La trama de 2010 nos sonaba de alguna película anterior. Repasemos: en 2007, McLaren tenía el mejor coche de la parrilla y probablemente a los dos mejores pilotos: Fernando Alonso y Lewis Hamilton.
Sin embargo, la escudería acabó envuelta en un clima de tensión constante en el que cada movimiento, el que fuera, era considerado como un agravio por cualquiera de las dos partes, a las que solo les faltó discutir por el colegio de los niños. Entre tanto grito indignado, Raikkonen ganó la última carrera, Hamilton se equivocó de botón y frenó en plena recta y Alonso solo pudo ser subcampeón del mundo detrás del finlandés con una cara que parecía querer decir: «Joder, qué tropa».
En España, la verdad, importó poco: lo que contaba, más que la victoria del asturiano, era la derrota del inglés y la imagen de su casco amarillo inclinado probando botones mientras todos los demás coches le adelantaban, impagable. Cuanto mejor es el malo, mejor es la película, diría años después Vodafone, corroborando que todas nuestras emociones, todos nuestros pensamientos se pueden reducir a un eslogan publicitario.
Tras aquello, Alonso pasó dos años de castigo en Renault. Una decisión poco entendible porque fueron dos años decisivos en su carrera que pasó conduciendo un cuatro latas con el que solo se podía ganar si tu compañero aceptaba estrellarse contra un muro. En 2010, llegó a Ferrari y se encontró con un coche que no era malo pero sí peor que el de Red Bull.
Solo que allí también andaban a la gresca: Webber y Vettel. Vettel y Webber. Exactamente igual que tres años antes, los dos pilotos de la mejor escudería protestaban por el chasis, las ruedas, las tácticas, las estrategias. La tensión era irrespirable, especialmente cuando, entre galgos y podencos, Alonso llegó a la última carrera con una escasa ventaja sobre Webber y algo más holgada sobre Vettel. ¿Se llevaría Ferrari de nuevo la pelea de gallos? ¿Le devolvería el destino a Alonso el tercer título que Lobato y los astros habían predicho para 2007?
La calificación fue bien. A Alonso le bastaba incluso con ser cuarto para ganar el Mundial y partía tercero, delante de Button y Webber, solo detrás de Vettel y Hamilton.
La salida no planteó demasiados problemas: Button pasó a Alonso pero eso entraba en los planes, bastaba con mantener la posición y sería campeón del mundo por tercera vez. Webber, entonces, hizo un movimiento desesperado: entró el primero a cambiar ruedas y repostar gasolina. Absurdamente pronto, de hecho. El pánico se instauró en Ferrari; desde meses atrás se decía que Red Bull estaba favoreciendo sistemáticamente a Vettel… pero la clasificación decía que el máximo rival era Webber, a menos puntos.
Y en el pánico, alguien dijo: «Pues calcamos a Webber». Y se olvidaron de cualquier otro cálculo. Y en la cabina se celebró como una grandísima decisión táctica, a la altura de un genio… y Alonso salió delante de Webber, efectivamente, pero detrás de Petrov, y las vueltas pasaron y pasaron, y los cuatro primeros seguían inalterados mientras el Renault del ruso seguía taponando al Ferrari del asturiano. Nadie había previsto lo que todo el mundo había anunciado durante meses: Red Bull, efectivamente, confiaba en la bala Vettel por encima de la de su compañero.
Así que la retransmisión se convirtió en un pequeño murmullo; alguno, incluso, ya pasadas bastantes vueltas, comentó que parecía que Ferrari podría haberse equivocado y los minutos formaron horas, como en un interminable atasco en la A-2 mientras ves cada vez más cerca los rascacielos de Madrid y a la vez sabes que ya vas a llegar tarde a la reunión, que tendrías que haber evitado el atasco saliendo antes o después y de repente la televisión se quedó muda, sin más.
Ni «carambas» ni «ayayayays»; un silencio pegajoso, incómodo, que nadie se atrevía a romper mientras Alonso seguía detrás de la familia con la sandwichera ordenado dentro de la caravana y Vettel volaba al frente, campeón del mundo por primera vez, cumpliendo la profecía que sus propios enemigos habían lanzado desde el día uno.