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El penalti de Djukic: Resiliencia serbia frente a persistencia gallega

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Cicatrices

«Arrieros somos y en el camino nos encontraremos». Fue la primera frase, bañada en rabia y venganza contenida, que Francisco Liaño, portero del Deportivo de La Coruña entre los años 1991 y 1996, le dirigió al Valencia C.F. tras el partido. Minutos antes, en aquella tarde-noche del 14 de mayo de 1994, el portero ché, José Luis González, había detenido un penalti en el último minuto de la última jornada que impidió al Deportivo lograr el campeonato. El penalti lo tiró —centrado y flojo— el serbio Miroslav Djukic, líbero elegante y sobrio que dio nombre a aquel capítulo imborrable de la Liga española, si acaso el más dramático; sin duda el más cinematográfico: el penalti de Djukic.

Aunque los arrieros, efectivamente, se encontraron —el Deportivo se alzó con la Copa del Rey la temporada siguiente frente al Valencia— la cicatriz no se borró. En A Coruña se decía entonces que sí, que se había consumado la venganza, que se había compensado el daño. Pero no. Años más tarde, en la temporada 99-00, el equipo blanquiazul ganó la Liga. Se convirtió en el noveno equipo en hacerlo en la historia y tanto la prensa como los foros deportivos de cualquier índole coincidían: «Ahora sí, la herida ha cicatrizado». Pero seamos francos: tampoco entonces lo hizo.

El penalti de Djukic siguió y sigue ahí. Y siempre lo hará. No podía ser de otra manera si hablamos de un equipo gallego: sin importar lo que se haya logrado después, el paisano del coruñés barrio de Monte Alto —taza de Ribeiro en mano y codo en barra— se lamentará siempre de aquello. Es lo que el psicólogo y experto de la memoria, Daniel Schacter, denominó pecado de la memoria o persistencia. Consiste en la incapacidad de superar la carga emocional de un suceso traumático, es decir, la imposibilidad de olvidar un recuerdo negativo. La persistencia emocional empuja a revivir, una y otra vez, el hecho, preguntándose qué hubiera pasado si se hubiera actuado de otro modo, lo que suele terminar en depresión grave que, en ocasiones extremas, puede conducir al suicidio.

El diagnóstico encaja perfectamente en Galicia, el país del orballo, de la negra sombra de Rosalía de Castro, de la larga noche de piedra de Celso Emilio Ferreiro. Encaja con las cruces en las rocas de las rías, con el lamento del campanario que toca a muerto y con el deambular de la Santa Compaña. Con el «conxuro», los malos espíritus y el sentimiento trágico de la vida. Con la saudade —que te impide estar bien aunque estés bien— y con la incapacidad para olvidar, aunque la vida te sonría. Encaja, definitivamente, con lo que supuso el penalti de Djukic.

Miroslav Djukic (Foto: Cordon Press)

Por suerte o por desgracia el pecado de la memoria se ha cronificado en Galicia, de modo que el seguidor herculino no consuma el suicidio deportivo, sino que convive con él en armónica depresión. Es el «estouche moi mal, vou morrer», pero al final nunca «morre». El penalti de Djukic en Galicia, como cualquiera de sus otras penas, se enquistó.

Frente a esto, la resiliencia demostrada por el protagonista de la tragedia. Miroslav Djukic, serbio, balcánico, curtido, sufridor, frío, eficaz. Superó el trago. Djukic demostró ser un admirable caso de lo que en psicología se conoce como resiliencia: se centró en lo positivo y no en las emociones negativas. Le costó: «La jugada, la imagen, el momento, me persiguió durante mucho tiempo, —aseguraría años después— era como una obsesión insana. Un día decidí que no podía seguir pensando en aquel maldito instante. No quería volverme loco».

No es un asunto menor. En 1986 el lanzador de beisbol Donnie Moore falló la bola que, de haberla colocado bien, le habría dado el campeonato a los Angels de California. Moore era un ídolo en aquel equipo y un consumado lanzador. Pero falló esa última bola, la última del campeonato, y su error hizo campeón a los Red Sox. Moore jamás superó aquel trance y, aunque los aficionados le siguieron apoyando con lealtad, terminó suicidándose en 1989. Djukic, por el contrario, demostró entereza psicológica. Tras aquel error ganó una liga con —aquí una paradoja— el Valencia, y tuvo posteriormente una carrera como entrenador. La resiliencia: mirar atrás sin miedo, superando los problemas. Que la memoria no duela. Algo difícil, evitar el dolor, después de lo que se vivió aquel 14 de mayo en Riazor.

Cinco atrás y balones a Bebeto

Futbolísticamente, era la época de los pantalones a medio muslo, de los dorsales del 1 al 11 sin nombre, de los fondos de cemento y las bengalas, del árbitro de negro y de El Día Después con Ignacio Lewin y sus varios relojes. Deportivo y Valencia se enfrentaban en la última jornada de la temporada 93-94. El equipo coruñés había ascendido dos campañas antes. En la primera (91-92) se salvó en la promoción de regresar a Segunda después de vencer en el partido de vuelta al Betis, hecho que hermanó a la hinchada blanquiazul con la sevillista.

En la siguiente (92-93), Lendoiro, presidente del equipo herculino, fichó a dos nombres propios del deportivismo: el delantero Bebeto —procedente del Vasco de Gama— y el mediocentro Mauro Silva, del Clube Atlético Bragantino, ambos brasileños y desconocidos para la mayoría de aficionados españoles. La apuesta salió más que bien: ese año, para sorpresa general, el Depor terminó la temporada en tercera posición. Ante la dualidad Madrid-Barça aparecía un pequeño equipo sólido atrás con mucha efectividad en punta. Fue entonces cuando nació el término «SúperDepor», concretamente tras imponerse a Barcelona y Madrid en los dos partidos en Riazor. Lo paradójico es que el apodo no es muy apreciado en la ciudad: existe una sensación de que ignora todo lo hecho por el equipo antes de esa temporada, incluido un subcampeonato en la 49-50, perdido también en la última jornada. En la siguiente campaña se produjo la eclosión. El equipo se encaramó a la primera posición en la jornada 14 y ahí aguantaron, como gatos acorralados por la presión, hasta la última, que les deparó un desenlace de intolerable crueldad.

Miroslav Djukic (Foto: Cordon Press)

Aquel Depor estaba entrenado por Arsenio Iglesias, que pretendió dejar el cargo tras ascender a Primera en el año 91, pero que no tuvo por más que regresar. «O bruxo» o «Zorro de Arteixo», cuyo busto luce hoy en día en el paseo marítimo de A Coruña, era un hombre, sobre todo, tranquilo. Prudente hasta el pesimismo, desconfiado, reflexivo. Es, en fin, gallego. Alineaba cinco defensas (tres y dos carrileros, que decían algunos); en los laterales Nando y López Rekarte; dos centrales, Voro y Ribera y un libre: Miroslav Djukic.

Esta defensa hizo Zamora dos temporadas seguidas al portero deportivista, Paco Liaño. Una de ellas logró una marca imbatida hasta la fecha: recibió, en todo el año, 18 goles. Por delante de ellos se colocaba Mauro Silva, al que Santiago Segurola llegó a definir, en su época, como el mejor extranjero que había pasado por la Liga española. El brasileño, que marcó un solo gol en toda su carrera (¿adivinan a quién? Sí, al Valencia), agobiaba cualquier intento de toque en el medio campo y lo que robaba nunca más era recuperado por el rival. Hay quien dice que jamás perdió un balón.

Si el rival superaba esta línea, detrás esperaban Voro y Ribera. Centrales de los de antes: marcaban pegados, fijando tobillos y anulando el talento enemigo. Dibujaban así el escenario para que apareciese Djukic cortando balones con elegancia y sacándolos con la cabeza alta. Como Baresi, Djukic nunca chocaba contra el delantero, se le adelantaba. Y los aplausos eran para él. El serbio salía de la cueva con la casaca impecable mientras sus centrales jadeaban el trabajo sucio con una sonrisa.

Arriba predominaba la calidad. Por la derecha trotaba Donato, quien llegó a Coruña para apurar sus últimos coletazos futbolísticos proveniente del Atlético de Madrid y se quedó diez años. Por la izquierda destilaba calidad Fran, «O neno», un chaval de la costa que creció a la sombra de su hermano, José Ramón. El 10 de Ribeira, con su zurda, pronto iluminó por sí mismo a la hinchada de Riazor moviendo la pelota como nunca soñaron muchas estrellas brasileñas que salían en más cromos que él. La punta de lanza era doble y opuesta: Bebeto y Claudio Barragán. El brasileño era dos toques y gol. Siempre gol. Claudio era su antagonista: raza, pasión, «pichón». Al valenciano (¿otra señal?) aún se le canta hoy en la grada de los Riazor Blues, donde Bebeto tiene un enorme mural. El Ayuntamiento aceptó la propuesta de dedicar una calle a Mauro y a Fran, aunque de momento no ha cuajado, y Donato, «el abuelo», sigue ostentando la ovación más larga. Así marcó aquel Depor.

El fondo de armario del equipo era corto: destacaba la inmensa calidad de Aldana, que ese año se quedó en blanco por culpa de su rodilla, Manjarín, que llegó a ser internacional, Alfredo Santa Elena, que vino del Atlético como añadido de Donato y cabeceó la primera Copa del Rey del equipo, y el central Paco Jémez, de quien cuentan que un día, dos años después del capítulo que nos ocupa, se quejó en un entrenamiento ante Toshack, entrenador del Depor: «Mister, me duele cuando le pego con la izquierda», le dijo. «Paco —respondió el galés— a mí me duele cuando le pegas con las dos».

Los chupa-chups de Cruyff

El Depor comenzaba la temporada 93-94 con la euforia de jugar la UEFA por primera vez en su historia, aquella UEFA en la que competían todos los grandes, sin grupos de clasificación. El inicio fue frenético: derbi en A Coruña contra el Celta que termina empatado sin goles, clasicazo contra el Sporting que se resuelve 0-2 en El Molinón y paliza al Real Madrid en casa, 4-0, en la que a la postre sería la mayor goleada de ese año del Depor. En Europa, el equipo peca de novato en su desplazamiento a Dinamarca y cae frente al Aalborg por 1-0, tropezón que se solventaría quince días después en casa con un 5-0.

Miroslav Djukic (Foto: Cordon Press)

Los blanquiazules fueron sacando sus partidos adelante y apuntaron autoridad ganando al Barcelona de Cruyff 1-0 en Riazor y eliminando a un potente Aston Villa en la segunda ronda de la UEFA. Las lesiones, además, respetaban a las piezas claves del once. Fue, completado el primer tercio de la temporada, cuando el equipo presentó sus credenciales a todo. En la jornada 14, tras vencer 1-0 al Racing de Santander, el Depor se coloca líder. Dos partidos después cae eliminado de la UEFA ante el Eintracht de Frankfurt y centra toda su atención en el campeonato doméstico. El Depor arrasa. Lo gana casi todo, se mantiene siempre al frente de la tabla y basa su fútbol en una eficacia aplastante: se planta en la jornada 35 como líder a tres puntos del segundo, el Dream Team de Cruyff (en aquella Liga las victorias todavía valían dos puntos), y con sólo 52 goles a favor (el menos goleador de los siete primeros clasificados) por los 77 que atesoraba ya el Barça. Eso sí, tras 35 encuentros, a Liaño le habían metido sólo 18 goles, mientras que Zubizarreta acumulaba 40. De hecho, desde esa jornada, el Depor no encajó un solo tanto más.

Pero —siempre pero— algo flotaba en el ambiente. La gente creía y no, en una dualidad puramente galaica. Quedaban cuatro partidos, dos de ellos muy asequibles (Lleida y Rayo Vallecano) pero detrás venían los muchachos de Cruyff, con su chupa-chups y sus tres ligas consecutivas. Con Koeman, Laudrup, Stoichkov, Guardiola, Romario… Cierto pesimismo no manifestado comenzó a descender como la «brétema» que cubre la playa del Orzán por las mañanas y Arsenio pensaba, como confesaría después, «que sí, que aquello podía pasar», pero no lo decía. En realidad muchos hinchas lo pensaban, y tampoco lo decían, con una sensación de que todo aquello ya era suficiente, ya era más de lo que habían podido soñar y que era imposible culminar la utopía. Como si el desear ganar aquella Liga que estaba al alcance de la mano fuera excederse, abusar de lo concedido. Y en esas estaba el Depor, con su sí pero no, mientras el Barça colocaba sus partidos una hora antes que los gallegos y hacía funcionar la maquinaria mediática.

El Depor, claro, tropezó.

Primero contra la UD Lleida. Un empate a cero que hizo recortar un punto a los blaugranas. Después, en Riazor, lo inesperado: otro empate a nada frente al Rayo. Y pudo haberse acabado ahí, si no es por la galopada de 50 metros de, quién si no, Djukic, evitando el gol rayista. Estos dos equipos, para mayor escarnio, terminarían descendiendo a Segunda División esa temporada. Y el Barça a lo suyo, ganando 4-0 al Sporting y situándose, a falta de dos partidos, a un punto de los de Arsenio. En la penúltima jornada el Depor resucita. Se sacude la presión y, con los hinchas deportivistas desplazados blandiendo un chupa-chups gigante en las gradas de Las Gaunas, doblegan al Logroñés con un 0-2 que le sirve la Liga en bandeja: hay que ganar en casa el último partido ante un Valencia que no se juega nada.

«Nosotros queríamos que el Depor ganase esa Liga»

A Coruña, una pequeña ciudad norteña que jamás soñó con alzarse con un título, era una olla. En cada esquina había un trapo blanco y azul, en cada ventana asomaba una bandera y en cada rincón se hablaba de lo mismo. Los niños iban al cole con la camiseta de Bebeto y por las calles los coches hacían sonar el claxon; esa semana se pitaba en cada semáforo. La ciudad, literalmente, era blanquiazul. Sin embargo existía, oculta pero perceptible, una cara oculta: aquella que se temía lo peor, que pensaba en el fatal desenlace. Aquella, tan de abuela que —mirando al cielo con rostro ajado— insiste en repetir que aún no está hecho. Y que podría no salir bien.

Llegó el Valencia al aeropuerto coruñés haciendo bromas: los jugadores chés, dirigidos por Guus Hiddink, metieron un billete de 5.000 pesetas asomando en el maletín del delegado del equipo. Presagio de lo que vendría después. Quique, Arroyo, Mijatovic, Serer, Fernando, Giner y los demás no sólo no se jugaban nada en aquel encuentro sino que alguno de ellos confesaría años después lo que sintió durante la víspera del partido. «Yo quería que ganase el Depor la Liga, entre otras cosas por Nando y Voro, que eran grandes amigos», llegó a decir Fernando Giner, central de aquel Valencia. Como él, otros tantos valencianistas, por no decir todos, sentían que la Liga debía de ser blanquiazul. No sólo los jugadores. Esos días, los foros de hinchas valencianos se llenaron de mensajes de apoyo al Depor e incluso, capítulo muy oscurecido por la memoria enfurecida, no fueron pocos los aficionados que en los días posteriores al partido recriminaron a sus jugadores haber impedido el título blanquiazul. Fue lo último amable que se recuerda entre dos hinchadas que nunca se volvieron a dirigir la palabra.

«¿Tres millones? Una liga vale por lo menos diez!»

Comenzó, por fin, el choque. Arrancó encogido por la tensión, como un músculo agarrotado. No se encadenaban cuatro pases, no se llegaba a la portería. La hinchada apenas podía animar. El aire que flotaba sobre el césped pesaba. Había que dirigirse hacia la portería rival y meter el balón en ella. Una vez, una sola vez y el Depor sería campeón de Liga, pero hacerlo era un mundo, un objetivo inalcanzable en ese momento. En Barcelona marcaba, contra pronóstico, el Sevilla. Gol de Suker que, lejos de aliviar la espesura del juego, la aumentó: el título estaba demasiado cerca para ser verdad. «Nunca llegamos a meternos en el partido», explicaba después Donato. «El público nos gritaba que valía el empate, estábamos más pendientes del Camp Nou que de ganar nuestro partido. Cuando se quiso despertar era demasiado tarde».

«Cuando empezó el partido nos dimos cuenta de que ellos estaban bloqueados, en blanco», recuerdan los jugadores valencianistas. Hasta tal punto que permitieron a los chés jugar con comodidad y generar algunas ocasiones. Por si fuera poco, los de Cruyff comenzaron a poner las cosas en su sitio y sentenciaron contra el Sevilla con varias joyas de Romario. El partido de Riazor comenzaba a agonizar. El Valencia estaba cómodo. Fue esta la situación que enfadó a los locales. «Durante el partido Bebeto me dijo de todo —afirma Giner— que si éramos unos vendidos, que si no nos daba vergüenza…». Tomaba forma la histórica recriminación que A Coruña le sigue haciendo hoy en día a Valencia. «Me jode que digan eso», añade el ex central valencianista. «La Liga la perdieron ellos, no se la hacemos perder nosotros». Bebeto respondió: «En el campo yo jamás hablaba con los jugadores rivales. Yo no le comenté nada a Giner. Lo que él dice ahora son tonterías. Está loco y miente». Sólo Donato puso cordura. «¿Debían abrir las piernas para que ganásemos?»

La realidad es que las piernas no se abrieron porque, entre otras cosas —como la profesionalidad—, tres millones de pesetas lo impidieron. El Valencia, tal y como confesarían años después hasta cuatro miembros de aquella plantilla, cobró una cuantiosa prima del Barcelona por impedir la victoria deportivista. En concreto, 18.000 euros por barba. Sólo algunos chavales de la cantera que habían disputado pocos minutos cobraron menos. Hiddink no quiso ni un duro.

«Fue un dinero amargo», dijo Giner. «Queríamos que la Liga la ganase el Depor». El central llegó a explicar cómo se desarrolló la acción. «Recogimos el dinero en la autopista, a mitad de camino entre Valencia y Barcelona. Lo guardamos en casa de uno del equipo y lo fuimos repartiendo». Al parecer, un empresario barcelonés ofreció siete millones más al portero, José Luis González, si lograba dejar su meta a cero. Cuentan que el único que se quejó fue el delantero Lubo Penev, convaleciente de un cáncer testicular: «¿Tres millones? ¡Una Liga vale por lo menos diez!».

Djukic en un lance frente a Mijatovic en la final de Copa de 1995 (Foto: Cordon Press)

«Nos dimos cuenta enseguida que habían salido primados», explicaría en una radio años después Nando. «Por favor, ahora Nando descubrió el mundo —le replicaría Serer—, pueden decir lo que quieran, pero es más fácil perder que salir a ganar». González, el protagonista y, se supone, mayor beneficiado de las primas, fue más allá: «Sería bueno que se normalizaran las primas. Incentivar por ganar me parece lícito, por perder es como venderse. Si un empresario te da dinero por vencer, lo veo correcto». El meta confirmó así el rumor del empresario barcelonés.

El asunto lo zanjó Arsenio como sólo «O bruxo» podía hacerlo: «No sé si había primas o no, porque yo no las he visto».

El penalti.

Final en el Camp Nou. 5-2 para el Barça. Los jugadores blaugranas se apiñan en el césped con los transistores: empate a cero en Riazor y faltan dos minutos. En ese momento, con algunos aficionados del Depor bañados ya en lágrimas de pura tensión, Nando (valenciano) agarra una pelota mal despejada por la zaga ché tras un saque de córner botado por Bebeto. El lateral progresa y entra en el área. Le sale al paso su amigo Serer, le quiebra bien y el central valencianista le engancha. Nando cae. «Intenté provocarlo, pero me dio», revive el blanquiazul. En ese momento, la cabeza del árbitro, Antonio Jesús López Nieto, es atravesada por los gritos de la gente que se cruzaba por la calle en su Málaga los días previos al partido: «¡Pítales un penalti ¡Que se lo merecen!». Y lo pitó. Serer, de rodillas, y Nando, tumbado, miraron desde la hierba cómo López Nieto señalaba los once metros y avanzaba decidido hacia el punto de cal. «El penalti lo ves y te arrancas a pitarlo o no… pero no te lo piensas. A mí no me dio ni tiempo. Si lo pienso, no sé si lo pito», diría después.

Estalla Riazor. Mauro y Bebeto se arrodillan, Donato se abraza, la Curva Máxica se viene abajo. Arsenio se echa las manos a la cara y resopla como si de él saliera todo el aire contenido por los coruñeses durante meses. A 1.200 kilómetros de distancia, el Camp Nou enmudece. Cruyff se gira al banquillo y dice: «Tranquilos, lo va a fallar».

«En ese momento miramos a Bebeto», dice Giner, quién sabe si con ánimo de venganza por su enganchada durante el partido. El brasileño, que había fallados dos penas esa temporada, ante el Oviedo y ante el Aston Villa, se defiende: «Quien diga que no me atreví a tirar el penalti, está mintiendo. Donato no estaba en el campo y Djukic era el lanzador. Él nunca fallaba, ni siquiera en los entrenamientos. Hablé con él para tirarlo, pero me dijo que estaba bien para lanzar y hacer gol». El serbio cogió la pelota y la colocó en el punto de cal. Cogió aire e hinchó el pecho. Pero nunca llegó a notarlo en los pulmones…

«La verdad es que me pareció exagerado el gesto de González cuando paró el penalti. Parecía que acababa de ganar la Copa de Europa», asegura López Nieto. «Fue un gesto reivindicativo, llevaba siendo titular tres partidos y ya había parado otro penalti. Luchaba por un puesto», le defenderían algunos compañeros. Puño en alto, González festejó detener el balón que Djukic empujó con suavidad, sin fe, paralizado por el entorno. Lo tomó en sus manos y alzó el brazo. Aunque después siguió el juego y sacó en largo, su silueta festejando la parada quedó congelada en ese punto y grabada en la retina de todo el deportivismo.

Djukic ante Mendieta el 14 de mayo de 1995 (Foto: Cordon Press)

Djukic ya no se movió del suelo. «No hay palabra que sirva de consuelo y nosotros mismos estamos hundidos», aseguró el capitán valencianista, Fernando, tras el partido. Mientras en Barcelona estallaba la fiesta y el president Núñez declaraba que «el Valencia hizo gala de una gran caballerosidad», en A Coruña los aficionados no se movían del sitio, en silencio. Solo un gemido sordo, de miles de llantos simultáneos, llenaba el estadio tras el pitido final. Como la Santa Compaña, los hinchas que lograban levantarse desfilaban lastimosamente. «Recuerdo que al terminar el partido me dediqué a consolar y a levantar del suelo a los jugadores del Depor. Estaban destrozados», explica Giner. Fernando salió del vestuario para dar la rueda de prensa, un recorrido que, asegura, «me quedó grabado». Se cruzó a cientos de hinchas hundidos, mucho llorando, otros en silencio. El autobús que les llevó al hotel recibió cientos de golpes, miles de insultos. Las miradas de los aficionados que se encontraron en el hotel quedaron grabadas en los jugadores. En medio de toda aquella amargura, con las banderas colgando aún de las ventanas como una burla pesada, alguien, spray en mano, pintaba junto al portal del defensa serbio: «¿Djukic? Te quiero igual».

En el año 2000 el Depor logró el ansiado campeonato, a pesar de que el lema que se había instalado en la ciudad tras el error del serbio era claro: «Otra así ya no tenemos». En ese momento Djukic declaró: «Soy feliz. Ahora puedo descansar tranquilo». Era ya ex jugador blanquiazul: había fichado por el Valencia. Era el nacimiento de la resiliencia.

El epílogo lo puso Arsenio en una rueda de prensa que la hinchada deportivista jamás olvidará. Llegó hundido. Dicen que ya había llorado todo lo que tenía que llorar, así que habló con ese halo de «os lo dije», con ese pesimismo consolidado. Con ese irrenunciable sentido trágico de las cosas: «Es uno de esos momentos en que hay mucho que decir y poco que contar. Siento una gran tristeza por esas gentes que yo veía todos los días con una ilusión tremenda y yo pensaba que podíamos desilusionarlos, porque podía pasar esto, porque no es la primera vez. Y ha pasado. Hasta fuimos a fallar un penalti cuando no había ni tiempo para respirar. Estaba escrito así». Era el nacimiento de la persistencia.

 

3 Comentarios

  1. ¿Los foros de hinchas valencianos se llenaron de mensajes?

    ¿En 1994?

  2. Pingback: Rafa Guerrero: «¿Negreira? Habrá que tomar decisiones alguna vez. ¿Estamos aceptando una corrupción?» - Jot Down Sport

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