Perfiles

Fernando Martín, Aquiles con el 10 a la espalda

Es noticia

Se sumerge en la lectura de los periódicos del día y comprueba, con satisfacción, que George Bush y Mijail Gorbachov están dispuestos a acabar con la «Guerra Fría» entre Estados Unidos y la Unión Soviética, tal y como le comentó a Alfonso Del Corral la noche antes mientras cenaban juntos y pasaban un rato agradable. Se siente fuerte, ha encontrado, por fin, su paz interior y está feliz por la inminente visita de su hijo para pasar las Navidades. No puede jugar ante el CAI Zaragoza pero confía en que la recuperación de su tendinitis se acelere y pueda volver cuanto antes. Tiene que ir a recoger unas zapatillas, así que se mete en su coche y conduce. Pisa el acelerador para llegar a tiempo a su destino, ignorando aquel accidente que sufrió años antes del que salió ileso milagrosamente y, sin darse cuenta, pierde el control de su vehículo. La incesante lluvia que cae sobre Madrid hace el resto.

Su Lancia Thema matrícula M-7415-IC derrapa en un punto fatídico de la M-30, atraviesa cinco carriles y se estrella frontalmente contra un Opel Kadett, conducido por Ricardo Delgado Cascales, que sobrevivió aunque con múltiples heridas. Son las 15:20 de una tarde que se hace eterna. El mítico Carrusel Deportivo de la Cadena Ser informa a sus oyentes de que un jugador madridista, aún no identificado, se ha visto envuelto en una brutal colisión en las cercanías de Madrid. Alertado por el siniestro, el fotógrafo Raúl Cancio se desplaza hasta el lugar de los hechos. Llega a la escena del accidente, coge la cámara y dispara varias fotografías al coche, siniestro total, al tiempo que contempla cómo los operarios tapan el cuerpo con una manta. «Cuando estaba sacando aquellas fotos, ni siquiera sabía de quién se trataba, todo era muy confuso y no tenía información de qué era lo que había pasado».

Sobre el alquitrán de la carretera se pueden ver restos de las fotos que el dueño del Lancia llevaba en su coche con el fin de firmárselas a sus fans. Las fotografías son un primer plano del hombre que acaba de perder la vida en el acto. Están rotas, cubiertas de tierra y ensangrentadas. La mayoría están apiladas, por montones, junto a un quitamiedos de la M-30. En las redacciones deportivas de España reina la confusión y crece la tensión. El único dato confirmado es que un jugador del Madrid ha destrozado su coche y está malherido. A través de las ondas la plantilla dirigida por George Karl empieza a conocer, con cuentagotas, la última hora de una pesadilla que acaba de comenzar. Entre los jugadores que ya habían llegado al vestuario se corta la tensión con un cuchillo. Romay sale del vestuario para pedir información a los periodistas que se arremolinan en torno a la puerta del camerino del Real Madrid. Jugar ante el CAI, en aquellas condiciones y en ese escenario, se antoja una broma de mal gusto, un giro macabro del destino. Con el paso de los minutos nuevos jugadores merengues van llegando, uno a uno, al vestuario.

Como en el guión de Michael Cimino en El Cazador, cada llegada se convierte en una auténtica partida de ruleta rusa, en una agonía existencial, donde se entremezclan suspiros por el que se salva y maldiciones por el que no da señales de vida. Romay tiene la cara desencajada. Llorente, los nervios a flor de piel. De pronto aparece Antonio Martín, que segundos después, al escuchar los relatos de sus colegas, se transforma en un manojo de nervios. El que llega se tacha de una lista cruel y despiadada. Después hacen acto de presencia Ismael Santos y Pep Cargol que, incrédulos, miran el semblante sombrío de sus compañeros para después empezar a comprender la magnitud de los minutos que les restan por soportar.

Las radios insisten en que un jugador del Real Madrid se debate entre la vida y la muerte. Lolo Sainz intuye un dolor intenso, pero trata de convencerse de que todo forma parte de un error, de una película de ciencia ficción: «Me dijeron que había habido un accidente muy grave en la M-30. Me quedé de piedra, no supe cómo reaccionar ni qué decir. Creo que, en el fondo de mi corazón, esperaba que todo fuera un error». José Joaquín Brotons, que había dirigido Tiempo de Juego en la Cope, impulsando el boom del basket en la radio, recibe la llamada de una fuente que le traslada las peores noticias.

Un jugador del Madrid ha muerto en un accidente. Brotons, entonces en Telemadrid, envía un cámara hasta la M-30. Hace un par de llamadas y se le encoge el corazón. Cuando el cámara llega a su destino, Brotons, íntimo amigo del hombre que acaba de perder la vida, se queda noqueado. A Ramón Trecet, mito del periodismo deportivo español, la noticia le coge con el pie cambiado. «Estaba en mi casa cuando me llamó Paco Torres, director de Gigantes, para decírmelo. A los pocos minutos me llamaron de la redacción de TVE y me fui corriendo para allí». Y mientras Trecet corre, el drama revolotea el alma del vestuario blanco.

Sólo quedan dos jugadores por llegar. Quique Villalobos, un escolta que se ha ganado al público por sus mates y su ardor guerrero y Fernando Martín, símbolo de una generación y líder del equipo. El tiempo parece detenerse y los segundos son horas. Todos los que aguardan noticias en la caseta blanca saben que la salvación de uno de sus compañeros supondrá, de manera inevitable, la sentencia de muerte del otro. El reportero Manolo Lama, hoy en Cope, entonces en la Ser, recibe una llamada que le confirma el deceso del jugador madridista: «Recibí el telefonazo de un bombero amigo mío que me dijo que Fernando había muerto, no me lo creía».

La espera se hace insoportable y las manecillas del reloj se detienen cuando se abre la puerta del vestuario. Apartando a una docena de periodistas que montan guardia, Quique Villalobos entra al vestuario. Se hace un silencio sepulcral y reina la frustración. La vida de Quique significa la muerte de Fernando. En un rincón del vestuario, Antonio, el pequeño de la saga Martín, descubre el significado de la palabra impotencia. La tristeza inunda el vestuario y todos se resisten a creer que en la veracidad de la pesadilla.

Lolo Sainz, sempiterno profesor de vida y baloncesto, decide entrar en el vestuario. La fotografía le pone los pelos de punta: «Tuve que ir al pabellón a calmar al resto del equipo. El panorama que me encontré al entrar al vestuario nunca lo olvidaré, todos los jugadores estaban deshechos». Manolo Lama se acerca a los jugadores y les corrobora la peor noticia posible: «Cuando se lo decía a los jugadores del Madrid era un drama». Romay, el dicharachero rascacielos del basket español, se derrumba. «No había manera, lloraba como una magdalena». José Joaquín Brotons, gran amigo de Fernando, rompe a llorar mientras intenta dar la noticia en Telemadrid. Había compartido horas y horas de interminables confesiones con Fernando y ahora le tocaba contar que había muerto, que jamás volvería a pisar una cancha de baloncesto. Televisión Española también irrumpe en el hogar de todos los españoles con un avance informativo conducido por Ana Castells: «A primeras horas de esta tarde ha fallecido en accidente de tráfico en la M-30 de Madrid el jugador de baloncesto Fernando Martín. Tenía 27 años».

La muerte de Fernando conmociona a los españoles. El Real Madrid-CAI se suspende y los jugadores se dirigen al hospital, donde se personan más tarde el seleccionador Antonio Díaz-Miguel y la actriz Ana Obregón. En el Ramón y Cajal se vive una escena dramática cuando Carmela, la madre de Fernando, tiene que ser ingresada de urgencia a consecuencia del shock producido al enterarse de la muerte de su hijo. Sólo el padre de Fernando, Manuel Fernández-Trigo, gerente del Real Madrid y el doctor Herrador, galeno merengue, tienen acceso al cadáver, que es conducido por los servicios funerarios de la M-30 justo a 50 metros de donde se produce el tremendo accidente.

Moncho Monsalve, entonces técnico del CAI Zaragoza no sale de su asombro y no para de repetir, una y otra vez, la misma frase: «Esto es una auténtica pesadilla, un mal sueño». Las reacciones se producen en cadena y no ocultan un profundo pesar por una pérdida tan repentina como irreparable. Raimundo Saporta, con voz entrecortada, afirma: «Es una pérdida irreparable. Era un gran hombre». Pere Sust, entonces presidente de la FEB, habla de luto del baloncesto nacional: «Es uno de los días más tristes para el baloncesto y para el deporte. Nadie podrá olvidar a Fernando jamás».

Antonio Díaz-Miguel, seleccionador nacional, tiene un nudo en la garganta: «He sido la tercera persona en llegar al Ramón y Cajal, ha sido tremendo. Qué pérdida. Habíamos quedado juntos para cenar esta semana, me lo había recordado su madre, Carmela, y ahora pasa esto. Su hermano Antonio está destrozado, es el que peor lo lleva». Su entrenador, George Karl, está abatido: «Fernando se ha ido y nos ha dejado solos. Este es un momento muy duro para todos, podría decir que el más duro en toda mi carrera como entrenador. Nadie jamás podría olvidar lo que ha pasado hoy en este vestuario». Lolo Sainz, su gran valedor en el Real Madrid, iba más allá: Fernando ha sido ese hombre al que siempre le ha faltado un punto para ser feliz, da la impresión que la vida le ha perseguido siempre. Era el mejor de los hombres, aunque quienes no le conocían pensaran lo contrario».

Juanma López Iturriaga, el palomero, compañero de Fernando en múltiples batallas, no da crédito: «Estoy en estado de shock. Lo peor es que tenía que jugar después de saber la muerte de Fernando, y mi cabeza estaba en otro sitio. Estoy destrozado y el mundo del baloncesto, también». Rafa Rullán estaba tocado: «Éramos grandes amigos. Todavía recuerdo cómo nos escondíamos en las concentraciones para fumarnos un cigarrillo sin que nadie nos viera. Y se ha ido». Uno de sus grandes rivales pero compañero en la selección, el azulgrana Epi, no sabe cómo reaccionar: «Esto es un palo durísimo, un golpe al baloncesto. Fernando no conocía la derrota, era increíble, esto es un mazazo».

Pedro Ferrándiz, alma máter del baloncesto blanco, profundiza en el carácter indómito y el liderazgo de Fernando. Su sentencia es compartida por los aficionados: «El único líder que teníamos se nos ha ido». Aíto García Reneses, superado por los acontecimientos, recuerda el lado humano del mito: «Soy incapaz de hablar de Fernando como jugador, sólo me acuerdo como persona. Y como persona fue muy grande, un ejemplo de humanidad». Audie Norris, Hércules de ébano y pivot del Barça, se siente aturdido: «He perdido a un gran amigo, espero dar el pésame a su hermano Antonio. Fernando era muy buena persona. Dentro de la pista competía sin parar, estaba dispuesto a morir si hacía falta. Muchas noches, antes de enfrentarme a él, no solía dormir bien. Y los días que podía pegar ojo era porque había abusado del Voltarén». Miguel Ángel Paniagua, hoy analista en la Cope y entonces mánager de Fernando, propone retirar la camiseta número 10 del Real Madrid como homenaje póstumo: «Es el mejor tributo posible para un grande de la dimensión de Fernando Martín». Paco Torres, director de la mítica revista Gigantes del basket, inmortaliza la pérdida de Fernando con una frase memorable: «Y cuando esas jóvenes manos, muchas de ellas acostumbradas a jugar con balones de plástico en patios de colegio le aplaudieron por última vez, Fernando comenzaba a ser leyenda».

El doctor García Martín, médico de guardia del Juzgado de Instrucción número 11 de Madrid realiza la autopsia del cuerpo sin vida de Fernando en el Instituto Anatómico Forense. El cadáver de Martín no necesita cirugía y es embalsamado. Entre las nueve y las diez de la mañana se presentan en el Centro Funerario Antonio y Ricardo, dos de los hermanos de Fernando, llegando el tercero después. Aparecen José Biriukov, Fernando Romay y Mariano Jaquotot. También acude Miguel Muñoz, entonces seleccionador nacional de fútbol, en calidad de amigo de la familia Martín.

Sólo veinticuatro horas después de que Fernando ingrese cadáver en el hospital Ramón y Cajal, el lunes 4 de diciembre, el Real Madrid decide instalar la capilla ardiente del «10» en el Pabellón de la Ciudad Deportiva. Familiares, amigos, compañeros, rivales, aficionados…todos acuden, en masa, para dar el último adiós a Martín. Ramón Mendoza, presidente blanco, es la viva imagen del dolor. La plantilla del Real Madrid de fútbol, encabezada por Míchel, Gordillo y los hermanos Llorente, Julio y Paco también se suman al homenaje y tratan de consolar a los miembros de la plantilla de baloncesto. Se enteraron de la muerte de Martín después de jugar en Balaídos, ante el Celta. El doctor Pirri había conocido la noticia en el descanso, pero no había querido decir nada a los jugadores para que no se derrumbaran. Míchel, cariacontecido, fija sus ojos en Fernando Romay. El pívot, quebrantado en todos los sentidos, no puede reprimir las lágrimas cuando ve el féretro de su tocayo. Un grupo de aficionados rompe a gritar a las afueras del pabellón: «Se nota, se siente, Fernando está presente».

La familia de Fernando Martín permanece unida por el dolor, pero entera. Antonio, por momentos, contiene la respiración. Lolo Sáinz y Clifford Luyck deciden pasar el trago juntos, hasta que reparan en que George Karl, que había construido el equipo en torno a Fernando Martín, está absolutamente hundido. Tratan de hacerle reaccionar, le apoyan en la entrada del túnel de vestuarios y le insisten en que tiene que ser fuerte. Pero en la cara de Karl se dibuja un rostro de piedra, una mirada perdida, un dolor intenso. El momento más emotivo de la ceremonia se produce cuando hace acto de presencia la expedición del Fútbol Club Barcelona, con el enemigo íntimo de Fernando, Audie Norris, a la cabeza. «Pudimos haber jugado juntos, habría sido tremendo, con la misma camiseta Fernando y yo. ¿Cuántas Copas de Europa habríamos ganado?». [Audie Norris estuvo a un paso de fichar por el Real Madrid. Tenía el contrato preparado, listo para firmar, pero el entonces presidente Ramón Mendoza no quiso pagar una cantidad adicional de 100.000 dólares y un año más tarde, acabó en el Barça].

Epi, Jiménez y Solozábal se quedan fríos al ver el cuerpo sin vida de Martín. San Epifanio no puede contener su dolor y se derrumba. Romay le abraza y se lo lleva de la sala. Norris, descompuesto, no para de llorar. Su cerebro visualiza todas y cada una de sus enconadas luchas bajo los tableros donde se intercambiaban codazos, moratones y canastas. «Nuestros duelos eran como los de Bird y Magic. El día que Fernando murió perdí un amigo». El norteamericano del Barça avanza, lentamente, por el Pabellón del Real Madrid como alma en pena mientras recuerda la impronta y el carácter de Fernando, aquel pívot blanco, español, siempre dispuesto a morir cuando se trataba de ganar la posición en la pintura.

«Era como si dos gladiadores se batieran en la arena de un circo romano. Fernando era profesional, poderoso. Enfrentarse a él era motivador. Sacaba lo mejor de sí mismo cuando peleaba contra mí. Yo hacía igual». Al llegar a la posición de Carmela, la madre de su enemigo íntimo, Norris no supera la tensión del momento y se desmorona. Un escalofrío recorre el pabellón. Los reporteros gráficos inmortalizan el abrazo entre Audie y la madre de Fernando. La emoción vuelve a embargar el corazón de los allí presentes cuando un aficionado anónimo se acerca al féretro del pívot y coloca, sobre él, la mítica camiseta con el «10» a la espalda.

Al día siguiente, su entierro, celebrado en el cementerio de la Almudena, congrega a miles de aficionados al mundo del deporte. Ironías del destino, ese día estaba previsto que Jan Martín, el hijo de Fernando, llegara a Madrid para pasar las vacaciones navideñas junto a su padre. Flores y coronas presiden un funeral propio de un Jefe de Estado, donde destaca el recordatorio de sus compañeros de equipo, el detalle de su equipo en la NBA, Portland Trail Blazers, del Barcelona, del Joventut, del CAI y una corona con dedicatoria especial por parte de «La Demencia», el ingenioso grupo de aficionados de Estudiantes, el primer equipo de Fernando. Aquiles, el dios guerrero de los tableros, descansaba en paz. Horas después de enterrar a Fernando el Real Madrid se ve obligado a tener que jugar ante el PAOK de Salónica en la Recopa de Europa.

La plantilla madridista acumula dos días sin dormir y sigue en estado de shock por la pérdida de Fernando, pero acepta jugar. Aún queda pasar el último trago y hay que pasarlo en la cancha. Y hay que ganar, por Fernando. Su hermano, Antonio, en un esfuerzo sobrehumano, consigue reunir las fuerzas suficientes para decirle a su entrenador que quiere jugar ese partido. Todo entereza, Antonio se enfunda el chándal, recibe el emotivo abrazo de sus compañeros y salta a la pista para honrar la memoria de su hermano. Son las siete y media de la tarde del 5 de diciembre de 1989. Antes del inicio del partido un operario coloca la camiseta de Fernando Martín y su chándal sobre una de las sillas del banquillo del equipo de George Karl. A través de los altavoces, un sacerdote pronuncia una oración por el descanso eterno de Fernando y un silencio sepulcral se apodera del graderío, repleto para insuflar ánimo a los Martín y sus compañeros. El choque parece coser y cantar para los helenos, que se marchan a vestuarios con 13 puntos de ventaja sobre los locales. Nada más lejos de la realidad.

Antonio Martín en el homenaje a su hermano, Fernando Martín, en 2014 (Foto: Cordon Press)

El Real Madrid, imbuido por el espíritu no surrender de Martín, vuelve a la cancha y se convierte en un vendaval. El público, contagiado por la fiereza de su equipo, comienza a cantar: «Fernando está aquí, Fernando está aquí». El Madrid entra en estado de trance, devora a los helenos bajos los tableros y culmina cada contraataque con una furia inusitada. Sí, Fernando está allí. En cada tiempo muerto, Fernando Romay le recuerda a sus compañeros la frase favorita de Martín: «Chicos, hay que ganar. Si estuviera aquí Fernando nos diría lo de siempre. Hoy, por 20».

El Madrid aprieta los dientes y Antonio, en una exhibición de coraje y pundonor, consigue levantar a los espectadores de sus asientos. Martín es mucho Martín. Antonio parece poseído, acaba el partido con 18 puntos y 16 rebotes, termina con los ojos enrojecidos y se funde en un abrazo con su familia mientras todo el pabellón corea «Fernando, Fernando, Fernando». El Real Madrid, en un segundo tiempo memorable, machaca a los griegos y acaba ganando, como habría querido Fernando Martín, por más de 20 (92 a 71). Romay, Biriukov y Cargol aplauden al público desde el centro del campo agradeciéndole el cariño en una noche tan especial.

George Karl, embargado por la emoción, confiesa a los periodistas:  «Es el día más especial de mi vida, el partido más inmenso que he visto nunca. Algunos llevaban dos noches seguidas sin dormir, pero hoy no se ganó por mis planteamientos, se ganó por Fernando Martín, por su presencia, porque él ha estado hoy presente aquí, en esta cancha». Romay, años después, recuerda como si fuera ayer aquel partido que se jugó y se ganó por Fernando: «Nadie olvidará jamás aquel partido, nadie. Fue por Fernando. Han pasado años y es imposible no recordar cómo fue todo, mágico».

El superdotado. Habría podido ser lo que hubiera querido porque tenía alma de ganador compulsivo, de furibundo competidor, de guerrero de la vida. Su hermano Antonio conoció, en primera persona, cómo era el espíritu de Fernando: «Llevaba dentro competir. Fernando y yo tuvimos de niños, a la vez, reuma en el corazón. Entonces llegó un médico y dijo: Deben hacer mucho deporte. Y Carmela, mi madre, que es como la teniente O’Neil, nos puso firmes. Fernando quería ganar a todo. Ganaba en ping-pong, ganaba nadando, ganaba en el balonmano… en todo lo que se proponía».

Superdotado en la parcela física, entusiasta del trabajo y perfeccionista incurable, Fernando fue Campeón de Castilla de natación, podría haberse ganado la vida con el ping-pong y Juan De Dios Román estaba convencido de que llegaría a ser una auténtica estrella del balonmano. Pero Fernando, por alguna ignota razón, eligió ser el mejor en el baloncesto. Se sentía dominador, duro, potente, capaz de revolucionar un deporte que empezaba a hacerse hueco y a desplazar la hegemonía del fútbol en nuestro país. Fernando y el baloncesto una pareja de baile perfecta.

Estudiantes y las categorías inferiores de la selección fueron los primeros en poder disfrutar de todo el potencial de Fernando, que ya pasaba un par de centímetros de los dos metros. Sin background, sin demasiada experiencia pero con un talento natural y una presencia física espectacular, Fernando Martín comenzó a construir su futuro con una constancia y una fuerza que le impulsaron al estrellato antes de tener siquiera tiempo a poder asimilarlo. «Rebotea, pelea, anota y tiene arrestos, ¿quién coño es este Fernando Martín?».

El chico de moda. Apenas tenía veinte primaveras a sus espaldas y los grandes se lo rifaban porque se había ganado la titularidad con Estudiantes, hacía las delicias del Magariños y hasta llegó a hacerle sombra al Barça en la final del campeonato de Liga. Su pujanza, su furia bajo los aros y su extraordinaria confianza en sus posibilidades le habían convertido en el jugador de moda. Joventut de Badalona, Barça y Real Madrid se volvieron locos con su fichaje. Los blancos se llevaron el gato al agua pagando casi 12 millones de pesetas a su club de origen, una cifra prohibitiva para aquellos entonces.

El Madrid pagaba cuatro millones de pesetas a Estudiantes por la baja del jugador, que pasaba a percibir dos, tres y tres millones y medio de pesetas por cada una de las temporadas que había firmado. Fernando, el chico de oro del baloncesto español, la gran revelación del campeonato, estaba exultante: «Es un final feliz, menos mal, porque estaba desesperado, quería jugar en el Real Madrid. Agradezco a Estudiantes todo, ahora comienza otra etapa en mi vida, espero estar a la altura». Y lo estuvo. De entrada, en su debut en la Copa Intercontinental, anotó medio centenar de puntos. Pero Martín, la nueva perla del basket patrio y el reclamo del periodismo —del deportivo y también del papel cuché— se mantenía alejado de su presunta condición de divo. Él se sentía mejor sin despegar las zapatillas del suelo.

A cada halago Martín respondía «sólo estoy aprendiendo, tratando de imitar a los mejores». A cada comparación con los mejores del panorama nacional le sobrevenía una dosis de humildad: «El mejor pivot de España no soy yo, porque está Andrés Jiménez en el Cotonificio». Y a cada adjetivo por cada una de sus actuaciones Fernando respondía con un piropo a sus compañeros: «No quiero que la gente piense que yo soy una estrella y llevarme todos los laureles. Deberían ver cómo se mata Fernando Romay para ayudar al equipo». Pero los esfuerzos de Fernando Martín eran vanos.

El pívot que corría como un alero. Por más que pusiera su empeño en todo lo contrario su estrella era tan refulgente que conseguía arrastrar a los aficionados a los pabellones, a grandes y pequeños, que querían ver, con sus propios ojos, a aquel pívot blanco que desafiaba a los negros, que era español y que era capaz de competir con los americanos. Lolo Sainz, artífice de su fichaje por el Madrid, siempre entendió que Fernando era un animal competitivo: «Tenía 20 años y no paraba de pedir el balón, quería ser el mejor, ese era su documento nacional de identidad».

Duro como una roca, obstinado y luchador infatigable, Fernando fue amo y señor de los tableros, un tirano que, rebote a rebote, aun sin tener estatura para ello, dominaba psicológicamente los partidos. Porque la mayor cualidad de Martín era, sobre todas las cosas, su infinita voracidad. Era una máquina de ganar. Su movilidad para las transiciones y para ejecutar el contraataque también revolucionó el modo de entender el baloncesto. Juan Antonio Corbalán fue uno de los que siempre entendió que aquel dinamismo no se había visto hasta la explosión de Fernando. «Fue el primer pívot español capaz de correr como un alero; Fernando corría y pasaba, todo en uno. Era impresionante verle en acción».

Fernando rompió esa regla no escrita, ese tabú, y destrozó cientos de teorías que señalaban que los españoles no podían correr y pasar como los extranjeros. Fernando sí podía. Él siempre podía. Y los niños, al ver que Martín corría, pasaba y era un pívot que jugaba como un alero, se sintieron obligados a intentarlo.

El gigante. Un rasgo identitario de Martín era su capacidad para conocer sus virtudes y sus limitaciones. Fernando no tenía tiro exterior, pero suplía esa carencia con un medio gancho en suspensión que, a dos o tres metros de canasta, resultaba imparable. Aquel tiro, marca de la casa, fue bautizado por Lolo Sainz como «la morcilla»: «Fernando, lo que hacía, lo hacía muy bien. Yo siempre le decía, tira la morcilla Fernando, tira la morcilla. Y eran dos puntos seguros. Era un gancho que ya había perfeccionado en Estudiantes y era imparable».

Consolidado como titular y máxima figura del Real Madrid y también de la selección española, Fernando agigantó sus números y comenzó a instalarse, de manera sistemática, siempre en dobles figuras. Un día veinte puntos y diez rebotes, otro día diecisiete puntos y veinte rebotes. Era un seguro de vida. Una bestia. Un tipo empeñado en explorar sus límites, en derribar todos los muros, en ganar siempre. Sus broncas con los árbitros, su exigencia máxima, su disposición a morir en la pista si hacía falta y su irrefrenable deseo de competir contra todo y contra todos le colocaba en otra dimensión. En una inalcanzable para el resto de mortales.

Hubo quien trató de airear su lado más oscuro, quien le criticó por algunos de sus comportamientos y tampoco faltaron periodistas que no comulgaban con algunas de sus actitudes, como su desconfianza hacia los periodistas. Querían cambiarle, moldearle, crearle una reputación prefabricada, pero no hubo manera. Sus críticos querían cambiarle el paso, pero fue Fernando el que acabó cambiando a sus críticos. Líder natural, jubilador de jubiladores, con una palabra de honor más fuerte que el roble y un carácter recio, Fernando siempre salía triunfador de cada batalla. Dentro y fuera de la cancha. «Mucha gente dice que soy un jugador engreído, pero no me conocen. Acepto las críticas de quienes saben cómo soy, de quienes están informados, de quienes me ayudan a crecer, pero no me importa lo que piense la gente. Intento ser maduro y responsable. Tener los pies en el suelo y la barbilla muy alta».

Fernando Martín (Foto: Cordon Press)

El número uno. Todo cuello, ídolo de miles de adolescentes y gran referencia para sus compañeros, Fernando Martín siempre cumplía sus promesas. Nadie podía presumir, tanto como él, de superar todos los retos y vencer en cada desafío. «Mi meta es ser el número uno. Y cuando quieres ser el número uno no hay tiempo para pensar en otra cosa. No puedes relajarte, porque hay otros que llegan desde atrás y quieren bajarte de ahí. Yo peleo por ser el mejor. Por serlo todos los días». Nadie pudo bajarle de ahí y Fernando fue, siempre, el número uno del baloncesto español. Con el Real Madrid, además de gran estrella y líder indiscutible, ganó cuatro Ligas, tres Copas del Rey, dos Recopas de Europas y una Copa Korac.

Con la selección, irreductible y carismático, epicentro del equipazo de Antonio Díaz-Miguel, Fernando alcanzó los 86 entorchados y obtuvo aquella medalla de plata mágica en Los Angeles, en 1984, en unos Juegos donde Martín y compañía sólo se inclinaron ante un chico que desafiaba la ley de la gravedad en cada uno de sus vuelos sin motor hacia canasta. Era un tal Michael Jordan. Cualquiera con ese palmarés, trufado de títulos, fama y gloria, se habría conformado. Pero Fernando quería más. Nada era suficiente para un tipo que no conocía el significado de la palabra derrota y que sólo conjugaba el verbo ganar. Y apuntaba al sol. Siempre quería más.

Fernando pisa la luna. New Jersey Nets le escoge en el draft del ’85 con el número 38 y Fernando prueba en el campus de verano con los Nets. Es el comienzo de una gran experiencia que Martín, a pesar de las reticencias de muchos de sus compañeros, está decidido a vivir. Él es un europeo que no ha pasado su etapa de formación en una universidad americana y tiene escasas posibilidades de poder triunfar en la mejor liga del mundo, pero asume el reto con gallardía y comprende que, hasta que no llegue a jugar en la NBA, no podrá descansar tranquilo.

Fernando se da un compás de espera, juega el Mundobasket ’86 y sopesa la decisión. Si juega en la NBA se verá obligado por una absurda reglamentación a renunciar a la selección española y no poder jugar en competiciones FIBA. Una amenaza que no arredra a Fernando, dispuesto a todo por un sueño: «Yo no soy nadie. Soy Fernando Martín, no soy de nada ni de nadie. Yo me voy porque quiero saber hasta dónde puedo llegar. Allí están los mejores y quiero saber quién soy».

Fernando pasa varios días escondido en una casita cerca de los pantanos de San Juan, con su mujer y su hijo, en compañía del periodista José Joaquín Brotons. Quiere tranquilidad, alejarse del mundanal ruido, aislarse de la presión de una decisión de la que todo el deporte español está pendiente. Fernando Romay era consciente de que Martín se sentía como Ulises al escuchar los cantos de sirena de la NBA: «Lo llevaba en secreto, pero todos sabíamos que estaba en la órbita de los americanos y que él deseaba, más que nada en la vida, afrontar un nuevo desafío». Su hermano Antonio tampoco era ajeno a la idea: «Fernando sentía algo en su interior y quería jugar en Estados Unidos. Nunca contaba nada, quizá ni él lo sabía, pero quería estar allí, formar parte de la elite, jugar con los mejores».

Manolo Lama, entonces en la Ser y hoy en la Cope, recuerda que el estatus económico, la posibilidad de perder dinero, era algo que no contaba para el 10 del Real Madrid: «Él ganaba más dinero que cualquier jugador de la plantilla del Real Madrid de fútbol, pero el dinero no era importante para él. Quería y deseaba con todas sus fuerzas llegar a la NBA, era un reto personal».

Antonio Martín sostiene una camiseta con el dorsal 10 de Fernando Martín, su hermano, en un homenaje. (Foto: Cordon Press)

Martín, con acento en la «i». Se rumorea que Los Angeles Lakers también siguen a Fernando Martín. Sin embargo, seleccionan a un especialista defensivo, AC Green, y el destino priva a Martín de haber sido compañero de uno de los grandes genios de la canasta, Earvin «Magic» Johnson. Sin embargo, Al Menéndez, manager general de los Nets, está empeñado en encontrar alguien capaz de sustituir con garantías a otra estrella de la liga, Buck Williams, y se decide por Fernando Martín. La decisión no es firme y New Jersey decide permutar los derechos de Fernando a Portland Trail Blazers, que se convierte en el nuevo hogar de Martín, una estrella del baloncesto europeo que, en su nueva odisea, sólo es un novato más. Portland, que ya ha olvidado el título con Bill Walton como pivot en los setenta, cuenta con una plantilla competitiva en la Conferencia Oeste. Tiene estrellas del calibre de Sam Bowie, un pívot al que las lesiones arruinarían su carrera, cuenta con Terry Porter, un playmaker de tronío, y Clyde «TheGlyde» Drexler, un anotador estratosférico, de gatillo fácil. Y Fernando, lejos de tener el puesto garantizado, tiene que competir con dos nuevas adquisiciones del equipo de Oregón.

Se trata del número 14 del draft, Walter Berry —un anotador insaciable que años más tarde sería el fichaje de Jesús Gil para el Atlético de Madrid Collado-Villaba— y de Steve Johnson, un alero cotizado que se había ganado un contrato en San Antonio Spurs. Los dos tienen el pedigrí y la reputación que le faltan a Fernando, consciente de que su currículum en Europa sólo es papel mojado en un campeonato donde tiene que poner el cuentakilómetros a cero. Un escenario que invitaba a pensar que Fernando iba a jugar poco. O muy poco. Nada más llegar, después de que su franquicia le proporcionase casa y coche, Fernando se topa con el primer problema. Su camiseta tiene acento americanizado: Martin. Fernando se indigna y coge el teléfono. Llama a la sede de los Blazers y se pone muy serio: «Mi apellido es Martín, con acento. Yo no quiero esta camiseta». La NBA tuvo que ponerle tilde a su camiseta.

El día de su debut, un acontecimiento sin precedentes en toda España, sólo tres españoles pudieron asistir, en directo, al bautismo de fuego de Fernando Martín. Tres enviados especiales, Fernando Laura, Sixto Miguel Serrano y Manolo Lama fueron los únicos testigos españoles del debut de Martín, con acento en la í, en la NBA. El entrenador Mike Schuler ni siquiera tenía previsto sacar a Martín esa noche pero la franquicia, para que los periodistas españoles no se quejaran después de haber cruzado el charco para inmortalizar el momento, previno al entrenador de que le dejara jugar. Fernando se quitó el chándal y salió a la pista. Jugó dos minutos. La adaptación no fue un crucero de placer para Martín: «Tuve que cambiar mi juego, ganar en rapidez, conocer a fondo las tácticas que se emplean allá; vivir la velocidad, la falta de acciones estáticas, y no olvidar mis límites, abolir mis limitaciones mentales, abrirme a lo desconocido».

Siempre condicionado por Schuler, uno de los técnicos más conservadores de la liga, Martín apenas tiene oportunidades para demostrar sus progresos. Disputó 24 partidos, 146, anotó 22 puntos y capturó 28 rebotes. También sufrió una dolorosa fractura de nariz y una artroscopia en la rodilla.  Cuando le cuestionaban acerca de si no se sentía mal por pasar de estrella en Europa a simple suplente en la NBA, Fernando respondía con firmeza y convicción: «Ya, pero yo juego en la NBA. Y sólo hay 240 jugadores en el mundo que pueden jugar en la NBA».

Obligado a cambiar, a mejorar, a sesiones durísimas de gimnasio, a jugar sin haber calentado y a pasar más tiempo en el banquillo que en la pista, Fernando tuvo tiempo para reflexionar. Lejos de sentirse discriminado, de buscar culpables y de renegar de su experiencia en la NBA, Fernando absorbió, como una esponja, todos y cada uno de los nuevos conocimientos adquiridos. No estaba arrepentido, sino agradecido: «Para mi, lo principal ha sido ser útil al equipo. Por ejemplo, desde el banquillo. Quería, quiero aprender, entender. Y volvería a pasar por otra temporada idéntica, incluso pagaría por las enseñanzas recibidas».

El líder. Su hermano Antonio evoca aquel carácter exigente, competitivo, apasionado, que respondía a las constantes vitales de un gladiador que, en las distancias cortas, era un zumo de chaval: «Fernando no te dejaba relajarte ni harto de vino. Tenía ese carácter fuerte de quienes se autoexigen y exigen a los demás. Mezclaba el zarpazo de un oso y la caricia de un peluche. Era mucho más que un jugador de baloncesto». Lo era. Era un deportista tremendo, un rey de la canasta y un tirano de los aros. Estaba programado para ganar y era un líder contagioso, de los que consiguen que sus compañeros sean capaces de ir a una guerra si ese líder se lo pidiera.

Antonio compartió sus mayores exhibiciones de carisma: «En Fernando confluían varias cosas. Era un jugador extraordinario, pero tenía una manera de transmitir increíble. Era como los toreros, llegaba a la gente». Su tocayo Romay recuerda, grabada a sangre y fuego, su lema de vida: «La frase mítica de Fernando Martín era ‘por 20’. Siempre había que ganar por esa diferencia». Martín desprendía una aureola de elegido de los Dioses, de Aquiles reencarnado, de Sísifo incansable dispuesto a cargar durante toda la eternidad con un peso bestial que habría aplastado a cualquiera. Él siempre estaba donde se le necesitaba. No competía con el resto. Competía contra sí mismo. Era todo afán de superación. Y en España, él era el baloncesto. Cuenta la leyenda que, cuando sus problemas de espalda eran frecuentes y sus dolores eran terribles, se presentó en un restaurante donde estaban sus compañeros y cuando Martín apareció, se hizo un silencio en la sala.

Todos le miraron, porque sabían que estaba lesionado, y Fernando les dijo: «Yo no me levanto para perder». Palabra de Fernando Martín. Y su palabra, era ley. El mejor ejemplo, su actuación durante un Real Madrid-CAI en el Palau, donde los blancos tenían todo perdido a falta de pocos segundos. Lolo Sainz pidió tiempo muerto y entonces, Fernando ocupó el centro del corrillo de sus compañeros y se puso a gritar, bien alto, para que le escucharan en el banquillo contrario: «Lolo, tranquilo, esto está ganado». Fernando Martín salió, se marcó un triple a tablero y ganó el partido.

El hombre. Pero bajo esa piel de brazo armado del baloncesto español, se encontraba un ser humano egoísta de su libertad, un rebelde impenitente, un conquistador de mujeres y un tipo que, a pesar de tener sobrados motivos para lo contrario, no era ningún vanidoso. Combatía sus demonios interiores, quería ser aceptado, comprendido, deseaba ser querido, tal y como era. «No tengo nada que ver con esa imagen de antipático y hostil. Posiblemente me haya puesto una coraza, pero creo que soy una persona cariñosa con aquella gente que me demuestra que puedo serlo».  Aquel Conan El Bárbaro, guerrero dentro de la pintura de las pistas, resultaba una caja de sorpresas fuera de la vorágine deportiva.

El baloncesto sólo era un vehículo para expresar sus emociones, un reto donde descargar toda la potencia de fuego de un corazón indomable. Fernando estaba fatigado de esas persecuciones absurdas de la prensa rosa, estaba hastiado de esa continua protección a la que le condenaban las exclusivas cardiacas y necias, que le arañaron de frente y perfil. Amante de la literatura existencial, fanático del trabajo duro en el gimnasio, del tabaco negro, preferentemente Habanos y del buen Rioja, Martín era un hombre hecho a sí mismo, un hombre preclaro, amigo de sus amigos, que repudiaba todo lo que envilecía el dinero y se moría de ganas por entablar una larga conversación. Anhelaba paz y pedía, a gritos, el calor de un abrazo. El de los suyos, los que le querían. «El baloncesto no es fundamental en mi vida. Lo único esencial es sentirme un poco necesario y un poco querido».

Tarzán del siglo XX. Fernando siempre tuvo espaldas anchas para asumir su rol. Era el líder dispuesto al sacrificio, el hombre expuesto a la incomprensión. Antoni Daimiel, la voz más autorizada y reconocible de un baloncesto que brilla en las madrugadas de Canal Plus, recuerda a Fernando como «el Johnny Weissmuller español. Fue estrella del baloncesto como podía haber sido nadador olímpico o estrella de cine. Un Tarzán del siglo XX». Valentín Martín, experto en basket de Radio Marca y veterano de la guerra de Vietnam tras haber seguido cientos de partidos de aquel Real Madrid, evoca a Fernando como «un rebelde que desafió al baloncesto, a la NBA, a Díaz-Miguel en su día, y también a Drazen Petrovic. Destacó como su acento en la camiseta de Martín. Y nació en Estudiantes».

Lartaun de Azumendi, una enciclopedia humana de la NBA, pone el acento en que Fernando «fue un roble con el talento suficiente como para que éste acompañara a un espíritu sobrenatural». Fernando Ruiz, redactor jefe de Eurosport y reconocida firma en el basket, señala que «Fernando fue una fuerza de la naturaleza, un rebelde, un valiente que abrió el camino que nadie se atrevía a andar. Martín consiguió que miles de personas amaran el baloncesto». Gonzalo Vázquez, maestro de la NBA a través de su ‘unidad invisible’, rinde tributo al ‘10’ del Real Madrid y escenifica su grandeza: «El martillo, los clavos y la pared / El pedestal que ascender / El alma sin conocer / El hombre de tanta fe que sin aros era más él». Sus pretorianos en la cancha aún sienten su presencia. En opinión de Fernando Romay, Fernando era «el estandarte de una generación rebelde»; para Iturriaga «fue de los Nietos, de los Ballesteros, de los que dicen ¿por qué no?»; y para su hermano, Antonio, Fernando jamás desparecerá porque «es una canción que nunca muere».

Una leyenda inmortal. Aquiles fue el hijo mortal de Peleo, el rey de los mirmidones, y agigantó su leyenda en la Guerra de Troya, donde su talón le hizo inmortal en la memoria de los hombres y los Dioses. Fernando Martín fue el hijo mortal de Carmela, el rey de los tableros del baloncesto español y agigantó su leyenda después de aquella trágica tarde del 3 de diciembre de 1989 donde su talón, la maldita velocidad, le convirtió en una leyenda, a pesar de que Fernando nunca persiguió la gloria de dejar en la memoria de los hombres su canción. Han pasado 33 años de su muerte, pero su recuerdo es inmortal. Fernando Martín era Aquiles con el ‘10’ a la espalda.

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