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Dino Meneghin: «Los jugadores de baloncesto tenían más nivel cultural que los futbolistas porque no pensaban vivir del deporte»

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El gran e incombustible Dino Meneghin (Alano di Piave, Véneto, 1950), 2,04 de altura, es uno de los mejores jugadores europeos de baloncesto de todos los tiempos. Cualquier buen aficionado español lo recuerda con pavor, el que infundía en el equipo rival, pero con admiración. Pocos han llegado donde él. Una carrera de veintiocho años y 836 partidos, doce ligas italianas, siete veces campeón de Europa, uno de los primeros jugadores europeos que interesó a la NBA.

Este guerrero del tablero es en realidad un tipo campechano y bromista, que con sesenta y cinco años [actualmente, 74, esta entrevista se realizó en 2015] sigue viviendo en el baloncesto desde la federación italiana. Incluso en el bar del edificio es gracioso verle chinchar a un árbitro internacional retirado que ahora lleva el negocio.

¿Tus padres eran altos?

Sí, toda la familia. Más de parte de padre que de madre. Tengo una foto de mi bisabuelo y mide 2,06. Es una foto del siglo XIX bellísima porque tiene botas camperas, vaqueros y un pendiente.

¿Un pendiente? ¿En el siglo XIX?

Sí, sí, no sé por qué, nunca conseguí que mi abuelo me lo explicara. Mi padre medía 1,90, era de la zona de Treviso y mi madre, de 1,70, de Udine. Mi tío casi dos metros. Todos éramos altos.

¿Pero nadie antes que tú jugó al baloncesto?

No, fui el primero. También porque, por fortuna, mi padre se trasladó por trabajo del pueblecito del Véneto donde víviamos a Varese. Yo tenía ocho años. Varese era ya una cuna del baloncesto en Italia. Si me hubiera quedado en aquel pueblecito de mil quinientos habitantes habría hecho otra cosa.

Un pueblecito junto al río Piave.

Si, frente a Valdobbiadene.

Donde hacen el prosecco.

Eso es, nosotros estábamos enfrente.

El Piave es una línea de choque de la guerra, tanto en la Primera como en la Segunda Guerra Mundial. ¿Viviste el recuerdo de la guerra en la familia?

Mi abuelo fue a la Primera con dieciséis años, y mi padre hizo la Segunda. Me contaban historias, la tragedia, la pobreza, el hambre, el miedo, sobre todo en la montaña cuando llegaron los alemanes, y las represalias, que ahorcaron a muchísima gente.

Mi padre me contó que en su pueblo, Domegge di Cadore, donde todavía tenemos una casa, los alemanes habían ahorcado a tres o cuatro partisanos y los dejaron en el árbol una semana. Y debajo las madres que lloraban pero no podían bajar el cuerpo. El odio hacia la guerra y los alemanes duró muchos años, y todavía hoy entre los mayores.

Tú naciste en 1950, en plena posguerra. Era todo muy reciente.

Sí, pero cuando yo era pequeño no se hablaba del tema. Ahora el Véneto es una zona muy industrializada, con dinero, pero entonces mi abuelo Augusto se tuvo que ir a trabajar a Nueva Zelanda, en la construcción del ferrocarril, con pico y pala, para llevar a casa un poco de dinero tras la Primera Guerra Mundial. Volvió y estalló la Segunda. Tras la Segunda empezó el boom económico y por eso mi padre se fue a Varese. Trabajaba en el sector óptico y se fue a dirigir una pequeña fábrica de gafas.

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Es allí donde empezaste a hacer deporte. Pero fue con el lanzamiento de disco y de peso.

Fue un profesor de educación física que era un idiota, porque Varese era una ciudad dedicada al baloncesto. Luego llegó el fútbol, con un equipo que llegó a Serie A a finales de los sesenta, con grandes jugadores como Anastasi, Bettega, Gentile. Íbamos juntos al colegio.

Yo empezaba en el basket y ellos estaban en juveniles y luego en el primer equipo, y el propietario de todo era el commendatore Borghi, el dueño de la Ignis, que hacía frigoríficos. Era el presidente de los clubes de todos los deportes. Hubo un periodo en que ellos subían con el equipo de fútbol de Serie C a Serie B y nosotros ganábamos el scudetto, y hacíamos la fiesta juntos. Luego ellos de la B a la A y nosotros volvíamos a ganar, y otra vez fiesta.

Siempre fiesta.

Era bellísimo, había muy buena relación entre todos. Cuando jugábamos en casa muchos de nosotros íbamos a ver el primer tiempo del partido de fútbol y luego ellos venían a vernos a nosotros.

Entonces me estás diciendo que este hombre, profesor de gimnasia, en la ciudad del baloncesto, tú mides ya casi dos metros y no se le ocurre que puedes jugar a baloncesto.

Eso es. Estaba obsesionado con el atletismo ligero. Tenía algo de razón porque yo tenía un buen físico, y él se empeñó en que hiciera peso y disco. De hecho quedé segundo en el campeonato provincial de peso, pero me aburría muchísimo.

Para entrenarme me ponía en un rincón del estadio y me decía: «Mil lanzamientos». Después de treinta o cuarenta yo ya no podía más, era un coñazo, entonces me iba donde caía el peso y «bum, bum», me ponía a dejarlo caer para que hiciera agujeros. Luego le decía que había terminado y me iba.

Entonces descubriste el baloncesto. Te he oído decir que es uno de los recuerdos más bellos de tu vida.

Sí, tenía trece años, era un partido entre colegios y yo había ido a verlo con un amigo. Era en un gimnasio, pero cuando entré me pareció el estadio de Los Angeles Lakers, enorme, grande, bellísimo, luego fui años después y era un agujero, dos veces esta habitación. Lo que me gustaba era el follón, las voces, el ruido, la gente que se divertía.

Y tú llegabas de estar ahí solo haciendo lanzamientos de peso.

¡Sí! Me encantó. Y por fortuna en ese partido estaba Nico Messina, responsable del sector juvenil del equipo de basket de Varese, que era el profesor de educación física de uno de los colegios. Se fijó en mí, porque era muy alto, y me dijo que diera una vuelta al campo para verme correr.

Allí mismo.

Sí, con el abrigo. Para ver cómo me movía. Luego me dijo: «Ven mañana y empezamos los entrenamientos». Al día siguiente, cuando fui y entré en el gimnasio fue una impresión maravillosa. Era como atletismo jugado. Correr, lanzar, con gente, era lo de estar juntos lo que me gustaba.

El grupo.

Sí, y yo tengo mucho cariño a este profesor porque no empezó de inmediato a enseñarme las cosas técnicas, lo que me transmitió fue el entusiasmo, la alegría de jugar a baloncesto. Luego a través del juego y el entrenamiento aprendes la técnica.

¿Qué sensaciones recuerdas de ese primer encuentro con el basket? Porque son cosas que luego las retienes toda la vida. Los olores, los sonidos…

Exacto, eso, olores y sonidos. El olor de linóleo, mezclado con el del corcho del pavimento, el sonido de las voces de los chicos, de los balones… El entrenador me dio un balón y me dijo: esto es un balón de baloncesto. Llamó a uno que se llamaba Momi Bozzolo, que luego se convirtió en uno de mis mejores amigos, y le dijo: «Este es Dino. De ahora en adelante tenéis que ser amigos». Me miró y en cuanto el profesor se fue se largó y me dejó allí como un pasmarote. «Empezamos bien», me dije.

¿Eras el más alto?

No, este Momi era tan alto como yo. Jugó en juveniles y luego lo dejó. Pero entonces no era normal ser tan alto. Recuerdo que cuando empecé en la escuela a mí me gustaba estar en la primera fila, pero la maestra me decía: «Meneghin, a la última fila». Porque los de detrás no veían una mierda. Así que toda mi vida me la pasé en la última fila. Luego ya me gustó, porque era donde te divertías.

¿Tenías algún complejo por ser tan alto? Porque nunca te considerarían un niño. ¿Cómo lo llevabas?

Lo que me cabreaba es que cuando iba al cine con mi hermano, que tenía diez años y yo ocho, él pagaba precio infantil y a mí me lo hacían pagar entero. No se creían que tuviera esa edad. A los doce o trece años fue cuando noté que me empezaban a mirar raro. Porque aparentaba dieciocho pero me comportaba como un niño, lo que era. El basket me ha ayudado mucho a no verme distinto a los demás, porque eran todos altos como yo. Luego ha sido una vida incómoda. La ropa, los viajes…

¿Encontrabas zapatos de tu talla?

No, mi madre los encargaba a un zapatero cerca de casa. Para la ropa compraba varias tallas más, pero zapatos no había.

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Has contado que tu madre no sabía lo que era el basket.

Sí, cuando volví de aquel primer entrenamiento, con una bolsa de la Ignis, con toda la ropa y zapatillas, le dije todo contento: «Mira mamá, juego a basket». «¿Basket? ¿Eso qué es?», me contestó. Nadie en mi casa sabía lo que era.

No había tele.

No, solo la radio, pero es que además vivíamos en otro mundo. Mi padre trabajaba todo el día y mi madre estaba en casa.

¿Entonces se decía basket o baloncesto [pallacanestro, en italiano]?

Baloncesto, baloncesto. Lo de basket llegó luego, con los americanos. Es más, al principio se llamaba palla al cesto.

¿Ah, sí? Como en español.

Sí, en los años veinte.

¿Cómo eran esos primeros partidos que jugaste? Yo recuerdo de pequeño el frío en invierno, jugando al aire libre, porque si te ponías una camiseta con mangas debajo eras un nena.

Sí, exacto. Yo tenía catorce años. Mi papá tenía un 124 familiar y mientras cinco jugaban los otros cinco estaban en el coche, en marcha y con la calefacción, escuchando música. Cuando era el momento del cambio se entraba y salía del coche. El que entraba llegaba congelado.

Sí, además en el norte haría frío.

Si intentas hacer eso ahora con los críos los padres te matan y sacan al niño del colegio. Ya casi nunca se hace. El primer año en Serie B todavía lo hicimos al aire libre. Recuerdo que en Massa Carrara había nevado y jugábamos con todo en torno nevado. El balón era duro como un pedazo de madera.

¿Cómo eran los balones?

Eran los Voit, esos de goma, con la sorpresa dentro.

Ah sí, que sonaban dentro como unas bolitas cuando los movías.

Sí, hacían boing, boing, un ruido muy fuerte. Y esos estuvieron hasta finales de los setenta. Me acuerdo que jugamos una final europea contra el Real Madrid, en Ginebra, y todos nos cabreábamos, creo que el capitán del Real era Brabender, porque el árbitro entraba en el campo con un balón Voit nuevo, todavía embalado en celofán, y es que le metían una pátina de protección y resbalaba muchísimo. Entonces fuimos los jugadores de los dos equipos a pedir por favor que nos dejaran usar uno de los nuestros, ya usados. Luego ya llegó el balón de piel.

Messina, tu primer entrenador, insistía mucho en la preparación física, ¿no? Era profesor de atletismo.

Sí, pero fue aún más con Nikolic. Fue el primero en traer a Italia la figura profesional del preparador atlético, porque normalmente era el entrenador el que lo hacía. Con Nikolic era terrible. Sabíamos cuándo empezaba el entrenamiento pero no cuándo terminaba. Dos horas, tres horas, tres horas y media.

¿Entrenarse no es aburrido? Lo digo por la idea de estar todos los días de tu vida haciendo la misma cosa, lo que es un trabajo.

Cada uno nace con un talento, pero tienes que trabajarlo. El entusiasmo te viene al ver los progresos que haces. Si yo no consigo mover este cenicero, me entreno para moverlo y al final lo muevo, digo: «¡Mira, lo he movido!». Me siento más fuerte, y luego paso a un escalón sucesivo. La base es no sentirse nunca satisfecho, estar siempre en busca de cosas nuevas, para ser cada vez más fuerte. Y luego es que cuando ganas algo sientes tal carga de adrenalina que lo quieres repetir.

Yo siempre he jugado en equipos, como el Varese, el Olimpia Milano, donde quedar segundo ya era un fracaso. De ahí esa presión que sientes de los tifosi, de la sociedad, de la prensa, de los propios compañeros. La fuerza del equipo depende de la fuerza del grupo, de que todos piensen igual: nadie quiere perder, ni el partido de entrenamiento.

Perder no gusta, y esa es la gasolina justa para ir adelante. Pero más allá de todo está el estar contento al final del día del trabajo que has hecho. Porque en el baloncesto tienes en el partido del domingo la prueba de lo que has hecho durante la semana. Si te entrenas mal, es difícil que juegues bien el domingo, y luego te insultan, te critican… Estás siempre en el filo de la navaja, y no quieres sentir esa sensación negativa. Incluso cuando ganas una final solo eres el campeón hasta esa noche. Desde el día siguiente los demás se entrenan para ganarte a ti.

Algo fascinante del baloncesto es que se basa en la repetición. Debes hacer un gesto tal número de veces que llega un momento en que te sale de forma natural, y algo como meter una pelota en un círculo, que en principio es muy aleatorio, se hace con éxito como por arte de magia, sobre todo en los buenos jugadores. Y sin duda hay gente que tiene un don, un don para algo tan raro como meter una pelota por un aro.

Sí, tú naces con el talento, no hay nada que hacer. Luego lo que cuenta es el entrenamiento. La repetición cotidiana te lleva a que un movimiento sea memorizado y mecanizado. Me explico: si yo no ensayo cien veces un movimiento de, por ejemplo, salida del bloqueo y tiro, no sabré qué hacer en un momento del partido en que debo hacer exactamente eso. Pero si lo memorizo mil veces salta un clic en la cabeza que te empuja a hacerlo sin que te des cuenta.

Ni siquiera piensas: ahora hago esto.

No, no, te viene automáticamente.

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Hablabas de Nikolic. Cuando llegó a Varese, en 1969, tenía cuarenta y tres años. Nació en Sarajevo en los años veinte, combatió en la guerra, llegaba de Yugoslavia, del otro lado del Telón de Acero, con mucho prestigio en el mundillo. ¿Qué personaje era?

Llegó ya con esta aura de santón del basket, de uno que sabía. Profesor universitario, experiencia con clubes, con la selección… Todos estábamos firmes. Teníamos la misma relación que hay entre profesor y alumnos, y fue quien nos enseñó a ser profesionales. Decía: «Vosotros cuando entráis en el gimnasio sois como los obreros que van a la fábrica. Ficháis, se trabaja, se suda, no se bromea. Cuando se acaba hacéis lo que os dé la gana».

¿Eso era tan nuevo entonces?

Sí, sí. Bueno, no tan nuevo, pero es que nosotros veníamos del profesor Messina. Hacíamos bromas, tirábamos petardos… Era otro espíritu.

Se suele hablar de Nikolic como un padre del baloncesto moderno, por la defensa, la táctica… Vosotros vivisteis en persona esa transformación. ¿Cómo fue?

Hacíamos, no sé, una hora y media de juego solo en medio campo. Quinteto base en ataque, segundo quinteto en defensa. Una hora y media. Para los que atacábamos era divertido, pero imagínate los que se pasaban una hora y media defendiendo, sin contraataque, solo en esa mitad del campo.

Se perfeccionaban todos los tiempos, esquemas… Hacías una jugada, salía bien y estabas contento pero llegaba él y te enumeraba uno por uno todos los fallos que habíamos cometido cada uno. Seccionaba cada ataque de una forma increíble. Todos nos quejábamos, pero al final del año habías ganado campeonato, Copa Italia, Copa de Europa, Copa del Mundo, y decías: «Coño, pues servía para algo».

Era tremendo. Alguna vez, después de un entrenamiento durísimo, preguntaba, con esa voz que tenía [lo imita con tono grave]: «¿Quién de vosotros estar cansado?». Y una vez Ossola dijo que de verdad se sentía mal. «Entonces quiere decir que no estás entrenado, vete a hacer un cuarto de hora de subir y bajar escaleras» [risas]. La siguiente vez que lo preguntaba nadie decía ni palabra.

Creo que fumaba muchísimo.

¡Incluso en el banquillo! Era muy supersticioso. Tenía su ritual antes del partido. En el calentamiento se ponía debajo de la canasta y le pasaba el balón solo a Paolo Vittori. Luego fumaba el último cigarrillo y se iba a apagarlo donde estaba el masajista. Era muy metódico. Cuando hablaba contigo fumaba sin parar, y colocaba en una mitad del cenicero la ceniza, y en la otra las colillas, pero perfectamente alineadas una al lado de otra, en fila.

En el coche tenía colocados los paquetes de tabaco en la guantera. Para los partidos se vestía siempre igual: pantalones negros, chaqueta de ante marrón oscuro y el jersey amarillo del uniforme de la sociedad. Luego, cuando terminaba el partido, se cambiaba en el autobús y se vestía normal.

¿Entre los jugadores se fumaba?

Sííííí, claro. Dos o tres pitillos, era normal. En cambio Nikolic estaba obsesionado con el vino, no quería que bebiéramos alcohol. Hubo una gran lucha entre algunos veteranos que querían beber al menos un vasito de vino en la comida y hacían de todo. Flaborea, por ejemplo, pedía a los camareros que le llevaran vino tino en una botella de Coca Cola y vino blanco en una de Fanta. Nikolic no era tonto y un día se acercó y le dijo [imita la voz]: «Yo nunca ver Coca Cola no hacer espuma» [risas].

Era todo más informal, ¿eso ha cambiado?

Bueno, todavía hoy hay alguno que fuma, pero solo un cigarrillo al final del día, después del entrenamiento.

He leído historias de gamberradas célebres de esos años del Ignis Varese, porque la atmósfera en el equipo era muy juerguista. Con Ossola, Rusconi, Zanatta… ¿Es verdad que hicisteis una de las famosas bromas de la película de Amici miei, de Monicelli [Habitación para cuatro, en España]?

Sí, como yo estudiaba para aparejador un día cogimos los instrumentos de medición, teodolitos y demás, y fuimos a una colina cerca de Varese, que era todo campo con algunos chalés. Paramos el coche delante de uno nuevecito, perfecto, con todo el seto cortado al milímetro, bajamos con los aparatos y empezamos a hacer como que tomábamos medidas y dar voces.

Salió el dueño, extrañado, a preguntar y le dijimos: «Nada, nada, con el nuevo plan urbano aquí va a llegar la autopista y habrá un gran supermercado con aparcamiento, lo siento por su casa». ¡El hombre se fue corriendo a casa alarmado a llamar a su mujer! [Risas].

¿Seguiste estudiando mientras jugabas?

Hasta los diecisete años iba al instituto público, pero me suspendían por las ausencias, porque ya jugaba en Serie A y viajaba mucho. Luego me pasé a la privada, donde podía hacer los exámenes y me diplomé como aparejador. Después me inscribí en Arquitectura, pero justo entonces empezaron en Italia las protestas universitarias del 68 y la mía era una de las facultades más turbulentas.

Me levantaba a las seis en Varese para llegar a clase a las ocho y entonces te decían que se habían suspendido las clases, o al rato entraban estos y obligaban a suspenderla. Al final durante cuatro o cinco meses no fui.

Así que la revolución de mayo del 68 no te dejó estudiar.

¡Por eso no aguanto a los del 68! ¿Quieres hacer la revolución? Hazla en la calle, protesta, pero hubo muchos como yo a quienes les arruinaron los estudios.

En el mundo del baloncesto era normal estudiar porque nadie pensaba en ganar dinero con eso.

No, no. En los años setenta un jugador de veintiocho años se consideraba viejo.

Y los sueldos no serían nada del otro mundo.

Eran de risa. El primer año en Serie B, que tenía quince años, mi primer sueldo fue una moneda de oro, que ni sé lo que valía, a lo mejor hoy vale, no sé, cincuenta euros. Ya con veintipico años todos empezaban a pensar en el después, y muchos estudiaban o trabajaban simultáneamente. En Serie A no, todos eran profesionales.

¿En el fútbol ya se ganaba más?

Sí, había una gran diferencia.

Te lo digo por un dato curioso, que siempre me ha llamado la atención: en el baloncesto el nivel cultural medio siempre ha sido mucho más alto que en el fútbol.

Sí. Ahora ha mejorado, y oyes hablar a algunos futbolistas y hablan bien, pero antes sí se veía esa diferencia. Los jugadores de baloncesto, sabiendo que no vivirían de eso, como mínimo se sacaban un diploma de algo y muchos luego iban a la universidad.

Recuerdo Alberto Merlati, uno que jugaba en el Cantú en los sesenta y estuvo en la selección. Estudiaba Ingeniería, una cosa dura. Vivía en Turín, venía a entrenarse y luego volvía porque al día siguiente tenía que ir a clase. Una locura, pero sacó la carrera.

Hablando de locura. Una vez fuiste a ver al director del instituto y la secretaria, al verte, pensó que eras un extraterreste.

¡Sí, sí, estaba completamente loca! Fue el primer año de aparejador. Entro en el despacho y me dice: «¡Pero qué alto eres! ¿Sabes? Eres tan alto como los extraterrestres que me vienen a buscar a veces, me llevan en su nave espacial y luego me vuelven a dejar en casa» [risas]. Yo la miraba alucinado y decía: «Sí, sí, claro…». Hablaba muy en serio. ¡Y esta era la secretaria del director! Increíble, no sé dónde habrá terminado.

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El Ignis Varese de esos años, los setenta, es increíble porque ganó seis ligas, llegó a diez finales europeas consecutivas y se llevó cinco. Era la bestia negra del Real Madrid: con ellos jugasteis cuatro finales, ganasteis dos cada uno. ¿Qué recuerdos tienes de aquel Real Madrid? Supongo que os conocíais muy bien, os encontrabais todos los años.

Sí, porque además luego te los encontrabas también en los partidos de la selección. Éramos amigos. No es que tuviéramos relaciones intensas, de salir juntos, pero nos llevábamos muy bien. Llegaba el sorteo y siempre te tocaba España. Porque entonces había cuatro equipos fuertes: URSS, Yugoslavia, Italia y España. Luego un poco Polonia, Checoslovaquia, pero había dos niveles.

Con el Real Madrid lo que me gustaba muchísimo era su imagen, su prestigio. Esa cosa de: «Oh, que llega el Real Madrid». Llegaba el CSKA de Moscú y te importaba un bledo. Pero el Real representaba un tipo de organización, de equipo, un halo de fuerza, quizá porque estaba ligado también al fútbol, también por el nombre: «Real», un nombre de impacto. Me acuerdo que cuando jugábamos al final del partido nos íbamos a cenar todos juntos, con las directivas, y nos regalaban un reloj con el escudo del Real Madrid, que era bellísimo, todavía los tengo, también llaveros…

Entonces había buena relación entre los equipos.

Sí, sí.

¿Estas cosas todavía se hacen o no?

No, no. Y de todos modos yo solo recuerdo que lo hacíamos con el Real.

El Barcelona te lo has encontrado menos.

Sí, poco. Recuerdo una vez en Milán, en los ochenta, pero habré jugado dos o tres veces con ellos.

Entonces en el Varese erais un equipazo, y ya hemos visto que teníais entre todos una relación de amistad y bromas. ¿Cuál es la importancia de crear un grupo unido para jugar bien? ¿Cuanto más amigo eres mejor juegas?

Sí, absolutamente. En el equipo hay ingenieros y albañiles, los príncipes y los que hacen el trabajo sucio, cada uno hace lo suyo, pero a veces hay que cambiar de papel si hace falta. No tiene que haber envidias ni celos, porque el objetivo es vencer. Si ganas el partido o un título todos han ganado. Luego cada uno será mejor o peor.

Ya, pero ¿es tan difícil conseguirlo? Porque desde fuera parece obvio.

Es cada vez más difícil. Aparte del carácter, que uno es más arrogante o presuntuoso, es que cada vez pesa más la cuestión del dinero. Yo he jugado con algunos americanos que entraban en el vestuario y solo miraban su tabla: veintidós puntos, ocho rebotes, tal, tal… y pensaban: «Perfecto». Y en cambio habíamos perdido. Así no va bien. Pero, por ejemplo, recuerdo un gran jugador americano, Bob McAdoo, que a lo mejor había hecho cuarenta puntos pero se lamentaba de que podía haber robado aquel balón o qué sé yo, y había sido el mejor en el campo.

Otra cosa: en mi carrera ninguno se ha permitido nunca en el vestuario criticar a otro. Cuando perdíamos en el vestuario no se oía una mosca durante quince minutos, media hora, y cada uno de nosotros estaba pensando en qué se había equivocado para perder. Y lo bonito es que luego íbamos a cenar juntos, con nuestras parejas, para rebajar la tensión. Y eso afianzaba las relaciones.

Cada día, tras los entrenamientos íbamos a casa de uno o de otro, a oír música, a jugar a las cartas, a charlar, y no era un peso, era bonito. Tienes que pensar que tú te pasas ocho meses con esa gente, y si no estás bien se convierte en una pesadilla.

A ti se te revuelven las tripas cuando ves ahora a los jugadores llegar cada uno con sus auriculares oyendo música.

Es insoportable. Porque no hay relación entre ellos. Antes había un núcleo fuerte de italianos, diez jugadores, y dos extranjeros que entraban en el grupo y en nuestra cultura. Y se quedaban dos, tres, cuatro años. Ahora hay gente de todos los países y a veces están solo un año, o seis meses. Son profesionales, pero cada uno que llega intenta llevar el agua a su molino, tirar más, ir a lo suyo, y no hay tiempo de instaurar relaciones.

Hay respeto o estima, pero no amistad. En los vestuarios solo se habla en inglés, mientras en el fútbol se sigue hablando italiano y el que llega intenta aprenderlo, también para integrarse en la ciudad. Entonces ahí los tienes: llegan al campo cada uno en su mundo, con los cascos, y no hablan entre ellos.

Cuando estaba en la directiva de la selección me cabreaba como una hiena cuando los jugadores bajaban a desayunar con los cascos y ni saludaban. Entonces los paraba a todos un momento y les explicaba un mínimo de reglas, de educación si quieres. No ves a nadie leer un libro, todos con el móvil, la música, hablando con la novia…

Si amas el deporte, en parte, es porque te recuerda tu infancia, cuando era un juego con los amigos. Pero a un cierto nivel parece que el deporte ya no es divertirse con los amigos.

Porque ya es un trabajo, y cada vez lo es más: si tú juegas diez minutos y yo cinco mi agente se cabrea, porque en la próxima negociación, si has jugado poco, ya no vales diez, sino cuatro. El agente se cabrea con el entrenador, nacen los celos entre jugadores… Antes solo tenían agente los americanos. Yo siempre he tratado personalmente mis contratos. El mundo ha cambiado mucho.

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El baloncesto italiano quizá está pagando todo esto…

Desde luego. En los últimos años los jugadores italianos tienen problemas para encontrar espacio en el primer equipo. Esto es dictado por los tifosi, a quienes les da igual que sean italianos o extranjeros, lo que quieren es ganar. Tampoco les interesan los jóvenes. Los piden, sí, pero si luego entra uno y hace dos tonterías le pitan y le insultan.

El entrenador no tiene la fuerza de imponer su filosofía de hacer jugar más a los italianos, si pierde cinco partidos lo echan. Los patrocinadores quieren ganar, ninguno invierte por un equipo que no juegue para lo más alto. Los presidentes, por supuesto, quieren ganar. Así que la idea es hacer jugar a los más fuertes, a los mejores, y que los débiles se busquen la vida.

Quien tiene un talento puro, como ahora Alessandro Gentile, por ejemplo, encuentra su espacio. Pero quien tiene un talento medio, que necesita más tiempo, más minutos en el campo para mejorar, está condenado. O se entrena cinco veces más o baja de categoría. Otro problema es que ahora todos ganan dinero.

Antes era solo en Serie A. Ahora puedes ir a segunda, o más abajo, y al menos mil, mil quinientos euros te los llevas, y vives con menos estrés. No es como en Estados Unidos, o en algunos países del Este, donde prima el deseo de sacrificarse para ganar dinero. En las universidades americanas no te dan un céntimo.

Aquí un chico de dieciocho años empieza a ganar treinta mil, cuarenta mil euros, y si tiene cabeza puede pensar que entrenándose puede ganar mucho más, pero otros se conforman, se compran el coche, se echan una novia modelo y se van perdiendo. Hace falta la fuerza del club para enseñarles la mentalidad adecuada. Enseñarles el ABC.

Y esto se refleja en la selección, claro.

Es que ha aumentado la competencia. Antes había cuatro selecciones, como decíamos, pero con el fin de la URSS han salido Serbia, Croacia, Montenegro, Georgia, Lituania, Letonia, Ucrania… Y ellos sí que tienen la mentalidad del hambre. Aquí no, piensan en hacer diez años de profesional con un sueldito y luego retirarse. Es una mentalidad de mierda. Si un jugador hiciera el primer contrato a los veintiún años y no a los dieciocho a lo mejor tendríamos mejores jugadores, pero vete a decirlo a las asociaciones de jugadores, se vuelven locos.

En los setenta pasó esta cosa increíble de que te eligieron en el draft de la NBA. ¿Cómo es esa historia? Porque entonces eran dos mundos muy lejanos.

Primero me eligieron los Atlanta Hawks en 1969, 1970, con un número altísimo, el cuarenta y siete o el cuarenta y nueve. Tenían un general manager que me eligió, pero yo me enteré por los periódicos, nadie me llamó. En 1974, en cambio, me llegó una carta de los Knicks para hacer con ellos la liga de verano, pero me había roto el menisco y no pude ir. Fui al año siguiente, en una gira con la selección por Estados Unidos, y aproveché para visitarles y estuve con Red Holzman, en su despacho. Hablamos, me preguntó por la rodilla, pero luego ya no salió nada.

¿Cómo veíais entonces eso de la NBA? Porque no daban partidos por la tele, ¿era otro mundo?

Para nosotros era como la luna.

Como los extraterrestres de la señora.

Exacto [risas]. En esa gira de verano con la selección jugamos contra St. Johns, St. Joseph, Maryland, Princeton… Maravilloso, aunque nos dieron por todos lados. El pabellón del Maryland tenía quince mil, veinte mil plazas, y nosotros veníamos de Varese, con tres mil quinientas. Entramos allí con los ojos como platos. Pero es que de allí solo llegaban fotos en las revistas, vídeos o películas eran rarísimos, y era difícil incluso la relación.

Tenías que ir allí a ver, porque a ellos nosotros les importábamos un pito y no venían. Decían: «¿Europeo? No sabe defender». Yo creo que ya entonces había jugadores europeos que podrían haber jugado en la NBA, pero no había comunicación y para ellos ser europeo quería decir que no valías, que no serías capaz de jugar allí.

Ellos tenían complejo de superioridad, ¿vosotros lo teníais de inferioridad, como que aquello era un nivel inalcanzable?

Sí, sí. Aquí solo veías a los Globe Trotters, las cosas que hacían, y pensabas que allí eran todos así. Así que estabas ya impresionado sin haberlos visto en tu vida. Y luego es que los americanos que llegaban a jugar aquí eran buenísimos y pensabas que si esos eran los descartes de la NBA, cómo serían los otros.

¿Cuándo empezaron a llegar americanos a la liga italiana?

En los primeros sesenta. El primero que recuerdo, hablo del Varese, es Stan McKenzie, un jugador fantástico. Luego Toby Kimball, un blanco, una roca. Luego llegaron dos muy malos, y después Manuel Raga, que era mexicano y era grandísimo.

Fue una sorpresa, porque todos cogían a los americanos pero Nico Messina le echó el ojo. Pero a finales de los setenta, primeros ochenta, empezaron a llegar los ex de la NBA. Hasta entonces la gente que venía había visto la NBA de lejos o ni siquiera había jugado en ella. Con el tiempo, como nuestra experiencia aumentaba, el exjugador de universidad ya no nos valía, queríamos gente mejor.

Pero, por ejemplo, ¿antes de que llegaran los americanos se hacían mates, los conocíais?

Sí, pero casi nadie los hacía. Yo conseguí hacerlo con dieciséis años. Estaba en los juveniles del Varese y cuando venían los del primer equipo me decían que hiciera un mate. Yo les decía que no era capaz y se reían de mí, me decían que me tenía que entrenar. Pero es que además durante un tiempo los mates estuvieron prohibidos, porque se rompían los tableros y era peligroso.

¿La introducción del tiro de tres puntos os cambió mucho la vida?

Sí, a finales de los ochenta. Hizo felices a los tiradores, pero transformó completamente el juego. Ahora casi todos los equipos tiran más de tres que de dos. El de la NBA es distinto, porque está más lejos, pero aquí ya cualquiera tira de tres. Entonces lo que piensa el entrenador es: la diferencia de efectividad entre dos y tres puntos es del 10-15%, pero si acelero el juego y hago más tiros con los de tres doy un vuelco al partido. Pero el juego se hace muy de perímetro.

A mí me gusta el baloncesto por los mecanismos, los esquemas: cinco atacantes y cinco defensores que se mueven de forma precisa, con cortes y bloqueos, como un reloj, un juego en el que al final queda un jugador libre y puede tirar. El baloncesto actual es mucho más aburrido, aburridísimo. Al final cambio de canal. Veo más los partidos de las ligas inferiores o de las universidades americanas. La NBA, después de un rato, me harta. Correr y tirar. Todos buenísimos, por supuesto, pero cuarenta y ocho minutos así es un latazo.

Los buenos tiempos de la selección italiana empezaron con aquella final olímpica de Moscú 1980, Italia-Yugoslavia. La Yugoslavia de Delibasic, Cosic, Radovanovic… Os llevasteis la plata.

Era una empresa ganar a estos monstruos.

Dino Meneghin para Jot Down 6

En 1983 ganasteis la final de la Eurocopa a España, era el equipo de Corbalán, Epi, Fernando Martín, Chicho Sibilio… Vosotros teníais un equipazo con Antonello Riva, Marzorati, Brunamonti… ¿Qué recuerdos tienes?

En el banquillo estaba Díaz Miguel, un grande, espléndida persona, y me encantaba, porque era de estos que lo viven, se volvía loco en el banquillo, y sí, eran grandísimos jugadores. Fue un año perfecto, porque nuestro campeonato había terminado hacía poco, y tras una breve pausa, estábamos muy en forma. Otras veces pierdes la tensión si pasa demasiado desde que termina tu liga.

En España estábamos emocionados y nos sentíamos invencibles porque habíamos ganado a la URSS, que era un mito, con Sabonis, Tkachenko…

Tkachenko era como marcar a un armario. Me acuerdo en los campeonatos europeos de 1979, donde ganó el premio al mejor jugador europeo. Medía 2,20, 140 kilos, corría, tiraba…

Y con esos bigotazos.

¡Cuando terminabas de rodearlo se había acabado el primer tiempo! Era imposible pararlo. Con Sabonis jugué en Lituania, cuando yo estaba en el Milano y él en el Vilnius. Habíamos oído hablar maravillas de él, pero en el pasillo del vestuario no estaba, y pensamos que no iba a jugar. «Menos mal», decíamos. Pero cuando estábamos a punto de entrar llegó con la bolsa, tan tranquilo. Se cambió y salió al campo.

En el partido recuerdo que cogió la pelota, salió al contraataque delante de mí y pensé que lo alcanzaba pero de repente aceleró, salió disparado y bum, un mate. Dieciocho años tenía, uf.

¿Cómo era en esos años jugar al otro lado del Muro, en los países comunistas? Vosotros ibais mucho.

Mira, cada vez que volvía de esos viajes agradecía al Señor haber nacido en Italia. Empecé a ir a la mitad de los sesenta, y recuerdo que me llevaba libros y me los miraban uno por uno en la frontera. En cuanto entrabas allí ya era otro mundo, entre la contaminación, porque usaban carbón, el clima de invierno durísimo, los escaparates vacíos… Veías a la gente sufriendo, era como saltar en el tiempo treinta o cuarenta años atrás.

La comida era terrible. Nos llevábamos salami, queso, de todo. Crispi, el masajista de la selección, se llevaba la pasta, las latas de tomate de Italia… He viajado a dictaduras de los dos lados. También estuve en Chile, en Argentina, en Grecia, en España cuando estaba Franco, pero no era lo mismo, tan angustioso.

Me acuerdo en la Eurocopa de Praga, en 1981, estábamos hablando en un pasillo con los jugadores rusos, charlando de todo un poco, y de repente se abre una puerta y ellos se callan inmediatamente. Sale un tipo, saluda y cuando se va les preguntamos quién era. El delator, nos dicen ellos, nos espía y luego hace el informe. Cada equipo del Este tenía su delator, un dirigente del partido que seguía al equipo para ver qué hacían.

¿Cuál es el lugar más raro donde has jugado?

Pues creo que en Georgia, tras la caída de la URSS, en los noventa, con un partido de la selección. Era un pabellón enorme sin ventanas, con un viento helador, porque era invierno, y en el que a veces se iba la luz porque a veces la cortaban para acostumbrar a la gente a pagar la factura, porque con el comunismo estaban acostumbrados a que era gratis.

Hacía tanto frío que en el banquillo tenías que estar con el abrigo puesto. El masajista dejó un cubo de hielo el día del entrenamiento y al día siguiente allí seguía intacto. Parecía un país recién bombardeado.

Me tienes que contar aquel partido de la Eurocopa de 1983 con Yugoslavia, la famosa pelea de las tijeras. Los yugoslavos, y en especial Petrovic, eran muy buenos, pero te volvían loco.

Sí, así era. Estaba claro: eran mucho mejores que nosotros. Nosotros hacíamos lo máximo y perdíamos de veinte. A veces nos ilusionábamos, porque discutían entre ellos, pensábamos que era la buena y al final… volvías a perder de veinte. Pero es que cuando te sacaban veinte puntos te tomaban el pelo, y ahí nacía esa tensión.

Las tijeras.

Bueno. Empezó entre Sacchetti y Vilfan. Hubo una falta y Sacchetti le coge por la oreja. Vamos a separarlos y en eso Kicanovic y Villalta se ponen a discutir, no sé qué se dicen, hasta que Kicanovic le da una patada en los huevos. Entonces ya todo el banquillo entró en el campo, persecuciones, de todo, y yo recibo un puñetazo por la espalda. Me doy la vuelta y veo a Grbovic, amago con sacudirle y se escapa, va hacia el banquillo, se pone a rebuscar en una bolsa y de repente saca unas tijeras. Entonces me paré, claro. Una locura.

Sí, eran partidos de un clima incandescente.

Pero al final del partido nos dimos la mano todos. Lo gracioso es lo que pasó años más tarde, en los noventa. Hubo un partido de veteranos en Belgrado con Sasha Djordjevic, también estaba Corbalán, Kukoc, y antes del inicio aparece un tipo calvo, gordo, que viene hacia mí sonriendo con unas tijeras grandes de madera. Yo no entendía nada y Djordjevic me dice: «¿Pero no sabes quién es? ¡Es el de las tijeras!». Nos abrazamos todos.

Esos partidos eran la guerra.

Sí, nacía una rivalidad muy fuerte primero en los clubes y luego en la selección, porque te cruzabas a menudo, y los que eran mejores te masacraban siempre. Entonces te obsesionabas con ganarles como fuera. Te explotaba la yugular.

Dino Meneghin para Jot Down 7

También en Italia las rivalidades son enormes.

Buf, muchísimo. Hay más rivalidad entre Varese y Milano, o Milano y Cantú, que con el Real Madrid o con cualquier equipo internacional. Y en Toscana no digamos, Montecatini y Pistoia están al lado pero arrastran este odio atávico desde la Edad Media.

En Pesaro, por ejemplo, cada vez que ibais era el infierno.

Pero no solo con nosotros. Si ves la cantidad de multas que se ha llevado Pesaro por culpa de estos idiotas que tienen en la afición. También ahora. Si coges cada martes el boletín de la federación lo ves. Todavía hay gente que escupe y lanza objetos al campo. Lo de escupir es que no lo entiendo. Entiendo los insultos. Pero es que cuando tiran una pila a un árbitro quiere decir que la traían de casa pensando en hacerlo.

O las monedas. Está el famoso y polémico episodio de la monetina de Pesaro. [En la semifinal de liga de 1989 entre el Scavolini de Pesaro y el Milano un espectador tiró a Meneghin una moneda a la cabeza. Fue trasladado al hospital y la victoria se adjudicó a su equipo, aunque en 2011 Meneghin admitió que podía haber seguido jugando pero quiso dar un escarmiento a una afición violenta].

Sí. Cada año se repetía lo mismo, luego les caían quinientas mil liras de multa y vuelta a empezar. No era la primera vez que me daban con una moneda, pero ya me habían hartado. Entonces dije basta. Esto es todo.

Es curioso que en Italia la pasión por el baloncesto es muy de pequeñas capitales.

Sí, Varese, Trieste, Siena… Quizá porque no hay otra cosa que hacer. En las grandes capitales hay fútbol, mil entretenimientos. En las provincias, donde no le sofocaba el fútbol, el baloncesto ha salido adelante, a veces con el patrocinio de pequeños empresarios a los que les gusta este deporte.

Bueno, los partidos con Yugoslavia eran una pesadilla, pero para España también lo eran los de Italia. Tampoco bromeabais, teníais mala fama.

Sí, sí. Éramos un grupo de duros, sí. Yo, Zanatta, Sacchetti después, toda gente que no daba un paso atrás. Es que cuando tienes delante un equipo fuerte, aunque seas más débil, y sobre todo si lo eres, tienes que encontrar algo dentro que te empuje para llegar a ese nivel, algo que supere la técnica. No digo buscar pelea, pero tienes que jugar con el físico.

Segunda cosa: no puedes hacer ver que tienes miedo, porque si el adversario lo nota, si él juega duro y tú cedes estás acabado. Tú tienes que hacerle ver que no cedes ni un milímetro. Así ganas también su respeto. Eso lo aprendí de los americanos. Cuando era un chaval y jugaba con ellos, llegaba uno y te decía directamente: «I´ll break your fucking neck!». Te voy a romper el jodido cuello.

Yo me quedaba pensando en qué le habría hecho. Pero aprendí que si te daba un golpe y tú le dabas uno más fuerte, en la jugada siguiente te daba una palmadita en el culo y te decía: «Great». Y luego ya no jugaba tan duro. Yo no empezaba nunca. Jugaba siempre duro, pero no hacía el gilipollas. Ahora bien, si hacías el gilipollas conmigo debías saber que lo ibas a pagar. Luego en los partidos siguientes ya se creaba una especie de respeto que te hacía jugar mejor, a ti y al otro.

En España se decía entonces, coloquialmente: «Esto es más largo que el último minuto de un partido con Italia». Por el talento para dilatar el tiempo.

¿Sí? [risas] No lo sabía.

En el Stefanel Trieste te encontraste a Bodiroga, otro gran jugador, que escapaba de la guerra en Yugoslavia y que llevaba un año sin jugar.

Sí. Fue así. Cosic llamó a Tanjevic, el entrenador, y le dijo que había un chico que tenía problemas con la guerra y estaba pensando irse a Turquía, pero que tenía que hacerle una prueba porque era buenísimo. Le dijo que se lo mandara y fue a la estación a buscarlo. Allí se encontró en el andén a este tío de dos metros y se lo llevó directamente de la estación a jugar.

Tanjevic era un personaje. Le hizo una prueba y vio que era un talento en bruto. Pero, buf, trabajó con él como un maniaco. Bodi y otros dos, Fucka y De Pol, se entrenaban mucho más que los demás. Nosotros hacíamos dos sesiones, una por la mañana, técnica y pesos, y por la tarde, entrenamiento. Y estos tres se quedaban, tanto por la mañana como por la tarde, una hora, hora y media más.

El portero les dejaba las llaves y se iba. Los tres se construyeron a base de trabajo duro. De Pol se convirtió en un buen jugador, y Fucka y sobre todo Bodi llegaron a un nivel increíble. Cuando Bodi llegó al Olimpia Milano se entrenaba siempre haciendo el mismo movimiento, horas y horas: finta, bote, finta y tiro de tres. Y eso que nunca tiraba de tres.

El presidente nos preguntaba mosqueado que por qué lo hacía si nunca tiraba de tres. Hasta que ese año jugamos la final en Bolonia contra la Fortitudo e hizo justo ese movimiento, encestó y ganamos el campeonato.

Si tuvieras que jugar en el baloncesto de hoy, ¿cómo crees que te encontrarías? Porque ha cambiado mucho. Mucho más físico, altura media más alta…

¿Yo? ¡Sería tirador de tres puntos! ¡Basta bloqueos! [risas] No lo sé. Seguramente jugar en el centro sería difícil porque ya no soy tan alto. ¡Cuando empecé era el más alto en mi puesto y cuando lo dejé era el más bajo!

Has tenido una carrera larguísima, única, de los dieciséis a los cuarenta y cuatro años, veintiocho años jugando, hasta 1994. ¿Cómo fue jugar con tu hijo?

Me hizo sentir muy viejo. Cuando lo vi en el campo pensé: «Cáspita, es hora de dejarlo». Era 1990, tenía cuarenta años, pero hasta entonces no lo había pensado. De otro lado me hizo sentir muy orgulloso, por cómo estaba él en el campo. Tenía dieciséis años y se movía bien. Recuerdo que en una jugada alguien me saltó al cuello para coger un rebote y cuando me giré era él. Me impresionó. Estoy contento de que se ha ganado lo que ha hecho, no por llamarse Meneghin. Seguramente ha sido uno de los mejores jugadores europeos durante un tiempo.

¿Cuál es el secreto del baloncesto, por qué apasiona?

Mmmm… eres siempre protagonista, no hay un atacante y un defensor, todos, los cinco jugadores, lo son a la vez. Es un juego en espacios pequeños, hace falta inteligencia, destreza, atención, potencia física. Es muy técnico, tienes que aprender los esquemas. Es apasionante porque hay mil problemas y tú tienes mil y una soluciones para resolverlos. Es un juego de equipo, un microcosmos donde vives codo con codo con otras personas, y eso te enseña y te ayuda en las relaciones humanas. Y algo que puede parecer una banalidad: tiene unas reglas, y requiere disciplina.

Dino Meneghin para Jot Down 8

6 Comentarios

  1. Una entrevista estupenda. Grande, muy grande Il Monumento.

  2. Juan Castello

    Hay un descuadre entre el año de nacimiento y la edad actual que figuran en la entrevista. Por otro lado, buena entrevista. Muy bien documentado el periodistas jugoso el resultado

  3. Jose Andres

    Da gusto leer o escuchar a deportistas de todo el mundo, cómo hablan del Real Madrid, ese respeto, esa admiración… justo lo contrario de la gentuza de este país, empezando por los periodistas, que sólo buscan meter cizaña, dar con noticias negativas o directamente inventarlas, enfermos de envidia. Gracias, Dino, qué grande.

    • O sea que todo aquel que no simpatice con el RM es gentuza? Y después te extrañarás que haya gente a la que le caiga mal ese club

  4. Las manía de los furgoleros que se meten a torear con el baloncesto de llamarle al Eurobasket «Eurocopa».

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