Historia del fútbol italiano

Gianni Brera, el partisano que tradujo al fútbol su experiencia en la guerra e inventó el catenaccio

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Gianni Brera (DP).

En casi todas las artes o disciplinas, hablar de «escuela italiana» es hablar de una inclinación a menudo excesiva al estilo, de un refinamiento que puede (puede) degenerar en amaneramiento retórico. Menos en el fútbol, ahí la escuela italiana es viril defensivismo, tacticismo pragmático y astucia taleguera. Patapum p’arriba, si lo queremos sintetizar con un tecnicismo vasco.

Pero eso no fue siempre así, de hecho hasta la década de los sesenta nadie asociaba el fútbol italiano a una determinada forma de jugar. La selección italiana había ganado dos Mundiales seguidos, en 1934 y 1938, con una táctica más bien conservadora, pero aun así abundaban los apologistas del bel giuoco y de la d’annunziana (y algo fascista) épica del ataque. Fue sobre todo un hombre —no un entrenador, sino un periodista— el teórico, ideólogo y propagandista de la forma de juego más odiada por estetas y españoles, el catenaccio. Se llamaba Gianni Brera y es probablemente la pluma más conocida, influyente y original de la historia del periodismo deportivo italiano.

Brera había nacido en 1917 en un pueblo de la llanura del Po, en la provincia de Pavía. Una zona fértil pero con un clima asqueroso. Durante la Segunda Guerra Mundial, luchó como partisano en el valle de Ossola, al norte de Milán, una de las pocas zonas liberadas antes de la llegada de los aliados. En el otoño del 44 en ese valle llegaron a proclamar una República Partisana, mientras el ejército anglo-americano se encontraba todavía a trescientos kilómetros al sur, intentando romper la Línea Gótica entre la Toscana y la Emilia-Romagna. La cosa no duró mucho, una contraofensiva de las tropas fascistas acabó con ello, pero como se dice en estos casos, lo que cuenta es la intención. En cualquier caso, Brera debió de interiorizar bastante bien lo que funciona y lo que no funciona cuando uno se enfrenta a un enemigo más fuerte. Plantear batallas de artillería cuando dispones de dos morteros y una docena de escopetas de perdigones no es de valientes, es de imbéciles. Esperar agazapado, golpear rápido y volver a esconderse, ese es el plan.

Y esa era, más o menos, la concepción futbolística de Brera. Estaba convencido de que la cantera futbolística italiana estaba mermada por un hambre antigua, y que este atávico déficit de calorías había producido atletas mediocres, incapaces de luchar en igualdad de condiciones con ingleses, alemanes o escandinavos. Producimos defensas rápidos y correosos, así como delanteros escurridizos y oportunistas, a veces incluso fantasiosos, pero carecemos de verdaderos atletas capaces de imponerse en el «maremágnum del medio campo», sostenía Brera. Solo esperando prudentemente cerrados en defensa y lanzando rápidos contraataques en el momento oportuno, saltando el medio campo con pases largos que lleguen directamente a la primera línea, puede un equipo italiano batir a equipos superiores desde el punto de vista atlético. Sus argumentos étnico-culturales pueden no parecer hoy demasiado sólidos (y a decir verdad no lo son), pero, como veremos, estaban, y siguen estando, escrupulosamente confirmados por la realidad de los hechos.

En la década de los treinta, cuando el joven Brera, todavía estudiante, movía sus primeros pasos en el periodismo deportivo, en el mundo del fútbol empezaba a imponerse el llamado sistema WM. El nombre venía de la forma en que los jugadores se disponían en el campo. Era una especie de 3-2-2-3, en la que la defensa estaba compuesta únicamente por un central y dos laterales altos. Lo había inventado Herbert Chapman en el Arsenal y en poco tiempo se impondría en las islas británicas y, por extensión, en toda Europa. Era un sistema rápido y espectacular, con mucho juego aéreo, apto para campos como los británicos, bien cuidados pero a menudo empapados, en los que la circulación del balón era difícil. Requería marcajes al hombre, un gran derroche físico y cierta habilidad acrobática para controlar balones altos.

Vittorio Pozzo, el seleccionador italiano en el Mundial casero de 1934 (o año XII de la Era Fascista, según el calendario vigente en el país anfitrión) se dio cuenta de que el frenético WM mal se adaptaba al físico y al estilo de juego de los italianos, que jugaban a un ritmo más pausado, con repentinas aceleraciones en fase de ataque. Así que no se dejó seducir por las novedades llegadas de la pérfida Albión e impuso a la escuadra un esquema mucho más conservador. Se trataba de un sistema inventado por él mismo, con dos centrales en el área, llamado WW o, de forma más grandilocuente, el Método. Gracias al Método (bueno, y a la banda de internacionales argentinos que Mussolini nacionalizó para la ocasión) Italia acabaría imponiéndose en aquel Mundial. Éxito que repetiría en Francia cuatro años más tarde, convirtiéndose en la primera selección en ganar dos Copas del Mundo consecutivas.

Pero a pesar de estos éxitos, el defensivismo estaba lejos de imponer su hegemonía. La guerra trajo consigo un irrefrenable deseo de cambio y de apertura, después de veinte años de autarquía. Y el fútbol no fue una excepción. El viejo Método de Pozzo había evolucionado poco, y el más versátil WM parecía otorgar a los equipos que lo usaban una cierta superioridad táctica. En Italia acabaría penetrando en la década de los cuarenta, de la mano de un equipo legendario. Se trataba del Torino, ganador de cinco campeonatos consecutivos (1943, 46, 47, 48 y 49), cuya hegemonía terminaría repentina y trágicamente el 4 de mayo de 1949, cuando el avión que transportaba al equipo de regreso de un amistoso en Portugal se estrelló contra las colinas que rodean Turín, cerca de la basílica de Superga. La tragedia agrandará la leyenda del «Grande Torino» y el WM se convertiría, muy a pesar de Brera, en el módulo más usado en el calcio de los años cincuenta.

Brera, mientras tanto, había empezado a trabajar en la Gazzetta dello Sport inmediatamente después del final de la guerra, ocupándose sobre todo de atletismo y ciclismo. Tras un tiempo como corresponsal en París, en 1949 se convierte, con solo treinta y dos años, en el más joven director de la historia de «la Rosa». Crítico militante, teórico y agitador deportivo, convertirá tan prestigiosa posición en un púlpito desde donde defender su concepción italiana del fútbol. Lanzará anatemas y soflamas, se batirá, prácticamente en solitario, contra los apologistas del juego de ataque, a los que despectivamente definirá, con una punta de superioridad norteña, como «escuela napolitana». Es un polemista brillante, una prosa barroca y poderosa, puesta al servicio de una voluntad analítica. Acuña numerosos neologismos, que le sirven para colmar las lagunas del lenguaje del periodismo deportivo de la época, a menudo ancorado en la descripción lírica y estetizante del juego, sin la terminología necesaria para desplegar un análisis técnico.

Karl Rappan (DP).

Ahora que ya llevan un buen rato leyendo puedo confesarles una cosa: el titular que encabeza este artículo es falso. O al menos no del todo cierto. El catenaccio propiamente dicho no lo inventó Gianni Brera, de hecho ni siquiera lo inventó un italiano. Lo inventó un austríaco, Karl Rappan, que lo aplicó en la modesta selección suiza del Mundial de 1938. Brera lo que hizo fue conceptualizarlo y elevarlo a modelo, a ideal nacional. Además, claro está, de darle un nombre. El sistema se llamaba originalmente verrou o Riegel (cerrojo, respectivamente en francés y alemán), pero se universalizará gracias a la traducción italiana de Brera. El catenaccio, con el que la Suiza de Rappan había eliminado a la poderosa selección del Tercer Reich en el 38, era una variante del WM en la que uno de los centrocampistas retrocedía para colocarse detrás de la defensa. Libre de obligaciones de marca, su función era asegurar la cobertura defensiva cuando el atacante lograba zafarse de su marcador. Fue también Brera quien dio nombre a esta figura con otro de sus neologismos: lo llamó libero (con acento en la i, eso es, «libre» en italiano) término que se impuso en muchas otras lenguas, entre ellas el español.

Pero al igual que todo Marx requiere su Lenin, también Brera necesitó quien pusiera en práctica sus teorías. Y lo encontró sobre todo en la figura de Nereo Rocco, quien fuera durante veinticinco años su brazo armado en los banquillos del calcio. Rocco se había dado a conocer a lo largo de los años cincuenta, aplicando un catenaccio feroz en el modesto Padova, con el que, haciéndose odiar por media Italia, había estado a punto de ganar un campeonato. Era un tipo honesto y simpático: un día, al término de una entrevista antes de un Padova-Juventus, un periodista se despidió educadamente con un «Que gane el mejor», a lo que Rocco exclamó riendo «¡Esperemos que no!». Esa era la gran virtud de Rocco: lograr que raramente ganara el mejor. Algo que evidentemente Brera apreciaba sobremanera.

Mientras tanto, la selección italiana, entregada al WM, acumulaba a lo largo de los cincuenta una serie de deshonrosas derrotas. En palabras de Brera, esas derrotas «se hubieran podido evitar vistiendo con la camiseta azzurra al modesto Padova de Rocco». La gota que colmó el vaso fue la derrota contra la semi-amateur Irlanda del Norte, en enero de 1958, que le costó a Italia la participación en el Mundial de Suecia. Este fue un momento de inflexión. El descrédito de los ofensivistas llegó a tal punto que ocurrió lo impensable: el catenacciaro Nereo Rocco fue nombrado seleccionador nacional para las olimpiadas de 1960. Y a pesar del escándalo entre las gentes de bien, su selección hizo un buen papel. Quedó cuarta, eliminada por un golpe de mala suerte en el último minuto de la semifinal contra Yugoslavia.

Empezó así la que probablemente sería la década de oro del catenaccio, que decretaría el triunfo de Brera sobre la escuela napolitana. Después de aquellas olimpiadas, Rocco fichó por el Milan. No faltó quien sostuviera que su fútbol solo podía funcionar en equipos pequeños y que sentarlo en el banquillo rossonero era poco menos que sacrílego. Pero Rocco demostró que se equivocaban: ganó el Scudetto a la primera y al año siguiente conquistó la primera Copa de Europa del Milan y del fútbol italiano.

A principios de esa misma década, al Inter, el otro equipo de Milán, había llegado desde Barcelona un nuevo entrenador. Un argentino chulapas de acento francés, un cierto Helenio Herrera. Brera habla de él como de un sublime charlatán: llegó intentando imponer un juego físico y de ataque, pero no tardó en adoptar el estilo italiano. Lo que no era en sí nada malo, a fin de cuentas saber rectificar es virtud de sabios. Lo que Brera no supo perdonarle es que después de triunfar quisiera vender por el mundo el juego all’italiana como si fuera una invención propia. Herrera, catenacciaro converso, conquistó entre 1963 y 1965 dos ligas, dos Copas de Europa y dos Intercontinentales. En 1967, después de entrenar durante tres temporadas al Torino, Nereo Rocco volvió al Milan. Estuvo poco, solo el tiempo necesario para ganar otro Scudetto, una Recopa, otra Copa de Europa y una Intercontinental. Gracias al tan odiado catenaccio el fútbol italiano había impuesto su hegemonía en el fútbol mundial.

La retahíla de éxitos del fútbol italiano en esa década no se limitó al fútbol de clubs: treinta años después de la victoria de la selección de Vittorio Pozzo en el Mundial de Francia, Italia se alzaría con la Eurocopa de 1968. Dos años más tarde, alcanzaría la final del Mundial de México del 70, batiendo en la semifinal a la República Federal de Alemania, capitaneada por un tal Franz Beckenbauer. El encuentro acabó 4-3 (1-1 al final del tiempo reglamentario), en uno de los partidos más épicos y legendarios de la historia del fútbol italiano. La selección azzurra solo acabaría sucumbiendo en la final, contra esa máquina de guerra que fue el Brasil de Pelé, TostaoyJairzinho. Pero poco se les podía reprochar, como el mismo Brera escribió en la crónica de ese partido: «Solo un milagro de índole psicológica, o sea, táctica, sin duda no técnica, hubiera consentido a esta squadra azzurra, valiente pero también mediocre, realizar tan inimaginable hazaña».

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El encuentro entre Italia y Argentina del Mundial de fútbol Alemania 1974. Fotografía: Bundesarchiv, Bild 183-N0619-0034 / CC-BY-SA (CC).

Para que este milagro ocurriera hubo que esperar doce años, hasta el Mundial de España del 82. Y como había pronosticado Brera, se trató de un milagro de índole psicológica, o sea táctica, sin duda no técnica. Porque técnicamente esa Italia era una verdadera banda. Si la selección del 70, esa que había definido «valiente pero también mediocre» tenía jugadores como Facchetti, Mazzola, Boninsegna y sobre todo dos de los más grandes talentos de la historia del fútbol italiano, Gianni Rivera y Gigi Riva, la Italia de 1982 tenía como jugador de punta a Paolo Rossi, un delantero a lo sumo apañado, que además llegaba al Mundial después de dos años de descalificación por un escándalo de apuestas. Esa selección, sin embargo, compensaba su déficit de talento creativo con una defensa formada por Gentile (quizás el jugador con el apellido más irónico de todos los tiempos), Bergomi y Tardelli: respectivamente octavo, noveno y décimo en la lista de los cincuenta jugadores más duros de la historia del fútbol, publicada por el Times en 2007. Esas eran las cartas con las que el seleccionador nacional Enzo Bearzot debía jugar, y vive Dios que las iba a jugar bien.

Aunque no sería exacto decir que defraudó las expectativas, ya que nadie esperaba absolutamente nada de ese equipo, sí se puede decir que la selección italiana empezó el Mundial con mal pie. Pasaron por los pelos la fase de grupos, rascando tres empates contra equipos relativamente modestos como Polonia, Perú y Camerún. El emparejamiento en octavos, además, invitaba poco al optimismo: el rival sería la Argentina de Maradona, vigente campeona del mundo. Antes del partido el seleccionador argentino Menotti declaró que, con su catenaccio, Italia estaba tácticamente atrasada de al menos cincuenta años. Algo que lógicamente indignó a Brera. No solo como tifoso, que también, sino sobre todo como teórico del fútbol: no estamos atrasados, sostenía, somos malos y, si eres malo, ese es el único juego que te puedes permitir. Por eso el triunfo contra pronóstico sobre Argentina tuvo para Brera el sabor extremadamente dulce de una victoria no solo deportiva, sino filosófica. La crónica que Brera publicó al día siguiente es una larga y bellísima disquisición sobre el tema «jódete, Menotti».

Será esta la primera de las cuatro victorias consecutivas que llevarán a Italia a su tercer título mundial. Por el camino caerá también el Brasil de Socrates, Zico y Falcao, el gran favorito. Los brasileños, a todas luces superiores, se estrellarán «contra el catenaccio más bello que uno pueda ver en estos tiempos bienaventurados», pero también contra ese delantero a lo sumo apañado que era Pablito Rossi. Tocado por la gracia divina en el estadio de Sarrià, Rossi brillará como nunca para realizar un sublime hat-trick. Marcará otros tres goles antes de que termine el Mundial, los dos contra Polonia en la semifinal (2-1) y el primero contra Alemania en la final (3-1), convirtiéndose en el máximo anotador y en el jugador más decisivo de la competición. Al año siguiente le darán, quizás merecidamente, el Balón de Oro.

La victoria en la final del Santiago Bernabéu ante Alemania culminará no solo la parábola de esa selección, sino tal vez también la de Gianni Brera. El catenaccio, el santo catenaccio, como lo llamará, había demostrado su capacidad de obrar milagros. La victoria de la selección de Bearzot era también la victoria de la concepción futbolística que él había defendido durante treinta años. La final de Madrid cerraba, de alguna manera, una época. Quizás por eso el artículo que publica en La Repubblica el día después suena como esculpida sobre una lápida, casi una carta de despedida.

Gianni Brera (Foto: Cordon Press)

Gianni Brera morirá en un accidente de tráfico el 19 de diciembre de 1992, diez años más tarde, pero su largo adiós empieza esa anoche en el Bernabéu. Lo cierto es que el fútbol moderno, con su progresiva degradación hacia mero espectáculo mediático, le interesa cada vez menos. Sempiterno defensor de las esencias del juego italiano, ve además con desconfianza el nuevo cosmopolitismo de los grandes equipos y el predominio de las estrellas extranjeras. Los ochenta verán además el advenimiento en Italia del fútbol total de escuela holandesa, que él obviamente considera un dislate táctico. Donde todos ven una revolución, él solo ve la infausta restauración de antiguos errores. No es de extrañar que el gran dominador de la segunda mitad de los ochenta en el calcio sea el Milan del magnate televisivo Silvio Berlusconi, del nuevo apóstol del fútbol de ataque Arrigo Sacchi y de tres magos holandeses, llamados Frank Rijkaard, Ruud Gullit y Marco Van Basten.

Pero la herencia de Brera no desaparece con él. La épica del catenaccio siguió teniendo sus adeptos. Entrenadores como Fabio Capello, Giovanni Trapattoni o Marcello Lippi llevaron a la era moderna noble tradición del juego all’italiana. Si Brera pudiera añadir un capítulo a su célebre Historia crítica del fútbol italiano sin duda lo dedicaría al Mundial de Alemania de 2006, en que Marcello Lippi, como había hecho Enzo Bearzot en el 82, llevó a la victoria a una selección tan mediocre técnicamente como ingenuamente infravalorada por sus rivales. Qué tremendamente aburrido sería el fútbol si siempre ganaran los mejores.

2 Comentarios

  1. Al fútbol se puede jugar de muchas maneras. El catenaccio es una de ellas, y a mí me encantaba. Ahora la verdad que hay menos variedad de estilos, una pena. Pero dejó claro que es un estilo que podía ganar campeonatos de liga, copas europeas y mundiales

    «…Mundial de Alemania de 2006, en que Marcello Lippi, como había hecho Enzo Bearzot en el 82, llevó a la victoria a una selección tan mediocre técnicamente como ingenuamente infravalorada por sus rivales»

    Pero por Dios, selección mediocre con Pirlo, Totti, Del Piero, Gilardino, Cannavaro y Nesta de centrales, y Buffon de portero. Que no necesitas jugar con 5 dieces como Brasil del 70 para ser un equipazo… Es que parece que solo es técnico el tiki-taka. Pero mirad el gol a Alemania en semifinales, una auténtica obra de arte del contragolpe, directa a los libros de historia del fútbol.

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