lo pensaban todos en la sala,— que cualquier jugador, y muy especialmente un aficionado tan joven, haría cualquier cosa por salvar a la más valiosa de sus piezas ofensivas.

Fischer, a pesar de tener su dama en peligro frente a un maestro consagrado, hizo algo que, en aquel mismo instante, nadie excepto él pudo entender. Renunciando a salvar a su dama como hubiera sido de esperar, movió un alfil en una jugada que a primera vista no tenía mucho sentido pero que iniciaba una de las combinaciones más famosas de la historia del ajedrez (y teniendo en cuenta de quién provenía y cuál era su edad, también una de las más geniales). Era tal la profundidad de la jugada, que ni siquiera los maestros que contemplaban el juego pudieron captarla de primeras. Los jugadores presentes intercambiaron miradas de perplejidad y decepción: ¡qué lástima! El chaval lo había estado haciendo de maravilla, pero finalmente había sucumbido a la presión y se había equivocado, entregando su dama a cambio de un ataque que no parecía bien montado. Ahora, todo lo que Donald Byrne tenía que hacer para salir de apuros era capturar esa dama y sacar provecho de la superioridad material.

Bobby Marshall
Que un chaval talentoso ganase a un maestro en un descuido, entraba dentro de lo posible. Pero que lo hiciera con jugadas dignas de un genio resultaba sencillamente impensable.

Fue un juicio equivocado, emitido a primera vista por quienes contemplaban la partida pero no la estaban jugando. Pues Donald Byrne no respondió con rapidez a aquel supuesto «error». De hecho, pasó más tiempo del esperado pensando en su siguiente movimiento, con el rostro contraído en una mueca de intensa concentración. El maestro estaba atónito: al buscar las implicaciones del extravagante movimiento de Fischer —un movimiento tan inesperado que lo había obligado a volver a analizar todo el tablero para entender lo que estaba pasando— él también lo había visto. Resulta difícil imaginar lo que sintió un ajedrecista consagrado en el irreal instante en que, ante sus propios ojos, un chiquillo de trece años desplegaba un plan de ataque no ya digno de un gran jugador, sino sencillamente de un genio. Después de aquel movimiento de alfil, el tablero parecía haberse teñido completamente de negro ante los ojos de un atónito Donald Byrne.

El Maestro Internacional descubrió que aceptar el insólito sacrificio de dama era una mala idea, pero que rechazarlo ¡era una idea todavía peor! De manera casi inexplicable, un jugador de prestigio se encontró con que no tenía salidas buenas frente a un escolar que de milagro no llevaba pantalones cortos aquel día. Byrne, tras mucho meditar, optó por la opción menos mala, esto es, por capturar la reina que su rival le ofrecía. Para entonces ya no había remedio: Fischer inició una serie de jaques consecutivos con los que diezmó las defensas de su adversario, mientras los asistentes observaban incrédulos al espectáculo, dándose cuenta de que aquella partida había escapado a cualquier concepto preestablecido. Byrne, aun entendiendo que iba a perder, no se rindió y siguió jugando, cabe suponer que para que el joven Bobby pudiera lucirse llegando al jaque mate final, cosa que inevitablemente hizo.

Al terminar la partida, una vibrante excitación flotaba en el recinto. Todos eran conscientes de haber sido testigos de un momento único; ya podían entender que lo que aquel endemoniado chiquillo acababa de hacer sobre el tablero tenía tintes históricos. Le hicieron reproducir la partida ante las cámaras y, de hecho, terminaría ganando el premio a la partida más brillante del torneo (y no es que fuera una de las más bellas de aquella competición, ¡es una de las más bellas de la historia del ajedrez!). Al día siguiente, el analista de un periódico neoyorquino tituló su crónica como La partida del siglo, nombre con la que se la conoce hasta hoy. No sólo por lo mágico de su juego —obviamente, a lo largo de todo el siglo XX hubo otras muchas partidas candidatas a ese título— sino por el hecho de que el autor de semejante sinfonía ajedrecística no hubiese sido un Gran Maestro sino un mocoso de trece años.

Durante las semanas siguientes, distintos análisis de la partida comenzaron a circular por las publicaciones especializadas de todo el planeta. Era la primera vez en que el nombre Bobby Fischer se dejaba oír con fuerza en el mundillo: si bien obtener el campeonato nacional juvenil a los trece años había sido un notable logro, no había provocado resonancia mundial. Sin embargo, el que alguien que todavía iba al colegio hubiese urdido una profundísima estrategia frente a un jugador de alto nivel era ya harina de otro costal. Aquello era la demostración de un potencial inmenso y los entendidos lo comprendieron al instante.

En la URSS recibieron las primeras noticias sobre la partida con escepticismo. Conociendo la desesperación de los círculos ajedrecísticos occidentales por romper la hegemonía de los maestros soviéticos, pensaron que todo podría tratarse de un simple “hype” a la americana. El típico caso de jugador joven y prometedor ante el cual, un maestro juega de manera descuidada y pierde por haberse confiado. Lo de confiarse ante un chaval brillante y terminar perdiendo le podía suceder a cualquiera, incluso a un destacado profesional, y había notables ejemplos de ello. Quizá trece años era una edad muy breve, pero en ajedrez un error es un error, y puede conducir a una derrota incluso ante un niño con tal de que éste domine medianamente el juego. Sin embargo, cuando los rusos leyeron la transcripción de la partida, quedaron tan asombrados como los propios norteamericanos. Aquella partida era una auténtica joya, algo comparable a las creaciones más legendarias del pasado, y eso era algo que nadie podría producir por casualidad. Un burro puede soplar una flauta por mera coincidencia, pero la coincidencia no le permitirá componer una ópera. La capacidad de análisis y la profundidad del plan empleado por Fischer iban muchísimo más allá de la simple anécdota. Aquello tenía que ser la obra de un genio. El despliegue de visión demostrado en aquellas jugadas era impropio no ya de un adolescente, sino de la mayor parte de jugadores profesionales del mundo.

Como dijo el Gran Maestro soviético Yuri Averbaj sobre las impresiones que se llevó al leer y analizar la «Inmortal de Fischer», cualquier escepticismo quedaba completamente anulado: “cuando vi la partida, supe que aquel Fischer tenía un talento verdaderamente diabólico”. Bobby Fischer acababa de entrar en la historia del ajedrez por la puerta grande, o más bien como elefante en cacharrería, dando un espectacular golpe de mano. Pero no sería el último de sus golpes. El los meses siguientes, el hijo de una enfermera separada, el prodigio de Brooklyn que había aprendido ajedrez con el folleto de unos «juegos reunidos», iba a establecer marcas que tardarían décadas en ser igualadas y que, en algunos casos, quizá no lo sean nunca… [Sigue]

26 Comentarios

  1. Buen relato. A la espera de la continuación. Gracias al autor y gracias a Jot Down por el remanso de calidad que supone su revista en el marasmo de mediocridades y panfletos que nos asolan.

  2. Esto cuando continuará?
    Me he quedado muy corroído por seguir leyendo la historia.
    Un saludo.

  3. Excelente artículo.
    Siempre me ha costado emtender el ajedrez a ese nivel,pero vuestros artículos son espectaculares.
    Seguir asi gente

  4. Sencillamente maravilloso

  5. Excelente articulo. Me recordó la narración de S. Zweig,El jugador de ajedrez.

  6. Que buen relato, muy entretenido y con el magnífico detalle de la partida Inmortal del gran Bobby! Con ganas de más, sin dudas!

    • Excelente artículo. Lo felicito. Gracias por traernos parte de la vida del maravilloso ajedrecista BOBBY FISCHER. Esperamos por la segunda parte

  7. Lechere.Omar Raul

    Fue un soplo de aire fresco para el alicaído y gris ajedrez.Su altiva personalidad y humanidad se vio engalanadacon los mejores trajes argentinos y su sensación de obtener la nacionalidad por1000dlsmensuales.Lastima q no entendió el mensaje de cuanto lo quería el Ajedrez.Tal ve, fue un ángel q Dios nos envió….y luego marcho

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  9. Gran relato. Me fascina la genialidad de Fischer, y las dificultades que pasó en su infancia

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  11. Brillante narración de una estrella fugas y nos perdimos lo mejor al no continuar jugando en el momento de su pleno desarrollo ajedrecistico después de las palizas que había dado, que pena que no tubo apoyo

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