Ciclismo

Poupou, el eterno segundo

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Prólogo del Tour de Francia en Scheveningen, contrarreloj, Raymond Poulidor
Fecha: 30 de junio de 1973

En un país con tantos héroes trágicos como Francia, donde la memoria se construye tanto con gestas como con fracasos nobles, hay un lugar especial reservado para Raymond Poulidor. O, como lo conocía todo el mundo, «Poupou». Jamás ganó un Tour de Francia, pero entró por la puerta grande en el corazón de los franceses. Es, quizás, el único caso en que el segundo fue más querido que el primero. En una nación que inventó el Tour, pero que lleva décadas sin producir un campeón indiscutible, el recuerdo de Poulidor sigue palpitando con fuerza, como la pedalada de quien sube el Mont Ventoux a pleno sol, sin esperar la gloria, pero sabiendo que hay dignidad en la lucha.

Poulidor fue una anomalía. Nacido en 1936, hijo de campesinos del Limousin, creció en un entorno donde el trabajo físico era ley. No tenía el aura urbana de Anquetil ni la gestualidad arrogante de los campeones. Era de tierra adentro, de vacas y bosta, de comer con las manos y dormir poco. Su cuerpo de fondista lo traicionaba: tenía piernas de campeón, pero el destino se empeñó en dejarlo en la cuneta de la victoria. Decir que perdió ocho veces el Tour es tan cierto como decir que lo ganó el afecto de un pueblo que no olvida.

Curiosamente, Poulidor, también fue una figura incómoda para las casas de apuestas. Su figura generaba un fenómeno tan singular como desconcertante: era el favorito sentimental, pero no el lógico. La gente apostaba por él no por las estadísticas, sino por pura fe. Se convirtió en el emblema de aquellos que buscan el milagro, que creen que esta vez sí, que el destino cederá ante la justicia poética. En cada Tour, las cuotas lo colocaban detrás de los Anquetil, Merckx o Gimondi, pero el dinero de los apostantes modestos iba a Poupou. Era una inversión emocional, una forma de desafiar el cálculo frío de las probabilidades jugándosela como en un casino tipo DealGamble. En un mundo que ya empezaba a medirlo todo, Poulidor era el azar deseado, la excepción que uno quería ver confirmada, aunque no lo fuera nunca.

En los años 60, Francia estaba partida en dos: los que admiraban a Anquetil y los que querían a Poulidor. El primero era la precisión, la estrategia fría, la contrarreloj perfecta. Un cirujano sobre la bicicleta. El segundo, la esperanza de los que soñaban con un vuelco, una insurrección sobre el asfalto. Anquetil fumaba antes de la carrera, salía con mujeres de alta sociedad y leía a los clásicos. Poulidor era tímido, hablaba poco, dormía con su madre hasta pasada la adolescencia y no sabía cómo lidiar con la fama. Entre el mármol y el barro, Francia eligió al de barro.

Lo de Poulidor fue una carrera contra el tiempo, pero también contra la estructura misma del ciclismo francés. Durante años, su equipo estuvo subordinado al de Anquetil en la selección nacional. Le tocó correr sin apoyo, sin gregarios de confianza, sin planificación táctica. En el Tour de 1964, aquel que pasará a la historia como el más cruel de los duelos fratricidas, Poulidor tuvo la victoria a unos centímetros. En la subida al Puy de Dôme, Anquetil se retorcía de dolor, pero aguantó. Poulidor le metió casi un minuto, pero no fue suficiente. En la último crono, Anquetil se impuso. Ganó por 55 segundos. Poulidor, otra vez, a mirar desde abajo.

Ese Tour fue un punto de inflexión. Anquetil era el campeón, pero Poupou se convirtió en el mito. Las fotos del duelo, los rostros crispados, la mandíbula apretada de Anquetil, la mirada vidriosa de Poulidor… todo parecía escrito por un guionista con debilidad por el pathos. La gente ya no le pedía que ganara. Le pedía que no dejara de intentarlo. Cuando aparecía en la carretera, los abuelos salían con su silla plegable y los niños gritaban su nombre como si fuera un familiar que venía del frente. «Allez Poupou», decían. Y él sonreía, como si no le pesaran las derrotas.

El caso Poulidor es también un síntoma de un país que empezaba a ver que el éxito no siempre era el camino. En los 60, mientras De Gaulle escribía discursos como si fueran testamentos y la juventud empezaba a leer a Sartre con entusiasmo, la figura de Poulidor encarnaba algo más antiguo, más sólido: la perseverancia, la humildad, el honor. Era el reverso de la modernidad. Nunca cambió de estilo, nunca maquilló sus fracasos. Y quizás por eso, cuando llegó Merckx —el Caníbal, el que se lo comía todo, el que no tenía compasión ni por sus amigos—, Poulidor se volvió todavía más querido. Porque mientras Merckx ganaba, Poulidor resistía. Era el último bastión de un ciclismo romántico.

En total, participó en catorce Tours y terminó en el podio ocho veces. Nunca vistió el maillot amarillo. Ni un solo día. Lo rozó, lo olió, lo soñó, pero no lo tuvo. ¿Y qué? Eso lo volvió legendario. Hay quienes ganan una vez y son olvidados. Poulidor, sin ganar, se volvió inmortal. Es el eterno aspirante, el que nunca bajó los brazos. En un mundo que exige éxito inmediato, su figura resulta casi subversiva. Su biografía es una lección de vida: no todo se mide en trofeos.

Después de retirarse, se convirtió en embajador del Tour, presencia habitual en la caravana publicitaria. Seguía con su sonrisa tímida, saludando a las masas. Era como si el abuelo de todos los franceses estuviera ahí para recordarles que lo importante no es ganar, sino pedalear con dignidad. Su nieto, Mathieu van der Poel, ha heredado parte de su genética y mucho de su espíritu. Cuando ganó una etapa del Tour en 2021 y se vistió de amarillo —el maillot que su abuelo nunca pudo llevar—, hubo lágrimas en todas partes. En los comentaristas, en los aficionados, en la historia misma. Como si la injusticia del tiempo hubiera sido, por un instante, reparada.

Poulidor murió en 2019. El país entero se paró a rendirle homenaje. No había polémica, no había trinchera. Todos lo querían. Incluso Anquetil, antes de morir, admitió que lo había subestimado. «Era más fuerte de lo que pensaba. No físicamente, sino mentalmente. Tenía una voluntad de hierro». A veces, los reconocimientos llegan tarde. Pero en el caso de Poulidor, llegaron para quedarse.

Quizás, en una tarde de julio, cuando el sol caiga sobre los campos de lavanda y los corredores se peleen por segundos en la general, algún espectador anónimo vuelva a gritar su nombre. No para invocarlo, sino para recordarnos que hubo un tiempo en que perder era también una forma de vencer. Que hubo un ciclista que jamás se rindió. Que hubo un tal Poupou que pedaleó hasta el fondo del alma francesa.

 

Un comentario

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