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Los desastres psicodramáticos de Argentina hasta 2022

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Vi jugar a Maradona, Messi, Ronaldo, Ronaldinho, Zidane y Riquelme, lo que no es poco. Vi proclamarse no una sino varias veces campeón local, de América y del Mundo a Boca, al que vi poner de rodillas nada más y nada menos que al Real Madrid. Vi campeón de Liga al Deportivo de La Coruña. Casi todo lo que soñé ver en el fútbol, lo vi. Solo hay una cosa que no vi y por la que muero desde que tengo uso de razón futbolística: ver a la Selección Argentina proclamarse campeona del Mundo. El domingo, finalmente, puede que lo haga.

El Mundial de Estados Unidos es el primero del que tengo recuerdos. Y qué recuerdos. Lo conté en el primero de mis Diarios de Catar. El debut de Argentina en aquella Copa, contra Grecia, el día de los tres goles de Batistuta y del de Maradona con colérica celebración gritándole a la cámara, fue el flechazo que hizo que, aún habiendo nacido en Estados Unidos y siendo hijo de gallegos de Galicia, hinche por la Albiceleste en todos y cada uno de los campeonatos mundiales en los que participa. Es por eso que sin poder procesar la derrota en el último partido de la fase de grupos ante Bulgaria y la eliminación contra Rumania en octavos de final, que se explican por el impacto emocional que provocó el doping positivo del Diego y posterior suspensión entre sus compañeros. Si a mí me hundió, no quiero ni pensar lo que habrán sentido el Cani y el Bati. La conferencia de prensa improvisada en su habitación de hotel, aquella del «no quiero dramatizar, pero me cortaron las piernas», significó la pérdida de mi inocencia futbolística y el final del Mundial que inició esa sucesión de decepciones, falencias y frustraciones que me provoca la Selección hasta, espero y ansío, dentro de un par de días.

Mi segundo Mundial, el de Francia, confirmó dos cosas. Por un lado, mi obsesión por el fútbol. Por otro, la Selección Argentina nunca me iba a hacer feliz. Nunca. Después de una primera fase triunfal, con victorias ante Japón, Jamaica y Croacia, partido que como el de Grecia en Estados Unidos nos hicieron ver en el colegio, llegaron los octavos de final y con ellos el choque contra Inglaterra, superado por penales. En cuartos, contra Países Bajos, sucedió lo inevitable. Batistuta remató al palo, Ortega cayó en la provocación de Van der Sar, le propinó un cabezazo y se fue expulsado y Bergkamp, en el último minuto, controló un pase largo de Frank de Boer como solo él (y tal vez Zidane) sabía hacer, se deshizo de Ayala y batió a Roa, clasificando a su selección a semifinales y terminando con mi ilusión. Como dije, la Selección Argentina nunca me iba a hacer feliz.

El Mundial de Corea y Japón me encontró en Galicia. Estaba en primero de bachillerato y, para ver el decisivo encuentro de la fase de grupos ante Suecia, que Argentina debía ganar sí o sí para clasificar a octavos, falté a la clase de Filosofía. No tenía opción: nunca me había perdido un partido de la Selección en un Mundial y esta no iba a ser la excepción. Además, qué mejor que el fútbol para aprender filosofía. Y aprendí. Vaya si aprendí. A veces, por mucho que uno se esfuerce y haga lo mejor que sabe o puede hacer, las cosas no salen como se espera que salgan. Como en la vida. El equipo de Marcelo Bielsa, gran favorito para proclamarse campeón junto a Francia, se quedó afuera de la Copa del Mundo en primera fase y yo, una vez terminado el encuentro, casi me peleo con uno de mis amigos luego de que este se burlase de la eliminación. No me enorgullezco, pero tampoco me avergüenzo. Por mucha filosofía que hubiese aprendido, seguía siendo un adolescente con las hormonas en estado de ebullición.

Alemania 2006 era el Mundial de Argentina. Este sí. Era el Mundial de Argentina. Mi Mundial. Estaba en la Universidad y pensaba que nada podía pararme. Pékerman, un tipo que había sabido formar jugadores y ganar mundiales juveniles, había juntado a Riquelme, Aimar, Tévez, Saviola, Cambiasso y Messi en un mismo equipo. El 6 a 0 a Serbia en la primera fase puso el listón muy alto y la victoria agónica ante México en octavos, con aquel golazo de Maxi en la prórroga, uno de los que más grité en mi vida, cargó de mística a una Selección que por fin parecía estar encaminada a ganar la Copa del Mundo. Sin embargo, Alemania se cruzó en cuartos y el sueño se convirtió en pesadilla durante la definición por penales de un partido que había terminado en empate a uno. La imagen de Messi sentado en el banquillo es un puñal con el diario del lunes en la mano, es un puñal para mí y para todos, pero no me parece tan grave ni evidente como el cambio de Cambiasso por Riquelme, con la Selección ganando 1 a 0 y necesitando tener la pelota a falta de escasos minutos para el final. Sigo sin entenderlo y sin asimilarlo, pero el fútbol, como la vida, siempre da revancha.

Con Maradona como entrenador, el de Sudáfrica estaba llamado a ser el Mundial de Argentina. De Argentina y de Messi. De Argentina, de Messi y de Maradona. Y mío. Siempre es mi Mundial. Estaban dadas todas las condiciones como para que Messi, después de varios años a un nivel extraordinario, se coronase bajo las órdenes de Maradona y yo fuese, de una vez por todas, feliz. Estaban dadas todas las condiciones para ello, pero no se dio. Alemania ganó 4 a 0 y eliminó a la Selección en cuartos y con eso, nuevamente, terminé con la moral por los suelos.

Había visto el partido en el bar de un pueblo de Ourense junto a mi mujer. Cuando terminó el encuentro, mientras emprendíamos el regreso a casa, me crucé con un grupo de alemanes que, al verme con la camiseta argentina, no tuvieron reparos en burlarse. Alemanes. En un pueblo de Ourense. No tiene ningún tipo de sentido, pero sucedió tal y como lo describo. Afortunadamente para mí, mis hormonas habían dejado de estar en ebullición hacía ya varios años. Eran varios y muy altos, y reaccionar como en el Mundial de Corea y Japón con mi amigo, no hubiese sido una buena idea.

La final de 2014 me hizo llorar. Nunca, pero nunca antes, había llorado por el fútbol. Bueno, sí. Pero por alegría. El gol de Palermo a River en la vuelta de los cuartos de final de la Copa Libertadores de 2000 me había hecho llorar de felicidad. Llorar, pero de tristeza, por una derrota, nunca había llorado. Y de tristeza nunca más volví a llorar. La final contra Alemania la vi solo. Grité mucho. Grité el gol anulado a Higuaín. Grité después del gol que falló Higuaín. Grité después del penal no cobrado por falta de Neuer a Higuaín. Grité después del gol que falló Messi. Grité después del gol que falló Palacio y me hundí, como nunca antes me había hundido, ni siquiera en 2002, eh, ni siquiera en 2002, después del gol de Mario Götze. Los últimos minutos de la prórroga los vi en estado de shock y, cuando el árbitro decretó el final del encuentro, lloré. Tanto nadar para morir ahogado en la orilla, diría Valdano. Y nunca mejor dicho. Terminé de rodillas junto al sillón, llorando con las manos en la cabeza y repitiendo «no puede ser, no puede ser» mientras mi perra, que no debía entender qué era lo que estaba sucediendo, me consolaba.

Lo que sucedió en 2018 me sigue generando tanta vergüenza como indignación. Este sí que era el Mundial de Argentina. Este sí que era mi Mundial. Pero no lo fue. Jorge Sampaoli, entrenador de la Selección durante la Copa del Mundo de Rusia, evidenció todos sus defectos y carencias, así como su falta de liderazgo, y desaprovechó una de las mejores versiones de Messi y lo que quedaba de una de las grandes generaciones de jugadores argentinos. En la que fue una de las actuaciones más vergonzosas y bochornosas de un combinado nacional tanto a nivel deportivo como organizacional, de perder contra Francia. El gol de Marcos Rojo en el último partido de la primera fase, probablemente el gol que más grité en toda mi vida, pareció dotar de mística al equipo a pesar de Sampaoli y todo lo malo que estaba sucediendo, pero fue un espejismo. Como Maradona en 1994, no quiero dramatizar, pero recordar todo lo que pasó en ese Mundial me genera lo mismo que a un veterano de guerra debe generarle recordar lo que vivió en el campo de batalla.

El domingo, en la final contra Francia, Argentina tiene que proclamarse campeona del mundo. No cabe otro resultado. Este es el Mundial de Argentina. Este es mi Mundial. Estuve ahí, tiene que serlo. Por juego y por sensaciones, el equipo de Scaloni tiene argumentos para ganar. Y Messi… Messi… el viaje de héroe de Messi, que diría Joseph Cambell, tiene que concluir con él levantando la Copa, elevándose al cielo y convirtiéndose en luz ante los ojos de miles de millones de personas. El destino del mejor futbolista de la historia del fútbol no puede ser otro. Quiero ver eso. Necesito ver eso. La Selección Argentina tiene que proclamarse campeona del mundo y hacerme, de una buena vez por todas, feliz.

7 Comentarios

  1. Por Scaloni y su «puta Vigo, puta Balaidos», que gane Francia.
    Argentina es el hooliganismo sobre la cancha. Equipos así se merecen lo que a los argentinos les ocurrió en Malvinas: el subcampeonato.

  2. Muchas felicidades David. Tras tantos años leyéndote en tu blog y por Twitter eres una de las personas por las que me alegro mucho. Yo tras ver a España ganarlo en 2010 también sentí una liberación, que ahora se torna en obligación de no hacer más el ridículo y pelear cada edición, tengamos o no equipo para ello.
    Un abrazo.

  3. Merche la prostituta mulata voluptuosa y ninfómana y feliz

    Gracias Leo Messi .

  4. Leo Messi es un campeón de Campeones como los boxeadores:

    Muhammad Alí, José Legrá, Sugar Ray Robinson Mantequilla Nápoles,Joe Louis ,Henry Armstrong y Marvin Hagler.

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