Ciclismo Giro de Italia

Aquel Mortirolo de Pantani e Indurain

Es noticia

Está ganao.

Tú esto, a mediados de los noventa, no podías decirlo casi nunca. No, al menos, aquí.

Que está ganao, macho. Y luego la bajona. A ver, ¿el Mundial de Estados Unidos, con Javi Clemente como cabeza visible (bajito, relación regular con los periodistas, cara de vinagre con mala fermentación)? Está ganao. ¿Elecciones de 1993 para el PP, con José María Aznar como cabeza visible (bajito, relación regular con los periodistas, cara de etcétera)? Está ganao. ¿Cuatro chupitos de tequila en palanca y sin tumbar? Está ganao. Y, tras eso, a leer poemas de Bukowski, que somos adolescentes estúpidos y leemos poemas de Bukowski. Ay.

Pero, oigan… con Indurain, seguridad absoluta. Con Indurain no apuestas, recaudas. Indurain es Mario Conde sin golfedad, es Seve todos los días, es Julio Iglesias sin mudarse a Miami. Indurain es Dios, amigos, que para eso nacimos en 1981, y necesitamos un Dios. Indurain es Dios. Y el Giro 94 está ganao

Los nombres importan.

Dejémonos de gaitas… ustedes saben bien cómo fue el rollo ese 1994. Lo saben perfectamente. Lo saben desde sus recuerdos y desde todo lo que se escribió a partir de entonces. Así que si vienen buscando números, análisis etapa tras etapa y otras mierdas de las que se hacen para rellenar frases sin ideas propias… meh. Decepción. Buuuh, arrogante, iconoclasta… ¿pero cómo no vas a comentar la trascendental victoria de Ferrigato en Kranj, Marcos Pereda? Pues miren, no, aquí se viene con los deberes hechos y dispuestos a sufrir. Porque vamos a hacerlo. Sufrir, digo. En el Mortirolo, nada menos.

Joder, el Mortirolo… Repitan conmigo… Mor-ti-ro-lo. Esas erres, la sobreabundancia de oes, el regustillo familiar a sitio donde morir. Los nombres importan, amigos, los nombres siempre importan. Por eso la batalla más molona de Alejandro fue en el Gránico. O Austerlitz. O los Cuernos de Hattin. Si yo dirigiese la Vuelta a España todos los años habría final en los Montes Universales, sí. Porque la cadencia importa. Tourmalet, Galibier, Pordoi, Lavaredo. Ahora todo son estaciones modernas, que cualquier día terminamos etapa en «Supercantajuegos de Patricio Estrella de Mar». Y no es, no es.

Por eso el Mortirolo… Porque, además, esto del Mortirolo era el último desafío. Los italianos, que cada año se lo ponen más difícil a Miguel, pero Miguel puede con ellos, porque Indurain, Indurain, Indurain, lololo. Primero el Alpe Segletta ese desconocido, hace doce meses la Marmolada, que ni Marmolada, que si Fedaia, que si tal, aquí decimos Marmolada, que somos muy machos, Mar-mo-la-da. Marmolada también es un nombre que lo mola todo, y aquello lo subió Indurain como si no costase, y allí se murió Gianni Bugno, y Ganni Bugno subía, muerto, más elegante que tú estrenando maillot, pero esa es otra historia.

Vamos, que en el más difícil todavía tocaba el Mortirolo. Que era pindio, pero pindio de narices. Lo contaba Marino, lo contaba Chozas, lo decían quienes estuvieron en aquel 1991 que vio por primera vez la cara dura, en aquel 1991 de Chioccioli disfrazado de Coppi, Steve Rogers y Bruce Banner. Pero, en fin… es Indurain, nos follamos al Mortirolo, luego otro doblete en julio y a mirar lo del récord de la hora, que también es algo muy cool (hasta 1994 del récord de la hora aquí habían oído hablar solo Echavarri y Federico Martín Bahamontes, que lo batió en un velódromo de Toledo, pero nunca dieron validez a la marca porque la UCI le tiene manía, según declaraciones propias).

En realidad todo esto era para poner emoción al asunto. A ver… quién iba a meter mano a Miguel allá por Italia. ¿Gianni, Claudio? Nah, Gianni y Claudio ya no daban miedo, a esas alturas eran como los cuñados algo crapulillas que aparecen cada nochebuena algo achispaos y con historias totalmente inverosímiles sobre conquistas, inversiones bursátiles y aguante dipsómano. Ugrumov podía preocuparte más, por si las Oropas, pero es que Ugrumov era Ugrumov, y no parecía justo que derrotase a Indurain un rebotado del Seur con más años que Moser y calva tipo «lateral derecho-Bulgaria-Mundial de Estados Unidos». Nah, esto es cuestión de estética, y por ahí no nos meten mano… Así que, salvo sorpresa, todo amarrao.

Ferraris y seiscientos.

La sorpresa se podía llamar Eugeni Berzin. Porque era joven, porque era desconocido, porque tenía un cierto componente exótico, porque corría en la Gewiss. Por aquel entonces a su equipo lo preparaba un tipo con bigote rigolettesco y cierta pinta de secundario en una de Jaimito, alguien que decía palabras larguísimas para desgranar teorías súper científicas sobre consumos energéticos y entrenamientos draconianos. Igual no era ni doctor, tú, igual era un secundario de Al salir de clase que se llevaron para que no diese la cara el perpetrador supremo. Y es que Berzin iba en Ferrari, y, ya entonces, Ferrari tenía ese aire de quien circula siempre nueve kilómetros por encima del límite, porque el radar salta a los diez. «La EPO es tan peligrosa como el zumo de naranja», dijo, «si te bebes doce litros de zumo de naranja enfermas. Pues con la EPO igual». Ya ven, como para andar con sonrisitas en medios.

Pero bueno, que Berzin arrasó aquella primavera, y la Gewiss arrasó aquella temporada farmacéutica, y parecían invencibles, y se marcaron lo de la Flecha Valona, que da hasta pudor verlo hoy, lo de la Flecha Valona. Y eso, que devastación al principio del Giro. No tiene mayor importancia, porque Indurain va a ganar el Giro cuando quiera, pero devastación. Primero Argentin, luego el ruso este, el muchachuelo. Devastación.

Digamos que la cosa se pone fea en la crono. Senigallia, frente al Adriático. Pero los de mi quinta hay sitios que no existen, que no se visitan, que jamás llegarán a ser. Senigallia. Les Arcs. A Oropa subes, sí, pero con miedo. En Senigallia… mal. La estética, especialmente. Mira que era Miguel sobrio, mira que tú te lo imaginas tan feliz con sus vaqueros y su camisacuadros, mira que no te haces idea de Indurain con esas cosas horribles que se nos ponen los futbolistas para las ruedas de prensa, ehhh, sí, partido difícil, tres puntos importantes… Pues va su equipo y jode toda una vida de elegancia con aquel trajecito que te lo firma el Doctor Frank-N-Furter el viernes por la noche. La caperucita roja, macho, la caperucita roja. Que perdiese tres minutos era, después de tamaña afrenta, mal menor.

Porque iba a remontar cuando quisiera, que para eso era Miguel. Mira, en la etapa del Mortirolo, por ejemplo. Alfa y Omega para quienes estuvieron allí (es decir, aquí, a este lado de la tele). El día de todos los días. Cuando se subió el Stelvio a ritmo de burra y desde Telecinco nos quisieron vender que la jornada iba amañada, que era una vergüenza, que los putos italianos esto y lo otro, que a las armas, que Pavía, que el Milanesado español, que viva Indurain, Indurain, Indurain…

Locos… faltaba tanto. Faltaba él.
Me da miedo hasta escribirlo.
(Lo dice en voz baja).
Mortirolo.

Calvos y chuparruedas

Así que… empieza el Mortirolo. Y aquello se convierte en una fiesta para calvos. Entiéndanme, en aquellos tiempos yo tenía catorce añucos y aun no albergaba obsesión alguna por la alopecia masculina, dado que mis colegas gastaban cronología del estilo y todos se peinaban a diario. No, no, lo mío vino después…

Pantani en el Giro’94

Pero… joder, es que llama la atención, tú. Los ciclistas comienzan a subir el Mortirolo, y aquello es estrechísimo, y hay prados en las cunetas, y herraduras, y luego un bosque, y vaya puerto más feo, pero feo-feo, porque, en fin, venimos del Stelvio, vale, pero es que el Mortirolo luce menos que Yola Berrocal en Pasapalabra, y un rampón, y otro rampón, y, oye, igual es que no son rampones, igual es que esto sube así, de manera loquísima, y todo lo que escuchamos es cierto, y es el apocalipsis. Aproximadamente. Y, entonces, apoteosis de la testa raleante.

Ataca Marco Pantani. Marco Pantani ganó la etapa el día anterior, pero ganó la etapa el día anterior, sobre todo, por bajar bien. Era joven, pero parecía viejo, y tenía el aspecto con menos flow que usted pensar pudiera (si exceptuamos a cualquier central del Atlético de Madrid). Claro que en esto de las bicis importa el aspecto, sí (que le pregunten a Di Basco), pero mola más lo de ir rapidísimo. Y, colega, aquel pequeño demonio (oscilando, como si se desarmase, aéreo, saltarín) iba rápido de narices. Y cuesta arriba. Y en el puerto más duro del mundo.

Con él… nadie. Bueno, al principio dos personas. Berzin, que tiene pelazo rubio y no nos sirve en este capítulo de la historia. Y Armand de las Cuevas. Armand de las Cuevas calzaba un hair style parecido al de Marco, y completaba el asunto con esa mirada a medio camino entre «estoy resolviendo la conjetura de Poincaré» y «me preguntó cómo será un gato por dentro”» seguro que me entienden. Bueno, pues este calvo (el segundo calvo) aguanta a Pantani (el primer calvo). A ver, aguanta a Pantani de forma llamativa, aguanta a Pantani pedaleando con las orejas, aguanta a Pantani con los ojos abiertos como en una clase de spinning y chepazos que te podría firmar la locomotora de vapor Isabel II (primera que vimos por Cantabria). Vamos, que aguanta solo por el gusto de aguantar, porque es algo perdido, porque resulta imposible que mantenga tal nivel de riñones durante, no sé, diecisiete segundines adicionales. Y, pum, peta bien rápido. A partir de ahí desaparece Armand de las Cuevas, como si lo hubiese abducido un agujero del espacio-tiempo, como si hubiese entrado en un círculo de esos que hace el Doctor Strange, como si hubiese pillado la baja médica en Narnia. Peta tan gordísimamente que ni petar le vimos.

A Berzin sí, porque Berzin quiso ser Indurain, y por detrás Indurain estaba siendo Indurain, y Berzin no pudo ser Indurain, y Berzin se quedó clavado, porque Pantani sí que era Fuente, sí que era Gino, y Berzín apenas puede mover las bielas, con aquellos desarrollos que se gastaban entonces, y lleva el maillot muy abierto, que siempre es mala señal (salvo si eres Iban Mayo), y se pone en pie, se derrumba sobre el sillín, vuelve a ponerse en pie, parece estar hasta gordo, que debería haber adelgazado, con todo lo que se suda, y no, engordó. Va muerto, Eugeni, y su cetro imperial está (puede, a lo mejor, quién sabe) en juego.

Sobre todo con él.

Aclaremos algo… tú con Indurain te flipabas fuertemente por dos razones. Una, porque eras un crío, y de crío te flipa todo mogollón (yo pensaba que Litmanen era el mejor jugador de Europa, y que Herminio Díaz Zabala podía ser líder pero prefería la humildad). Y, dos, porque aun no habíamos visto los años que siguieron a Indurain, porque los años que siguieron a Indurain hicieron que Indurain pareciera agresivo cual Blaireau (Val Louron, Sestriere, Serre-Chevalier, Hautacam, La Plagne, para los desconfiados). Pero, visto con objetividad, Indurain tenía un rollo cro(o)ner… grandioso ejecutor, escasa emotividad. Viniendo del mamarrachismo ochentero pues…

Portada del diario Marca del 10 de junio de 1994, cinco días después del Mortirolo.

Y, oigan, que aquel día Indurain se vistió de hair metal, se puso una pulsera de pinchos, cantó el último de Barricada. Vamos, que desmelenao. Dicen que sube más fácil los puertos tendidos, y es verdad… pero si tú eres el mejor ciclista del mundo te impones (casi) donde quieres. Y quiso que fuera en el Mortirolo.

Así que… el Indurain de los mejores días firmando su mejor día. La gorra calada, el rostro brillante, esa mueca que parecía sonrisita (que era, en realidad, gesto de un depredador), las manos en la cruz del manillar, las piernas que se mueven a ochenta y cinco revoluciones, que arrastran veinticinco dientes, que se crispan en cada horquilla, que se van quedando solas, que van allí, a lo lejos, una bola rosácea que apenas puede avanzar, que apenas logra mordisquearle metros al asfalto. Los minutos de Berzin era, para entonces, brumas entre pinos.

Y, pum… Miguel lo adelanta. En Telecinco todos se encienden un puro y se ponen tres patxaranes, en el bar de mi barrio pegan hostias contra la mesa y zapatean en el serrín del suelo, los italianos se estremecen, porque los italianos aprecian lo bueno como si fuera propio, ya saben, y para entonces eran más de Miguel que Miguel mismo. Miguel lo adelanta, y lo deja, y pronto se le echa encima una sombra pequeñaja, un ciclista que se llamaba Nelson Rodríguez y respondía al improbable mote de «Cacaíto», alguien que no daba relevos, claro, pero que tampoco molestaba, porque el reino de Miguel no es de este mundo, y Eugeni estaba cada vez más lejos, y mira todo lo que queda, y puede ser, sí, claro que puede ser. Coronan, se unen a Pantani en la bajada, ligera colaboración de Marco, todo está ganao.
Fue bello, sí.
¿Qué hacías tú, dónde estabas, cuando el Mortirolo?

Frenesí, emoción y las Cacao Maravillao

A estas alturas en Telecinco andaban entre vender compresores, meterse en preferentes o llamar a las Mamachicho, tú. Porque menudo jolgorio. J. J. Santos preguntando que cuántas ruedas tiene una bici, Ángel Arroyo diciendo que el ruso bueno es el ruso muerto, Oswaldo Menéndez declamando La Iliada en cada curva y Julio Jiménez mosqueadísimo con la similitud física del tal Pantani, echa que te echa cuentas. Sonaban de fondo botellas descorchándose, el chuletón poco hecho, copa y puro, por favor. Ni un alma se veía por las calles, de tan interesante que estaba el asunto (a ver, ni un alma se veía por la calle donde vivía yo, que era una plaza muy ciclista, y además aun aguantaban dos o tres yonquis muy chungos, pero se entiende la hipérbole).

La locura, ejem.

Pasa que nada termina hasta que termina del todo (esto mismo te lo dice Oswaldo en siete subordinadas). Y que queda un puerto. Uno chicuco, un segunda. ¿Qué es un segunda, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul? Pues mira, una segunda en España es la Collada de Carmona, escenario de grandes gestas, con sus cinco al siete. Un segunda en Italia puede ser perfectamente esto… el Valico de Santa Cristina de los cojones (ningún adolescente noventero dice “Valico de Santa Cristina” a secas, siempre añade desprecio), con sus siete al diez. Más que Urkiola, más que El Escudo. Tócate los huevos, mariloli, un segunda.

Evgeni Berzin

Pero, claro, entonces no había internet, y no sabíamos tanto de recorridos, y el que distinguía entre “desniveles” y “pendientes” pues ya era doctor, y un segunda es un segunda, y J. J. Santos pregunta cómo va el Madrid, y esto está ganado, llegan los tres juntos, Indurain se impone al sprint, tercer Giro a la buchaca, Merckx, ¿quién es Merckx? ¿Dónde queda Merckx?

Y pasa lo que pasa en el Passo. Que, a lo mejor, el muchacho este de la alopecia camina una barbaridad. Que, mira tú, es finolis, el tío. Que cimbrea la bici cual junco con nordeste. Y que Indurain, ay, mi Miguel, ay, no puede. Empiezan a subir Santa Cristina y Pantani se marcha. Vale, no importa, nos dicen en Telecinco, repetimos el Mortirolo, luego se caza bajando y ya. Tú veías la tele y andaba Indurain subiendo a duras penas, le había crecido el culo siete kilos a Indurain desde el Mortirolo, parecía Olano en vez de Indurain, solo que entonces nadie conocía a Olano (salvo Olano) y no éramos conscientes de las similitudes, pero es que parecía Olano. Qué más da. Muy astuto, Miguel, jugando perfectamente sus bazas. A esas alturas en Telecinco aplaudían a Indurain hiciera lo que hiciese. Oye, mira, que lleva una caraja del copón. Bravo, Miguel. ¿Invertir en Terra? Bravo, Miguel. Estoy pensando comprar un fiatmultiplá. Perfecto, Miguel, hostias, es un coche muy bonito. Y así.

A Indurain en Santa Cristina lo adelanta Chiapucci (tú te imaginas a Chiapucci, el pobre, y se te cae el alma al suelo… trinca a Indurain en una pájara gordísima y quien se aprovecha de ello es su compañero de escuadra) y Wladimir Belli (que no le ofrece rueda, porque Wladimir Belli moriría antes de ofrecer rueda a alguien que no fuese Wladimir Belli). Al menos tras él continuaba el Cacaíto, seguramente desconcertado porque… en fin, porque Indurain era muy grandote, y a lo mejor ni vio marcharse a Pantani, todo el rato ahí escondidillo.

Aquellos minutos fueron la puñalada original a toda una generación. Los que iban a chuparse setecientas catorce recesiones, los del paro, los de vivir con mami hasta los cuarenta y cinco, los de follar (poco) en bosques oscuros, los de vivir peor que sus padres pero mejor que sus hijos (solo que sin hijos). Sí, la primera bofetada de realidad. Porque hubo un Luxemburgo, y vino saludando Stojkovic, y el CSKA, y el puto triple de Đorđević, y faltaba poco para el Odense, y Salinas corría confiado hacia Pagliuca, y todo eso jode, sí, todo eso jodió, pero es que era lo esperable, porque vivíamos una época de cenizos y cenizas, pero Indurain no, Indurain era infalible, solo que falló, y si nos falla Indurain, tío, si nos falla Indurain… en qué podemos confiar.
Pues eso. En nada.

(Bueno, salvo en Indurain allá por julio. Y en Indurain una tarde colombiana cuando fue más Indurain que nunca, cuando debió ser menos Indurain que siempre).

Final. Pantani gana, y hace seis horas y cincuenta y cinco minutos (antes había etapas de siete horas, y de seis horas… todo eso se perdió como lágrimas en la lluvia), a una media de veintisiete (antes se sacaban medias por debajo de treinta y aquello divertía mucho, lo que demuestra que «velocidad no es igual a placer», como sabe cualquier adolescente y debería saber cualquier organizador de carreras ciclistas), y alzaba los brazos, y estaba feliz pero parecía triste, porque Pantani, lo empezamos a ver entonces, siempre parecía triste, incluso cuando estaba feliz. Sobre todo, quizá, cuando estaba feliz.

A Miguel le caían tres minutos y medio (ya ven, tres minutos y medio) y éste sacaba treinta segundines a Eugeni (ya ven, treinta segundines). El octavo entró a cinco cincuenta, el duodécimo a siete minutazos. Hoy para ver esas diferencias tienes que juntar todo el Giro, todo el Tour y las cuatro marchas cicloturistas que me hago cada año. Ay, otra vez.

Ay.

A efectos prácticos… pues miren, a efectos prácticos tanto mito lleves como paz dejas. Porque vuelcos, lo que se dice vuelcos… A ver, Pantani se ponía segundo (acabaría segundo), y había remontado setecientas catorce horas en tres días (en Lienz, en Merano, en Aprica), Indurain pasaba a ser tercero (acabaría tercero), De las Cuevas daba chepazos hasta hundirse, Bugno se deprimía un poco menos y tenía mucho más estilo, el resto son personajes que nos interesan bien poco. Bueno, sí, Berzin, que sigue líder, que gana la prueba, que es el futuro en esto de las bicis, que parece centrado (ja), que afinará un poquito su peso (ja), que tiene una mezcla de talento bruto y disciplina soviética como nunca antes se vio (ja), que todos lo odiamos, sí, todos lo odiamos, con ese pelo rubio, con esa forma de vencer a Indurain, que no me cruce yo a Eugeni, ¿eh?, que no me cruce yo a Eugeni…

Qué bonito fue, amigos. Y qué suerte haberlo visto con aquella inocencia…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

8 Comentarios

  1. José Miguel Vipond García

    Una corrección: la crono donde Induráin (con caperuza roja) perdió frente a Berzin fue la de Follonica, no la de Senigallia. Por lo demás, excelente crónica.

  2. Plas, plas, plas. No puedo dejar de aplaudir (a la par que me seco la lagrimita) (ubi sunt…)
    Pd: cómo dice José Miguel la contrarreloj maldita fue en Follonica, allá donde nos follonizaron (Echavarrí dixit)

  3. Y Armand de las Cuevas. Armand de las Cuevas calzaba un hair style parecido al de Marco, y completaba el asunto con esa mirada a medio camino entre «estoy resolviendo la conjetura de Poincaré» y «me preguntó cómo será un gato por dentro” Ja…hace rato no reía tanto…Genial

  4. Todo es genial aquí. Está todo bien. Menos el resultado final. Bueno, o si…
    Yo estaba frente al televisor y se vino hasta mi madre y mi hermana a verlo, porque estaba siendo brutal. La adrenalina por las nubes aún cuando solo le sacó 30” a Berzin. Buah, cualquiera se ponía a estudiar para el examen de sociales después….

    Por cierto, antes se subía el Stelvio… que parece una broma pero 28 al 7….

  5. Gracias por este artículo, Marcos. Para mi, también fue el maldito Valico de Santa Cristina. Pero cómo subió el señor Miguel (como lo llamó Cacaito) el Mortirolo….inolvidable. excelente artículo. Muchas gracias por escribirlo y hacernos rememorar aquella etapa.

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