Ciclismo

Sesenta minutos con Eddy Merckx: de récord y dolor

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No tiene ningún sentido.
Salir así.
No tiene ningún sentido.
Esprintando desde el comienzo, desde el segundo uno. Cuando te restan otros tres mil quinientos noventa y nueve por delante.
Quién podría, quién osa.
Él, claro.
Él, Eddy.

La Hora es especial.
La Hora. El Récord de la Hora.

Es incomprensible, es incluso complicado para quien lo ve desde fuera. Un hombre. Un hombre solo. Un hombre solo que entra en una pista. Un hombre solo que entra en una pista con bici de piñón fijo. Un hombre solo que entra en una pista con bici de piñón fijo y pedalea. Lo más rápido que puede. Durante sesenta minutos. El que llegue más lejos… gana. Solo que no gana, porque no tienes rivales, porque no hay méritos, porque no arrancas premios al organizador. No ganas, porque se lucha contra un espectro de antaño. Merckx combatió la sombra de Ritter. Moser, la sombra de Merckx.

Eso es la Hora.

Eso y dolor. Mucho dolor. No tienes descanso, no tienes momentos de relax en alguna bajadita, en alguna curva. Es clave… no languidecer, no dudar de ninguna forma. En Merckx. Mitad hombre, mitad máquina (traducción de David Batres Márquez, Libros de Ruta, 2019), William Fotheringham habla con Chris Boardman, uno de los nombres de campanillas cuando hablamos de este esfuerzo tan peculiar. «Tienes tres preguntas en tu mente. ¿Cuán lejos llegaré? ¿Qué tan duro puedo ir? ¿Puedo mantener mi ritmo durante esa distancia? Si la respuesta a esta última cuestión es afirmativa… es que no estás apretando lo suficientemente fuerte. Si es negativa… demasiado tarde para hacer cualquier cosa al respecto. Así que estás siempre buscando el quizás. Es así de crudo».

Eso es lo que iba a intentar Eddy. Buscar, como siempre, el quizás.

Es un sprint. Un sprint furioso, un sprint hecho de ambición y dolor.
Hay un paisano cogiendo la tija de su sillín. Traje oscuro, pañuelo que asoma, corbatita. El encargado de una funeraria, pudiera pensarse. Hay un paisano cogiendo la tija de su sillín, y Eddy parece enorme, parece más grande que nunca, parece una bestia con los músculos tensos y las mandíbulas a punto de morder. Lleva su buzo de la Molteni, su chichonera negra, sus calcetines albos, las babuchas cogidas con rastrales, las patillas cada vez más gordas. Sin guantes. Sin gaitas.

Empieza como a cámara lenta, porque a cámara lenta se mueve un desarrollo enorme, a cámara lenta se mueve una bici imposible de mover. Empieza como a cámara lenta, de pie sobre los pedales, manos en la curva del manillar. Corvas marcando todos los tendones, cada riñón ayudando en aquellos metros de inicio.

Hasta que coge velocidad. Solo que él (Él) no se detiene, continúa. Es un ataque, es el demarraje último, es la volata en Vía Roma, es el esfuerzo definitivo en Roubaix. Pero aquí falta, sí, una horuca. Poquito menos. El primer kilómetro lo hace Eddy por debajo del minuto y diez segundos. El siguiente es aun más rápido.
Está chiflado. Total y absolutamente chiflado.

Claro que con Eddy todo es distinto. Porque él pone en juego su grandeza, su legado. Nadie piensa que no pueda lograr el récord, pero no hay ningún elemento, ningún dato, que avale esa certidumbre. Solo que… en fin, que es Eddy Merckx.

Nunca nadie ha ejercido tal dominio sobre este deporte. Nunca nadie ha ejercido tal dominio sobre ningún deporte. El año 1972 de Eddy es, quizá, el mejor que ciclista alguno haya firmado desde que alguien se subió en una bici. Como mucho pueden competirle el 69 o el 71 de… en fin, ya saben… de Eddy.

Pero es que ese 72 se zampó el belga tres Monumentos (San Remo, Lieja y Lombardía, solo séptimo en adoquines varios), la Flecha, el doblete Giro-Tour (con ocho etapas en total), asuntillos menores. Ya ven, ocho mesucos y el tío se amasa victorias como para retirarse siendo leyenda…

Termina esa temporada por encima de los cincuenta triunfos, aclaremos…
La cosa es que hablaba del récord desde hacía bastante, Eddy. Desde que pasó con los mejores. Pero tenía sus riesgos. Los físicos, que aquella caída en Blois no se le iba de la memoria (decía Merckx que nunca alcanzó, tras aquel incidente, su tope de forma… es que acojona solo de leerlo). Y luego estaban los mentales. Cuanto más ganas, más expones. Y la Hora es algo totalmente distinto.

Cuéntaselo a Merckx, a ver con qué cara te mira.

El sitio era Vigorelli. Debía ser Vigorelli. Con su mística, con su historia. Con su Copppi bajo los bombardeos, con su Anquetil poniendo el mundo a sus pies. Ese Vigorelli. El Vigorelli de Milán, entre Domodossola y la Piazza Firenze. Tan cerquita, sí, de Árcore, de donde salen cada día camiones color tabaco llevando salamis y orgullo. El de contar con el mejor de todos, el de exhibir al mejor de siempre. Porque en Árcore tiene su fábrica Molteni, y Molteni lleva en su pecho Eddy.

Así que todo clarísimo… muesca en Vigorelli, otra forma de afrontar mitos. Más publi, más comodidad, más… más mística en un deporte, en una prueba, que vive sobre todo de la mística. Solo que Merckx visita el Vigorelli, día doce de agosto, y el Vigorelli no recibe amable a Merckx. Llueve en Lombardía desde hace demasiado, y esas maderas (las del silbido suave a Fausto mientras nadie quiere pensar en otro silbido, más agudo, que viene desde el cielo) se enfurruñan mirando al ogro.

Así que piensan en México. Por Ritter, por los Juegos, por Martín Emilio Rodríguez, por qué no. Cochise lo tuvo claro, pero Merckx lo ve diferente. Allí no hay tantos ingresos de patrocinio, le espera un viaje bien gordo. Y la adaptación, claro. Bracke casi se muere intentando ese mismo récord poco antes. Hay menos resistencia, la aerodinámica beneficia. Pero está lo otro. El no respirar, el no meter oxígeno en sus pulmones implacables.
(Ah, y el dinero. Dicen que Merckx adelanta, de su bolsillo, veinte mil dólares para todo este asunto. Suponemos que cundió, a la larga).

Sopesando pros y contras, poniendo balanza…
Será en México.
Lo que sea, será en México.

Así que, desde agosto, entrenamiento específico. Pero entrenamiento específico a lo Eddy Merckx. Vamos, que ganando pruebas, pruebas sobre asfalto. Giro del Piamonte, y escapa a sesenta de meta. Aprendizaje. Sucede que va solo, que lleva a pocos metros un grupo con Panizza, con Gimondi, con Bitossi, Motta y van Springel. Así durante mucho, mucho rato. Porque Merckx pilla ritmo y lo mantiene, como si corriese en velódromo. Al final los otros ceden. Brazos en alto, buena salida para rodar. Luego lo de Emilia, con otra escapada a cincuenta kilómetros del final, el récord en Montjuic, Lausanna, ese Baracchi donde probó su enorme desarrollo mexicano. Todos los grandes dedican semanas y semanas a la madera antes de afrontar el récord. Merckx lo encara siguiendo sus costumbres habituales… sumar un victoria cada tres o cuatro días. Para qué meterme a dar vueltas sobre un óvalo si puedo seguir engordando mi palmarés…

Luego está lo otro. El material, por ejemplo. A Eddy le prepara una bici Colnago. Ernesto Colnago. Completamente artesanal, menos de seis kilos. Pero, miren fotos… es una bici normal y corriente. Vamos, que no busquen líneas aeroespaciales, ningún material venido desde el planeta Arrakis o dibujos a mitad de camino entre Moebius y Geiger. Una bici, con sus rastrales, su manillar, su cuadro.
Solo eso. Una bici.
Serán las piernas quienes decidan, pues.

Las piernas y los pulmones. Ciudad de México está a 2200 metros (como la Casse Déserte), y allí cuesta más lo de andar respirando. Eddy se hace unas pruebas, habla con la Universidad de Lieja, luego con Paolo Cerretelli, que anduvo en aquel K2 italiano mezcla de pillería, crueldad y épica, que aconsejó a Compagnoni y Lacedelli, que lo sabía todo sobre esfuerzo físico y falta de aire. Y tiran con lo que tienen a mano… el garaje de Merckx, un rodillo y una máscara que le forra el rostro y reproduce condiciones del velódromo azteca. Lo piensas y es increíble. Lo comparas con aquello que vino después (Moser, Conconi), y te resulta alucinante. Si metes en la ecuación las modernas concentraciones en altitud, las cámaras hipóxicas, las tiendas de campaña que te permiten simular condiciones específicas… Y allí estaba él, Eddy, el más grande corredor que jamás hubo ni habrá, entrenando en su casa, con la cara cubierta como si estuvieran a punto de anestesiarlo…
Cómo podría salir bien, eso.
Cómo podría salir mal, algo.

Viaje en avión. Ciudad de México, vía Montreal. Dicen que Merckx no duerme, que se toma un par de güisquitos, lo que es bastante para él (no era el típico viva la virgen… «en la carretera me vence, pero un día salimos y lo tumbé bebiendo», diría, años más tarde, Luis Ocaña). Es la segunda mitad de octubre. Al principio… desastre. Lluvias intensas, velódromo descubierto, imposibilidad. Eddy entrena tras moto en el circuito de Fórmula 1. Las cosas se ponen cada vez más y más raras. Sigue lloviendo. Luego escampa. Luego entrenan de noche, porque el cuerpo de Eddy aun trabaja con horario europeo. Ah, y se encanalla el aire, sí, al mediodía.

Será este miércoles, dicen Merckx y los suyos. Será este miércoles, 25 de octubre de 1972, cuando no lleva ni seis días en América. Se levanta a las cinco de la mañana, desayuna queso, café, jamón. Luego va a la pista, al Velódromo Agustín Melgar. Radio México avisa. Es hoy, es hoy, y allí se agolpan unos dos mil aficionados dispuestos a ver al dios, al hombre. También están Leopoldo, antiguo Leopoldo III de Bélgica, con su mujer y sus hijas. Primera fila, en unos bancos, para no perder nada. Las siete menos diez y Eddy calienta, Las ocho y cincuenta y seis minutos y sale.
Sale.

A Merckx le dijeron que nanai. Que entrenase, que entrenase. Que igual podían hacer intentonas progresivas. Un día el récord mundial de los diez kilómetros, otro día el de los veinte. Y así. Dile tú eso, coleguita, a Eddy Merckx. Salgo hoy, lo hago hoy. Estad preparados con distintos cronómetros. Uno para los cinco otro para los diez, para los veinte, el de más allá que dure hasta sesenta minutos.

Así era Eddy.

Primer kilómetro y locura. Cinco y locura. Diez y locura, veinte segundos a Ritter, está aplastando pedales, organismos y previsiones. Veinte kilómetros y treinta y cinco segundos. Punto de no retorno, era hasta donde le aconsejaron aguantar. Más de medio minuto al danés. Édouard Louis Joseph se está cepillando récords de distancias cortas en mitad de una carrera larga. Como si un atleta batiese la marca de los cuatrocientos al principio de un diez mil.

Ese tono.

El trabajo de Giorgio Albani, director de Molteni, parece sencillo. Él está ahí, junto a la campana. René Jacobs, un periodista, debe hacerla sonar justo cuando haría cada vuelta Ole Ritter, así Eddy podrá escucharlo y saber si va por encima o por debajo. Pero pronto es inútil, porque cuando Jacobs menea el hilo está ya el manchurrón de furia justo en el otro lado de la pista. Relaja, relaja, dice Albani cuando ha batido la marca de los veinte kilómetros. Relaja. Al tipo de Mourenx, al de las Tres Cimas, al que ganó todo lo ganable los meses anteriores. Relaja.

Merckx no relaja.
Merckx, como mucho, agoniza.

Sucede cuando lleva unos cuarenta minutos. El monstruo descompone gesto, empieza a hacer muecas. Su postura es la misma, sus brazos no se abren, sus hombros no se mueven. Pero algo en él destila dolor. Casi impotencia (solo que Eddy no conoce lo que es la impotencia, así que prefiere obviarla). «Estoy muerto», le dice a Albani. Musita, gruñe, qué más da.
Estoy muerto.

Empieza a bajar cadencias. Parece claro que tiene el récord en el bolsillo, pero empieza a bajar cadencias. «El desarrollo era demasiado grande», dirá después. «Demasiado para una hora». Esa es la clave… «La Hora» dura una hora, y jamás perogrullo grande encerró tantos misterios. Qué de asuntos, sí, caben en una hora.

«Un hombre muerto no va en bici a cuarenta y nueve kilómetros por hora», le grita Albani. Igual Merckx sonríe, pero igual Merckx ya no puede ni sonreír.
Estoy muerto, está muerto.

Solo que no. Que recupera. Que vuelve a ser el Eddy de siempre, que aprieta, que hace los últimos cinco kilómetros, los que cierran sesenta minutos de agonía, más rápidos que ningún otro segmento de igual distancia. Acaba acelerando.
(Los dos kilómetros más rápidos del Récord fueron el segundo y el primero, en ese orden. Contando la salida parada. Es demencial).
Acaba acelerando. Ha recorrido cuarenta y nueve kilómetros más otros cuatrocientos treinta y un metros. Casi ochocientos por encima de Ole Ritter. El mayor mordisco al récord desde antes de la Primera Guerra Mundial…
Todos coinciden en que la locura inicial le privó de superar los cincuenta kilómetros.

«Esto exige un esfuerzo total. Permanente e intenso. Imposible compararlo con otro asunto». Y el dolor, todo ese dolor. «Algunos han escrito que nos vinimos a México para no sentir tanto las pedaladas. Puedo jurarles que he sentido todas y cada una de las que di en sesenta minutos». ¿Volverás a intentarlo, Eddy? «Nunca, nunca más. Nunca más».
Nunca más, será.
Nunca.

Se aparca, incluso, el récord durante década y pico. Si Eddy casi muere para lograr esa marca… ¿qué podemos hacer nosotros? Fracasar. Que duela tanto, que duela todo… solo para fracasar.
Fue doce años más tarde. También en Ciudad de México. Francesco Moser, todos los adelantos, el ciclista de las galaxias, los médicos del futuro. Miles de datos, todo tipo de esfuerzos, transfusiones sanguíneas, vaya usted a saber qué más. Los años noventa se inician aquel enero de 1984. Cincuenta ochocientos, días más tarde lo sube por encima de cincuenta y uno. La máquina ha derrotado al hombre.

Pero es el hombre, es Eddy, quien se quedó con la leyenda.

11 Comments

  1. Excelente documento. Hubo que recurrir a las transfusiones, a las ruedas lenticulares…. para batirlo. Merckx lo hizo en las mismas condiciones que su predecesor, pero nadie lo ha intentado en las mismas condiciones que él.

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