
Hace 25 años, me pasé un día entero con la oreja pegada a la radio, esperando el boletín horario de la SER como si fuera un oráculo. No había Twitter, ni aplicaciones, ni la inmediatez que ahora nos quema los dedos. Era 2000, y el mundo parecía más lento, más cruel con los impacientes como yo. Cada hora, un locutor repetía las noticias del día, y yo, con el corazón en un puño, aguardaba la confirmación de que el Rayo Vallecano, mi Rayo, ese equipo que lleva el alma del barrio cosida al escudo, había entrado en la Copa de la UEFA tras un sorteo que parecía un milagro. Fue un día eterno, de esos que te desgastan, pero que te enseñan a querer más a tu equipo, porque el sufrimiento es parte del ADN rayista.
Hace una semana, en cambio, todo fue más rápido. Un minuto. Un maldito minuto que se estiró como una hora, como un siglo, como toda una vida. El árbitro pitó el final en Vallecas, empate contra el Mallorca, y nos miramos. Los ojos de los valientes iban al móvil, buscando en Mendizorroza cuánto faltaba para que el Alavés-Osasuna dictara sentencia. Mi hija Irya, a mi lado, me miraba sin entender nada, con esa inocencia que aún no ha sido contaminada por la ansiedad del fútbol. «¿Qué pasa, papá?», parecía decirme con sus ojos, mientras yo intentaba mantener la calma dentro un volcán. Y entonces, el estruendo. El final sonó como un relámpago. Como un gol. Como el de Soto contra el Deportivo de la Coruña. Como aquella vaselina de Onésimo en la promoción. Como Tamudo rematando con la ayuda de las almas de toda la afición y José Ramón Sandoval llorando en la banda.
Cuando el árbitro pitó el final, saltamos al césped. Nos abrazamos con gente que no conocíamos y guardamos en el disco duro de nuestro corazón unos cuantos gigas de recuerdos. Cantamos la vida pirata, yo solté alguna lagrimilla y después seguimos al autobús embelesados como si nos guiara Hamelín.
El Rayo estará en Europa, un cuarto de siglo después, y yo ya tengo el pasaporte preparado. Porque, siendo del Rayo, uno sabe que estos milagros no se repiten a menudo. Y no quiero que el próximo me pille demasiado viejo. He cambiado las vacaciones: agosto será la previa, el comienzo de un sueño como aquel que viví cuando era un chaval y vi pasar a Lokomotiv, Viborg o Girondins de Burdeos. Aquellos días en los que ser del Rayo era una aventura europea, una locura que nos hacía sentir gigantes en un continente que nos miraba de reojo. Éramos el equipo humilde, el del barrio obrero, el que se colaba en la fiesta de los grandes sin pedir permiso. Recuerdo la emoción, esos goles de Bolo, Míchel o Luis Cembranos. También esa sensación de ser invencible, aunque luego llegara el Alavés y nos arrancara de ese sueño con la crudeza de un despertador cuando empieza la semana. Curioso, ¿no? El mismo Alavés que nos apeó hace 25 años ahora nos ha echado una mano. La vida, como el fútbol, tiene estas ironías que te hacen reír y apretar los puños al mismo tiempo.
Pero que el Rayo viaje a Europa no puede tapar las vergüenzas. No puede ocultar que nuestro estadio, ese Vallecas que es más hogar que cemento, se cae a pedazos. Las gradas crujen, las goteras son parte del paisaje, y cada partido parece un desafío a la gravedad. No puede disimular la obsesión enfermiza del presidente por arrancar el estadio del corazón del barrio, como si el Rayo pudiera existir sin Vallecas, sin sus calles, sin su gente. Es una idea que duele, porque Vallecas no es solo un lugar, es una forma de entender la vida. Es el bar donde te tomas los pinchos morunos antes del partido, el vecino que te grita desde el balcón, la bandera que ondea en cada esquina o esos con los que te cruzas por la Avenida de la Albufera después de un partido y te preguntan: «¿Cómo ha quedado el Rayito?». Sacar al Rayo de Vallecas sería como arrancarle el alma, y no hay dinero ni proyecto urbanístico que pueda justificar ese crimen.

Tampoco podemos ignorar la cola bajo el sol para comprar una entrada, porque la modernidad de la venta online parece un lujo que no nos merecemos. Es humillante, francamente. En 2025, mientras otros clubes tienen aplicaciones que te venden una entrada en dos clics, nosotros seguimos haciendo fila y protagonizando imágenes que parecen en blanco y negro. Y no hablemos del equipo femenino, que llegó a jugar en la Liga de Campeones, que puso el nombre del Rayo en lo más alto, y que ahora languidece por esos campos de Dios, olvidado, sin recursos, sin un ápice de la atención que merece. Las inferiores, otro drama. Los chavales que sueñan con vestir la franja roja son tratados con un desprecio que duele, como si no fueran el futuro del club, como si no fueran la cantera que siempre nos salvó cuando las cosas se torcieron.
El centenario, que debería haber sido una fiesta, se ha reducido a un eco sostenido sólo por la pasión de los aficionados. Desde arriba se han olvidado, dejando que los hinchas, una vez más, cargaran con el peso de la historia. Organizaron eventos, pintaron murales y un largo etcétera con el que levantaron la voz para que el Rayo no pasara su centenario en silencio. Pero no debería ser así. Un club con cien años de vida no se merece esto. Y qué decir de los referentes de nuestra historia: héroes que nos hicieron soñar, que nos dieron noches como la del sábado, y sin embargo, ahora son olvidados por el club, como si quisiera borrar su propia memoria. Es un divorcio evidente, un abismo entre la cúpula y lo que el Rayo significa para quienes lo llevan en el pecho y en el corazón.
Y, sin embargo, aquí estamos. Porque si hay una palabra que define al Rayo Vallecano es milagro. Milagro es que, con un estadio que se desmorona, con una directiva que parece remar en contra, con un equipo femenino olvidado y una cantera maltratada, sigamos soñando. Milagro es que, 25 años después, volvamos a Europa. Milagro es que, en un mundo donde el fútbol se ha convertido en un negocio de jeques y magnates, el Rayo siga siendo nuestro, del barrio, de los que nunca se rinden. Milagro es que, a pesar de todo, la vida pirata siga sonando en Vallecas.
Es un club hostigado por ultras. Luego se podrá decorar la fachada con palabras bonitas (loas al barrio…etc) pero no esconde el problema del Rato.
Rayo.
Exactamente en qué hostigan los ultras al club? En organizar jornadas antirracismo? En organizar los días del Rayismo? En organizar la carrera del Rayismo? En pedir que el club viva de cara al barrio y no se espaldas? En dar un tour por el barrio cada verano a los nuevos jugadores para que entiendan donde juegan?
Quién hostiga al club es su propietario porque no cuida a sus activos y permite que se desprecien sin remedio (el día que pase algo en el estadio el responsable civil será él), o porque es incapaz de generar un euro en marketing en un equipo con una de las imagenes de marca más icónicas y reconocidas en España.
No tendrías que haber entrado al trapo Pedro, porque lo que demanda cual niño de teta Vigasito una y otra vez es que le hagan casito, debe ser que tiene poca vida interior.
Ojalá pronto podáis llegar , después de 2 merecidas semifinales, a una Final de Copa. Os lo habéis ganado
Solo puntualizar que, si mal no recuerdo, fue el Barca el que nos eliminó de la UEFA aquella