«Míreme a los ojitos», le decía Luis Aragonés al finalizar el entrenamiento mientras Romario bajaba la cabeza, el andar pesado, como si estuviera envuelto en una infinita resaca. «Míreme a los ojitos», insistía el de Hortaleza, su tercera temporada en Valencia, el entrenador que a punto había estado de birlarle el doblete al Atleti el año anterior gracias a los goles de Mijatovic. Luis hablaba y Romario seguía adelante, intentando no cruzar su mirada con la del entrenador, aparentando algo que no era desdén sino más bien aburrimiento. Aburrimiento de las tácticas, las obligaciones, los entrenamientos matutinos, la severidad del juego en equipo, el empeño en tratarle como a uno más cuando él no era uno más.
Él era Romario. Campeón de todo. El mejor goleador del planeta junto a su compatriota Ronaldo. ¿Qué más querían de él?, ¿para qué le habían llamado exactamente?, ¿para que se entrenara lo mismo que Poyatos, que Engonga…?
Si aquello iba a ser un pulso —y lo parecía— el brasileño no estaba dispuesto a perderlo. Ya había sucedido algo similar con Johan Cruyff y al final se salió con la suya, con un Barcelona que le esperó hasta bien entrado agosto, que amagó con castigarle y que acabó traspasándole al Flamengo. Aquel fue el inicio del fin de una era mágica y en Valencia tendrían que andarse con cuidado si no querían que pasara algo parecido. Si había que volver a Brasil, se volvía, pero gritos, a esas horas de la mañana, los justos, por favor.
Lo que no sabía Romario era que a Luis Aragonés no le gustaban los dibujos animados, y que, puestos a jugar, no era el mejor rival para tener enfrente. Aquella partida autodestructiva acabó como era de esperar: con el brasileño de vuelta al Flamengo, el madrileño en la calle a la jornada 14 y el Valencia en manos de Jorge Valdano, el último paso fugaz del argentino por los banquillos.
Romario y sus apuestas exageradas. Los aficionados querían goles y los entrenadores solo querían sudor y fidelidad a las normas. Romario era de todo menos un burócrata. Simplemente, un pillo, un tipo listo. A los 31 años volvió a Brasil aún como Campeón del Mundo para prepararse cara al Mundial de Francia que nunca jugaría, dispuesto al regreso por todo lo alto al fútbol europeo que jamás tuvo y con la mente fija en Río de Janeiro, el lugar donde empezó todo, allá por 1982.
Los inicios en el Vasco da Gama
El Vasco había sido un gran equipo en los 50, después se vio ensombrecido por el Santos de Pelé y el Palmeiras de Ademir da Guia en los 60 y en los 70 tuvo un pequeño renacer, con el título nacional de 1974, pero pronto volvió a caer en un cierto anonimato. Generalmente competitivo en el Campeonato Carioca, el Vasco siempre encontraba un rival superior, fuera el Flamengo o el Fluminense. Apoyado en la mítica figura de Roberto Dinamita, el estandarte del club de 1971 a 1989, conocido en España por su fugaz paso por el Barcelona en la temporada 1979/80, el Vasco había ganado el campeonato estatal en 1977 y 1982, sin la posibilidad de crear un grupo sólido de jugadores que ofrecieran resultados continuos.
En esas circunstancias, el técnico Antonio Lopes se vio obligado en 1985 a recurrir a un joven de 19 años que hasta el momento había pasado un poco bajo el radar de los especialistas. Un delantero de menos de 1,70 en los tiempos en los que los enormes Sócrates y Careca eran la referencia en el país. Un goleador en estado puro, chacal del área, habituado a marcar decenas de tantos en las categorías inferiores. El chaval entró en el campo sustituyendo a Mario Tilico en el segundo tiempo de un partido contra el Coritiba, febrero de 1985. Meses después, aún adolescente, marcó su primer gol. Aquel mismo año acabó segundo máximo goleador del torneo con 8 goles.
Su segunda temporada es la de consolidación. Haciendo pareja en la delantera con Dinamita, marca 21 goles y se proclama máximo goleador del Carioca, pero el equipo vuelve a ceder contra el Flamengo. Hay que esperar a 1987 para atisbar el gran cambio. Al equipo llega como entrenador Joel Santana, el que fuera defensa central en los años 70, ex compañero por tanto del propio Dinamita, y con él llegan Dunga y Mazinho, dos mediocampistas de fuerza para equilibrar el equipo, aunque el primero pronto emigraría a Italia. Junto a Donato, Paulo Roberto, Mauricinho, Tita y Geovani, el Vasco forma por fin un grupo fuerte y competitivo.
Son años dorados dentro de un presente algo anodino: el equipo que forma Santana y que consagra Lazaroni vive dos temporadas de gloria, imponiéndose de manera continua al gran Flamengo de los Jorginho, Edinho, Aílton o el mismísimo Bebeto. De su mano llega el Campeonato Carioca de 1987 y el de 1988. Romario es decisivo en ambos torneos, marcando en los partidos decisivos de las series finales y llegando a los 28 goles en su última temporada para un total de 70 en su primera etapa brasileña. Es entonces cuando reta al mismísimo Pelé y asegura: «Tengo solo 22 años, estoy convencido de que también acabaré marcando 1000 goles», un reto que llevará hasta el absurdo durante el resto de su larguísima carrera.
La llamada del campeón de Europa
Como era el caso de la gran mayoría de los jóvenes talentos brasileños, Europa llamó pronto a la puerta de Romario. Si bien en los tiempos pre-Bosman este éxodo no era tan exagerado como lo sería a finales de los años 90, la conexión entre Brasil y especialmente Italia y España había sido una constante ya desde los tiempos de Vavá en los 50. Lo que no era tan habitual es que el interesado fuera un equipo holandés. El PSV de Guus Hiddink venía de ser Campeón de Liga, Copa y Copa de Europa en un 1988 mágico e improbable. Después de años a la sombra del Ajax y el Feyenoord, Eindhoven se reivindicaba en el mapa futbolístico europeo gracias al apoyo económico de la Philips y veía en Romario la solución a su gran problema: la falta de gol. No en vano su primer y último entorchado continental llegó después de un triste empate a cero ante el Benfica, con el portero Van Breukelen como estrella en ese partido y en la eliminatoria ante el Real Madrid en semifinales.
Fue un verano agitado para Romario: marcado por sus continuos enfrentamientos con los distintos seleccionadores, su paso por la selección brasileña hasta el momento había sido más bien discreto: fuera de la convocatoria del Mundial Sub 20 de la URSS en 1985 y del Mundial de México de 1986 pese a la insistencia de la afición, Romario solo debutaría con la canarinha en 1987, contra Finlandia, marcando dos goles en su estreno. Eso le colocaba en buena posición cara a la Copa América que se iba a celebrar aquel verano en Argentina, pero, eclipsado por Müller y Careca, Romario se tuvo que conformar con jugar las segundas partes ante Venezuela y Chile. En el primer partido lograría marcar. En el segundo, solo pudo asistir en primera fila a la debacle brasileña, un 4-0 que le dejaba fuera de la competición ya en primera ronda.
El seleccionador Carlos Alberto Silva volvería a contar con el «baixinho» para los Juegos Olímpicos de 1988. El problema era que se celebraban en pleno mes de septiembre, es decir, cuando el PSV ya llevaba casi dos meses de competición liguera. Romario, máximo goleador de la competición olímpica y autor de goles decisivos en semifinales contra la Alemania de Klinsmann y contra la URSS en la final, llegaría a Holanda un poco a contrapié, con su medalla de plata al cuello pero dentro de un esquema muy rígido, un equipo hecho que solo contaba con la baja de Ronald Koeman y un técnico exigente al que tenía que demostrar su valía contrarreloj.
Lo cierto es que no necesitó mucho tiempo. Aquel PSV era ligeramente peor que el del año anterior y las comparaciones siempre estaban presentes. Pese a ganar de nuevo la liga holandesa y marcar 26 goles en los 33 partidos oficiales que jugó, Romario no pudo llevar a su equipo a reeditar la Copa de Europa. Después de eliminar con contundencia al Oporto en octavos, el PSV caería en cuartos ante el Real Madrid. Romario marcó en el partido de ida y en el de vuelta, un gol agónico en el minuto 89 que llevaba la eliminatoria a la prórroga. Allí decidiría Martín Vázquez.
La temporada 1989/90 estaba llamada a ser la de su consagración mundial. El comienzo de año fue tremebundo, con 31 goles en 26 partidos oficiales, cifras que ahora mismo solo están al alcance de los Messi o Cristiano Ronaldo y entonces, quizá, de Hugo Sánchez en su mejor versión. Fijo en las convocatorias de Lazaroni para el Mundial de 1990, todo se vino abajo cuando se lesionó la rodilla en el campeonato nacional a solo tres meses de la cita italiana. Desesperado por recuperarse y ayudado por los mejores fisioterapeutas brasileños, los que después tratarían a Ronaldo de sus múltiples lesiones y recaídas, Romario consiguió entrar en la convocatoria final pero apenas disputó un encuentro, contra Escocia, en el que no pudo marcar.
Aquel año, el PSV cedería la supremacía holandesa al Ajax después de cuatro títulos consecutivos. En Europa, volvería a caer en cuartos de final, esta vez ante el Bayern de Munich.
Los siguientes años de Romario son espectaculares a todos los niveles, pero las circunstancias no ayudan: ya sin Hiddink en el banquillo, sustituido por Bobby Robson, el PSV ganaría aún dos títulos más de liga en 1991 y 1992, pero sus mejores años en Europa quedaban atrás con la retirada de buena parte de la generación que había llevado a Holanda a ganar la Eurocopa de 1988. Si a eso le sumamos el mal momento de la selección brasileña y una cierta propensión a las lesiones y la mala vida, se puede decir que Romario durante estos años vuela un poco bajo el radar pese a los contundentes números: 128 goles en 140 partidos, tres títulos de máximo goleador nacional, uno de máximo goleador de la Copa de Europa (1989) y otro como «pichichi» de la Copa de la UEFA de 1993.
Aquel año, el brasileño se fue a las 32 dianas en 36 partidos, pero el PSV ya no estaba a su nivel competitivo. Superado por el Feyenoord, el equipo de Eindhoven no tuvo más remedio que ceder a los deseos de su estrella y traspasarlo al Barcelona de Johan Cruyff por unos 5 millones y medio de dólares más casi otros cinco en concepto de ficha para el jugador, unas cifras más que notables en aquellos tiempos. Así comenzaba la mejor temporada de Romario, la que le llevaría a ser considerado el mejor jugador del mundo.
Cuando Romario encontró a Johan
De nuevo, Romario tenía que «reinventarse». Llegaba a un equipo ganador, con un técnico holandés de ideas muy claras y un estilo de juego que en principio no se acoplaba a sus características. Hasta ese año, el Barcelona venía jugando un 3-4-3 flexible en los que los extremos caían hacia el centro y la referencia en punta variaba entre un «falso nueve» como Laudrup y un ariete corpulento como Julio Salinas.
Cruyff no tardó en hacer hueco al brasileño y éste no tardó en reivindicarse, con una pretemporada ya de escándalo, lo que haría a Jorge Valdano, entrenador por entonces del Tenerife, acuñar la famosa frase: «Romario parece un jugador de dibujos animados», que acompaña desde entonces cualquier biografía española del jugador y ésta no va a ser menos. Su rápida adaptación al medio supuso el primer problema serio para el Barcelona. En aquellos tiempos, los clubes españoles podían tener cuatro extranjeros, pero solo tres a la vez en el campo. Durante los años de apogeo del cruyffismo, el Barcelona había basado sus éxitos en el trío Koeman-Laudrup-Stoichkov, dejando a Richard Witschge un papel anecdótico dentro de la plantilla.
La llegada de un cuarto extranjero competitivo obligaba al entrenador holandés a elegir en cada partido quién se quedaba fuera de la convocatoria. Pese a la evidente conexión que tenía con el brasileño, fue Michael Laudrup el encargado de pagar los platos, en la que sería su última temporada en el Barça antes de darle el año siguiente al Real Madrid su primera liga en cinco años.
Aquel año es muy difícil de analizar. El Barcelona siempre había sido un equipo impredecible, de sensaciones y momentos, capaz de pasar por encima de un rival o dejarle unas facilidades defensivas imperdonables al más alto nivel. Lo de la temporada 1993/94 fue una exageración. Es curioso que esa versión del «Dream Team» sea la más recordada y que el nombre de Romario esté en todas las alineaciones de los aficionados cuando apenas jugó una temporada a alto nivel en el club. Su importancia fue tal que dejó en segundo plano a casi todos sus compañeros menos al búlgaro Stoichkov. Si a nivel individual, la temporada dejó jugadas inolvidables como el gol en El Sadar a pase de Laudrup o la «cola de vaca» que inició su triplete contra el Real Madrid, el rendimiento del equipo dejó por momentos mucho que desear.
En liga, el Barça se encontró con la pujanza del Super Depor de Arsenio Iglesias, comandado precisamente por otros tres brasileños: Mauro Silva, Bebeto, pichichi la anterior temporada, y Donato, quien fuera compañero de Romario en sus inicios en el Vasco da Gama. El Deportivo de la Coruña dominó la liga de principio a fin, en ocasiones con ventajas de cinco o seis puntos sobre un Barcelona que oscilaba entre la segunda y la tercera posición y era capaz de lo mejor y lo peor. Ganarle 5-0 al Madrid o perder 6-3 en La Romareda. Irse 0-3 al descanso en el Calderón para perder 4-3 al final del partido… Después de una remontada impresionante en las últimas jornadas, los de Cruyff consiguieron llegar al último partido con posibilidades remotas de hacerse con su cuarto título consecutivo. Necesitaban ganar en casa al Sevilla y que el Deportivo no hiciera lo propio en Riazor ante un Valencia que no se jugaba nada.
Como ejemplo de lo que venía siendo la temporada, el Barcelona prácticamente regaló el primer gol a los sevillistas en una de tantas jugadas estrambóticas en defensa. Romario empató tras una gran jugada de Laudrup, pero Suker volvió a adelantar a los del Nervión. Aunque al descanso, el Deportivo no ganaba… el Barcelona perdía 1-2, y decía así adiós al título. Mostrando de nuevo su bipolaridad, los de Cruyff salieron en la segunda parte como un ciclón: Stoichkov marcaba el empate, Romario hacía el 3-2 poco después y Laudrup y Bakero completaban la goleada. Cumplido el expediente y con Romario ya coronado como Pichichi en su primer año en España con 30 goles en liga, justo los que había prometido al llegar, todas las miradas pasaron a Riazor, donde el Deportivo disponía de un penalti para llevarse la primera liga de su historia en el tiempo de descuento.
El resto ya lo saben: Bebeto se hace el loco, Djukic hiperventila y González detiene.
La euforia se dispara en Barcelona y nadie hace nada por evitarlo. Completamente destensados y confiados aterrizan la siguiente semana en Atenas dispuestos a ganar su segunda Copa de Europa en tres años frente al Milan de Capello. Los italianos, preparados desde tiempo atrás, y con un marcaje zonal que dejaba continuamente fuera del juego a Romario, no dieron opción alguna. El partido acabó 4-0, una de las mayores exhibiciones de la historia reciente de la competición. A Romario no pareció importarle, él tenía un objetivo más importante en la mente: la Copa del Mundo que se celebraría en Estados Unidos.
La apoteosis «canarinha»
Como hemos apuntado antes, la relación de Romario con la selección brasileña siempre fue algo tormentosa, igual que su vida privada. Apartado por indisciplina del equipo juvenil que disputaría y ganaría el Mundial Sub 20 de la URSS y demasiado joven para ser convocado siquiera para el Mundial de México 86, Romario tuvo que esperar a la Copa de América de 1987 para debutar y aquello no fue precisamente llegar y besar el santo. Suplente de Müller y Careca, consiguió marcar un gol pero su equipo fue vapuleado por Chile en primera ronda.
La medalla de plata olímpica en 1988 fue el preludio a unos primeros años dorados con la selección. Ya con Lazaroni en el banquillo, Romario fue convocado para la Copa América que los brasileños jugaban en su país. Era una cuestión de estado, pues la canarinha llevaba 50 años sin levantar el trofeo, una sequía impropia. Afirmado en la titularidad, o baixinho sería el jugador clave para el triunfo brasileño y viviría su primera apoteosis en Maracaná: después de eliminar a la Argentina de Maradona en el duelo de la liguilla con un gol suyo, Romario volvería a marcar en la final ante la Uruguay de Francéscoli y Rubén Sosa, exorcizando los fantasmas de 1950 y consiguiendo así su primer título con la selección.
Dispuesto a dar el paso al estrellato en 1990, una lesión inoportuna le relegó al banquillo en el Mundial de Italia. Lazaroni lo fió todo a Dunga y a un estilo más europeo y los resultados fueron lamentables: pobrísimo juego, eliminación ante Argentina en octavos y un Romario cariacontecido que solo pudo disputar unos minutos ante Escocia, sin conseguir marcar. Aquella experiencia quedaría en la mente del delantero como una cuenta pendiente, y ya hemos visto que aparte de bajito, Romario podía llegar a ser muy cabezón.
Empeñado en ser la gran estrella, la gran referencia, Romario estuvo a punto de mandar todo su talento al garete. Una bronca pública con Carlos Alberto Parreira por no convocarle en un amistoso contra Alemania en diciembre de 1992 le costó el ostracismo justo en el peor momento: el de la fase clasificatoria para el Mundial de Estados Unidos. Brasil acumulaba decepción tras decepción, pero Parreira seguía apostando por Bebeto y Müller, impasible, tratando de consolidar la europeización que había comenzado Lazaroni cuatro años antes. Aquello era absurdo: Romario brillaba en Europa pero ni siquiera iba convocado con su selección porque su entrenador se había enfadado. Era algo común en aquellos primeros 90: les pasó a Cantonà y Ginola en Francia y a Míchel y Butragueño con Javier Clemente en España.
El talento, masacrado por la burocracia y la militarización del fútbol
Una serie de factores influyeron en que Romario no pasara el verano de 1994 en la playa de Copacabana: primero, su condición de estrella indiscutible en el Barcelona; segundo, la espantosa fase de clasificación de la seleçao, con derrotas vergonzosas ante equipos muy inferiores como Bolivia; en tercer lugar, la presión constante de los aficionados sobre Parreira para que readmitiera al ídolo… y por último, la casualidad perfecta: una lesión de Müller que le apartaba del último partido de clasificación, el único que jugó Romario. Era una situación ideal para ambos: el jugador disponía de su oportunidad y el entrenador no quedaba como un calzonazos. Aquella decisión marcó el desarrollo del Mundial: Baixinho volvió a masacrar a Uruguay en el Maracaná con dos goles que clasificaban a su equipo in extremis.
Con todo, el Brasil de 1994 no enamoraba. Las crónicas recuerdan a Bebeto y a Romario, claro, pero detrás de ello había más bien poco: Mauro Silva y Dunga organizaban el equipo con la ayuda puntual de Mazinho y el peligro llegaba sobre todo con las incorporaciones de Cafú por la banda derecha, los libres directos de Branco y las apariciones fugaces de los irregulares Leonardo y Raí. Conducidos con mano pretoriana desde el banquillo, los brasileños pasaron la primera fase sin problemas con dos goles de Romario pero sufrieron de lo lindo ante Estados Unidos en octavos, donde un solitario gol de Bebeto les daría el pase a la siguiente ronda.
Ahí esperaba Holanda, la siempre espumosa Holanda. Brasil se puso 2-0 arriba con goles de Romario y Bebeto pero Bergkamp y Winter pondrían el empate a 15 minutos del final. Agobiados por la presión oranje, Brasil tuvo que recurrir a un misil de Branco en el minuto 81 para llegar a las semifinales de un Mundial por primera vez desde que se establecieran las eliminatorias a partido único. Ni siquiera el partido contra Suecia, un rival bastante inferior, fue fácil. Los suecos contaban con Larsson y Brolin delante y se habían deshecho de la Rumanía de Hagi en la anterior ronda por penaltis. Tuvo que ser de nuevo Romario el que sentenciara el partido con su quinto gol del torneo, cuando la prórroga ya se mascaba.
La final contra Italia fue infame, nada que ver con el mítico partido de 1970 en México. Muy descentrado y sin apenas entrar en contacto con el balón, Romario pasó desapercibido en aquel partido, como lo pasaría Bebeto y el fornido Viola, que salió en la prórroga cuando la afición esperaba al jovencísimo Ronaldo Luiz Nazario. El parecido entre aquel Brasil y el PSV que ganó la Copa de Europa de 1988 era obvio, tan obvio que el título les llegó de la misma manera: en los penaltis y después de los fallos de Baresi y Baggio, las dos estrellas de la selección italiana.
Romario sería elegido mejor jugador del torneo y meses después, mejor jugador del año para la FIFA. Recordemos que, por entonces, el Balón de Oro solo se concedía a jugadores europeos. El hecho de que lo ganara su compañero en el Barcelona, Hristo Stoichkov, invita a pensar que, de no haber existido esa estúpida regla, el galardón de France Football habría ido para el brasileño, quien, después de la gloria, decidió darse un descanso merecido en las playas de Río jugando al futvolley, un descanso que prolongó hasta lo que él consideró necesario… que no era exactamente lo que a su entrenador en el Barcelona le parecía oportuno.
De gol en gol, de bronca en bronca
Si Romario siempre había tenido problemas de indisciplina, a partir de aquel momento, con 28 años y en la cima del mundo, la situación se le fue de las manos. En Brasil le trataban como a un Dios, le querían como a un Dios y llevaba la vida de un dios nocturno y ojeroso. ¿Para qué darse prisa en volver a la disciplina del entrenamiento diario? Alegando cansancio, pidió unos días extra para incorporarse al Barcelona. El club se los negó, pero no sirvió para nada: Romario se quedó en Río, de batucada en batucada mientras sus compañeros sufrían para ganarle la Supercopa al Zaragoza.
Cruyff y Núñez estaban fuera de sus casillas. Solo la habilidad negociadora de Joan Gaspart y sus contactos en Brasil hicieron que, una vez más, Romario se atuviera a un acuerdo intermedio: ni tan tarde como él pretendía, ni tan pronto como su entrenador reclamaba. En cualquier caso, el daño estaba hecho. El Barcelona ya había sobrevivido de milagro al año anterior y esta vez no quedaban fuerzas ni hambre. Desde el principio, los resultados fueron pésimos, con el agravante de que el Madrid de Valdano y Laudrup no dejaba de ganar.
Señalado por el club y por el entorno, Romario nunca llegó a tomarse en serio aquella temporada. Jugó 13 partidos de liga, en los que marcó 5 goles y participó en la última exhibición del «Dream Team»: el 4-0 ante el Manchester United en Copa de Europa. Sería el canto del cisne. Harto de Cruyff y harto de Europa, invadido por la saudade de las playas, la gloria y las chicas fáciles, Romario presionó hasta que consiguió que el Barcelona lo vendiera al Flamengo, el archirrival del Vasco en Río. Su último partido en España fue en el Bernabéu ante el Real Madrid. Significativamente, el Barcelona perdió 5-0.
Su llegada al Flamengo fue interpretada como una traición por muchos de sus antiguos seguidores del Vasco, pero para el campeonato brasileño supuso una inyección de moral. Empresas como Parmalat ya llevaban tiempo invirtiendo en la liga y el dinero empezaba a aflorar. El hecho de que una superestrella como Romario decidiera volver a Brasil se quiso interpretar como una señal de que los tiempos estaban cambiando. Nada más lejos de la realidad. La aparición de la llamada «Ley Bosman» ese mismo año supondría el desguace constante de las plantillas brasileñas, cuyo campeonato se convirtió en una mezcla de jóvenes promesas que no dejaban de aparecer y veteranos consagrados que elegían un retiro dorado.
Pese a que Romario tenía aún 29 años y estaba en lo mejor de su carrera, su actitud no fue precisamente la adecuada. Desganado y algo pasado de kilos, apenas marcó 8 goles en sus 16 partidos de liga con el Flamengo, que, pese a todo, ganaría el Campeonato Carioca de aquel año. El descanso del guerrero duró aproximadamente un año y medio. Alejado de la selección brasileña por la decisión del nuevo técnico, Mario Zagallo, de ir introduciendo a jóvenes con futuro, y peleado con su entrenador Wanderlei Luxemburgo, o baixinho decidió volver a Europa para prepararse bien cara a la cita mundialística de Francia. Sabedor de que su reputación en España, pese a su polémica salida, seguía intacta, decidió firmar por el Valencia, que suplía así la baja de Pedja Mijatovic, fichado a golpe de talonario por Lorenzo Sanz para el primer proyecto de Fabio Capello en el Real Madrid.
Aquello no acabó nada bien. En Valencia tenía que luchar con el Piojo López, Goran Vlaovic y Gabi Moya, un favorito del técnico Luis Aragonés, para conseguir la titularidad. Sin embargo, Romario no tenía gana ninguna de pelear por nada. Sus faltas de disciplina fueron constantes, su desempeño en el campo, dudoso, y sus compañías, mejorables. Eso sí, incluso en las malas, en las muy malas, mantenía el toque mágico cara a la portería: solo disputó cinco partidos con aquel Valencia, pero marcó cuatro goles. Las malas relaciones con el técnico y la mala situación del equipo en la tabla terminaron con el brasileño de vuelta a su país, cedido de nuevo al Flamengo, abandonado a la noche, las garotas y el Carnaval continuo de Río.
Tampoco al propio Luis le fueron demasiado bien las cosas, siendo sustituido por Jorge Valdano en el banquillo valencianista a mitad de temporada. La presencia del argentino, unida a la fe del presidente Francisco Roig en recuperar a Romario para el fútbol europeo, hizo que el delantero volviera a España al año siguiente, después de completar una excelente Copa de América en la que formó dupla de ataque con O Fenómeno, el primer Ronaldo del Barcelona. Entre los dos llevaron a Brasil al triunfo y nadie dudaba de que harían lo propio un año más tarde en París.
Aquella temporada 1997/98 fue, sin embargo, muy decepcionante para Romario. Ya superada la treintena, volvió a tener los mismos problemas del año anterior y continuó con sus caprichosos ataques de saudade. Repitiendo los mismos pasos, tras seis partidos y un gol, el brasileño volvió al Flamengo, esta vez con opción de compra, y su entrenador volvió a ser despedido a mitad de temporada. Las cosas en Brasil no mejoraron: una delicada lesión muscular le tuvo fuera de combate gran parte del año. Pese a su insistencia en que acabaría recuperándose, la Comisión Técnica de la Federación no pensó lo mismo y le descartó para el Mundial. Romario, que ya había conseguido colarse de rondón en la convocatoria de 1990, se tomó la decisión como un ataque personal, casi un insulto. Son los problemas de un ego excesivo. Pese a la aparición de Ronaldo y Rivaldo, Brasil no iba sobrada de delanteros, muestra de ello es que un Bebeto ya muy pasado de forma empezó el Mundial de titular.
Romario no daba crédito y empezó una campaña de desprestigio algo pueril contra Zico, el director técnico de la selección y, por supuesto, Zagallo, el seleccionador con quien nunca había llegado a congeniar, llegando a colocar un grafiti de los dos muy poco amable en los cuartos de baño de su bar Café del Gol en Río. La selección llegaría a la final de aquel campeonato, cayendo derrotada contundentemente ante los anfitriones, con dos goles de Zidane en la primera parte. La crisis nerviosa de Ronaldo, que aún hoy en día sigue dando de qué hablar, justo antes del partido decisivo, hizo que la torcida echara todavía más de menos a su ídolo. Zagallo dejó inmediatamente la selección pero su sustituto, Wanderlei Luxemburgo, que ya había tenido problemas con Romario en el Flamengo, le mantuvo dos años más en el ostracismo.
Con 34 años, Emerson Leao le da una nueva oportunidad y el jugador responde con siete goles en dos partidos: tres contra Bolivia y cuatro contra Venezuela. Pese a todo, no disputa la Copa Confederaciones de 2001 y acusa el nuevo cambio de seleccionador: la llegada de Scolari al banco supone un nuevo enfrentamiento. Felipao quiere llevarle a la Copa América pero Romario argumenta una operación en la vista para saltarse la convocatoria. Inmediatamente después, se pone a jugar amistosos con su club por México, lo que desata la ira del seleccionador, quien no volverá a contar con él pese a la intervención del presidente Cardoso, las propias lágrimas del jugador en una entrevista televisiva y la masiva insistencia de la afición brasileña, harta de ver cómo su equipo sufría hasta el último partido ante Venezuela para conseguir la clasificación.
El tiempo daría la razón a Scolari: gracias a un enorme Ronaldo y los destellos de Ronaldinho, Rivaldo o Denilson, Brasil ganaría en Corea y Japón su quinto entorchado mundial. La carrera de Romario en la selección se limitaría a un par de partidos amistosos en 2004, que sirvieron de homenaje a los campeones de 1994, y una última convocatoria ante Guatemala en 2005, con 39 años. Marcó el segundo gol de su equipo y se retiró entre lágrimas, aplaudido a rabiar por los aficionados.
Los últimos campeonatos y el empeño absurdo de los 1000 goles
Romario nunca dejó de marcar goles. Su comportamiento privado podía dejar mucho que desear, pero una vez se enfundaba la camiseta de su equipo, fuera el que fuera, se podía esperar lo mejor de él. En 1999, su enésimo escándalo —esta vez una fiesta nocturna con otros jugadores del Fla en la víspera de un partido decisivo de la Copa Mercosur— provoca la rescisión del contrato que le une con el club de Río y marca su vuelta al Vasco de Gama, donde es recibido como un héroe. Hasta cierto punto, esa vuelta a casa le calma, aunque ya hemos visto que su comportamiento errático no le hizo ningún bien en la selección. Fue el máximo goleador de la competición con 34 años y disputó el primer Mundialito de Clubes formando pareja de ataque con Edmundo, otro delantero voraz de cabeza dispersa, perdiendo la final contra el Corinthians.
Sus dos años en el Vasco fueron muy exitosos, especialmente para un hombre de su edad, aunque hay que insistir en que el nivel del campeonato brasileño en aquella época distaba mucho del de principios de los 90. De 1999 a 2001 marcaría 35 goles en 38 partidos y su equipo levantaría el Campeonato Brasileño del año 2000 y la Copa Mercosur de ese mismo año. Sin embargo, de nuevo su carácter le traicionaría durante la temporada 2002, realizando gestos obscenos en mitad de un partido a unos aficionados que le estaban silbando y provocando así el rechazo unánime del resto de la afición, lo que provocó su traspaso al Fluminense, otro equipo de Río, donde siguió marcando goles de manera impenitente —20 en 29 partidos— y volvió a salir por la puerta de atrás, esta vez para jugar tres meses en Qatar, seducido por los petrodólares.
Tras una nueva bronca con su entrenador, el croata Luka Peruzovic, que le acusa de ser un mal profesional, Romario vuelve al Flu con 37 años y vuelve a ser el máximo goleador del equipo, evitando su descenso de categoría. En la temporada 2003-04, el Fluminense se refuerza con varias estrellas, incluyendo de nuevo a Edmundo, que acabó tarifando con o baixinho en el Vasco y la cosa acaba como era de esperar: de escándalo en escándalo, incluso con agresiones a aficionados. Al final de temporada, el equipo decide no renovarle.
Cualquier otro jugador ya se habría retirado, pero Romario no era cualquier otro jugador, eso lo había dejado claro desde el principio. Llevando unas cuentas estrafalarias, que incluían amistosos y pachangas, el delantero se motivó con la idea de llegar a los 1000 goles, como había prometido 20 años antes, y no descansó hasta conseguirlo. Volvió al Vasco de Gama en 2005, marcando 23 goles con 39 años, segundo máximo artillero del Campeonato Carioca. En 2006 prueba en la Major League Soccer con el equipo de Miami y logra 17 goles en 21 partidos. Con 40 años ya, esa sería su última temporada completa. Aún jugaría partidos sueltos en Australia con el Adelaide United y volvería al Vasco para una cuarta aventura, que se saldó, a los 41 años, con 15 goles en 19 partidos. Uno de ellos fue el gol 1000, el que le igualaba con Pelé. La FIFA, con su facilidad para el escándalo, salió inmediatamente a defender a su niño mimado y asegurar que solo le constaban unos 600 oficiales. Como si eso a Romario le importara lo más mínimo. Era su carrera, era su récord y eran sus cuentas. Punto pelota. Un hombre excesivo incluso en las matemáticas.
Con 42 años, anunció su retirada oficial del fútbol, en su querido Vasco da Gama, que le preparó un bonito homenaje con DVD incluido. Como si quisiera de nuevo salirse con la suya, Romario desbarató el momento disputando aún un partido más, el 25 de noviembre de 2009, con el América, el equipo de su padre, muerto el año anterior. En ese partido, el América consiguió el ascenso a Primera División del Campeonato Carioca, pero Romario declinó seguir, centrándose —es un decir— en labores administrativas.
En 2011, rizando el rizo de la excentricidad, decidió presentarse a diputado federal por Río de Janeiro con el PSB. Los brasileños, un pueblo con un sentido del humor envidiable, le eligieron para que les representara en el Parlamento. Un jugador excesivo, un país excesivo, una historia de 25 años de profesionalismo que le podrían haber convertido en uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, sin discusión, de haber podido participar en algún Mundial más o si no se hubiera recluido tantos años en las ligas brasileña y holandesa, de un nivel inferior.
A los aficionados españoles nos queda el recuerdo de ese año mágico en el Barcelona. Su único gran año en nuestro país. Un año que vale por una carrera. La explosividad, la zancada corta y el centro de gravedad bajo, el remate imposible, el manejo de todos los recursos… Lo nunca visto hasta que apareció su némesis: un delantero robusto, con tendencia al sobrepeso, zancada imponente, velocidad imparable y precisión suiza: Ronaldo Luiz Nazario. Dos nombres que marcan una década y una época. Dos nombres que el destino y los entrenadores separaron demasiado pronto. La burocracia, de nuevo. La táctica frente a la técnica. El estajanovismo pretoriano. Conceptos que a Romario le resultaban arcaicos. Él disfrutaba del fútbol donde era preciso: en el campo. Fuera, ni siquiera veía los partidos. Hacía bien: tanto ver correr para nada hubiera acabado agotándolo.
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