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Fútbol y fascismo: los mundiales de Mussolini y Hitler

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Árbitros haciendo el saludo fascista en el Mundial de 1934.

Sus miradas se cruzaban en el plasma a cámara lenta, en un plano eterno digno de un western de Sergio LeoneCasillas frente a Buffon. Solos ante el peligro, con un muro de silencio entre ellos inquebrantable al griterío de las gradas. En las casas, el respetable se santiguaba y pensaba, «otra vez en cuartos no, por Dios. Otra vez no» y retenía la respiración a cada lanzamiento.

Aquellas paradas del Santo, a De Rossi y Di Natale, y aquel último penal de Cesc, acabaron por desmontar un viejo mito, el de la maldición de cuartos, que nos condenaba, verano tras verano, al fango de la derrota y la depresión nacional. Desde entonces, y hasta hace poco, solo la victoria.

El viejo tópico de que la historia son ciclos, lo mismo que suelen decir los entendidos con la economía, se cumple en este caso. Al igual que la maldición se rompía en un España-Italia, esta había nacido en un partido similar, solo que en 1934 y en unas circunstancias políticas muy diferentes.

Dicen que Benito Mussolini solo había visto un partido de fútbol en su vida, pero esto no le impidió percatarse de las posibilidades políticas y propagandísticas que el juego de la pelota podía proporcionarle. El fascismo, desde sus orígenes, exaltaba dentro de sus valores supremos la juventud (el himno fascista italiano, Giovenezza, era todo un ejemplo de esto), la acción, la fuerza y la misma violencia. No es de extrañar, por tanto, que todos los regímenes fascistas potenciaran la práctica deportiva como forma de educar a los jóvenes con vistas a un cumplimento mejor de los deberes para con la patria, y como fórmula para forjar el carácter y la disciplina que, se suponía, debía tener un «buen» fascista.

Pronto el deporte, que empezaba a convertirse en un entretenimiento de masas, obtuvo para los fascistas una nueva dimensión: al igual que el cine y otros espectáculos de moda, podía ser usado como soporte propagandístico. El adoctrinamiento era fundamental en un régimen totalitario y ellos sabían perfectamente cómo llegar al pueblo. Bien conocido es el caso las Olimpiadas de Berlín, en 1936, que Hitler diseñó como la apoteosis de la «modernidad» hitleriana, aunque un afroamericano, Jesse Owens, acabara por robarle el protagonismo al alzarse por primera vez en la historia con cuatro medallas de oro en atletismo. Más desconocido para el público es el uso que el fascismo italiano y el nazismo intentaron hacer del fútbol: durante este artículo intentaremos recoger varios ejemplos de ello ocurridos entorno a las citas mundialistas de 1934 y 1938.

Vittorio Pozzo celebra junto a su equipo la victoria transalpina

La batalla futbolística del «fascio»

Mussolini se empeñó en celebrar en Italia el segundo mundial de la historia, tras no conseguir para su país el celebrado en Uruguay en 1930 y que acabaría con la victoria de la propia anfitriona. Para ello, no dudó en presionar a Suecia, la otra candidata a albergar la competición, que acabó por ceder a las presiones del gabinete del Duce: una vez conseguida la celebración del acontecimiento en tierras transalpinas solo quedaba asegurar el éxito de la azzurra. Mussolini se dirigiría a Giorgio Vaccaro, presidente de la Federación Italiana de Fútbol y miembro del Comité Olímpico Italiano, de la siguiente manera:

—No sé cómo hará, pero Italia debe ganar este campeonato.

—Haremos todo lo posible…

—No me ha comprendido bien, general… Italia debe ganar este Mundial. Es una orden.

La victoria italiana de 1934 comenzaría a gestarse desde el mismo mundial de 1930. Tras la victoria uruguaya, diversos emisarios italianos convencerían al argentino Luis Monti para que fichase por la Juventus de Turín, tras ofrecerle 5000 dólares mensuales de sueldo, una casa y un coche. Toda una fortuna que el argentino no pudo rechazar. La intención del fichaje era la de poder nacionalizarlo unos años después, como harían con otros futbolistas antes del mundial. A Monti se le sumaron sus compatriotas Atilio Demaría, Enrique Guaita y Raimundo Orsi, así como el brasileño Guarisi, que reforzarían a la selección azzurra. Ante las críticas recibidas por el «fichaje» de extranjeros, nacionalizados convenientemente por el gobierno fascista, el seleccionador, Vittorio Pozzo, sentenció: «Si pueden morir por Italia, pueden jugar con Italia».

Por primera vez la competición se desarrollaría con un formato de eliminatorias a partido único, con prórroga de 30 minutos y repetición del encuentro en el caso de continuar el empate tras la prolongación. En el mundial de Italia se dieron cita 16 equipos, tras una fase previa de clasificación desarrollada en las diferentes regiones. Inglaterra, como ya ocurrió durante el mundial de Uruguay, se negó a participar por no habérsele concedido la organización del campeonato.

Italia se llenó con carteles anunciando el campeonato, en el que se representaban jóvenes atletas saludando con el brazo en alto. Los partidos se iniciaban al grito de «Italia, Duce», tras lo cual, y tras realizar el saludo fascista desde el centro del campo, los azzurri salían disparados a por la victoria. Desde el palco, Mussolini, acompañado por jerarcas del régimen y arropado por miles de camisas negras, la milicia del partido fascista, seguía con interés las evoluciones del combinado nacional. No podían fallar. Lo que para ellos constituía una presión atroz, se convertía en miedo para sus contrincantes. La gran victoria fascista estaba en marcha.

El partido estrella de los cuartos de final enfrentaba a las selecciones de España e Italia en el estadio Giuseppe Berta de Florencia, ante unos 43.000 espectadores deseosos de ver una victoria italiana en un encuentro que acabaría por parecerse más a una batalla que a un partido de fútbol. Hasta siete españoles cayeron lesionados en una eliminatoria en la que la consigna de los italianos, que llevaron el juego más allá de los límites del reglamento, respondía al lema fascista: «Vencer o morir».

España, superior en técnica y clase a la selección azzurra, llegaba al envite liderada por el mejor portero de la historia hasta ese momento, Ricardo Zamora, «el Divino» y por el goleador Lángara, en la delantera. Acababa la escuadra española de vencer a Brasil con un resultado de tres goles a uno. Durante este partido, Zamora se convertiría en el primer cancerbero en parar una pena máxima en la historia de los mundiales, tras atajar un penalti a la estrella carioca, Leónidas.

«Fue un encuentro espectacular, dramático y jugado con una intensidad muy pocas veces vista», así resumiría Jules Rimet, el francés inventor del negocio de los mundiales, un partido que pasaría a la historia del calcio como «La batalla de Florencia».

Se adelantó España con un tanto de Regueiro, en el minuto 31, pero al filo del descanso los italianos lograron empatar con una jugarreta digna del peor patio de recreo: Ferrari remataría al fondo de las mallas un centro, no muy peligroso, mientras Schiavio agarraba a Zamora para que no pudiese blocar el esférico. El colegiado Louis Baert, de origen belga, no quiso ver la clara violación del reglamento.

La segunda parte comenzaría con toda una masacre en las filas españolas, provocada por la violencia inusitada de la escuadra italiana: Zamora, Ciriaco, Lafuente, Iraragorri, Gorostiza y Lángara acabarían el encuentro, tras la pertinente prórroga, con diferentes lesiones que les impedirían jugar el partido de desempate del día siguiente. La peor parte se la llevaría la estrella española, Ricardo Zamora, que se marcharía de la ciudad italiana con dos costillas rotas tras un encontronazo con un jugador italiano, que ni siquiera fue señalizado como falta por el árbitro belga.

Durante el partido de desempate los italianos siguieron la misma estrategia: la violencia como forma de contrarrestar el juego español. Esta vez fueron Bosh, Chacho, Regueiro y Quincoces los lesionados ante la pasividad arbitral. La injusticia llegó a su punto álgido cuando el árbitro, esta vez el suizo René Mercet, anuló sendos goles legales a Regueiro y Quincoces, por inexistentes fueras de juego, mientras daba por válido el definitivo tanto del mítico Giuseppe Meazza, el mismo que hoy da nombre el estadio de Milán, a pesar de que el italiano Demaría estaba obstaculizando a Nogués, portero que sustituía al lesionado Zamora.

La actuación arbitral fue tan comentada que Mercet, cuando regresó a su país, fue expulsado de por vida del arbitraje, tanto por la FIFA como por la federación de su país.

En semifinales el arbitraje volvió a ser igual de «discutido». Los italianos se alzaron con la victoria frente al «Wunderteam» austriaco. El equipo maravilla, como se conocía a la excelente selección liderada por Matthias Sindelar, nada pudo hacer frente al gol en claro fuera de juego que el trencilla dio por válido.

El equipo austriaco, que había extasiado a media Europa con su juego, se volvía a su país sin saber que Hitler se cruzaría en breve por su camino, rompiendo la trayectoria deportiva de aquel legendario equipo. Pero eso lo contaremos más adelante.

El diez de junio de 1934 se celebraba en Roma la gran final del campeonato, enfrentándose las selecciones de Italia y Checoslovaquia, otro equipo de los que, en teoría, tenían cierta superioridad respecto a los transalpinos. Para la final se designó al mismo árbitro que se había hecho cargo de las semifinales frente a Austria, el sueco Ivan Eklind.

La selección checoslovaca se presentaba al campeonato con una escuadra llena de talento, con futbolistas de gran talla entre sus filas como Nejedly, Planicka, «el Zamora del Este» o Svoboda. La Italia de Vittorio Pozzo, el inventor del sistema del catenaccio, dispuso un sistema de juego con posición piramidal, un 5-3-2 que los italianos denominaron «El Método».

Pronto los checos mostraron su voluntad de no ser unos simples invitados a la fiesta latina, lo que hizo que se instalara el nerviosismo en el palco cuando, al llegar el descanso, el marcador mostraba un empate a cero. Dice la leyenda que, cuando Pozzo arengaba a sus pupilos en el vestuario, se presentó un enviado del Duce con el siguiente mensaje: «Señor Pozzo, usted es el único responsable del éxito, pero que Dios lo ayude si llega a fracasar». Como contestación, Il vecchio maestro se dirigió a los jugadores con estas palabras: «No me importa cómo, pero hoy deben ganar o destruir al adversario. Si perdemos, todos lo pasaremos muy mal».

En el minuto 70 los checos se pusieron delante gracias a un gran tanto de Vladimir Puc. Tres minutos después, Svoboda estrellaría un balón al travesaño que pudo cambiar el curso de la historia pero Pozzo, viejo zorro, hizo algunos cambios tácticos que modificarían el devenir posterior del encuentro. A nueve minutos del final Orsi, de fuerte chut, puso el empate. Durante la prórroga Shiavio, a pase de Guaita, batiría al portero checoslovaco, Planicka, dándole el triunfo a Italia.

La gran victoria fascista se había alcanzado. Mussolini organizaría una ceremonia para conmemorar la gesta al día siguiente, a la que los jugadores acudieron con uniforme del partido. El Duce ya tenía la victoria que aguardaba con ansia desde 1930, la victoria que le permitiría exaltar, aún más, ante el mundo, y ante los propios italianos sobre todo, el carácter heroico y guerrero de la raza latina.

Tras la gesta, las mieles que el fascismo había prometido a los jugadores se convirtieron, en algunos casos, en hiel. Luis Monti relataría, muchos años después, cómo todo cambió tras el mundial. Especialmente relevante fue el caso de Guaita, uno de los extranjeros fichados y nacionalizados por el gobierno de Mussolini que, tras los mimos y el éxito, tuvo que acabar exiliado.

Enrique Guaita jugaba en la Roma, pero el equipo favorito del fascismo era otro. La ciudad de Roma se dividía, aún hoy, entre los seguidores de la Roma, mayoritariamente de izquierdas y de la Lazio, de derechas, por lo que era lógico que el equipo elegido por los fascistas para encarnar sus valores fuese este último.

Se ve que alguna mente privilegiada del fascismo, léase la ironía, tuvo una gran idea para desactivar a la Roma y que la Lazio tuviera más fácil el camino hacia el campeonato. El plan era simple: mandar a buena parte del equipo romano al frente, concretamente a Abisinia, una loca aventura imperialista con la que el Duce pretendía reverdecer los laureles del imperio romano pero que, al contrario de lo que ellos suponían, no estaba resultando un camino de rosas. La reacción de Guaita, que quería conservar su vida por encima de todo, fue la de huir a Francia junto con otros compañeros. Posteriormente continuó su carrera futbolística en su país de origen, Argentina.

Equipo de Austria de 1934

El hombre de papel que desafió al Führer

En 1938 el mundial se celebraría en Francia, gracias al empuje del mismísimo Jules Rimet. La situación política evidenciaba un camino inevitable hacia una nueva conflagración mundial, que en buena parte estaba teniendo en España su más inmediato precedente. Por este motivo la selección española no pudo participar en el campeonato, que se vio salpicado en cada partido por las rivalidades políticas.

Otro país que disponía, al igual que España, de una gran selección y que no pudo participar en el mundial por cuestiones políticas fue Austria, que había renunciado a participar estando clasificada. La historia del «Wunderteam» correría trágicamente paralela a la de su pequeña nación.

El 12 de marzo de 1938 la Alemania de Hitler se anexionaría Austria, convirtiéndola por la fuerza en una provincia alemana más. Aquella muestra imperialista, que pasaría a la historia con el nombre del «Anschluss», significaba también la desaparición del equipo austriaco, al igual que ya había pasado con todos los símbolos de la independencia de ese país.

La anexión supuso el principio del fin de la mayor estrella en la historia del fútbol austriaco, Matthias Sindelar, conocido como «El hombre de papel», por la delicadeza de sus movimientos en el terreno de juego. Sindelar gozaba de una gran fama, dentro y fuera de su país, y era el líder tanto de su selección como del Austria de Viena. Pero los nazis se cruzaron en su camino.

Quedaban apenas unos pocos meses para la celebración del Mundial de 1938, cuando el gobierno alemán pensó que, una vez que Austria formaba ya parte de Alemania, los mejores jugadores de ese país podrían reforzar la escuadra teutónica. El «Wunderteam», que solo había perdido cuatro de los últimos 50 partidos jugados, tenía las horas contadas. Hasta ocho jugadores del equipo pasarían a defender la camiseta alemana, pero antes de eso los nazis idearon un partido de despedida que, a la vez, debía convertirse en la gran fiesta de la raza aria. Por supuesto, se contaba con la victoria alemana.

Sin embargo, los de Sindelar, que en un principio jugaron atenazados por el miedo, decidieron no perder lo único que les quedaba: el orgullo. «El hombre de papel» comenzó a hacer de las suyas. Los austriacos acabarían ridiculizando con su juego a los alemanes y el partido concluiría con un dos a cero para el «Wunderteam».

El momento cumbre del encuentro llegaría tras uno de los goles del partido, marcado por el propio Matthias Sindelar. Tras el tanto, correría a celebrarlo frente al palco de autoridades, repleto de mandamases del partido nazi y presidido por el mismísimo Führer, realizando un bailecito que, en aquellos tiempos, aparte de ser algo totalmente inusual, fue tomado como una tremenda falta de respeto y todo un desafío al poder nazi. El delantero quedaría sentenciado de por vida.

Tras el partido, Sindelar se negaría a formar parte del equipo nazi en el Mundial de Francia, para ello aludiría falsas lesiones e, incluso, llegaría a anunciar su retirada del deporte. Desde entonces se convertiría en un indeseable para el nazismo, que no le permitía ni jugar al fútbol en su país ni, mucho menos, cruzar las fronteras para competir fuera.

El 22 de enero de 1939 los bomberos de Viena encontrarían su cuerpo en su casa, junto con el de su pareja. Habían abierto el conducto del gas para quitarse la vida. Nadie sabe qué pasó a ciencia cierta, pues el caso acabó oculto. Muchos apuntan a la Gestapo, otros a la depresión que le causó el no poder volver a jugar al fútbol. El caso es que el totalitarismo se llevó por delante a uno de los mejores futbolistas de su época.

Vencer o morir en camisa negra

Pero a pesar de reforzar el equipo con los mejores jugadores de Austria, el equipo alemán, que tantas esperanzas había dado a Hitler, no pudo suceder en la gloria futbolística a la otra potencia fascista, Italia, que seguiría reinando hasta después de la Segunda Guerra Mundial.

El Mundial de 1938 podría haber sido una oportunidad de confraternización en la Europa de preguerra, pero supuso solo una muestra más del enrarecido y temible ambiente que se vivía en los países europeos durante aquel tiempo: todo el mundo sabía que, más tarde o más temprano, la guerra acabaría por ser, otra vez, una terrible realidad.

Así, Mussolini, dispuesto a volver a utilizar el fútbol para su política propagandística, decidió despedir a su selección personalmente. Para ello organizó un acto en el Palazzo de Venezia, al que los jugadores acudieron con el uniforme fascista, y les conminó a la victoria con un discurso ante la muchedumbre desde el balcón.

Durante el partido de octavos de final, contra Noruega, los italianos realizaron el saludo fascista, también conocido como romano, antes de empezar el encuentro, desatando la ira del público francés y ganándose su enemistad para el resto del campeonato. Pero la gran contienda política tuvo lugar pocos días después, en el encuentro de cuartos de final entre los italianos y los anfitriones del torneo, los franceses.

Mussolini no había dejado nada al azar así que, para el día en el que tenían que enfrentarse a sus odiados adversarios, los italianos aparecieron con unas equipaciones negras, en homenaje a los «camisas negras», la fuerza paramilitar del partido fascista. El desafío, ante 61.000 espectadores franceses, y algún que otro exiliado italiano, fue total. Se enfrentaban dos formas de ver el mundo, la fascista italiana y la república democrática francesa, en un clima asfixiante que no tardaría en explotar. Cuando los italianos llegaron al centro del campo realizaron el saludo fascista, obteniendo como respuesta una sonora pitada que no cesaría en todo el encuentro. A pesar de la presión del público, Italia volvería a alzarse con la victoria con un resultado de tres a uno.

Tras vencer a los brasileños en una de las semifinales, se enfrentarían en la gran final a Hungría, a los que vencerían con un resultado de cuatro a dos, con dobletes de Piola y Colaussi, en el estadio Colombes de París. Los italianos volverían a jugar el partido con las camisetas negras, símbolo de guerra del fascio. Antes del partido, Vittorio Pozzo recibió un telegrama personal de parte del Duce que rezaba así: «Vincere o morire», vencer o morir.

Tras dos victorias consecutivas en la Copa Mundial de la FIFA, la Italia de Pozzo entraría en la historia del fútbol como una de las mejores selecciones nacionales de todos los tiempos. La Segunda Guerra Mundial acabaría con el reinado de este equipo, y con los mundiales durante 12 años, privando a una gran generación de futbolistas de seguir disfrutando de lo que más amaban, el fútbol, e iniciándose una nueva etapa en la historia de este deporte que, también, vería como otros regímenes de diversa índole tratarían de usar al balompié para sus intereses políticos. Y así, hasta el día de hoy…

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