Ajedrez

Alcohol, prostitutas, apuestas y jaques; cuando el ajedrez no era tan respetable

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El Café de la Régence según el pintor sueco Antti Favén

Durante la Edad Media y el Renacimiento el ajedrez fue, generalmente, un juego cortesano y aristocrático; un entretenimiento, además, que permitía sin problemas la participación de ambos sexos. Sin embargo, como explica el estudioso de Shakespeare, William Poole, al mismo tiempo tenía una vertiente relacionada con el mundo de las apuestas y, como metáfora literaria, era frecuente que evocase la guerra o el libertinaje sexual. El ajedrez era una excusa perfecta, por esa igualdad mencionada, para que un caballero visitase a una dama en su alcoba para echar una partida, lo que creó una cantidad inmensa de dobles sentidos relacionados con el juego.

En cuanto a la guerra, han sido infinitas las comparaciones. Si quieren una recurrente actualmente, a ver qué tal esta de Henry Kissinger en su obra On China donde comparaba el ascenso de este país frente a la cultura occidental: «Mientras en el ajedrez nos encontramos ante un juego de suma cero, con un único e inequívoco resultado posible y todas las piezas sobre el tablero, en el wéiqi se trata de obtener la ventaja estratégica y progresiva sobre el adversario, de rodearlo hasta consolidar una ventaja estratégica sobre él, para lo que cuentan tanto las piezas sobre el tablero como las que se encuentran fuera de él»

En el siglo XIX, cuando se llevó a cabo la mayor profesionalización del juego y se establecieron los grandes torneos internacionales, el lado oscuro o bohemio de los tableros seguía presente. En la Academia de West Point, por ejemplo, durante los años 30 del siglo XIX estaba prohibido jugarlo. Había controles y redadas vejatorias por parte de los oficiales para impedirlo. Podríamos hablar de incluso una vertiente agresiva y peligrosa del juego. En 1952, Einstein escribió en el prólogo de la biografía de Emmanuel Lasker (Vida de un maestro de ajedrez) una valoración muy negativa: «Confieso que la lucha por el poder y el espíritu competitivo expresados en la forma de ese juego ingenioso siempre me han repugnado». El texto reseñaba la invención por parte de Lasker en 1911 de otro juego, el laska, menos «violento», en el que las piezas del adversario no se eliminaban, sino que se podían hacer prisioneras y luego se liberaban.

«Les galeries du Palais-Royal», 1809, de Louis-Léopold Boilly

No obstante, si hemos de citar un lugar donde el ajedrez llegó a ser más callejero fue en el famoso local parisino Café de la Régence. Estaba localizado en el área de Palais-Royal. El gran cronista de aquella primera mitad del siglo XIX, Honoré Balzac, describía así el lugar en Las ilusiones perdidas del tríptico Escenas de la vida en provincias de su majestuosa La comedia humana. Este fragmento vio la luz en 1843:

Por todas las calles adyacentes iban y venían un gran número de rameras que podían pasear por allí sin retribución. De todos los puntos de París, las jóvenes de vida alegre acudían a aquel lugar a hacer su Palacio. Las Galerías de Pedro pertenecían a casas privilegiadas que pagaban el derecho de exponer criaturas vestidas como princesas, entre determinadas arcadas y en el lugar correspondiente del jardín, mientras que las Galerías de Bois eran para la prostitución un terreno público, el Palacio por excelencia, palabra que a la sazón significaba el templo de la prostitución. Una mujer podía ir allá, salir acompañada de su presa y llevarla adonde le pareciera bien. Estas mujeres atraían, pues, por la noche, una multitud tan considerable, que había que caminar lentamente, como en una procesión o en un baile de máscaras (…)Aquellas mujeres iban arregladas de un modo que ya no existe: escotadas hasta la mitad de la espalda, y también muy bajo por delante; lucían extraños peinados inventados para llamar la atención: ésta como habitante del país de Caux y aquélla otra como española; la una rizada como un caniche y la otra con trenzas; las piernas apretadas por unas medias blancas y exhibidas no se sabe cómo, pero siempre bien, toda aquella poesía infame se ha perdido.

La licencia de las preguntas y de las respuestas, aquel cinismo público en consonancia con el lugar, ya no se encuentra en el baile de máscaras ni en otros célebres que se dan actualmente. Era algo horrible y alegre. La carne resplandeciente de los hombros y del escote, relucía en medio de los trajes de hombres, casi siempre oscuros y producía los más magníficos contrastes. El barullo de las voces y el ruido del paseo formaba un murmullo que se oía desde la mitad de la mañana, como un bajo continuo bordado por las carcajadas de las prostitutas o los gritos de alguna rara disputa.

La prostitución en Palais-Royal en 1815, por Georg Opiz (1775-1841)

En este ambiente oscuro, hedonista y peligroso al mismo tiempo, como fueron siempre los cascos históricos de las ciudades antes de aribnb, se encontraba el citado café. El local fue testigo de acontecimientos históricos clave, como la Revolución francesa, o de subtramas a la postre decisivas como cuando un joven Karl Marx, embriagado y embelesado por las noches parisinas y su bohemia intelectual, conoció en este espacio al que sería su socio, Friedrich Engels, tomándose unas cervezas.

Sin embargo, aparte de por su ambiente, este local fue famoso como club ajedrecista. Antes de la gran reforma de París que llevó a cabo Napoleón III, estaba enclavado en el barrio que describe Balzac. Puede que después fuese un lugar donde reinaba un respetuoso silencio y hubiese una excelente iluminación, como cuentan algunas fuentes, pero si atendemos al testimonio que dejó un asistente como George Walker, jugador e historiador del ajedrez, el escenario cambia como de la noche al día.

En 1940, Walker escribió un extenso artículo sobre el lugar y el ambiente ajedrecista que retrató distaba mucho del entretenimiento burgués intelectual, silencioso, racional, educado y ordenado que llegó al siglo XX. Nada más entrar en el café, lo que había era un «estruendo de voces». El calor de la estufa era persistente hasta la asfixia y la iluminación con gas resultaba «opresiva». Decía que había risas, silbidos, cantos, chillidos, escupitajos, vómitos, gritos y golpes de toda clase. No sabía si estaba en un zoológico o en un asilo, bromeó. Al cruzar la puerta se preguntaba: «¿Puede ser esto ajedrez? ¡El juego de los filósofos!». Llegó a suspirar por algodón para taparse los oídos.

Por su puesto, se jugaba por dinero y se apostaba. Muchos de los parroquianos habituales a lo que se dedicaban era a desplumar novatos. La escena tantas veces vista en los westerns de malhechores y buscavidas que se dedicaban a dejar sin blanca a un borracho ocasional en una partida de póquer, aquí era tal cual pero con el ajedrez de por medio. Describiendo a uno de ellos, un tal Pillefranc, decía Walker que en 35 años que llevaba jugando en el café, jamás lo había hecho contra alguien de más nivel que él. Le compara con un «oscura y repugnante ave de presa». Y añade: «existen hombres que pueden encontrar placer en cebar una rata». Este tipo de personajes eran los más habituales y rara vez jugaban entre ellos. «El lobo no desgarra al lobo, el ladrón no roba al ladrón», explicaba.

Café de la Régence en 1845, por J. David.

Había aficionados al ajedrez de origen aristocrático, lo que hoy llamaríamos pijos, que se negaban a ir a un lugar así a jugar. En su caso, deambulaban por otros cafés de la ciudad. Pero el meollo estaba aquí, en la Régence, y el autor los consideraba «condenados, sin refugio ni lugar de descanso».

Uno de los antecedentes más famosos de las apuestas lo había protagonizado Robespierre años atrás. Jugó una partida contra un muchacho que logró vencerle. Al final de la partida, el chico reveló su secreto: era una mujer. A cambio de ganar, le pidió que liberase a su novio. Robespierre se marchó del lugar dejando una orden de liberación y un pasaporte.

También es divertida la imagen que daban los fanáticos del ajedrez ahí hacinados. Lo mismo que las calles colindantes estaban llenas de prostitutas, era raro ver mujeres dentro del local. Las que entraban, ni siquiera se molestaban en jugar al ajedrez, preferían el dominó o las damas. Una de ellas, cuenta el cronista, observando a los aficionados al ajedrez, les describe como mini-hombres, encogidos para volcar su atención sobre el tablero y no puede creer que «muestren tanto entusiasmo por sus juguetes de madera».

En otra ocasión, una mujer se había emborrachado con vino y profería gritos de guerra mohicanos. Al irrumpir entre las mesas de los ajedrecistas, estos no tenían ni la más mínima consideración. Le gritan «grosse vache», (vacaburra). Exabruptos que no son nada comparados con los que se sueltan al perder. Para Walker, el francés se encuentra entre los peores perdedores del mundo. Juraba que había visto que, alguna vez, al producirse el jaque mate, el perdedor tiraba al otro jugador por el suelo.

Durante la partida, los de alrededor que están mirando gritan lo que les viene en gana. Opinan de todo constantemente, señalan en el tablero y hacen sus predicciones ahí delante. Cuando un jugador mueve, nadie se corta en llamarle «asno» si creen que lo ha hecho mal y reírse en su cara. Si le ven pasarlo mal, se dedican a burlarse de él en cada movimiento. Ese ambiente es letal para quien no tiene nervios de acero. El propio Walker, jugador experimentado, confesaba: «He perdido muchas partidas en París por impertinencias similares y casi he jurado que la próxima vez que juegue al ajedrez allí será en una barricada».

Allí solo se respetaba a una persona, a Louis-Charles Mahé de La Bourdonnais. Al entrar recibía una ovación. En aquel año 40, posiblemente el mejor del mundo. En ese momento tenía 45 años y su caché era de un franco contra cien, tal era su nivel. Mientras jugaba con los que iban pasando por su tablero, fumaba como un carretero y se emborrachaba con ponche. Si su gran cualidad y asombroso talento era jugar rápido, lo sorprendente era que cuanto más bebía, más rápido jugaba. Se impacientaba tanto con los lentos movimientos de sus rivales que les insultaba o se reía de ellos. «Los hábitos de De la Bourdonnais sobre el tablero son, en efecto, todo lo contrario de lo que cabría esperar de un pensador tan profundo», señalaba Walker.

Louis-Charles Mahé de La Bourdonnais

Mucho cambió el ajedrez en las siguientes décadas, pero eso es algo que Walker no podía anticipar en ese momento. Para el recuerdo, las palabras más bonitas las dejó cuando vio que el juego estaba en manos de esas aves nocturnas: «El ajedrez fue una vez el juego de la aristocracia. Se les ha arrebatado, con otros derechos feudales». Algo que… le parecía bien. Maravilloso. Explicaba: «Una sala de ajedrez, para prosperar, debe estar abierta a todas las clases, libre como el aire del cielo, accesible, a bajo costo, para todos los hombres que puedan permitirse los lujos de un sombrero y un abrigo. El ajedrez, como la tumba, nivela todos los grados de rango y distinción convencionales, y reserva a sus grandes jugadores para… los mejores jugadores y ahora sirve de recreo de todos».

Por este motivo, y por la afluencia de personajes de todas las latitudes que acudían a jugar a este famoso club, sostenía Walker que en Francia había emergido un estilo de juego «variado y hermoso». Una lección de vida.