Había pasado más de un año desde la última vez que lo hicimos, pero aprovechando San Isidro y que el Rayo volvía a soñar con Europa, en la previa del partido ante el Betis volví a acercarme con mi hija Irya al lugar donde empezó todo: la calle Almonacid, donde yo vivía, donde el asfalto aún guarda el roce de mis rodillas y el eco de mis risas. Llegamos a esa acera, la misma en la que di mis primeras patadas a un balón. Me quedé parado. Antes imaginábamos porterías entre un árbol y la fachada. Ahora se alza un ascensor exterior, frío y metálico, que en nuestra última visita estaba en construcción y ahora ocupa casi todo. Miré a Irya, que me observaba con esos ojos grandes que aún no saben lo que es la nostalgia, y sentí un pinchazo en el pecho. Vallecas ya no era el mismo.
Cuando era un niño, el barrio era un latido constante. Olía a pan recién hecho de la tahona de la esquina, a aceite quemado de los bares, a sudor de los que volvían del tajo. Pero, sobre todo, olía a fútbol. No era el fútbol de los estadios, con sus focos y cánticos ensordecedores. Era el fútbol de la calle, de las plazas, de los descampados. Allí, el polvo se te metía en los pulmones y no te importaba. Daba igual la hora, también el dónde: en cualquier esquina, entre los bloques de pisos, los niños salíamos con un balón bajo el brazo y convertíamos el mundo en una cancha. Juan Jiménez Mancha, nacido en el Paseo de Extremadura, pero vallecano de adopción y autor de libros como Un cerro de ilusiones. Historia del Cerro del Tío Pío y Los orígenes del Rayo Vallecano: de equipo sin federar a Segunda División (1924-1956), evoca: «El principal juego era el fútbol y ahí el que se bajaba la pelota era el rey. Los que mejor jugaban eran los que elegían los equipos, ahí se improvisaban los partidos haciendo las porterías con un par de chaquetas o con las propias carteras si es que venías de cole». Como recuerda Pedro Riesco, que siendo un niño vio levantarse el estadio del Rayo Vallecano desde la ventana de su casa y años más tarde llegó a jugar en el primer equipo: «Yo jugaba en Teniente Muñoz Díaz, la calle del fondo del muro del estadio. Había una plaza de tierra con cuatro árboles, antes de los soportales. Ahí jugábamos. Si estaba lleno, me iba solo a las cocheras de las torres altas, a 40 metros de casa, a dar toques contra la pared: pum, pum, pum». Jesús Diego Cota, ex capitán del Rayo, evoca otros rincones del barrio: «Recuerdo Pedro Laborde, detrás del Mercado Viejo, donde había unos patios, y ahí jugábamos al balón. Luego pasamos a un campo de tierra, el de San Andrés, frente a las casas bajas. Jugábamos todos los días». Alberto Leva, también vallecano, compañero del medio ‘Matagigantes’ y que conoce como nadie la cantera del Rayo, recuerda su propia infancia en la calle Pico Cejo, en Peña Prieta: «La puerta de los garajes eran las porterías. Como la calle estaba en cuesta, cada vez que se nos iba el balón, terminaba en Peña Prieta, en el mejor de los casos. Entonces, había que salir zumbando». Esa era la vida: un balón, una calle, y el mundo entero como terreno de juego. «En aquellos años, iba al Gredos de la Plaza Vieja y era salir del cole y todo se llenaba de pachangas. Ahora vas por allí y hay un cartel de prohibido jugar al fútbol», añade Leva con nostalgia.
En mi caso, era volver con mi madre en el coche desde Moratalaz nada más salir del colegio y concentrarme en que todos los semáforos estuvieran en verde para llegar lo antes posible, tirar la mochila y bajar a jugar. No hacía falta quedar, no había móviles ni mensajes. Simplemente abrías la puerta y ya estaban allí. David Carrillo, al que todo el barrio conocía porque sus padres eran sordomudos y él traducía sus gestos para que el resto entendiera sus palabras sin voz. También Jesús, que llegaba con un balón bajo el brazo y una energía que contagiaba. O Alfonso y Juan Antonio, del cuarto de mi bloque, que podrían ser protagonistas de Sólo pienso en ti de Víctor Manuel y eran aceptados en el barrio con un guiño y alguna broma cruel sobre sus cromosomas: porque en aquellos años no había tantos miramientos. A veces, alguien llegaba con un tesoro: unas Jhayber que les habían regalado sus abuelos con sus suelas relucientes que no duraban ni una semana en el asfalto. Riesco describe esa vida con claridad: «Terminabas de comer y bajabas. Si los mayores estaban jugando, nos apartábamos a un lado y hacíamos carreras de chapas, circuitos en la tierra o bailábamos las peonzas. Llevábamos el kit completo: balón, chapas, canicas». Cota resalta el papel de un vecino inolvidable, Juan Múgica: «Estaba todas las tardes esperando a que llegáramos los chicos del colegio. Ponía cuatro piedras, hacía dos equipos y jugábamos. Hizo una labor extraordinaria, merecía una medalla de honor y hasta conseguía trabajo a chavales del barrio».
El balón era un Tango, naranja y negro, con sus líneas geométricas, nuestro santo grial. No era como los balones de ahora, ligeros y perfectos, diseñados para no hacer daño. El Tango era pesado, casi cruel. Cuando lo chutabas, el impacto te subía por la pierna hasta el alma. Dejaba marcas en la espinilla y moratones en el muslo. Pero también traía sueños. La calle nos enseñó todo. A caernos y levantarnos. A reírnos de nosotros mismos y a pelear por lo que queríamos. A hacer paredes con las farolas, a usar los bordillos como compañeros de equipo, a inventar regates que nadie esperaba. Leva subraya esa magia: «Se nota mucho el crío que juega o se ha criado en la calle. Tiene una serie de rasgos que lo definen como el descaro, ese desparpajo. Sobre todo, destaca el atrevimiento que te da jugar con los colegas». Como dice Riesco: «la calle te enriquecía. No había formación, era sobrevivir. Jugabas con los de 14 teniendo 10 y te daban unas hostias que no veas. Pero eso era puro, bonito. Aprendías a buscar el hueco donde no lo había». Cota añade: «Nadie te enseñaba a tocar con el interior, a sacar el balón rápido, a meter el cuerpo. Lo aprendías como podías, aprovechando un despiste del rival. Era más sentimental, una libertad que no se explica». Esa pillería de Vallecas, imposible de enseñar en academias, nos moldeó. Si el balón se pinchaba, lo arreglábamos con cinta americana. Si alguien hacía un caño, la calle estallaba en burlas, pero al minuto buscabas la revancha. Cada partido era una aventura, un cuento sin final predecible. Recuerdo los atardeceres, cuando el sol se escondía detrás de los edificios y pintaba de dorado el asfalto. Jugábamos hasta que la noche nos echaba, con las manos en las rodillas y el aliento cortado mientras nuestras madres nos llamaban desde la ventana. No había árbitro ni reglas fijas. El gol valía si todos estaban de acuerdo. Si no, se discutía hasta que alguien cedía o el partido se disolvía en risas. Riesco evoca esa creatividad: «Si no podíamos jugar al fútbol, había un frontón paralelo al parque Azorín donde pegábamos pelotazos. Era inventar con lo que teníamos».
En mi calle, Javi, el chico que atendía la barra del bar de enfrente, nos observaba. La meningitis lo había golpeado con fuerza años atrás, dejándole una mirada más lenta, un andar pausado, como si el mundo le pesara. Pero sus ojos brillaban cuando nos veía jugar. Siempre me llamaba Míchel, por el del Madrid, aunque yo, a mis once años, no veía el parecido. Era verano del 90, en pleno Mundial y Javi se pasó toda la tarde apoyado en la puerta del bar, con una Fanta en la mano. Me preguntaba: «Oye, Míchel, ¿por qué quitaste la cabeza en la falta de Yugoslavia? ¡Si no te quitabas, ganábamos!» Yo, que no era Míchel ni había estado en Italia, me reía y le seguía la corriente. Fue ese año cuando en el bar, entre el humo de los billares, se masticaba, como cantaba Sabina, que el Rayo había bajado a Segunda, y Javi lo mencionaba con una mueca: porque ese descenso dolía más que la derrota de España. A veces, colorados como pimientos tras un partido, nos colábamos entre los paisanos a pedir un vaso de agua. Javi nos lo servía en los mismos vasos en los que años después tomaríamos cañas. Lo hacía con una sonrisa que nos hacía sentir en casa. «¡Callaos, coño, que no se oye la tele!» gritaba, pero los refrescos que nos fiaba decían que él también vivía esos momentos, a su manera, desde la barra.
Eran esas avenidas, aquellos partidillos improvisados, los que también nutrieron al Rayo Vallecano durante un tiempo. Cota recuerda que «en el campo de San Andrés jugué con Rocha, un extremo rubio que llegó a pasar por el primer equipo» y Pedro Riesco se acuerda de «Fernandito Millán, del Pueblo de Vallecas, tenía un talento increíble, pura calle». Años después irrumpió Míchel, el nieto de la María, que esta temporada ha paseado el nombre de Vallecas por Europa desde el banquillo del Girona. Pero Leva, que ha visto de cerca la evolución de la cantera, lamenta un cambio profundo: «Es complicado cuantificar cuántos chavales de las categorías inferiores del club se han podido criar con el fútbol de la calle, pero sabiendo la deriva que está tomando el fútbol formativo y el fútbol base, es un porcentaje ínfimo. Hay muy pocos niños que se hayan criado en la calle jugando al fútbol. En la cantera del Rayo cada vez son menos los niños de Vallecas. Podemos encontrar a uno o dos por equipo, pero los hay en los que incluso no se encuentra ninguno».
Ahora, cuando camino por estas calles, todo parece diferente. Las aceras están más limpias, han lavado la cara de algunos edificios, pero falta el ruido. El golpe seco del balón, los gritos de «¡pasa, pasa!», las risas que resonaban hasta los balcones. Cota, que aún pasa por la avenida de Pablo Neruda, donde vive su madre, lo lamenta: «El campo de San Andrés ya no existe. Hicieron carreteras, desaparecieron las casas bajas. El Mercado Viejo está vacío, los niños ya no juegan en la calle». Riesco coincide, con un nudo en la voz: «He pasado por Teniente Muñoz Díaz adrede, y ya no se juega. La plaza está asfaltada, con bancos. Han puesto tantas cosas que ya no se puede». Leva, describe una Peña Prieta distinta: «Paso poquísimo por allí, pero como todo en el barrio, se ha degradado y ese ambiente en las calles ya no lo hay». Los niños están en casa, con los ojos pegados a pantallas, jugando al FIFA. No hay polvo en sus zapatillas, no hay sudor en sus frentes. Los pases son exactos, los tiros van a la escuadra, el portero se tira al lado equivocado. Pero no hay vida, no hay magia. Y no sólo es una cuestión de espacios: el fútbol mismo ha cambiado. Juan Jiménez Mancha lo resume con claridad: «Ahora no se juega apenas en las calles y el ocio es más electrónico e, incluso, más pasivo, pues ya te lo dan todo un poco hecho». Leva y Cota lamentan la transformación del fútbol actual. «Ahora todo es metódico», dice Cota, «las escuelas lo enseñan todo, pero se ha perdido algo sentimental, esa libertad que no se explica». Leva coincide: «Lo que se ha puesto de moda son las tecnificaciones y los entrenamientos personales. Es una locura que niños tan pequeños estén en manos de entrenadores personales, convirtiéndolos en pequeños robots». Ambos critican cómo los clubes descuidan las canteras y cómo el fútbol de barrio, reemplazado por pantallas y deberes, está de capa caída. Riesco añade: «La calle era sobrevivir, sin padres gritando, sólo vecinos. La calle era pura».
Me da pena pensar que Irya no conocerá el Vallecas que yo conocí. No sabrá lo que es correr detrás de un balón que se escapa hacia la carretera, con el corazón en la garganta. No sabrá lo que es gritar «¡tira!» y celebrar un disparo que se va a las nubes como si fuera un golazo. Ella tiene su tablet, sus mundos virtuales. Pero no tiene la calle. Y la calle, lo sepa o no, lo era todo. Leva describe a esos niños que aún llevan el fútbol en la sangre: «Hablas con los padres y te lo dicen. El niño, vaya donde vaya, lo hace con el balón pegado. Va a una comunión y en cuanto puede se saca el balón del coche y se pone a dar toques contra una pared. Hay niños que prácticamente duermen con el balón debajo de la almohada. Les encanta el fútbol y esa pasión la trasladan cuando hay una pachanga». Pero esos niños son cada vez menos.
A veces pienso en Jesús, que soñaba con jugar en el Rayo. No tenía el talento, pero tenía corazón. Una vez, contra los del Puente, controló el balón con el pecho, se giró entre dos defensas y chutó desde medio campo. Aquel balón debió acabar en Moratalaz, pero todos nos quedamos callados. Por un segundo, vimos en él algo grande, algo que no se explica. Ese era el fútbol de la calle: momentos que no valían para las redes sociales, pero que se te quedaban cosidos al corazón. Leva habla de esa chispa: «El niño que es descarado a la hora de jugar al fútbol desde pequeño desarrolla ese talento a la hora de moverse, de jugar y liderar el equipo, incluso, de engañar al árbitro». Riesco insiste: «La calle te daba una picardía, una esencia que no se enseña. Es algo que se nota en un jugador, y yo lo echo de menos». Los chicos de hoy saben más. Ven a Vinicius, Zidane o Messi en YouTube. Pero no lo sienten. No saben lo que es jugar hasta que la noche te pare, con las piernas temblando y el corazón escapando por la boca en busca de oxígeno. Ellos tienen estadísticas, nosotros sueños. Ellos mandos, nosotros una pieza de cuero pelada.
El fútbol de la calle era desordenado, imperfecto, vivo. Era puro instinto, pura chispa. Cada partido era una lección: a veces ganabas, a veces perdías, pero siempre había un mañana. Cota explica: «Los chavales de ahora tienen mejores botas, campos. Pero en esas calles, en esos campos de tierra, había algo único». El fútbol duele cuando fallas, cuando pierde el Rayo. Ese dolor te hace crecer. Pero no todo está perdido. Leva, que ahora vive en Pedro Laborde, cerca de Arroyo del Olivar, encuentra un resquicio de esperanza: «Me sorprende gratamente que, en cuanto hay buen tiempo, la Plaza Roja está llenísima de niños jugando al fútbol. Vuelves a escuchar las típicas palabras: ‘¿se puede? ¿Con qué equipo voy? Tres para tres…’ Esas cosillas no se ven muy a menudo. Los niños se mezclan entre ellos, juegan los pequeños con los grandes, se hacen equipitos y, sorprendentemente, todavía se mantienen, hasta que se va el sol». Aunque admite que es algo raro («Muy poquito, cada vez menos»), ese reducto en la Plaza Roja demuestra que el espíritu de la calle aún late, débil pero vivo.
Camino del partido, con Irya de la mano, le conté estas cosas. De ese fútbol que se fue. Le hablé de Pedro Riesco dando toques en las cocheras y de Cota, jugando en San Andrés, que llevaron la calle al Rayo. Le dije lo que eran unas Jhayber, jugar al alemán y un gol regañao. Ella me escuchaba, pero no estoy seguro de que entendiera. Llegamos al estadio y el rugido de la afición me trajo de vuelta. Irya se emocionó al ver la franja roja, al escuchar los tambores. Por un momento, vi en sus ojos un brillo que me recordó al mío, al del niño que corría detrás de un balón en la calle Almonacid. Tal vez no todo esté perdido. Tal vez algún día ella saque un balón, aunque no sea un Tango, y encuentre su propia calle. Tal vez las farolas vuelvan a ser porterías, los portales defensas, los bordillos aliados. O tal vez no. Pero mientras quede alguien que recuerde, mientras quede un eco del balón, Vallecas seguirá siendo nuestro.
❌Se GANÓ la Supercopa,PESE AL ATRACO
Se GANÓ la copa,pese al ATRACO
Se GANÓ la liga,PESE A LOS CONSTANTES ATRACO…QUE MERITO TENEIS,CHAVALES, lo ganado por cualquier equipo que no sea el Trampas vale por 10.
Busquets Ferrer
El árbitro que ha sacado las rojas a Badé e Isaac Romero,no le parecieron rojas las entradas A LA RODILLA de Cardona e ilias a Lamine yamal. Por lo que sea
LAS LIGAS DEL BARÇA VALEN POR 10
Enhorabuena al Barça por su triunfo sobre la mafia.
Las lamas del Bernabéu no llevan ni 2 años puestas y ya se están deformando. También hay zonas donde han perdido su color original. Recordad que la broma les ha costado 2.000 M€ (Y subiendo).
De verdad, que podéis ser felices a pesar de tener un pene pequeño, siempre y cuando no sea disfuncional. Ánimo con vuestro complejo, que de todo se sale.
Puestos los catetos antis en su sitio, me ha agradado leer ese ataque de nostalgia, tan cierto como los años que nos contemplan.
Soy madrileño, de padres y abuelos madrileños. Por eso soy del Atlético. Tú no puedes decir lo mismo cateto, por eso eres del Trampas. Anti dice el sub. Un abrazo.