La mayoría de los setecientos millones de telespectadores no tenía ni idea de quién era ese chaval canijo que aguardaba en la banda. Domingo por la noche, 11 de julio de 2010, estadio Soccer City, Johannesburgo, Sudáfrica. La mayoría desconocía que ese que iba a salir era tan bueno que, en cuanto levantó la mano y anunció que se sentía preparado, fue convocado por la mejor selección española de la historia. La mayoría, claro, también ignoraba otra cosa: si esos futbolistas habían recorrido su particular camino pedregoso para llegar a la final de un Mundial, el camino de Jesús Navas había sido más pedregoso que ninguno.
Navas nació en Los Palacios y Villafranca en noviembre de 1985, cuando todavía se llamaba solo Los Palacios y cuando apenas era conocido por la calidad de su huerta y, especialmente, de sus tomates. Hoy, ese municipio del sur de la provincia de Sevilla, ubicado al pie de la Nacional IV y con un censo inferior a cuarenta mil habitantes, destaca por su prolífica cosecha de futbolistas de élite. Todo empezó con Navas, que ya en el colegio Nuestra Señora de las Nieves asombraba a su profesor de Educación Física, José Miguel Luque —–a la sazón técnico de las categorías inferiores del Sevilla— y también a sus compañeros, que se concentraban en el patio para verlo jugar: era un niño tímido, el más pequeño de la clase, el más delgado, pero en las pruebas físicas arrasaba.
A Pablo Blanco, exjugador y responsable de la cantera sevillista, le han preguntado centenares de veces cómo descubrió a Navas, y él, detalle arriba, detalle abajo, suele responder así: por consejo de Luque, se desplazó hasta el campo de Los Palacios, encharcado por unas lluvias recientes, para ver en acción a un portero al que conocían como Wilfred —que, en efecto, incorporó a las filas del club—; aunque quien verdaderamente le impactó fue aquel chavalito tan menudo que siendo cadete de segundo año parecía infantil, un detalle accesorio porque cuando cogía el balón era el más rápido, el que tenía mejor golpeo y el más habilidoso, tanto que a Blanco le pareció que aquel día regateaba hasta a los charcos. El presidente del club local le confesó que, pese a su calidad, nadie quería ficharlo por ser tan pequeño. Nadie salvo Pablo Blanco.
Navas debutó a mediados de la 2002/2003 en un Sevilla Atlético que militaba en Segunda B. Tenía 17 años. La temporada siguiente, el entrenador, Manolo Jiménez, lo asentó como titular. En aquella plantilla descuellan otros tres nombres: Sergio Ramos, un año menor que él, Antonio Puerta, un año mayor, y Marco Navas, su propio hermano, que le sacaba tres años y que a ojos de muchos aficionados reunía más condiciones para llegar a la élite.
Los cuatro alternaron el filial con un primer equipo donde abundaban los canteranos —y entre todos destacaba un genio, José Antonio Reyes, a punto ya de fichar por el Arsenal—gracias a la fe que les profesaba Joaquín Caparrós. A Navas le dio la alternativa en Montjuic, frente al Espanyol; jugó doce minutos dos días después de cumplir 18 años. Luego participó en algunos partidos más, aunque sin regularidad, dosificado por un Caparrós al que siempre le gustó manejar los tiempos de los chavales.
La temporada 2004/2005 fue la consagración de Navas: acumuló muchas titularidades con los mayores, tanto en Liga como en Europa, todavía con el 31 a la espalda y con su cara de niño, apelativo que rápidamente adoptaron sus compañeros. Ese niño prometedor dio el golpe sobre la mesa en la jornada 33, en un partido disputado en San Mamés a las nueve de la noche y, por tanto, retransmitido por Canal Plus: Navas la cogió casi en el centro del campo, junto a la banda, le tiró dos regates a Asier del Horno y se marchó en velocidad, frenó ante Lacruz para dejarlo atrás con un cambio de ritmo y recortó a Gurpegi antes de disparar desde fuera del área con la mala, con la zurda, y mandarla dentro, pegadita al palo. Golazo, golazo y golazo, debieron de pensar los de Canal Plus, que se pasaron medio partido repitiéndolo. En la jornada siguiente, volvió a marcar en casa contra el Deportivo de la Coruña, haciéndole creer a los aficionados que era lo que en realidad nunca sería: un extremo goleador —en sus veinte años como profesional, ha marcado medio centenar de tantos—.
Iñaki Sáez lo llamó para las categorías inferiores de la selección y ahí Navas se topó con las primeras piedras de su camino. Apareció en la lista para el Mundial sub’20 que se celebraba en Holanda en junio de 2005, aunque una semana antes debía jugar con la sub’21 frente a Lituania. Debía, sí, pero no pudo. El día previo abandonó la concentración, aquejado de un cuadro de ansiedad. Ya en casa, Navas telefoneó a Manolo Jiménez para preguntarle si podría disputar con el Sevilla Atlético las eliminatorias de ascenso a Segunda División, aunque llevaba seis meses sin ponerse la camiseta del filial. Porque jugar no era el problema, más bien al contrario. Pese a su ofrecimiento, le recomendaron que se fuera de vacaciones para desconectar.
En julio acudió a la pretemporada del Sevilla en Cartaya, Huelva. Una de las primeras tardes, durante el tercer entrenamiento del día, Navas empezó a correr sin rumbo ni freno. Llegó hasta un lugar apartado del grupo y allí se sentó, llorando desconsolado: no aguantaba más y quería irse de allí. Intentaron calmarlo entre algunos trabajadores del club y sus amigos Puerta y Ramos —que vivía sus últimas semanas en el equipo—, pero no hubo manera: a sus 19 años toleraba los viajes cortos propios de los partidos como visitante, pero las estancias de varios días le resultaban insoportables. Además, tanto en la selección como en Cartaya faltaba su hermano Marco —cedido al Polideportivo Ejido, en Segunda División—. Navas había crecido en un ambiente muy familiar y también muy religioso. Fuera de ese entorno se sentía incómodo, incluso le costaba hablar relajadamente. Aquel día, los psicólogos del club intentaron tranquilizarlo, pero su padre y su hermano se presentaron en el hotel y a la mañana siguiente tuvieron que regresar los tres juntos a casa.
Los picos de ansiedad jamás se transfirieron al césped, donde era un espectáculo verlo jugar ya desde la 2005/06, la temporada que cambió para siempre la historia del Sevilla: Juande Ramos tomó las riendas y le entregó la camiseta de titular, desde el inicio del año hasta la final de la Uefa donde golearon al Middlesbrough. Antes, en la prórroga de las semis frente al Schalke 04, Navas recibió el balón en su zona natural, y al levantar la mirada vio a su amigo en la otra banda con la mano levantada para avisarle de que, si se la ponía bien, estaba solo, y ese balón botó, botó y volvió a botar hasta contactar con la zurda de Antonio Puerta, que en un segundo desdibujó aquella vieja languidez sevillista sin títulos ni finales que duraba ya seis décadas.
Navas fue pieza indispensable en un equipo mágico, ese que durante dos temporadas arrollaba a los rivales empujando, casi siempre, desde la derecha. La dupla que formó con Dani Alves resultaba indefendible, eran dos máquinas de jugar al fútbol que, para colmo, no se cansaban nunca, lo que obligaba a los entrenadores rivales a reservarse uno o dos cambios para refrescar la banda izquierda. Navas y Alves, junto a un puñado de futbolistas inolvidables en clave sevillista, se desbocaron en aquellos meses enajenados: al primer título le siguió una paliza al Barcelona en la Supercopa de Europa, luego una segunda Uefa frente al Espanyol —con asistencia de Navas a Kanouté— y un mes después una Copa del Rey, todo ello peleando la Liga hasta las últimas jornadas y coronado con la guinda de ganarle la Supercopa de España al Real Madrid con manita en el Bernabéu.
Todo eso lo ganó Jesús Navas con 21 años, aunque aparentando menos todavía. El endocrino le recomendó que comiera todo lo que se le antojase, a ver si así ganaba masa muscular: pasteles, golosinas, hamburguesas de comida rápida. Cualquier cosa. Pero el niño seguía con el mismo cuerpo y la misma cara, esa que se le torcía cuando llegaba la pretemporada; los psicólogos lo mantenían bajo tratamiento, y en las concentraciones onubenses probaron medidas híbridas, como que su padre lo llevase y lo trajese a casa —casi cuatro horas diarias— para que pudiera dormir con la familia.
La ansiedad también lastraba sus posibilidades de ser internacional con España. Había logrado lo que la mayoría no consigue nunca, convencer al seleccionador, pero Luis Aragonés manifestó en público que no lo llamaba por culpa de su problema de salud mental. Así volvió a explicarlo en la rueda de prensa previa al Mundial 2006, y tampoco pudo convocarlo en la Eurocopa 2008. Dicho de otra forma: su historia de amor con la selección pudo empezar mucho antes. Y es que el fútbol es un escenario sin igual para que el destino exhiba sus piruetas: quién iba a decirle entonces a Jesús Navas que llegaría a convertirse en el jugador más laureado de la historia de la selección española.
La primera etapa dorada sevillista se cerró con una desgracia espeluznante: el fallecimiento, tras desvanecerse en pleno partido, de Antonio Puerta. A Navas ya solo le quedaban compañeros de equipo, no amigos que habían recorrido el camino a su lado. Esa ausencia repentina contribuyó a que Navas madurase, aunque todavía quedaba un largo trecho. Apenas concedía entrevistas y sus intervenciones públicas se limitaban a dos o tres clichés —hemos dado lo máximo, victoria muy importante, hay que seguir trabajando— con los que solventaba las preguntas postpartido. No irradiaba carisma ni exhibía dotes de liderazgo, pero en el campo hablaba con la pelota. La cogía en la banda derecha y siempre la llevaba arriba: carrera y centro, recorte y centro, vuelta sobre sí mismo y centro, una y otra y otra y otra y otra vez más, desde el primer minuto hasta el último, un partido y el siguiente, sin descanso.
El nuevo seleccionador, Vicente del Bosque, a la vista del rendimiento de Navas preguntó a su equipo de colaboradores si era imposible una nueva tentativa para convocarlo. A esa reunión asistieron Toni Grande, Fernando Hierro y Antonio Fernández —exempleado sevillista que participó en los fichajes de Dani Alves, Julio Baptista o Adriano Correia, entre otros—, quien por su relación previa recibió el encargo de intentarlo. Lo hizo de la mano del Sevilla y del propio entorno del jugador. En el primer acercamiento, Navas le transmitió que veía los partidos de España y le entraban ganas de llorar: quería estar ahí, sabía que tenía el nivel, pero la ansiedad no le dejaba. Después de muchas charlas y reuniones, cada vez con más confianza, en el verano de 2009 le comunicó a Fernández que por fin se sentía listo. Luego, en octubre, confirmó su decisión a Fernando Hierro en una comida en una venta cordobesa.
Dicho y hecho: un mes después, el nombre de Navas apareció en la lista de Del Bosque y debutó en un amistoso ante Argentina en el Vicente Calderón. Los compañeros ni siquiera le hicieron las típicas novatadas para garantizar que sintiera al grupo como un entorno seguro, y se limitaban a saludarlo, con pies de plomo, porque las únicas conversaciones largas las mantenía con su amigo Sergio Ramos.
Lo demás es historia: Jesús Navas, el mismo que cuatro años antes no aguantaba una semana en Cartaya, estuvo un mes concentrado en Sudáfrica. Y en el minuto 60 de la final del Mundial, setecientos millones de telespectadores vieron saltar al campo a un chaval canijo que un rato después, en el minuto 116, cogió la pelota casi en su área, por supuesto en la banda derecha, e hizo lo que siempre hacía: llevarla para arriba. El gol fundamental de la selección del tiquitaca nació así, con una galopada en solitario de Navas. También participó en tres partidos de la Eurocopa 2012, incluso marcó el único gol de la victoria frente a Croacia. Después de tanto sufrimiento, campeón del mundo y de Europa con 26 años.
En el Sevilla también había dejado una nueva muesca con la consecución de otra Copa del Rey, frente al Atlético de Madrid en el Camp Nou. En el minuto 91, con más gasolina que ninguno, recuperó un balón en su propio campo con un corte que ya le sirvió para salir corriendo rumbo a la portería rival, luego esquivó a un defensa, también al portero, y así inscribió su nombre en la nómina de goleadores sevillistas en una final. Mientras encaraba a David de Gea, en la retransmisión radiofónica de Carrusel Deportivo se escuchó a Pablo Blanco, el que lo descubrió entre los charcos, gritando arrebatado hasta tres veces: «vamos niño, vamos niño, vamos niño».
Aunque poco antes parecía inconcebible, el niño se terminó yendo. En el verano de 2014, Txiki Beguiristain ya llevaba dos temporadas como director deportivo del multimillonario Manchester City. Un día recibió una llamada de la agencia de representación Bahía que le planteaba la opción de fichar a Navas. ¿Qué Navas, el del Sevilla?, preguntó sorprendido. No se lo podía creer. Por supuesto que le interesaba, pero antes quiso cerciorarse de que estaba preparado psicológicamente. Le pintó Mánchester lo peor que pudo: que si llovía mucho, que si se iba a aburrir, que si tendría que aprender inglés, que si echaría de menos a su familia… Navas aseguró que se veía capaz. El paso era mayúsculo: ya no era salir de casa un par de semanas ni mes, sino mudarse a Inglaterra.
El Sevilla de Monchi basó su fórmula de negocio en vender para crecer, pero la singularidad de Navas lo había convertido en intransferible. El exitoso modelo del club se estancó con dos temporadas seguidas fuera de Europa, sendos novenos puestos, por lo que la reconversión tuvo que iniciarse con la venta de sus dos mejores activos: Álvaro Negredo y el rehabilitado Jesús Navas, ambos al mismo equipo. Se fue, eso sí, con la intención de cumplir su contrato con el City y regresar a casa.
Al principio de su nueva aventura, Navas contó con un apoyo insospechado: su hermano Marco, que por entonces jugaba en Segunda División con el Recreativo de Huelva, quiso estar cerca aunque tuviera que fichar por el humilde Bury FC, un club afincado a las afueras de Mánchester que militaba en la League Two, la cuarta división inglesa. La adaptación deportiva para Navas fue inmediata: en su primera temporada jugó 48 partidos de la mano de Manuel Pellegrini. Uno de ellos fue la final de la Copa de la Liga, donde además marcó el gol que certificaba su primer título con el City. Por si fuera poco, también ganó algo que faltaba en su palmarés: un torneo liguero, la Premier League —que hasta entonces solo habían logrado cinco españoles—.
En sus cuatro años en Inglaterra, Navas participó en 183 partidos y todavía sumó un tercer título, otra Copa de la Liga. Su última temporada coincidió con la primera de Guardiola, que lo puso en el campo 36 veces entre todas las competiciones. Ante una epidemia de bajas, recurrió a él para ocupar el lateral derecho. Nunca antes había jugado ahí, pero salió de titular, nada menos que contra el Arsenal y Alexis Sánchez, y cumplió con creces. Esa decisión de Guardiola marcaría el resto de su carrera.
Al término de su contrato con el City, en efecto, regresó al Sevilla. En su presentación dijo que lo único que encontró cambiado fue que habían instalado wifi en la ciudad deportiva. Estaba en casa. Aunque ya nadie lo llamaba niño, solo los empleados más veteranos del club. Aquella primera temporada fue convulsa, pero vivió noches importantes en los torneos eliminatorios, alcanzando una final de Copa y los cuartos de Champions. Primero lo entrenó Berizzo, que seguía viéndolo como extremo, pero luego llegó Montella quien, de nuevo por culpa de otras lesiones, lo puso de lateral una noche de enero frente al Atlético de Madrid. Navas lo bordó. Quizás no tenía ni las hechuras ni las competencias defensivas para rendir en ese puesto, pero lo suplió con esfuerzo e inteligencia futbolística y ya nadie lo movió de ahí. Nunca dejó de llevar la pelota para arriba ni de poner centros, simplemente arrancaba desde más lejos.
Navas se marcó un objetivo: quería volver a ganar un título con el equipo de su vida. En su ausencia, el Sevilla se había ratificado como grande de Europa —otras tres Europa League consecutivas— tras la revolución planeada por Monchi y ejecutada por Emery gracias al dinero que dejó su traspaso. Si algo ha demostrado Navas es la capacidad para materializar sus ambiciones: en 2020, con un ambiente desangelado por la pandemia, el Sevilla venció al Inter de Milán y se alzó con su sexta Uefa. No era un trofeo más para Navas, porque además fue el primero que levantó como capitán.
Porque sí, quizás su personalidad no reunía las condiciones clásicas para portar el brazalete, pero exhibía su carácter en el campo, en los entrenamientos, siendo el mejor ejemplo posible para jóvenes y veteranos: con qué cara iban a ahorrarse una carrera si veían que su capitán se dejaba hasta el alma. Aunque ya había rebasado ampliamente la treintena, durante varias temporadas aún pudieron contarse con una mano los partidos que se perdía al año. Navas mantenía las cualidades físicas que lo convirtieron en un superdotado: era capaz de hacer esfuerzos continuos con un período de recuperación muy corto, y todavía aguantaba más que nadie en las pruebas de resistencia.
Encarnaba como nadie el verso final de un poema de Dylan Thomas que dice así: «La pelota que lancé cuando jugaba en el parque aún no ha tocado el suelo». Eso seguía siendo Jesús Navas: un niño ya crecido que escribía partido a partido su larguísima carta de amor al fútbol. Los técnicos de la casa decían que iba a jugar hasta la edad que él quisiera, pero mientras tanto tuvo la suerte de verse homenajeado no ya en vida, sino en activo: su imagen forma parte del retablo de leyendas sevillistas que cubre la fachada de preferencia del Ramón Sánchez-Pizjuán y, por si fuera poco, desde 2018 el feudo del Sevilla Atlético, ubicado en la ciudad deportiva donde él se hizo futbolista, se llama estadio Jesús Navas. Debe de haber muy pocos casos en el mundo: un jugador que haya entrenado seis años en un estadio que lleva su nombre.
El año 2023 fue otro de los que debe señalar con rojo: aunque el Sevilla describiese una trayectoria zigzagueante, volvió a levantar otra Europa League, la séptima del club, venciendo a la Roma en la final gracias, cómo no, a otro de sus centros. Porque eso es lo verdaderamente alucinante de Jesús Navas: se ha mantenido veinte años en la élite, pero con un rendimiento superlativo hasta el final. Un ejemplo: en aquella última Uefa, fue elegido mejor jugador del torneo.
Ese nivel tan alto ya lo había llevado de vuelta a un territorio que el tiempo parecía haberle vedado: la selección española. Fue Luis Enrique quien lo rescató, aunque también quien lo dejó fuera de la Euro 2020. Parecía su último tren para volver a un gran torneo de selecciones, pero Navas siempre guarda energía para un cambio de ritmo más: en ese 2023 tan especial, De la Fuente lo convocó para la Nations League conquistada por España —convirtiéndose en el único futbolista del mundo con la triple corona—, y también volvió a llevárselo a la Euro de Alemania. Con 38 años, no solo duplicaba la edad de algunos compañeros, sino que superaba hasta a algún padre —caso de Lamine Yamal—. Era el único de la plantilla que sabía cuánto pesan la Eurocopa y la Copa del Mundo, pero demostró su humildad cuando aguantó jugando lesionado un partido completo para no perjudicar a Carvajal, que podía ver la segunda amarilla y perderse la siguiente ronda. Además, fue titular en las semifinales, encargándose de marcar a Mbappé. Después de aquello, un nuevo título con la selección, más que ningún otro jugador español en la historia.
La exitosa postrimería de la carrera de Navas llama todavía más la atención si se sabe que estuvo circundada por el dolor: aunque todos decían que su cuerpo era una máquina sin obsolescencia programada, que podría jugar hasta que quisiera, la realidad es que su cadera se cruzó hace tiempo con la palabra artrosis. Durante cinco años ha puesto en peligro su salud: lo mismo levantaba a la afición un domingo que el lunes no podía levantarse él ni para jugar con sus hijos. Por mucho que ame el fútbol sobre todas las cosas, esa no es manera de vivir, y a los 39 años ha tenido que parar. El sevillismo lo ha ido despidiendo de a poco, porque a un símbolo no se le puede decir adiós de un día para otro, y se ha acostumbrado a verlo llorar en cada sorbo de despedida. Se va —se tiene que ir— en diciembre, porque la cadera ni siquiera le deja acabar la temporada, pero incluso así ha marcado el gol de la victoria en un partido y cada vez que salta un ratito al campo sigue demostrando qué clase de jugador es, fue y será Jesús Navas.
Se va después de más de 950 partidos como profesional y con un palmarés que quien pretenda mencionar entero debe descansar para no quedarse sin aire. Siempre fue un imán para la pelota: si el juego se atascaba, los mejores jugadores del mejor Sevilla y de la mejor selección española se la pasaban a él para que sucediese algo. Lo dejó todo en cada partido porque eso era todo lo que él quería: jugar al fútbol. Qué historia de amor la suya, qué camino más hermoso. Sevillano, sevillista, canterano y campeón. El niño que se convirtió en gigante. Después de tanta gloria, la pelota que Navas lanzó mientras jugaba en el parque, ahora sí, ha tocado el suelo.