
Ignacio Jáuregui (Málaga, 1967) es arquitecto urbanista, gestor cultural y cantante melódico ocasional, pero lo que verdad le apasiona es viajar y contar lo que ve. En 50 ensayos de secesión (Lampreave, 2014), reunió una serie de artículos sobre ciudades publicados en Diario Sur. Rituales, un viaje por el hilo que nos une (Fórcola, 2023), es una destilación de sus experiencias viajeras por todo el mundo con el rito como hilo conductor.
Tras esta expansión máxima, su atención se ha concentrado en un solo punto: Venecia. Un asedio en espiral, que ha publicado la editorial Athenaica, es un intento de saldar cuentas con la ciudad imposible en la laguna. Retratar una vez más la ciudad más retratada, añadir unos cuantos folios a las montañas de papel impreso dedicado a ella es un empeño tan fútil como inevitable: si uno ha dedicado su vida a recorrer, estudiar y describir las ciudades no puede dejar de enfrentarse alguna vez a la más fastuosa, la más compleja, la más elusiva de todas.
En la primavera de 2021, con la ciudad abierta pero casi vacía tras el tímido levantamiento de las restricciones por la pandemia de Covid, el autor aprovechó una ventana de oportunidad irrepetible para dedicarse durante casi un mes a un asedio sistemático. Sus paseos configuran una doble espiral metafórica (hacia fuera, como un sacacorchos, hacia dentro como un berbiquí) entre la ciudad fastuosa que deslumbra a los visitantes y la más cotidiana que se esconde a veces a plena luz, entre el núcleo monumental y los bordes difusos, entre el momento fantasmal de toque de queda nocturno y los recuerdos superpuestos, entre la mirada directa y el filtro de las lecturas evocadas.
No se trata, claro está, de un libro sobre deporte. Sin embargo, en su búsqueda tenaz de todo lo que signifique vida urbana al margen del turismo en una Venecia que muchos dan anticipadamente por muerta, el autor dio con una historia deportiva que acabó convirtiéndose en uno de los hallazgos más interesantes de su indagación: en la Scuola Grande della Misericordia, uno de los edificios más nobles de la ciudad, se jugó durante varias décadas baloncesto del máximo nivel. El capítulo, que Jot Down Sport anticipa en exclusiva, evoca la larga obsesión del autor por un espacio siempre cerrado e inaccesible y el descubrimiento paulatino de su historia penúltima.
CAPÍTULO 22
Per i miseri implora perdono,
per i deboli implora pietà
CANTO DE LOS TIFOSI DE LA REYER
Durante años he pasado ante la puerta clausurada de la Scuola Grande della Misericordia en la esperanza de encontrarla algún día abierta, al principio simplemente interesado en la arquitectura y, a medida que iba sabiendo más, fascinado por su historia reciente. Las scuole, fundaciones pías que llegaron a ser la espina dorsal de la sociedad veneciana, tuvieron suertes diversas tras su supresión por el gobierno, siempre ilustrado, de Napoleón. La vecina Scuola di San Marco ha sabido mantener, transformándose, su función hospitalaria; al otro lado del Canal Grande las de San Rocco, San Giovanni Evangelista y el Carmelo continúan existiendo con sus estatutos (mariegole), sus miembros por herencia familiar, sus funciones religiosas o sociales y su tesoro patrimonial visitable; la de la Carità, perdida como tal, da cobijo a la Galería de la Accademia. Sólo esta, entre las denominadas grandes, no supo recuperarse, pero el siglo XX le trajo una nueva vida insospechada que no ha dejado de intrigarme desde que, merodeando en torno al edificio cerrado, reparé en una placa de mármol junto a una puerta lateral: PALLASPORT DELLA MISERICORDIA.
El tipo de letra a la romana me pareció que remitía a tiempos del fascio, y así lo asumí durante mucho tiempo: imaginaba un despliegue de kitsch grecorromano, exhibiciones gimnásticas a la mayor gloria del Imperio renacido. La realidad resultó ser mucho más interesante: el edificio fue hasta los años 70 sede de la Reyer, el equipo de baloncesto local que jugó durante décadas en primera división. No se me ocurre imagen más veneciana que diez tipos de corto lanzándose un balón, con mil personas gritando alrededor, en medio de un gran salón renacentista cubierto de frescos de la escuela del Veronés. El documental de Carlo D’Alpaos, La palestra più bella del mondo, restituye con imágenes de archivo y entrevistas aquel ambiente irrepetible.
Una guapa morena en blanco y negro explica a la cámara de la RAI que hay que venir dos horas antes porque se acaban las entradas: ella lleva viniendo cada dos domingos, desde hace cinco años. Ettore Messina evoca el camino diario al entrenamiento desde Piazzale Roma, la subida por tres plantas intermedias al gran salón iluminado lateralmente. Steve Hawes, un americano de la casa como lo fue John Pinone en Magariños, cuenta el primer balonazo que le pegó a los frescos de la pared y cómo le tuvieron que avisar que eran del siglo XVI. Para los rivales queda la memoria surrealista de hacer el último tramo de viaje en barco y encontrar que se juega en una especie de iglesia, que imaginaban silenciosa hasta que entraban en aquella olla a presión. El público, cuenta un árbitro, era entusiasta, duro y honesto, imaginativo con las rimas y estribillos (goliardico, dice él y uno piensa en la Demencia). A Dino Meneghin, con una cara de torta irreconocible, le brillan los ojos cuando recuerda el aliento de la gente en el cuello, los insultos en dialecto que él, véneto de nacimiento, entendía perfectamente y que le motivaban a repartir más leña. Lo que ninguno de los entrevistados olvida es el cántico de victoria, un estribillo eclesiástico y solemne que humillaba al vencido jugando con el tropo de la misericordia: perdón para los desdichados, piedad para los débiles. Más de un rival de equipo grande habrá tenido pesadillas con esa melodía que se elevaba de mil gargantas como un memento mori.
No siempre fue tan elegante la afición veneciana a la hora de machacar al rival: hay ocasiones que piden otro tono, y la más épica de todas fue la legendaria partita del metro. En el primer partido de la liga 72-73 el todopoderoso equipo de Bolonia había salido derrotado de la Misericordia, pero su siniestro presidente, el avvocato Porelli, recurrió al Comité alegando que la grada no cumplía por un metro la separación reglamentaria. Se tuvo que jugar una repetición meses después contra el que era, a todas luces, un equipo superior; en un ambiente de histeria colectiva, la Reyer no sólo ganó de nuevo sino que les pasó por encima a los boloñeses. Con el pitido final los venecianos, como un solo hombre, enarbolaron las cintas métricas que llevaban preparadas: In culo, Porelli, il metro te lo metti in culo!
En 2016 una empresa vinculada al actual alcalde compró el edificio y lo restauró de modo ejemplar para dedicarlo a eventos de lujo barnizados de cultura. Sé por el folleto de la Bienal que es una de las sedes externas, pero la fecha de apertura que me dan por correo es posterior a mi vuelo de vuelta, así que merodeo como alma en pena a ver si pillo a gente trabajando y me dejan entrar. El volumen rectangular, con cubierta a dos aguas, tiene una manera singularmente empeñada de permanecer impenetrable. Excepto una breve portada de piedra blanca, lo que ofrece al exterior es una superficie homogénea de ladrillo en espera de su revestimiento, pero no exactamente el llagado horizontal uniforme que vemos en tantas iglesias: aquí la modulación clásica está ya esbozada en trazos sumarios, como si Sansovino hubiera visto venir que el presupuesto no llegaría para la piedra y hubiera querido dar un aire acabado a la envolvente. El efecto es raro, como de un almacén distinguido más que un palacio venido a menos. Al retirarse de la calle, el edificio deja un rellano donde el pavimento se adorna con un dibujo infrecuente de cinta blanca, a base de líneas y círculos, que recuerda contra toda lógica temporal a la delimitación de una cancha y dos canastas. Hay un barrendero limpiando la hierbecilla entre las losas y ni el menor rastro de actividad dentro. Por detrás la rehabilitación es más visible: unas escaleras exteriores en acero oxidado, que aciertan a fundirse con los muros en una misma textura industrial, bajan directamente a la calle, pero tampoco hay nadie que me abra la cancela. Enfrente, presidiendo el prodigioso campo dell’Abbazia, la vieja Scuola gótica le sostiene la mirada con triste orgullo (míranos ahora, vejestorios las dos) al edificio que vino a sustituirla. Siguiendo la alineación de huecos ojivales sobre el soportal, uno se imagina el gran salón que iluminarán esos ventanales y se pregunta qué necesidad tenía la confraternidad de mudarse enfrente.
El capítulo podría haber terminado con una melancólica mirada de reojo desde la inaccesible Scuola Vecchia a la impenetrable Scuola Grande, pero, a falta de tres días para marcharme (no voy a preguntar si me informaron mal o lo han adelantado), me encuentro la exposición abierta. Entro, con naturalidad anticlimática, por la puerta principal que custodian dos voluntarios de la Bienal: sus explicaciones sobre la muestra de proyectos europeos las escucho por un automatismo de cortesía, nervioso como un niño pequeño el día de Reyes. Conozco por las otras scuole la configuración de planta baja, una trama de columnas sobre basas esbeltas que sostiene el forjado continuo de la gran sala de arriba, pero Sansovino ha logrado aquí un nivel de refinamiento superior. Cada elemento articula la descarga del peso en su proporción exacta, las fugas corren limpias hasta el fondo y las transversales enmarcan impecablemente la escalera. Empiezo a entender por qué los cofrades encontraron intolerablemente anticuado el edificio gótico: como el Manhattan de los años 30, aquella Venecia en ebullición demandaba formas nuevas, pulidas y brillantes.
Cerca de la escalera una placa recuerda a los miembros de la Società Sportiva Reyer caídos en la Gran Guerra, dándole prosapia y legitimidad histórica a un uso deportivo del edificio que data de 1914. La historia de la sociedad viene de antes: en 1872, un maestro transferido a Venecia trajo consigo la novedad de la gimnasia formativa; su sucesor, el triestino Constantino Reyer, conseguirá un primer palacio en Cannaregio donde a la gimnasia se irán sumando la esgrima, el atletismo, la halterofilia o el remo practicados en sepia por respetables señores bigotudos. En 1907 será otra profesora, Ida Pesciolini, la que traiga a Venecia el nuevo deporte inventado por Naismith, que en aquella época más resistente a los anglicismos llamarán pallacanestro. Sin abandonar las otras disciplinas, la Reyer se irá identificando poco a poco con, el baloncesto, aunque en las imágenes de televisión de los setenta todavía pueden verse un ring de boxeo y un tapiz de gimnasia ocupando parte del espacio.
Subo a la sala capitular, mi santo grial de tantos años, por una escalera metálica que discurre en dos tramos bajo las bóvedas espléndidas de la original. En los escalones se intercalan trazos sueltos de colores que, desde un punto de vista fijo en el rellano, se conectan en figuras geométricas. Me paro a hacer fotos –más por dilatar el momento que por verdadero interés– y se me acerca una chica a contarme que lo ha diseñado ella. «Es un guiño a una historia curiosa», me dice: «cuando entramos a trabajar en la exposición me enteré de que aquí se jugaba al baloncesto, ¿te imaginas?». Me imagino, sí. Por aquí mismo subirían los tifosi con sus banderas y pancartas, cantando el himno, jubilosos, sobreexcitados por la espera, atropellándose para coger sitio en la grada. La sala es sobrecogedoramente grande, un espacio vacío que respira con la solemnidad civil e indiferente que le ha permitido acoger en su larga historia asambleas de cofrades, eliminatorias europeas, presentaciones de coches o exposiciones contemporáneas. El techo plano, oscuro y uniforme, recoge el cabrilleo de las luces rebotadas del canal, que esta mañana tiene una belleza abstracta de trazo nervioso capaz de competir con cualquier decoración pintada que se haya perdido. La hazaña estructural que lo sostiene desde arriba queda, como debe ser, oculta. Por las cuatro paredes los frescos insertan figuras ciclópeas (¡gigantes del basket!) en una arquitectura fingida que da nobleza y sentido al espacio. Deambulo por la sala entre unas tiendas de tela sin mayor sentido ni interés que canibalizan el lugar y casi arruinan la experiencia. Trato de imaginar los sonidos, los gritos de la grada, saturando la atmósfera, los cánticos, pero, sobre todo, esos momentos de tensión en los que el público enmudece y cada jadeo, cada chirrido de las zapatillas al frenar, cada bote o incluso cada latigazo sordo (choff) del balón al entrar en la canasta se percibe con una nitidez íntima, cercanísima. Por alguna razón suena en los altavoces No time, no space, acaba de morir Battiato y estoy por fin donde nunca pensé que pudiera entrar. A veces las emociones estéticas no tienen tanto que ver con el arte o la arquitectura.