Maratón

Cliff Young, el ganador más inesperado de una ultramaratón de 875 kilómetros

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Cliff Young, 1989. Fotografía: Elizabeth Dobbie / Getty.
Cliff Young, 1989. Fotografía: Elizabeth Dobbie / Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 50 especial Pura vida, ya disponible aquí.

Si alguna vez se han preguntado qué aspecto tendría la resiliencia humana convertida en carne, hueso y botas de goma, la respuesta probablemente se parecería a Cliff Young. Un hombre de sesenta y un años, desdentado, con pantalones de chándal y una sonrisa de hombre sencillo que, en 1983, redefinió los límites de lo posible en una de las pruebas más brutales jamás concebidas: el ultramaratón Sídney-Melbourne.

Pero para entender por qué este evento es más que una simple carrera, y por qué la figura de Young se alza como un monumento a lo absurdo y lo sublime, hay que sumergirse no solo en el asfalto de 875 kilómetros, sino en los vericuetos de la mente humana, la biomecánica de la zancada, la poética de las siestas en movimiento y, quizás, en la pregunta más incómoda de todas: ¿qué demonios nos hace seguir adelante cuando todo —incluidos nuestros propios cuerpos— nos grita que paremos?

El ultramaratón: donde la lógica se quiebra (y los huesos también)

Un ultramaratón no es una carrera. Es un experimento existencial disfrazado de deporte, una ceremonia pública de automutilación consentida. Técnicamente, el ultramaratón se define como cualquier distancia que supere los 42.195 kilómetros del maratón olímpico, pero en la práctica, es un ritual de autofagocitación donde los participantes no compiten contra otros, sino contra la entropía de sus propios cuerpos. Imaginen correr de Vigo a Cuenca sin parar, ni siquiera para comprar unos Miguelitos de La Roda o unas empanadas en A Gudiña. Pues eso, pero hecho por gusto. 

Los 100 kilómetros son el formato más común, pero el Sídney-Melbourne de 1983 —una ruta que serpentea por carreteras rurales, colinas infames y tramos de asfalto derretido— era una bestia de 875 kilómetros. Para ponerlo en perspectiva: es como correr veintiún maratones consecutivos. Con escalones.

La carrera, aunque oficialmente inaugural en 1983, llevaba años gestándose en el submundo de los yonkis australianos de la resistencia. Desde 1976, atletas clandestinos —pastores, mineros, tipos con problemas con la ley o consigo mismos— la habían corrido de forma no oficial, pulverizando récords en soledad. El mejor tiempo registrado antes del 83 era de poco más de siete días, lo que implicaba un promedio de 125 kilómetros diarios.

Pero aquí no hay medallas por participación, solo sudor, ampollas del tamaño de mandarinas y la certeza de que, en algún momento, tu mente te dirá que abandones. Que, por otro lado, siendo Australia un país con arañas tan grandes como continentes y árboles donde crecen jugosas bayas rellenas de estricnina, igual lo del ultramaratón les parecía una cosa facilita.

El héroe improbable 

La mañana del 31 de marzo de 1983, mientras los corredores profesionales calentaban con ligerísimos shorts de fibra transpirable y zapatillas valoradas en un salario mensual, apareció Cliff Young. Vestía una camiseta Adidas de algodón, pantalones de chándal holgados —esa especie en extinción de la moda deportiva— y, encima de las zapatillas, unas botas de goma.

Sí, las mismas que usan los pescadores para no resbalarse en la cubierta de un barco. En el bolsillo, guardaba su dentadura postiza porque, según él, «le retemblaba al correr». La imagen era tan incongruente que los organizadores dudaron de su cordura.

—¿Seguro que sabe usted lo que es esto? —le espetó un oficial, mirando sus botas con desdén.

Cliff, con la calma de quien ha pasado décadas persiguiendo ovejas bajo la lluvia, respondió:

—Bueno, ya he corrido algo por ahí y, además, me acabo de chupar doce horas de coche para llegar aquí, así que palante.

Cuando el menda se puso en la línea de salida, los otros participantes pensaron que a dónde va este viejo, pero el viejo tenía un arma secreta: ser pobre.

Efectivamente, Cliff era un granjero. Concretamente un granjero de patatas de Victoria, criado en una familia lo suficientemente pobre como para que el concepto de «ocio» le fuese tan ajeno como el de «chanclas de piscina de Gucci». Su infancia transcurrió entre surcos de tierra y tormentas que arrancaban techos de hojalata. A los cuatro años, ya pastoreaba ganado en laderas tan empinadas que hasta las cabras resbalaban. Su entrenamiento no consistía en series de 10 kilómetros o yoga para la flexibilidad, sino en correr tras vacas desbocadas durante dieciocho horas seguidas, con una cantimplora y un bocata de lo que sea que coman en Australia como avituallamiento, y sin más compañía que el viento y el miedo a que su padre lo regañara por perder un animal.

Biomecánica de un milagro

Cuando la carrera comenzó, Cliff no corrió. Avanzó. Sus pasos eran cortos, desgarbados, como si intentara aplastar cucarachas invisibles. A 6.5 km/h —la velocidad de un paseo rápido—, su técnica parecía sacada de un manual de cómo no correr. Los expertos murmuraban sobre lesiones, sobre la ingenuidad del novato. Pero Cliff no era un novato: era alguien que había convertido la necesidad en física aplicada.

Cliff había desarrollado una zancada corta para no agotarse en las subidas, una cosa que bautizaron en inglés como shuffle, y cuya traducción es «arrastrar lo pies» pero que, en el contexto que nos ocupa, casi que podíamos llamarlo «bamboleo». Un desplazamiento a todas luces antiestético, pero energéticamente muy eficiente. Tanto que los corredores modernos llaman a esto ultra-shuffling y lo estudian en laboratorios. Cliff lo llamaba «no morir antes de llegar a casa».

Mientras los demás gastaban energía en zancadas largas y elegantes —cada una un pequeño salto que desgasta tendones—, él deslizaba los pies como un patinador en tierra. Su velocidad era constante, un metrónomo de carne y hueso. Y aquí entra la física: en distancias extremas, la eficiencia triunfa sobre la fuerza. Un estudio de la Universidad de Colorado (1998) demostraría que, en ultras, un shuffle reduce el gasto energético en un 18 % comparado con la zancada estándar. Cliff no lo sabía. Solo sabía que así no se cansaba.

Pero hay más: su postura. Mientras los profesionales erguían el torso para optimizar la respiración, Cliff corría encorvado, casi como si tirase de un arado invisible. Los fisioterapeutas se estremecerían, pero esa postura —fruto de años cargando sacos de fertilizante— redistribuía el peso hacia los talones, reduciendo el impacto en las rodillas. Era, en esencia, la técnica perfecta para alguien cuyo único equipo era su propio cuerpo desgastado.

La liebre, la tortuga y el arte de no dormir (mucho)

La gran pregunta no fue cómo Cliff corrió, sino cómo no paró. Los corredores profesionales manejan estrategias milimétricas: dormir cuatro horas por noche, ingerir cuatrocientas calorías por hora, masajes cada 50 kilómetros. Cliff no tenía estrategia. O mejor dicho, su estrategia era no tenerla.

—¿Dormir? —dijo en una entrevista posterior—. Si paras, el cuerpo se enfría. Además, tengo práctica.

En 1965, el psicólogo Randy Gardner batió el récord de privación de sueño: once días. Al cuarto día, alucinaba; al décimo, olvidaba su nombre. Cliff, en cambio, llevaba una vida entrenando en microsueños. Perseguir ovejas bajo tormentas le enseñó a dormitar en movimiento, a cerrar los ojos veinte segundos mientras sus piernas seguían mecánicamente. En la carrera, perfeccionó el método: siestas de veinte minutos, ojos entrecerrados, cuerpo en piloto automático.

—Soñé que las ovejas huían de un tornado —contó después—. Cuando desperté, seguía corriendo.

Mientras los demás perdían horas valiosas en sacos de dormir, Cliff acumulaba kilómetros. Al cuarto día, llevaba una ventaja obscena. Pero no fue solo lo del sueño: su dieta también era una herejía. Mientras los rivales tragaban alimentos ricos en glucosa, él comía sandwiches de huevo duro y bebía té frío que le pasaban en una cantimplora desde el coche de su equipo. O sea, el coche de su hermana y su cuñado, que fueron quienes le acompañaron en la gesta.

Melasudismo y la ética del premio inesperado

El término melasudismo no existe en inglés, pero debería. Es esa cualidad de quien, sin pretenderlo, sin atribuirse la menor importancia, desafía todas las normas y gana. Cliff ganó. Ganó con nueve horas de diferencia sobre el segundo clasificado. Y ganó sin saber que había un premio de diez mil dólares australianos para el primero que llegase a la meta. Cuando se lo dijeron, arrugó la nariz:

—Los otros cinco que terminaron también se merecen algo.

Y repartió el dinero. De hecho, lo repartió todo, también lo que a él le tocaba. En un mundo donde los deportistas firman contratos millonarios, Cliff regaló su premio porque sabía, como sabe cualquiera que se haya plantado alguna vez delante de una larga distancia, que nadie corre solo. Porque la grandeza no reside en los trofeos, sino en lo que decidimos hacer con ellos. Cliff, al donar el dinero, convirtió su victoria en un acto colectivo. 

El legado de una bota de goma

Cliff murió en 2003, a los ochenta y un años, de cáncer. Nunca corrió otro ultra, pero su legado persiste. Los corredores modernos estudian su técnica, sus microsueños, su frugalidad. En los ultramaratones actuales, no es infrecuente ver a corredores con brazaletes y camisetas que con el texto «WWCYD» (What Would Cliff Young Do?). Algunos incluso se presentan a la salida con botas de goma como amuleto, si bien luego las dejan allí porque tampoco están tan pirados. 

Pero la admiración por nuestro granjero de patatas no solo viene de parte de corredores. En 2018, un estudio del Journal of Applied Physiology concluyó que su shuffle podría ser óptimo para ultras, siempre que se esté físicamente preparado y dispuesto a aceptar que, vista desde fuera, esa zancada no es precisamente un prodigio estético. Pero más allá de la ciencia, Cliff encarna una reflexión que desafía nuestra visión del mundo: a veces, la preparación es un mito; la necesidad, cuando es madre, inventa zancadas; las botas de goma, aunque no sirvan para correr, pueden ser el símbolo de una proeza homérica. 

De hecho, la estatua de bronce en honor a dicha hazaña, erigida en su Beech Forest natal, no es de su cuerpo ni su cara. Es, con toda justicia, una bota de goma. Aquella misma bota que había llevado al inicio de la carrera, no como parte de un plan sofisticado, sino simplemente, y según él, «por si se metía un poco en el monte a echar una siesta». Finalmente, como no hizo falta, las botas fueron desechadas a mitad de camino y terminó la prueba con las zapatillas de deporte que llevaba debajo.

¿Qué nos persigue?

Cliff no era filósofo, pero era un estoico. Un estoico puro y sin adulterar. Su vida fue un tratado sobre la perseverancia, y su monumento, esa bota metálica, no celebra al hombre, sino al acto de seguir. De dar un paso, y otro, y otro, incluso cuando el mundo te dice que pares. Esa bota es un espejo, y mirarla nos obliga a preguntarnos: ¿qué ovejas perseguimos nosotros en nuestras vidas? ¿Qué tormentas nos empujan a correr sin parar? Y, sobre todo, ¿qué estamos dispuestos a dejar en el camino —botas de goma, premios, dignidad— para seguir adelante?

Porque la verdadera lección de Cliff Young no es imitar su estilo, sino recordar que la obstinación puede triunfar sobre la perfección. Que avanzar, aunque sea a con una zancada corta y fea, es mejor que detenerse.

4 Comentarios

  1. Además nos deja que la palabra increíble sea creíble.

  2. Eduardo Ambrosio

    Historia muy interesante. Sólo una puntualización: de Vigo a Cuenca no pasas (necesariamente) por La Rosa, aunque unos Miguelitos justifiquen un desvío.

  3. Paco Leonicio

    Fantástico, un fenómeno un monstruo( en el buen sentido de la palabra).

  4. Juan Morales

    Increíble historia y muy motivadora

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