Calcio

Luciano Gaucci, más que un Jesús Gil: el presidente del Perugia que fichó al hijo de Gadafi

Es noticia
Luciano Gaucci con Fabrizio Ravanelli en 1994 (Foto: umbriatv.com)

Como diría Sofía Petrillo: «imagina Sicilia, 25 de abril de 1993». El Perugia llevaba unos cuantos domingos dejando a sus aficionados de mala hostia. Lo que se suponía un paseo militar por Tercera hasta regresar a la Serie B se le estaba complicando más de lo previsto. Cuando cambió el año iban primeros, pero en abril ya habían tenido que entregar la cuchara contra el Palermo. Es más, como no ganasen aquel fin de semana quién sabe si les acabarían pasando hasta esos muertos de hambre del Acireale. No iban bien las cosas en Perugia a pesar de los huevos que le estaba poniendo el nuevo presidente. No iban bien las cosas y buena parte de la culpa la tenía el factor Sicilia. Los chavales rendían en casa y en cualquier campo pero cuando les tocaba jugaba en la isla les entraban unos cagazos impresionantes. El factor Sicilia ya les había costado cuatro derrotas. Pues bien, resultaba también que el 25 de abril de 1993 tocaba batirse el cobre en Siracusa, en Sicilia. A las primeras de cambio los visitantes ya iban por debajo en el marcador.

Walter Novellino había llegado de revulsivo al banquillo a mitad de año pero no estaba empujando lo suficiente excepto, quizá, las ganas de suicidarse de sus propios aficionados. Pero en Siracusa encontró un aliado inesperado. Me habría gustado ver las caras de aquellos sicilianos cuando el árbitro les pitó aquella falta injusta en la frontal y no contento con eso se atrevió a liarla de mala manera dejando a Gelsi, el mejor del Perugia a balón parado, que la sacase dos veces hasta que la consiguió colar para el empate. Me hubiera gustado ver la cara de los sicilianos aquel día porque ellos se estaban jugando la vida y me habría gustado verla un mes después cuando la Federación anunció que iba a investigar al colegiado y al presidente del Perugia por amañar el partido ¿Cómo se llamaba aquel cabrón de presidente?, debieron pensar. Y la respuesta es Luciano Gaucci.

Porque en Italia se toman más en serio el fútbol que la vida, la Federcalcio empezó a tirar del hilo y encontró al fondo del sedal una mierda del tamaño de un cachalote. Resulta que Senzacqua, el árbitro en cuestión, era un gran aficionado de la hípica, y el presidente del Perugia, Luciano Gaucci, dueño de uno de los establos más famosos de Italia. Blanco como el semen de un purasangre y en botella, como solía recibir Gaucci el esperma que compraba por los hipódromos de medio país para que sus yeguas acabaran engendrando campeones que vender a precio de oro. Se demostró que Gaucci había hecho un par de visitas al pueblo de Senzaqua para tomar un café, en la versión oficial, y para ver cómo carajo podían arreglar aquel partido y mandar a paseo el dichoso factor Sicilia, en la oficiosa.

En Petritoli, provincia de Fermo, a 150 kilómetros de Perugia, se plantó Gaucci para encontrarse con Senzaqua y hablar del equino Veyer por una buena causa. El Perugia debía rascar puntos, por lo civil o por lo criminal, en Siracusa. El caso es que las autoridades metieron la nariz en el asunto y los implicados se cayeron con todo el equipo. Gaucci, por su parte, trató de justificarse diciendo que trató de evitar el encuentro, pero que el árbitro insistió. Que todo había sido un intercambio comercial al margen del fútbol de esos que, veinte años después, tampoco le parecen para tanto a personas como Joan Laporta. De nada sirvió. La investigación desveló que el presidente le había regalado un caballo al árbitro y este acabó confesando el pastel. El resultado de todo ello fue triple: al Perugia le multaron sin ascenso, inhabilitaron a Gaucci y los italianos descubrieron a uno de los personajes más extravagantes que ha dado su fútbol.

El Perugia no subió a Segunda en aquella ocasión pero al cabo de dos temporadas ya había conseguido regresar a la Serie A a base de talonario y milagros. Porque solo en la carpeta de sucesos sobrenaturales se puede archivar que Gaucci convenciera, por ejemplo, a un Dossena que acababa de ganar la liga con la Sampdoria para jugar en Tercera. Lo hizo a cambio de un futuro puesto de entrenador que, por supuesto, nunca llegó. Luciano Gaucci, que en menos de veinte años había pasado de conducir un tranvía a intentar comprar la Roma gracias al dinero amasado en una próspera empresa de limpieza y sus contactos con Giulio Andreotti, empezaba a dejar huella en Italia.

El amaño en Siracusa se lo toma Gaucci como un accidente menor y sigue perseverando en su idea de hacer grande al Perugia. Los sube a Primera y allí permanece durante siete temporadas, conquistando incluso plaza en Europa bajo la dirección del mítico Serse Cosmi. Durante aquellos años salvajes, Gaucci pasa a la eternidad del folclore calcistico por dos factores: sus fichajes extravagantes y su manía por cambiar de entrenador como el que cambia de calcetines. Se cepillo a treinta, todo un récord incluso en el país de los plusmarquistas. Para la vitrina de honor, en el muy italiano subgénero de mangiallenatori, quedará cuando despidió al prestigioso Ilario Castagner en el descanso de un Perugia-Juventus porque se oponía al cambio de Rapajc y Petrachi.

En el tema de los fichajes gauccianos merece la pena detenerse. Bajo su mandato, el Perugia se convirtió en una red de arrastre en la que cayeron piezas variopiantes y de distinto valor. En Italia y en los rincones más dispares del mundo. A Umbría llegaron iraníes, chinos, japoneses, coreanos, griegos o ecuatorianos, para luego ser vendidos convenientemente a precio de oro. El ejemplo más famoso, para bien, fue el del gran Hidetoshi Nakata. Gaucci lo compró por tres millones en Japón y lo vendió a la Roma por 40. Más tarde quiso repetir la jugada por cromos a cada cuál más extravagante. La del chino al que los compañeros le apodaron «el Abuelito» porque, al parecer, habían engañado con su edad en el pasaporte no estuvo mal pero la palma se la llevó Gadafi.

Al Saadi Gadafi (Foto: Cordon Press)

Aquel Perugia inclusivo llegó a acoger a Al Saadi Gadafi, el hijo del dictador libio. El niño se encaprichó con la idea de que debía ser futbolista profesional y a falta de una Kings League en la época le pegó un telefonazo a Gaucci. Este, por hacerle un favor a la Juve de la que el chico era accionista a través de una financiera libia, le hizo ficha sin importarle lo que dijesen los expertos o el sentido común. Franco Scoglio, el entrenador, se lo había tenido que comer en la selección libia y había llegado a decir de él que no valía nada y que si lo había metido en el banquillo contra El Congo era solo porque el partido se jugaba en casa. Pero Gadafi jugó un amistoso y quince minutos contra su amada Juventus antes de ser sancionado por dopaje. De su faceta como calciatore poco más se supo.

Como todas las historias de mercachifles metidos a presidentes de fútbol, la cosa acabó en Perugia como el rosario de la aurora. Cuando la capital umbra se le quedó demasiado pequeña, Gaucci quiso comprar el Napoli pero De Laurentiis jugó mejor sus bazas y eso fue el detonante para que abandonara para siempre el fútbol. En el Renato Curi quedaron al mando sus hijos, Alessandro y Riccardo, cuando el club ya hacía agua por todas partes tras los desmanes de una gestión más que arriesgada. Tras un año de agonía, llegaron la quiebra, la condena por bancarrota fraudulenta y la refundación. Gaucci todo esto lo observó desde las playas de la República Dominicana, con un habano en la mano, fugado desde que el lazo de la justicia italiana había comenzado a apretarle demasiado el cuello. En el Caribe falleció en 2020, ajeno al fútbol y quién sabe si consciente de que su historia explica la magia bizarra del fútbol italiano como pocas.

Un comentario

  1. ¡Me encantan este tipo de historias! Muchas gracias.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*