Boxeo

Fuerza y disciplina: el nacimiento de Artur Zbun

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1 y 7

 

Espabila, que se nos cierra la puerta -me dijo mi fotógrafo.

-Voy, voy -le respondí, mientras apartaba a una pareja a base de codazos.

Bajamos mi fotógrafo y yo de un aglomerado tren regional. Habíamos llegado a Sant Adrià de Besós. Eran las cuatro y media de la tarde de un sábado de febrero. Hacía frío y el color gris de aquella ciudad hacía que la sensación térmica fuera incluso más baja. Le pregunté a Pau a dónde teníamos que ir.

            -Hay que pillar el bus B23 -me dijo.

            -Te sigo -respondí.

Anduvimos un par de minutos hacia la parada. Me armé un cigarrillo mientras observaba las tres chimeneas de la ciudad. Por lo visto era algo emblemático.

            -¿Y eso? -le pregunté a mi fotógrafo, señalando dichas chimeneas.

            -Las tres chimeneas -dijo-, ¿qué pasa?, ¿no has ido a verlas nunca?

            -Pues no.

            -Tú te lo pierdes.

Llegamos a la parada. Encendí el cigarrillo. Pasó un bus por delante de nuestras narices. No era aquél. Nos abordó una anciana, prácticamente gritando, para preguntarnos si ya había pasado su autobús. Le dije que sí, sin saber a qué autobús se refería. Se marchó disgustada.

Al cabo de cinco minutos pasó el B23. Nos subimos y nos sentamos cerca del conductor. Pau me informó de la parada en la que nos teníamos que bajar, con tal de que yo estuviera atento. Me parecía gracioso cuando me informaba de que yo debía estar atento a algo, cuando ambos sabíamos que solamente él lo iba a estar. Era como un trámite burocrático, en el que informas al ayuntamiento de que vas a hacer ‘x’ cosa, y éste te dice los pasos que debes seguir, y cómo se asegurarán de que se cumplan. Al final, lo hace uno a su manera: el ayuntamiento ignora al ciudadano y viceversa, pero ambos quedan contentos, pensando que han hecho lo correcto.

            -Vale, sí, tranquilo -le dije.

El trayecto en bus fue breve, unos diez, quizá quince minutos. Pau me había dicho que eran mínimo veinte, y que por eso no era viable ir andando. Yo creo que hubieran sido veinte minutos andando, ya que el bus solo había ido en línea recta, parando cada dos minutos en cada una de las paradas. De todas maneras, no era un tema digno de discutir.

Una vez fuera, buscamos el gimnasio al que debíamos ir. Seguíamos buscando la Esencia de la Competición, y ésta vez tocaba un combate de boxeo entre dos chavales de unos veinte años que acababan de iniciar su carrera profesional. El protagonista de nuestra historia iba a ser Artur Zbun, un ucraniano entrenado por el «Club de Boxa Sant Adrià». Por el momento, había protagonizado solamente un combate profesional, que ganó. Durante su carrera amateur, fue el mejor boxeador del torneo de Popovich, y ganador del Campeonato de Ucrania de Boxeo tres veces consecutivas ―2021, 2022 y 2023―; hoy se enfrentaba a Hairo el Mariachi Orellana, que también tenía una victoria y cero derrotas, y venía desde Granada.

Tuvimos que caminar unos diez minutos, guiados por el teléfono. Llegamos al sitio sobre las cinco. El lugar tenía una estética que te dejaba ver claramente qué se hacía ahí; parecía, desde fuera, un lugar que podría salir en El club de la lucha. Entramos, confundidos. Ninguno de los dos habíamos ido a ver nunca un combate de boxeo, y todo aquel ambiente nos resultaba poco familiar, cosa que nos hacía estar alerta, como cuando dos perros entran en un sitio nuevo y están rodeados de perros desconocidos. Yo sería un bulldog inglés, pensé.

            -Entradas -nos dijo, tajante, un vigilante de seguridad del recinto.

            -No, no -dijo Pau-, somos de la prensa.

            -Nombres -respondió el vigilante. No entendía por qué usaba tan pocas palabras, ni por qué nos miraba tan extrañado de que estuviéramos ahí.

            -Eh… yo… -empecé- Marcos Castells… y él es Pau Orteu.

El vigilante miró a su izquierda, donde se encontraba una chica recogiendo las entradas de otra gente, y revisando la lista de los que no necesitaban entrada para acceder al recinto. La chica asintió, y el vigilante nos dejó pasar, ahora sí, muy sonriente.

            -¿Hay alguien más de la prensa? -preguntó Pau.

            -No, solo vosotros -dijo, con voz chillona, la chica, mientras nos ponía marcaba la piel con un sello en el que ponía «RING»-, esto es para los de prensa, que tenéis derecho a estar por todos lados-.

Una vez dentro no fui capaz de identificar hacia dónde teníamos que ir. Miré de reojo a mi fotógrafo y entendí que él tampoco. Había unas siete puertas, y daba la sensación de que todas llevaban a sitios muy diferentes. Quizá fueran cosas mías, pero sentía tensión. Nos decantamos por la primera puerta a nuestra izquierda: nada, vestuarios y un baño. Fuimos a la puerta de la derecha, subimos las escaleras que había nada más cruzarla y llegamos a un pabellón con un cuadrilátero en el centro. Habíamos acertado la puerta, y solo habíamos necesitado dos intentos. De momento, el día estaba siendo un triunfo absoluto.

En aquel momento, había muy poca gente en las gradas y en las sillas del recinto. Sí que vimos a uno de los boxeadores amateurs locales, que se estaba preparando para su combate. Pau le sacó una foto, y yo volví a bajar las escaleras; me apetecía comer alguna cosa, beberme un refresco y fumarme un cigarrillo. Informé a Pau de mis intenciones. Me dijo que me acompañaba, que nuestro trabajo todavía no había empezado: ni Artur Zbun había llegado, ni habían comenzado los combates previos.

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Jose Carvajal

Bajamos de nuevo las escaleras y nos dirigimos a la salida. Me acerqué al vigilante para que nos dijera dónde podíamos ir a comer algo y tomar un café.

            -Hola, perdona, una pregunta -le dije.

            -Dime -respondió, simpáticamente, el vigilante.

            -¿Dónde podemos ir mi fotógrafo y yo a tomar algo? ¿Hay por aquí algún bar cerca?

            -Sí. Hay una china ahí -y señaló tras de sí.

            -Vale.

        -Y si no -continuó- pues más pa’ ahí -y señaló al mismo sitio, pero con el brazo más estirado.

            -Pues vamos a la china -dijo Pau.

            -Sí, hay una china ahí.

            -Sí, sí, gracias.

            -¡A vosotros!

No entendí hacia dónde nos había señalado exactamente, pero di por hecho de que habría algún bar cerca regentado por una mujer china. Salimos del pabellón, lo rodeamos y nos dirigimos a lo que nos pareció una calle de tiendas y restaurantes. En la esquina, justo antes de cruzar para llegar a esa calle, vimos el bar al que se refería el vigilante.

            -Mira -le dije a Pau-, es la china que decía el segurata.

            -Pues aquí mismo, ¿no?

            -Venga.

Entramos. El sitio se veía viejo, con toda la decoración, las mesas y la barra amarronadas. Nos acercamos a la barra. Efectivamente, había una mujer asiática.

            -Hola… -empecé-, ¿tenéis carta de bocadillos?

            -No tenemo’ no -me dijo, muy rápido.

            -Bueno, bien, ¿y qué bocadillos hacéis?

            -¿Bocadillo?

            -Sí.

            -Sí, bocadillo sí.

            -Lo sé, pero, ¿de qué?

            -Uno.

            -¿Sólo uno? -y le mostré el número uno con mi dedo.

            -¿Bocadillos?

            -Sí. ¿De qué hacéis los bocadillos?

            -¿Pincho?

            -Vale, sí.

            -¿Pincho?

            -Sí, pincho.

 Se me quedó mirando unos segundos. Pau pidió una Coca-Cola cero, y yo pedí un Nestea. Nos dio la lata de Nestea y se dispuso a buscar la Coca-Cola.

            -Buah, Marcos -me dijo Pau.

            -¿Qué?

            -Te saco una foto.

            -¿Por qué? Además estoy feo.

            -Ya lo sé.

            -Vale, tío.

            -Pero es que la cámara es nueva…

Hizo la foto. La mujer nos trajo la Coca-Cola. Le dije que estaríamos fuera, y asintió. Intuí que nos había entendido. Nos sentamos en una mesa pegada a la puerta. Cogí un cenicero de la mesa de al lado y me lié un cigarrillo. Pau iba mirando las fotos que había ido sacando con su cámara nueva. Ya no era de carrete, y podía, por tanto, sacar más de treinta y seis fotografías, que fueron las que podía sacar durante las 24h de Barcelona hacía unos meses.

            -Tendría que haberme traído mi sombrero del Team Africa Le Mans -dije.

            -No. No te lo ibas a poner en un interior, parecerías un notas -afirmó mi fotógrafo.

            -Pero quería que fuera una característica de nuestros reportajes.

            -No le des tanta importancia.

            Justo entonces llegó mi bocadillo de pincho. Le pedí mayonesa a la chica. Me la trajo.

         -Cuando el pincho es de este color verdoso -decía mi fotógrafo-, sabes que va a estar bueno. Ya verás después en casa, cuando lo tengas que sacar.

       -¿Qué pasa, tú no meriendas? -le dije, con la boca llena de pincho moruno, pan y mayonesa.

            -Tengo el bocadillo en la mochila, pero ahora no tengo hambre.

Eran prácticamente las cinco y media de la tarde. Teníamos que estar trabajando sobre las seis, que es cuando empezaban los combates amateurs. Queríamos hablar especialmente de Artur Zbun, y por ello era clave ver el ambiente del resto de combates. Me explicó Pau que el Club Boxa Sant Adrià era un club importante en el mundo del boxeo, que Zbun no era el único boxeador profesional que habían sacado. Yo asentí, comiéndome mi bocadillo y bebiendo Nestea. Era glorioso. Mi fotógrafo, como de costumbre, se bebió la Coca-Cola en menos de cinco minutos, y empezó a meterme prisa.

          -Déjame, coño -dije-, haberte bebido la Coca-Cola más lento, o píllate otra. Nos queda más de media hora.

            -No te lo crees ni tú que voy a pagar más, ¡JA!

            -Pues entonces espérate.

            -Bueno, yo no tardaré en ir, que quiero ir sacando fotos.

            -Tranquilo, ahora solamente verías a las familias de los amateurs.

            -También es verdad.

Iba comiéndome el bocadillo. ¿He dicho que era glorioso? Pues lo era. Iba comiéndolo y escuchando a Pau hablarme acerca de otros deportes y otros posibles reportajes. Estaba a gusto. Entonces se me cayó un trozo de pincho moruno en mis pantalones tejanos, cerca de la entrepierna. Formó una mancha verde, como de fluorescente. Fui rápidamente a limpiarlo en el baño. El baño era sorprendentemente nuevo, limpio y bonito. Algo minimalista para mi gusto, pero desencajaba muchísimo de la estética del bar, que era marrón, viejo y sucio. El baño, en cambio, tenía el suelo negro, paredes blancas y un espejo impoluto; incluso el retrete estaba limpio, sin rastro de los que lo habían utilizado anteriormente. Traté de limpiar la mancha del pantalón. Hice lo que pude.

Entramos de nuevo al recinto. Eran las seis de la tarde. Había por ahí otro vigilante. Le pregunté dónde podíamos dejar, tanto Pau como yo, nuestras mochilas y chaquetas. Nos dijo que debajo del cuadrilátero, justo delante de los jueces. Mi fotógrafo, quitándose la chaqueta, se dio la vuelta, se le descolgó la mochila y tiró unos papeles de los jueces; tratando de solucionarlo, dio, sin querer, una patada a una papelera, liberando todos los pañuelos llenos de mocos y los envoltorios de bocadillo que había dentro. Esta negligencia psicomotora no duró ni un segundo, y escandalizó a los árbitros. Yo me reí.

Avergonzados, nos sentamos en unas sillas que Sandor Martín, quien dirige las Barcelona Boxing Nights, nos había reservado a nosotros y a las autoridades municipales, detrás de los árbitros. Por el momento estaba todo prácticamente vacío, pues el combate profesional entre Zbun y Orellana no comenzaba hasta prácticamente las nueve. Entraron en el ring dos chicos de unos quince años cada uno. El árbitro anunció brevemente a los chicos. Uno de ellos, el visitante, se llamaba Marcos Ruiz, el otro, el local, se llamaba Alex Rovira.

            -Ya sé a quién apostaría -le dije a mi fotógrafo.

            -¿A quién? -preguntó

            -Al que se llama como yo.

            -Ah, y ¿por qué?

            -Porque se llama como yo.

Empezó el combate. Ambos eran muy ágiles. ¿Eran niños, o habían crecido muy, muy despacio por entrenar tanto? Esto me lo preguntaba a medida que avanzaba el primer combate. Ver a esos chicos me recordó a cuando mi fotógrafo y yo jugábamos a boxear durante la ESO. Él era muy alto y muy flaco, yo estaba más fuerte, pero era más bajo; sus golpes no me afectaban mucho, y yo no le podía golpear a menudo, y por ello nuestros combates siempre estaban muy reñidos.

Durante los combates previos al profesional, tanto las gradas como las sillas estaban prácticamente vacías, a excepción de algunos familiares de los que luchaban y algunos aficionados que querían meterse en el ambiente antes de presenciar el combate oficial, como quien en un concierto acude a ver a los teloneros y los disfruta tanto como el cantante por el que han pagado. El chico visitante, Marcos Ruiz, no paraba de encajar duros golpes. Hubiese perdido mi apuesta. Cada vez que uno de los dos chicos golpeaba al otro, un familiar de la grada se levantaba y miraba orgullosamente a su alrededor. Pude percibir la pasión de los que practican este deporte, que era muy diferente a la del fútbol, especialmente en cuanto a los familiares. En el boxeo se muestra un respeto mutuo por parte de ambas familias, y entienden el orgullo y el esfuerzo que supone estar, a tan pronta edad, en el ring; en el fútbol, sobre todo en las categorías inferiores de equipos regionales, muchos de los padres son unos hooligans que disfrutarían de ver morir al adversario de su hijo sólo para que gane, y no dudan en insultar y amenazar a niños de doce, trece, catorce o quince años.

Me levanté de la silla y me senté junto a las gradas para empaparme del ambiente. Me senté en la hilera reservada para miembros del ayuntamiento, en la que también estaba el que supuse que era el presidente del Club Boxa Sant Adrià, junto con algunos entrenadores. Como no estaba seguro, no les pregunté. Me senté a su izquierda. Todos ellos iban comentando tanto este combate, como los combates que vinieron después. Hablaban de cómo encajar un buen uppercut, o un jab, o un crochet, entre muchos otros golpes; o cómo defenderse de todos estos. Empecé a tomar notas de cómo enfocar el reportaje. Mi fotógrafo, Pau, iba paseándose por el ring con su supercámara, sacando fotografías de tanto en tanto.

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Alex se prepara en su esquina bajo la atenta mirada de su padre, detrás suyo.

Acabó el primer combate prácticamente a las 18:15. Ahora les tocaba a los junior, que es la categoría para los luchadores de entre quince y dieciséis años. El pabellón empezó a llenarse. Quedaban pocas horas para que empezara Artur Zbun, la joven promesa del boxeo. Los junior me recordaron muchísimo a Pau y a mí. El local era bajito, con fuertes brazos ―como yo―, y el otro era muy delgado, y le pasaba media cabeza al local ―como mi querido fotógrafo―. El que se parecía a mí, el local, era más técnico y golpeaba con fuerza.

Al lado de los jueces había una chica joven, que formaba parte del cuerpo técnico del pabellón. A su lado, había un hombre mayor que ella, mucho mayor que ella. Le hablaba sobre cómo los golpes afectaban al cuerpo, y cuáles podían llegar a ser peligrosos a largo plazo. Para hacerlo, agarraba a la chica, que tenía una sonrisa fija y los ojos en blanco, por la cadera, y suavemente, le mostraba dónde hacían daño dichos golpes. Tocaba y tocaba.

-Pau -dije- ¡Pau!

Pau se me acercó.

-Dime -me dijo, alterado.

-Fíjate en el sobón ese.

-¿Cuál?

-Ese, mira -y se lo señalé.

-Uy, sí. ¿Qué hacemos?

-¿Qué quieres hacer? Mira, ya ha parado.

Solamente paró durante unos minutos. Ganó el junior visitante, el que era alto. En eso el chico local no se parecía a mí, en absoluto.

Entonces entraron a luchar dos chicas. Tanto la local como la visitante se mostraban mucho más agresivas que los chicos, ya desde el principio se veían golpes directos e intentos de puntuar alto. No eran nada conservadoras. El combate femenino estuvo marcado por altibajos en cuanto al ritmo: había ratos en los que ambas estaban a la defensiva, sin encajar ni dar golpes, y otros en los que parecía que, por la fuerza de los golpes y la velocidad en los movimientos, tenían la intención de matarse ahí mismo.

Vamos, vamos! -gritaba el entrenador local

Agresiva, cánsala, golpe a golpe! -gritaba el entrenador visitante.

De lado a lado! ¡Esa es!

El último round de las chicas fue frenético. El gimnasio local ―Club Boxa Sant Adrià― se jugaba el prestigio con estos combates previos al profesional. Todos los chicos y las chicas que luchaban soñaban con poder competir profesionalmente algún día. Y ahí residía la responsabilidad del club y de sus entrenadores, en sacar profesionales para aumentar el prestigio de su club.

El público animaba a ambas luchadoras durante el último round. Este fue de lo más agresivo. Se pudieron observar golpes en la cabeza y en el cuerpo. Ambas estaban cansadas, y su velocidad de reflejos y golpeo disminuyó, pero no la fuerza con la que golpeaban. Cuando acabó el combate, el público, que había aumentado en número, se levantó y aplaudió con furor a las chicas. No importaba quién había ganado. Por el momento fue el mejor combate. Agresividad y pasión.

Cada vez que acababa un combate empezaba a sonar reguetón por los altavoces del pabellón. Esto me dejó algo desencajado. Yo hubiese votado por poner DMX, o Ice Cube. Todas las veo buenas… si bebo ron…, sonaba mientras la chica local salía victoriosa.

Empezó otro combate. El hombre a mi derecha, el que creía que era el presidente del Club Boxa Sant Adrià, comentaba el combate femenino. Se le veía orgulloso. Vi que mi fotógrafo estaba tranquilamente sentado, observando los combates amateur, y le dije que necesitaba salir unos minutos para fumar un cigarrillo. Me miró decepcionado, pero no dejé que me afectara y bajé.

Bajando las escaleras, me topé con un entrenador de un boxeador senior visitante, que estaba hablando con su ayudante.

-¿El chaval está preparado? -preguntaba el ayudante.

-Mi negro va a reventar -afirmaba el entrenador.

Cuando llegué a la entrada, y me empecé a liar el cigarrillo, me sentí como si no hubiera salido del ring: habían algunos niños, de  unos trece años, pegándose como si boxearan; no era una pelea típica callejera, sino que había una voluntad de técnica. Al verlo, me apunté una cita de F.T. Marinetti, que decía lo siguiente: «Creemos que solo el amor al peligro y el heroísmo nos pueden purificar y regenerar». Entonces, encendí el cigarrillo.

Lo único que les faltaba a aquellos niños era disciplina, que suele enseñarse en los clubes de boxeo. Les faltaba disciplina porque uno de ellos, al ver que no conseguía golpear al otro, se marchó e intentó golpear a una chica, algo mayor, que estaba sentada en un banco. La chica consiguió taparse la cara con los brazos, y logró no encajar el puñetazo. El vigilante se percató de la escena y fue rápidamente a coger al niño, y lo llevó con sus padres, con los que se quedó hablando un rato tendido.

A escasos metros de esto, había un grupo de tres hombres. Uno de ellos no paraba de hablar, y los otros le iban dando la razón.

-Haces ¡pam!, y le enganchas ahí, ¿sabes?, y lo revientas -decía el más grande de los tres, señalando la zona del hígado.

-Buah -decía uno de los otros-, ya ves, esas duelen.

-Tú, y ¿sabes qué? -seguía diciendo el primero.

-Qué.

-El otro día salí del Fakhama

-¿Sí?

-Y poté y… y la pava se piró.

-Buah, tío, es que te pasas bebiendo, ¡JA!

-Qué va, tete, es que yo tengo alergia o algo de eso yo creo.

-Puede ser.

Tiré la colilla al suelo y subí. El vigilante seguía hablando con los padres, y el niño estaba pidiendo disculpas a la chica. Se le veía sincero. Enseñé el sello al vigilante, que ya me conocía, y subí de nuevo al pabellón.

Ya arriba, me crucé con El Mariachi Orellana, que estaba calentando, y su entrenador.

-Hairo -decía el entrenador.

-¿Sí?

-Ahora en un momento me voy.

-¿Qué?

-Sí.

-¿Por qué?

-Tengo que hacer pis.

-Oh, vale, no hay problema.

Me senté junto a mi fotógrafo, en los sitios reservados para prensa, organizadores y miembros del ayuntamiento. En la silla delante de nosotros estaba Sandor Martín, que se giró a hablarnos.

-Marcos y Pau, ¿verdad? -nos preguntó, mientras nos dábamos un apretón de manos.

-Hola, sí -dijo Pau.

-Veníais de parte de la Jot Down Sport, ¿verdad?

-Eso es. Venimos a seguir a Artur Zbun.

-Ah, muy bien, ¿ya contactasteis con él?

-Sí -dije yo-, hará unos días. Mi fotógrafo habló con él por Instagram.

-Muy bien… ¿Soléis hacer reportajes de boxeo?

-Pues no, es la primera vez.

-¡Pues preparáos! -y nos sonrió amablemente.

-Por cierto -continué.

-Dime.

-¿Artur ya ha llegado? Es que queríamos hablar con él y sacarle algunas fotografías.

-Eh… sí, sí, ha llegado. Está… -miró su móvil- en el vestuario rojo.

Okay.

-Cuando bajéis, tenéis que hacer la ‘V’-dijo gesticulando el camino a seguir con sus manos- pasar a los vestuarios y buscar el rojo. Creo que está con el vendaje.

-Perfecto -dijo Pau, ya levantándose.

-¡Gracias! -dije yo.

-¡A vosotros! Ahora nos vemos.

Eran las 19:05. Fuimos donde nos había indicado Sandor. Entramos en el vestuario rojo. Ahí nos encontramos con Jose Hidalgo, gerente del Club Boxa Sant Adrià y entrenador de Zbun, que estaba con Isaac Farré, ex-boxeador del mismo club, y con el propio Artur Zbun. Le estaban poniendo el vendaje en los puños.

-Hola, Artur -empecé diciendo-, soy Marcos, periodista. Mi fotógrafo contactó contigo a través de Instagram.

-Sí -me dijo, serio.

-Quería, más que nada, preguntarte por las sensaciones que tienes antes del combate. ¿Estás nervioso, tranquilo…?

-Estoy tranquilo. Siempre tranquilo.

-Ya veo… pones cara de que vas a reventar a Orellana.

-Sí. Reventar -y dio un puñetazo al aire con la mano que tenía sin vendar, la izquierda.

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Artur y Jose, siempre tranquilos.

Salí del vestuario para ver cuáles eran las sensaciones de El Mariachi. Éste se encontraba en el otro vestuario, el azul. Hairo Orellana estaba rodeado de gente de su equipo, y también le estaban colocando el vendaje reglamentario. Orellana era un tipo alegre, muy cercano.

-Hola, Hairo -empecé-, vengo de parte de una revista deportiva, y quería saber qué sensaciones tienes.

-Tranquilo -me dijo, agarrándome del brazo con tal de que se le oyera-, como en casa.

-¿Estás tranquilito? -al decírselo, me sonrió.

-Eso es, señor.

-Perfecto… Bien, no quiero molestarte más…

-¡No! Moléstame, lo que tú quieras. No estoy haciendo nada ahora.

Realmente no sabía qué más preguntarle. Estaba rodeado de ex-boxeadores que con sus miradas me decían que estaba molestando. Solamente Orellana estaba a gusto con un periodista.

-Pues… -seguí diciendo- cuéntame un poco sobre ti -¿en serio? ¿Esto se me ocurre? ¿Antes de un combate? Un periodista nefasto. Un tío a mi espalda me iba agarrando de mi camiseta estampada con el logotipo de cigarrillos Camel, y Hairo me estiraba por delante para quedarme. Me sentí como un balón de voley, siendo azotado por cuatro manos gigantes con la fuerza de unos muy fibrados bíceps.

-Bien… -empezó diciendo Orellana.

-Porque has venido desde Granada, ¿verdad? -interrumpí. El tío empezó a tirar más fuerte. Intenté darle un golpe con el culo para hacer notar mi incomodidad, pero no le afectó.

-De Granada, sí -me respondió, tirando todavía más de mi camiseta.

-Y ¿cómo ha surgido el combate?

-Bien… mi entrenador buscó boxeadores de mi categoría… llamó acá a Sant Adrià… me preguntó si quería luchar con el ucraniano… y dije que sí, que palante.

-Entiendo -empecé a sudar más que los boxeadores amateur, y mi camiseta se iba ensanchando.

-Y la verdad… -continuó Orellana- el ambiente… todo, todo muy bueno.

-He visto que solamente llevas un combate como profesional.

-Sí, llevo un combate solo. ¡Pero ganado! -y su equipo vitoreó.

-Cien por cien de los combates ganados, pues -y reí simpáticamente.

Está invicto, es una bestia, no le ganan! -gritó el tío que me agarraba la camiseta, que ahora ya había soltado. Todos gritaron.

-Bueno -dije-, espero que el combate salga muy bien. ¡Suerte!

-Gracias, compadre -dijo, con una sonrisa.

Salí del vestuario azul, con la camiseta ensanchada y la espalda mojada, y ya no sabía siquiera si era mi sudor, bebida isotónica, o el sudor de otro. Necesitaba que me tocara el aire.

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El de momento invicto Mariachi Orellana siendo vendado.

Me fui un segundo a fumar un cigarrillo. En aquel momento sentí que estaba escaqueándome de mi trabajo, por lo que dejé el pitillo a medias y volví al vestuario rojo, el de Artur Zbun.

Ahí estaban, tanto Jose Hidalgo como Isaac Farré, acabando de preparar a Artur para el combate.

-El boxeo es muy de machote -decía Isaac-, pero luego estás aquí con dos tíos untando a otro de vaselina…

-¡Pa’ que veas tú!, ¡pa’ que veas tú! -interrumpía, entre risas, Jose- Hasta qué punto hemos llegado, macho.

Me acerqué a Jose, que estaba untando la cara de Artur de vaselina.

-Hola, Jose.

Hey, dime.

-¿Qué sensaciones hay con Artur? ¿Ha seguido algún entrenamiento concreto, o ha entrenado estas semanas con el resto de los del club?

-Bueno… ha seguido un entrenamiento un poco específico para lo que son los cuatro asaltos…

-Sí.

-… un poquito más de físico, unos carga-descarga, básicamente seguir lo que se suele hacer para un combate de boxeo profesional. Un poquito por encima del amateur.

-Y ¿en qué consisten?, un poquito así por encima.

-El amateur tiene más cambios de ritmo y de velocidad. Y el de… el profesional es más de explosión: golpes más secos, más duros…

-De acuerdo, gracias, Jose.

Tanto Isaac, Jose y Artur se mostraban tranquilos. No se mascaba la tensión delirante del vestuario azul, que había provocado que se me moviera por el vestuario, a base de empujones, como si yo fuera un balón de volleyball.

Isaac salió a buscar bebidas.

-Jose, ¿quieres algo? -le preguntó.

-Tráeme un café, largo -contestó Jose, preparando un botiquín.

-Yo -decía Artur- dos, dos cafés solos.

-Vale, ahora vengo -dijo Isaac, ya saliendo.

Me quedé sentado en la silla en la que estaba sentado antes Isaac, observando la escena. Jose estaba acabando de preparar todo para el combate, mientras Artur hacía sombra[1]. Ahora sí se mascaba algo más de tensión, pero era más racional.

-Artur, voy a por tus guantes -dijo Jose.

Los negros!

Jose subió. Yo me acerqué a Artur, que ahora estaba tranquilo bebiendo una bebida isotónica.

-Hola, Artur.

-Dime.

-Quería preguntarte un poquito sobre ti.

-Sí.

-Pero no sobre el combate, sobre tu vida.

-Entiendo.

-Saber un poco sobre tu venida a España desde Ucrania, tus inicios en el boxeo…

-Empecé ocho años antes, a los diez empiezo ya boxeo.

-¿En Ucrania?

-Sí, Ucrania.

-¿De qué zona de Ucrania eras?

-Cerca de Kiev. Y en boxeo en Ucrania… hice muchísimos combates… casi cien.

-¿Desde los diez hasta ahora?

-Sí, hasta hace poco, también en España, antes de profesional.

-Muy bien… ¿Y cómo fue tu venida a España?

-Pues hace casi dos años, por la guerra.

-Y ¿pudiste venir con la familia?, ¿o con quién viniste?

-Con mi novia, solo.

-Espero que haya venido a verte hoy -y le lancé una sonrisa pícara, que me devolvió.

-Sí, sí, siempre viene mi novia -y rió tímidamente.

-Bueno, Artur, no te distraigo más, que el combate ya empieza. ¡Gracias!

-A ti.

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Artur descansa después de hacer sombra.

Volví a subir las escaleras hacia el pabellón. Se estaba librando el penúltimo combate. Las gradas ya estaban todas prácticamente llenas, y el público estaba cada vez más animado. Mi fotógrafo iba dando vueltas por el cuadrilátero sacando fotografías. Perdió el luchador local.

Salimos, mi fotógrafo y yo, unos minutos a tomar el aire, y nos dirigimos al bar, en el que habíamos merendado hacía unas horas, para comprarme una botella de agua. Al salir del bar, nos sentamos unos minutos más junto a la entrada del pabellón, y charlamos sobre cómo estructurar el reportaje, y sobre qué fotografías incluir en éste. Fumé uno o dos cigarrillos y bebí el agua prácticamente de un sorbo, Pau también dio algunos tragos y volvimos a entrar al pabellón. Miré mi reloj: 19:50. Quedaban unos tres cuartos de hora para el combate final. Entramos, pasamos de largo del vigilante, que ahora era otro, y nos dirigimos al vestuario de Artur.

Eh! -oímos que nos gritaba alguien. Nos giramos. Era el vigilante.

-¿Sí? -dijo mi fotógrafo, mientras yo me encogía de hombros y alzaba mis brazos con un gesto de pereza.

-¿Vais a luchar?

-¿Qué? -preguntó Pau, confundido.

-Que si vais a luchar.

-No sé de qué hablas -dije yo.

-Sois los que luchan ahora, ¿no?

Mi fotógrafo y yo reímos y nos miramos. A mí me sobraban algunos kilos, mido 1,75 metros, y mi físico no se podía decir que fuera el de un luchador de profesión; Pau es flaco, sin músculos visibles y algo más alto ―y además llevaba su cámara, de gran tamaño, colgada del hombro―. Me pregunto por qué luchador confundió a mi fotógrafo y a mí, pues ninguno de los dos parecía ni ucraniano ni sudamericano.

-Somos de la prensa -dije, al fin.

-¿Seguro? -replicó el vigilante.

-Que sí, coño, mira la lista.

El vigilante abrió una libretita en la que había tres nombres: Marcos Castells, Pau Orteu y «fotógrafo equipo».

-¿Cómo os llamáis?

-Marcos y Pau.

Entonces interrumpió la mujer que estaba en la entrada, que venía del baño:

-Déjalos pasar, llevan aquí toda la tarde.

-Oh, vale, perdonadme.

Seguimos nuestro camino. Entramos un segundo al baño. Yo entré tras mi fotógrafo porque el otro retrete estaba ocupado. Me miré en el espejo y posé como posaría un culturista; no todos los días confunden a uno con un boxeador.

-¿Lo has oído, al de al lado? -le pregunté, mientras me subía la bragueta.

-Lo he olido, que es diferente -me dijo.

-Pues yo he oído el splash mientras la soltaba.

Subimos al cuadrilátero con tal de que Pau pudiera coger su mochila y merendar. Pau me pidió que la cogiera yo, pues podría volver a tirar cosas si se acerca: quizá la cámara se le resbala y le abre la cabeza a unos de los jueces mientras se le ve la raja del culo al agacharse. Era una escena que debíamos evitar. Me acerqué a la chica que no paraba de ser manoseada por aquél anciano.

-Hola -dije-, perdona, tengo que recoger unas cosas aquí debajo del ring para mi fotógrafo.

-¿A mí qué me cuentas? -me dijo, poniendo los ojos en blanco y alzando las manos, apartando la mirada con soberbia.

-No te cuento nada, quiero que te apartes.

-¿Cómo? -me respondió, ofendida. Yo me empecé a cabrear.

Que te apartes que quiero coger la mochila.

-Uy, uy, vale, vale.

Se me quedaron mirando, entre asustados y asqueados, tanto ella como alguno de los árbitros, así como el viejo sobón. Cogí una mochila negra, se la mostré a Pau a la distancia. No era esa. Revolví por debajo del ring, acercando demasiado mi trasero tanto al viejo como a la chica, y cogí una amarilla. Acerté.

-Gracias, supongo -le dije a la chica.

Ni me miró.

Volví con mi fotógrafo, que parecía no haber visto ni oído la escena.

-Esa tía -le dije- es una imbécil de manual.

-¿Por qué? -me preguntó, riendo

-No se le puede decir nada a la muy diva. Además, ¿cuál es su trabajo?

-Pues…

Seguí despotricando sin coherencia alguna en mis palabras.

-Bueno -continuó mi sabio fotógrafo-, relájate, vamos al vestuario de Artur.

Así hicimos. Bajamos: mi fotógrafo me daba palmadas en la espalda a modo de consuelo, y yo seguía despotricando de aquella chica, totalmente ofuscado.

Eran las ocho y cuarto de la tarde, quedaba menos de media hora para el combate. En el vestuario se encontraban Isaac Farré, el exboxeador, Jose Hidalgo, el gerente del club y el entrenador de Artur, algunos chavales que habían luchado en los combates previos, y el propio Artur. Este estaba dándole golpes a Jose, que los paraba con unos guantes especiales. Los ruidos de los golpes eran secos, crudos, y no pude evitar sentir algún escalofrío al ver su técnica mezclada con los puñetazos. Entre el ruido de los golpes y los movimientos de Artur, sentí cómo el boxeo se expresaba a través de él; no era simplemente un hombre boxeando, sino que el deporte mismo se expresaba a través de su técnica. Era hermoso.

-Sobre todo -le decía Jose a Artur- piernas, Artur, si no te meterá a golpes atrás.

Artur seguía golpeando.

-Ritmo, ritmo. Mantén las manos de distancia, que si no te joden, agarrando siempre, joder.

Mientras mi fotógrafo hacía su trabajo, yo me senté al lado de Isaac Farré, que también había hecho su debut con el Club Boxa Sant Adrià.

-Los primeros combates -me decía- son los más clave, son los que determinan la actitud del boxeador para los próximos.

-Si los primeros los pierdes -empecé diciendo-, ¿cuesta más remontar?

-Efectivamente. Yo mira, no debuté hasta casi los treinta años, y empecé ganando. Eso motiva a seguir.

-¿Y qué pasó?, ¿por qué no seguiste?

-Me lesioné muy fuerte, después llegó el covid y ya no pude boxear con regularidad. Además la edad…

-Entiendo, qué putada.

-Pues sí.

El entrenamiento de Artur se iba intensificando por momentos. Ya no eran simples golpes secos, sino que ahora iban acompañados de una gran agilidad y de movimientos muy rápidos.

-Ves dándole golpes rápidos, que se canse, enfádalo, hazlo fallar -iba diciendo Jose-

Miré a mi alrededor. Los chavales que habían peleado antes, y que hasta ahora estaban con Isaac y Jose, ahora se habían disipado. Los pocos que quedaban guardaban silencio, permitiendo a Artur que se concentrara.

-Mentalízate, piensa qué le vas a hacer, imagina ya la victoria -seguía diciendo Jose-. Muévete tranquilo, no te alteres, dale pequeños golpes, que se altere él…

A las ocho y media, vino uno de los jueces al vestuario a decirle al equipo que subiera al cuadrilátero: el combate empezaba en diez minutos.

El equipo se preparó: Isaac cogió el botiquín, y Jose algunos papeles, vendajes, etcétera. Uno de los chavales colgó del cuello de Artur la bandera ucraniana. Fueron todos, fraternalmente, a base de gritos y palabras de motivación, a través del pasillo hacia el ring. Una vez arriba, vi que El Mariachi ya estaba subido en el cuadrilátero. Sonaba Lose Yourself de Eminem en los altavoces. Las gradas, ahora ya aglomeradas, no paraban de gritar y animar. Jose le quitó la bandera y Artur subió al ring; estaba relajado, mirando fijamente a su rival, desafiándolo.

En la esquina local -gritaba uno de los jueces, intentando superar el griterío del público-, de la mano de Jose Hidalgo… ARTUR ZBUN!

El público vitoreaba a Artur, que ya había ganado moralmente este combate.

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Artur mira al público instantes antes de iniciar el combate.

Empieza el combate. Artur inicia agresivo, tratando de dar golpes rápidos, pero El Mariachi no se achicó, e intentó lanzar algún golpe al ucraniano. Artur los bloqueaba todos, como quien aparta una mosca en verano. Tras el primer minuto, Artur dejó de mostrarse tan agresivo y adoptó una posición más amenazante. Al verlo, recordé las palabras de Jose: «Ves dándole golpes rápidos, que se canse, enfádalo, hazlo fallar», y así estaba haciendo Artur.

Tras el primer asalto, Artur había conseguido dar un par de golpes en el cuerpo, sin recibir apenas ninguno. Pintaba bien para Artur.

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Artur estudia a su rival.
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Artur se recupera entre rounds.

El segundo asalto lo comenzó Artur igual que el primero: con mucha agresividad. Consiguió dar unos cuantos golpes en el rostro y en el estómago, e hizo que El Mariachi se cansara, obligando a este a engancharse constantemente a Artur. Consiguió recomponerse ―Orellana― y respondió con un movimiento de tres golpes seguidos. Acaba el segundo round, muy reñido. El tercero fue una especie de venganza de Artur por no haber dominado como él quería el anterior asalto. Empezó a golpear al rival en el cuerpo y en la zona del hígado; Orellana no acertaba en los ataques y estaba encajando muchos golpes. Acaba el tercer asalto.

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Orellana recobra fuerzas.
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Directo a la cabeza.

Durante el cuarto asalto, Orellana trató de remontar los golpes recibidos en el anterior. Consiguió enganchar alguno, incluso consiguió que Artur se cayera brevemente al suelo, pero no fue suficiente: seguía recibiendo golpes de Artur, que se mostraba más rápido, más técnico y con más fuerza. Quedaban pocos segundos de combate, y Orellana empezó a engancharle golpes a Artur. Jose e Isaac se miran, tensos; parecía que se les escapaba: Artur ya había caído al suelo, y ahora había recibido cuatro o cinco golpes duros. Sonó la campana que ponía fin al combate.

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Orellana se defiende.
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Segundos antes del final del combate. Dolor y cansancio compartidos, amistad en la lucha.

Vi que Jose comentaba algo con Artur, pero no lo conseguía escuchar porque empezó a sonar Highway to hell de AC/DC. Odio AC/DC por sus chillidos, que suenan como cuando mi bisabuela despellejaba vivo a un conejo.

Marcos! -gritaba mi fotógrafo. Lo miré. -¿Qué están diciendo?

-¡Yo qué sé! -chillé- ¡Es culpa de la música esta!

Los jueces deliberaron unos segundos, y entonces subió uno de ellos al cuadrilátero. Se puso en medio de Artur y Orellana. Mi fotógrafo iba sacando fotografías de la escena. Yo miraba a mi alrededor: la novia y los conocidos de Artur se veían tensos, pero no más que Jose e Isaac; vi al tío que me agarraba en el vestuario de Orellana sentado y mirando el móvil; el entrenador de Orellana parecía que ya sabía el veredicto; el público estaba en tenso silencio.

El árbitro levantó la mano de Artur y el público empezó a chillar en un éxtasis de locura. Bajó del cuadrilátero, abrazó a su novia, a Jose y a Isaac. Vinieron algunos del público para sacarse fotografías con él. Mi fotógrafo y yo nos ceñimos a observar la escena. Mientras Orellana hablaba derrotado con su gente, al otro lado del pabellón estaba Artur Zbun celebrando la victoria y siendo vitoreado. Resulta complicado comprender todo lo que puede pasar en los doce minutos de un combate; cómo dos personas que se han enfrentado pueden acabar tras los doce minutos.

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Un Artur triunfante se pasea por el ring.

Tanto Artur como Orellana se dieron un abrazo, y el primero bajó las escaleras.

-Hola, Artur -le dije-, estarás contento del resultado, ¿no?

-Hola… -empezó diciendo, alegre- sí, estoy contento, de momento todo bien… pero ahora entrenar… toca entrenar más y seguir.

-Así me gusta, Artur.

-Voy con familia, ¡gracias!

-¡Disfruta!

Cuando había decidido irme, vi cómo también bajaba Hairo Orellana.

-Hola Hairo, ¿cómo te encuentras? -le pregunté.

-Ah, muy bien, la verdad -decía-, fenomenal.

-¿A pesar de la derrota, te encuentras bien, con ganas?

-Yo sí, muy contento… hemos hecho lo que teníamos que hacer… hemos trabajao’ lo que teníamos que trabajar… salió lo que salió, pero no hubo resultado.

-Entiendo.

-Me siento también como un ganador porque he aprendido.

-A la próxima seguro que todo sale mejor.

-Eso es, muchas gracias.

Orellana se fue, perseguido por algún niño que quería fotografiarse junto a él, y mi fotógrafo y yo nos despedimos tanto de Sandor Martín, Jose Hidalgo, Isaac Farré y Artur Zbun.

Tanto Pau como yo sentíamos que nos acercábamos a la Esencia de la Competición, y es que la esencia surge desde lo bajo, y no desde la cumbre. Aquel que debe luchar por subir, y no por mantenerse arriba, es el que entiende qué es todo lo que implica el competir, es decir, conoce y se reafirma en la esencia del competir mismo. El que está en la «élite», y cree que sólo se debe mantener, no llegará jamás a comprender la Competición, ya sea deportiva, bélica o intelectual. La Esencia de la Competición reside en la lucha, en la superación, en el ser-más; el competidor esencial no es otro que aquel que se cree siempre en lo bajo, y lucha por subir, y basa su existencia en esta lucha, determinándose a sí mismo en su propia esencia. El competidor esencial no se mantiene, siempre compite, siempre busca la victoria, y buscándola, está buscando la esencia misma del competir.

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Marcos Castells y Artur Zbun conversan después del combate.

[1] Simular una pelea, golpeando, bloqueando y esquivando, sin oponente, con tal de mejorar la técnica y la coordinación.

Un comentario

  1. Muy conseguido, sobre todo la parte del «splash», digno de un Talese o Mailer!

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