Perfiles

Trautmann, el portero del Manchester City que empezó en las Juventudes Hitlerianas

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Berndt Trautmann
Berndt Trautmann, enrolado en la Luftwaffe con 17 años.

1933. Hitler acaba de llegar al poder. Las Juventudes Hitlerianas reciben cientos de solicitudes de admisión. La rama para los más pequeños de la organización, Pimpfe, admite candidatos a partir de los diez años de edad. Esa era la edad que tenía el pequeño Berni ese año.

A esa tierna edad, ya había sido testigo de cómo colapsaba la sociedad y su entorno. En la hiperinflación de la República de Weimar, pudo notar los estragos que suponía que un país de aquel entonces tuviera siete millones de parados. Como contó en As, los enfrentamientos en las calles eran continuos. «Mi padre trabajaba el día entero en los muelles de Bremen, podía llegar a casa con un millón de marcos… y ese millón de marcos solo daba para comprar una hogaza de pan, que tenía que dividir en dos para todo el día».

Al mismo tiempo, Berndt «Berni» Trautmann era un niño que destacaba en todos los deportes. Empezó a recibir halagos y pronto descubrió que era el ejemplo perfecto de la raza aria para sus tutores. En Trautmann’s Journey: From Hitler Youth to FA Cup Legend la biografía que escribió sobre él la reportera de la BBC Catrine Clay en 2011, la autora se preguntaba cómo era posible que un niño tan pequeño entendiera que las Juventudes Hitlerianas, más que con la actividad física, con lo que tenían que ver era con crear una máquina de guerra, entrenar duro para convertirlos en los soldados que tendrían que luchar hasta el último hombre en una guerra que ya estaba planeada. Al final de la contienda, un total de ocho millones de soldados alemanes habían pasado por las juventudes del partido.

La madre de Berni tuvo sus dudas antes de inscribirle, pero el crío se empeñó y sus padres tuvieron que reunir a duras penas el dinero para que se comprara unos pantalones cortos negros, camisa caqui y una corbata: El uniforme nazi. Ahí dentro descubrió un mundo que le apasionaba. Cansado de tanto libro en la escuela, las Hitler Jugend eran sinónimo de desfiles, deportes, cánticos y excursiones.

Sin embargo, eso no trajo comida a la mesa. Las cosas seguían siendo difíciles en casa. Los vecinos contaban un chiste sobre Berni, cuando iba a comprar carne, decía: «¿Puede ponerme unas sobras de salchicha que no sean demasiado grasos para nuestro perro, a mi padre no le gusta la grasa?». Tenían que comprar todo fiado y la fruta y la verdura la obtenían de su propio jardín. Su madre se pasaba el otoño envasándolas para el invierno.

Para Berni, en cambio, esa época no podía ser más feliz. Con sus kameraden, iba a los canales congelados de la ciudad y a los molinos a colgarse de las aspas a ver quién aguantaba más. También jugaban al fútbol y al balonmano. Si antes las competiciones deportivas eran un caos, los nazis las habían organizado perfectamente y todos los torneos estaban centralizados en las oficinas de las Juventudes Hitlerianas. En 1934, Berni fue uno de los pocos chicos de Bremen que recibió un certificado de sobresaliente por su competencia atlética firmado por el presidente del Reich.

Una muestra del significado que tenía ese papel lo pudo comprobar muy pronto. Jugando al fútbol en la escuela, remató de cabeza un balón que fue a parar a un panel de vidrio de la clase de arte que había apoyado en la pared. Se hizo añicos. El alumno hitleriano pensó que le iba a caer una paliza del director, pero fue todo lo contrario. El director, Herr Schweers, le hizo un comentario elogioso «ha sido un momento de euforia, justo el comportamiento que esperamos de una futura estrella deportiva del Reich». Parece que ese desenlace dejó a Berni ciertamente turbado. Estaba contento por haber eludido el castigo, pero sabía en su interior que algo no iba bien.

Aunque a esa edad todo daba igual. Tan feliz era al aire libre que al niño se le olvidaba qué hora era y llegaba tarde a casa, lo que equivalía a una inmisericorde tunda de golpes por parte de su madre. No eran los únicos golpes que se escuchaban en esa casa, por las noches el propio Berni podía oír cómo a su padre se le iba la mano con su madre. El crío detestaba que un hombre inferior a ella en todos los aspectos la tuviese dominada de esa manera.

Pero ese hombre también sufría. Relata la biógrafa del portero que no podía soportar que un nuevo miedo hubiera penetrado en sus vidas. Ya no era el pavor que pasó en las trincheras de la I Guerra Mundial, tampoco el miedo a no tener dinero ni el pánico a perder el trabajo, sino el miedo a hacer algo mal que ofendiera a los nazis locales; algo por lo que se pudieran tomar represalias en el acto.

Mientras, su hijo seguía un camino divergente. Las Juventudes Hitlerianas le inculcaban el orgullo. Ellos eran los importantes, los fuertes, la modernidad, el futuro, la esencia del III Reich, no como sus padres, que eran anticuados, aburridos y débiles. Así empezó a odiar a su padre. Le veía como alguien débil, una persona que después del trabajo leía la prensa y se iba a la cama y todos los sábados lo podías encontrar en el mismo sitio, bebiendo con los amigos.

Su madre le tenía que pedir a Bernie que fuera a buscarle porque el fin de semana era el único día que tenían carne en la mesa. En la taberna, el hijo se enfrentaba con su padre por motivos bastante rancios. No podía entender que invitase a los demás, eso era de débiles, de dejarse engañar.

Le habían enseñado a ser fuerte y duro y esa amabilidad del padre era sinónimo de flaqueza, aunque con quienes bebía era con sus compañeros de trinchera, que estaban en una situación económica peor que él, ya que su fábrica estaba funcionando a pleno rendimiento porque había empezado a producir munición. Además, había algo peor. Cuando su padre hablaba del Führer, era tibio en sus alabanzas. Una vez, hizo el saludo nazi con poca energía en un mitin en Bremen y un miembro de las SS que estaba enfrente le dio un puñetazo en la cara. El chaval le perdió el respeto y nunca volvió a recuperarlo.

Pronto, dejaron casi de verlo. Los fines de semana se iba a competiciones y campamentos. Se convirtió en el campeón de Baja Sajonia en salto de longitud, carrera de 60 metros y lanzamiento de granadas. Todos le elogiaban como el mejor ejemplo de juventud aria. Por si fuera poco, se celebraron los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín y Berni pudo asistir en el cine a toda la monumentalidad del espectáculo.

Eso no solo incentivó su pasión por el deporte, también por el régimen. Ver a cientos de miles de personas cantando Deutschland, Deutschland über alles levantando el brazo era algo hipnótico para un chaval al que ya le habían enseñado el nacionalismo antes de que aprendiera a razonar. Cuando llegó a los cines de Bremen El Triunfo de la voluntad, a Berni le fascinó la escena en la que 60.000 miembros de las Juventudes Hitlerianas acuden al estadio marchando al grito de «Heil, Heil» bajo la mirada de Hitler.

Trautmann
El equipo de Trautmann en el campo de concentración

Para esas fechas, ya eran comunes las maniobras militares entre la propia población alemana. Miembros de la Gestapo y las SS descendían en el norte de Bremen disparando y gritando a la gente que se refugiase en sus casas. Entraban en hogares de forma selectiva y detenían a socialistas y comunistas. Nadie sabía quién había denunciado a quién, pero se estaban llevando a gente. Berni muchas veces salía corriendo al pasar el peligro y se encontraba la calzada llena de sangre. También, de un día para otro, los niños judíos desaparecieron de su colegio, pero a él lo que le importaba era el fútbol. Jugaba de centrocampista, pasó por el Blau Weisses y el Tura. El fin de semana, no perdonaba ni una cita como espectador con el Wender Bremen.

Su formación continuó en el castillo de Scheweibersdorf, en la frontera con Checoslovaquia, donde fue concentrado para asistir a clases de nacionalsocialismo, biología racial e hitoria y mitos germánicos, además de seguir haciendo deporte sin parar. Lo único que no tuvo sentido de su estancia allí fue el disgusto de asistir con sus compañeros a la retransmisión por radio del combate entre Max Schmeling y Joe Louis, ante 70.000 espectadores, en el Yankee Stadium. En dos minutos y cuarenta segundos, Louis noqueó al alemán y los niños de las Juventudes Hitlerianas no se lo podían creer, golpeaban las paredes de frustración. La única lógica que podía tener todo aquello era que Schmeling nunca había pertenecido al partido nazi.

En el castillo, Berni vivió la Noche de los cristales rotos sin enterarse de gran cosa. Mil sinagogas fueron destruidas. En verano, se cumplió su sueño. Desfiló en el Estadio Olímpico de Berlín. Quedó segundo de todo el Reich en sus tres pruebas favoritas. Su equipo fue segundo en la general. El ministro de Deportes, Hans von Tschammer und Osten, le colocó las medallas. Sin duda alguna, fue el mejor momento en toda la vida de Berni, especialmente cuando llegó a casa. Bronceado, más alto y mucho más arrogante, a partir de ahí exigió que le llamaran Bernhard.

Con 15 años, enero de 1939, Bernhard empezó a trabajar como aprendiz mecánico en una fábrica, pero no dejó de jugar al fútbol. Era un centrocampista excelente y destacaba por delante de todos sus compañeros. En esta dinámica de vida le sorprendió el inicio de la guerra, que tampoco supuso ningún problema. Alemania ocupó con facilidad los territorios que reclamaba y la mayor amenaza que se cernía sobre ella, Francia, fue derrotada con facilidad. El 22 de junio de 1940 se firmó el armisticio.

En los cines ahora se proyectaba Der Ewige Jude (El judío eterno), película que contaba cómo los judíos se habían extendido por Europa como ratas y eran responsables del crimen internacional y el 98% de la prostitución. En las reuniones de las Juventudes Hitlerianas, empezó a abundar un nuevo perfil: el del voluntario. Chavales que venían con su uniforme a contar hazañas en el frente. En otoño de 1940, Bernhard ya tenía la edad para serlo también. Si lo hacía, podía elegir arma. Así que esa fue su oportunidad para unirse a la Luftwaffe. No se lo dijo a sus padres.

Cuando se enteraron, la madre rompió a llorar. Su padre le dijo que la guerra no iba a ser lo que se creía, que no se podía ni imaginar lo que se iba a encontrar. A él lo que le motivaba era ser piloto, pero el sueño le duró escasas horas. En la oficina de reclutamiento le dijeron que no tenía las calificaciones necesarias para serlo. Se inscribió en operador de radio. Simultáneamente, se produjeron ataques aéreos británicos sobre Bremen. Fueron los primeros, en enero de 1941. Tan poco consciente era de lo que suponían que, aunque sus padres se escondieron en el sótano, Bernhard salió a ver su encuentro con los antiaéreos emocionado, por fin veía la guerra.

Fue destinado al Mar Báltico. Allí nada fue amable como había sido en las Juvetudes Hitlerianas. Ducha fría a primera hora, catorce  horas de dura instrucción y vuelta a unos barracones congelados a aprender mensajes codificados. Bernhard logró transmitir 40 letras por segundo, pero nunca alcanzó las 60 que se exigían. Le costó mucho asumir el fracaso. Hasta entonces, sin duda, nunca se había sentido tan deprimido. Acostumbrado a ser un héroe deportivo, ahora era un fracasado. Era nueva para él la sensación. Defraudado, se tuvo que enrolar en un regimiento de comunicaciones aéreas que operaba en tierra.

Este entrenamiento duró solo dos meses, hacía falta carne para la gran picadora que iba a ser la Operación Barbarroja, que acababa de empezar. A finales de abril de 1941, atravesó Polonia en dirección a la URSS. El paisaje desde el tren fue muy instructivo, con campesinos harapientos mirándolos pasar y cadáveres colgados en los árboles de cada pueblo con mensajes ejemplarizantes para la población local. En su destino en Zamosc, pronto descubrió lo más habitual en la guerra: el aburrimiento. Pero él sabía cómo sacar la energía: organizando partidos de fútbol con otros regimientos.

El 21 de junio de 1941 ya habían cruzado la frontera de la URSS. Entró rápidamente en combate. No era difícil. Primero bombardeaban los aviones de la Luftwaffe, después iban los panzers, detrás pasaba la infantería y, en la retaguardia, ponía orden los Einsatzgruppen, los paramilitares de las SS y la Gestapo, unidades creadas específicamente para los asesinatos masivos de judíos, gitanos y posibles partisanos y miembros de la resistencia.

Situado en Zhitomir, Ucrania, Bernhard fue destinado a un campamento de reparación de vehículos. El clima era estupendo y tenían vodka. Esos días los recuerda como mejores incluso que en los campamentos de las Juventudes Hitlerianas. Los aldeanos no les mostraban hostilidad, posiblemente porque los Einsatzgruppen ya habían hecho su trabajo. De hecho, el único problema que tuvo fue con ellos. Se comió un juicio por hacer uso indebido de un Opel P4. Le metieron en una cárcel local condenado a nueve meses.

En la celda, casi sin haber podido asimilar lo que acababa de ocurrir, un dolor que empezó a sufrir a los pocos días le postró sin poder salir ni siquiera al patio. De milagro, un SS se apiadó de él y le llevó al médico. Tenía apendicitis con principio de peritonitis. Nunca olvidó a ese SS ni al doctor que le curó, pues le permitió quedarse en el hospital echando una mano, lo que conmutó su pena de prisión.

Smolensk, Dniepropetrovsk, Vitebsk… los siguientes destinos en la URSS le mostraron al futuro guardameta todo el horror de la guerra. Pudo observar ejecuciones masivas de aldeanos. En las conversaciones que mantuvo en España con Clay, le contó que fue testigo de cómo se trataba a los prisioneros soviéticos, con extrema brutalidad, especialmente en la Torre de Smolensk, donde miles de ellos se morían de hambre y frío literalmente. No hubo mucho más, se ofreció como voluntario para engrosar un grupo de paracaidistas y lo enviaron a Berlín a hacer una nueva instrucción.

El paracaidismo estaba en sintonía con su vocación deportiva, pero muchos de sus compañeros reclutas se suicidaron por no poder soportar esos entrenamientos. Tras aprender a saltar, le destinaron a la 7ª Division Flieger para combatir a los partisanos en la zona de Bryansk. Había empezado la verdadera guerra para él. Se tenía que mover más allá de las líneas alemanas a la caza de los 250.000 partisanos que operaban en la zona realizando sabotajes. Las acciones a veces duraban varios días y Bernd tenía que echar mano de anfetaminas para poder aguantar.

Sin lavarse ni afeitarse, sin cambiarse de ropa, llenos de piojos, de nuevo asistió a nuevas masacres. Esta vez de sus compañeros, la pintura de camuflaje de los paracaídas se derretía y hacía que no se abrieran bien. Muchos saltaron para morir. Decenas. Otros tantos, se rompían las piernas. Cuando pudo volver de permiso a casa, se encontró con que todo su país estaba devastado por los bombardeos. La guerra ya no tenía ninguna gracia.

En abril del 43, volvió a la URSS. Ahora los ataque de concentración de infantería rusa, seguidos de losT-34, cada vez eran más duros de soportar. Aunque solo fue herido una vez, en la pierna. Sin embargo, el verdadero milagro se produjo cuando fue capturado por los soviéticos entre Wjasma y Orel junto a quince hombres más. En una carga de T-34 no llegaron ni a combatir, le confesó a la periodista, tiraron sus armas al suelo y levantaron las manos.

Documentación con la Trautmann se quedó a vivir en Inglaterra después de la guerra.

Como prisioneros, obtuvo un trato humano. Solamente les dieron un pico y una pala para preparar un camino que llevase alimentos y munición al frente. Estuvieron tres días así, durmiendo al raso, hasta que un contraataque alemán les volvió a dejar en su zona. Los soviéticos les abandonaron sin ejecutarlos. Milagro.

Tras este milagro, se produjo otro. Y ya iban tres o cuatro. Su siguiente destino fue la Batalla de las Ardenas, un lugar donde había más posibilidades de sobrevivir que en el frente oriental, aunque siguieran en bosques llenos de nieve, ocultándose entre los árboles y en zanjas y durmiendo al raso, pero sobre todo muriéndose de hambre. Ahora ya no daba tanto miedo el enemigo como las SS que en la retaguardia iban ejecutando en el sitio a todo lo que consideraban desertores. A esas alturas de la guerra ya estaban desatados.

En una ocasión en la que se quedó solo en un camión, después de sobrevivir de milagro a unos bombardeos aliados, un grupo de paracaidistas americanos dio con él mientras hacía acopio de víveres en una granja abandonada. También fue otro milagro. Le apuntaron con el arma, quitaron el seguro, pero no le dispararon. Le hablaron en alemán. Uno de ellos era un judío que había huido de Alemania. Jugaron a ejecutarlo, se rieron de él, pero no le hicieron nada. Es más, le dejaron marchar. Corrió como nunca en su vida.

A la carrera, saltó un seto y de nuevo una sorpresa, y otra vez un milagro. Cayó encima de una unidad de transmisiones británica. Esta vez le ataron y no le dejaron ir. Lo que fue verdaderamente nuevo para Bernhard era su sentido del humor. Había algo en ellos que jamás había encontrado en su ejército. Incluso le ofrecieron una taza de té y un cigarrillo. Después de tres días con ellos, le internaron en Weezer, un campo para 5.000 prisioneros. Ahí ya sí que se había acabado la guerra para él. Ahora solo tenía que explicar qué había hecho un miembro de las Juventudes Hitlerianas para ser condecorado cinco veces, Cruz de Hierro incluida. Tenían que creer que eso se debía a los milagros por los que había logrado seguir con vida.

Fue trasladado a un campo de tránsito, Kempton Park, y llegó a Marbury Hall, centro temporal para interrogatorios y clasificación, donde fue catalogado como «nazi convencido» por su pasado en las Juventudes hitlerianas y separado junto a los de su clase. En el poco contacto que tuvo con civiles locales, pudo comprobar el asco que despertaba. Mucha de esa gente tenía a sus hijos en la guerra. Dentro del campo, seguía la disciplina nazi. Si alguno no saludaba brazo en alto a un superior, le montaban un tribunal en el barracón y le podía caer una paliza mortal. Lo curioso fue que los presos alemanes que no habían sido catalogado como nazis, en cuanto les veían, se ponían a insultarlos desde las vallas «Deberían ahorcaros, cerdos nazis».

Al final, por fin llegó al campo de concentración de Ashton-in-Makerfield, en el noroeste de Inglaterra, en el condado de Gran Manchester. Allí comenzó su reeducación. La Convención de Ginebra no permitía el adoctrinamiento ni la propaganda a los prisioneros, tenía que ser voluntario, pero los Aliados pusieron en marcha igualmente una campaña en la Conferencia de Postdam en 1945 para impartirles cursos de valores democráticos.

Se hicieron talleres con materiales didácticos, discusiones en grupo y conferencias. Hubo nazis que intentaron impedir que otros acudieran a estos cursos, a veces, con violencia, pero se les fue separando paulatinamente del grupo. El problema es que todos se habían educado en la lealtad al grupo y ahora ese grupo se había volatilizado, los jóvenes sufrían un vacío aterrador, los que tenían 24 años no habían conocido otra cosa en la vida que al obediencia al nazismo.

Les enseñaron fotos de las caricaturas de judíos que hacían los diarios  presuntamente humorísticos del Reich. También fotografías de los horrores que había cometido su régimen. Todo eso fue cambiando la mentalidad de Bernd, pero especialmente hubo algo más. Otra vez. Y era el humor. Veía que los ingleses eran un pueblo más laxo y flexible que todo lo que había conocido. Especialmente en el norte de Inglaterra, había buen rollo.  La gente sonreía, se tomaban el pelo unos a otros. Eso le cautivó.

Trautmann saluda al Príncipe de Edinburgo (Foto: Cordon Press)

Cuando todo se fue asentando después de 1947, Bernd pudo volver a jugar al fútbol con regularidad en el campo de prisioneros. En un encuentro contra un equipo amateur, se lesionó e intercambió posiciones con el portero. Desde entonces, nunca abandonó los palos. Tanto le cogió el gusto a su nueva situación que rechazó las ofertas de repatriación que le hicieron. Aunque le esperaba su familia al completo, prefirió quedarse en una granja en Minthorpe y seguir jugando al fútbol. Inglaterra facilitaba la estancia a los alemanes que decidieran quedarse como trabajadores, tal era la escasez de mano de obra en la posguerra.

En 1948, siguió jugando como portero en el fútbol amateur de la región, el St Helens Town, y se casó con la hija del secretario del club. En la 48-49, empezó a llamar la atención como portero. Llegó a reunir a miles de personas para ir a verle. En octubre, una bomba más agradable que todas las anteriores: le llegó una oferta del Manchester City. Tenía 26 años y se convirtió ese año en profesional. Creó escuela para Horst Hrubesch.

Los aficionados del City no pudieron digerir que su portero fuese de las Juventudes Hitlerianas. Hubo amenazas de boicot,  al club llegaron toneladas de cartas de protesta y las líneas telefónicas se colapsaron. La Luftwaffe, a la que había pertenecido el guardameta, se había ensañado especialmente con Manchester. El capitán del equipo, Eric Westwood, era un veterano de Normandía. Tampoco le hacía mucha gracia la idea. Además, sustituía a Frank Swift, uno de los mejores porteros de la historia del club. Sin embargo, el rabino de la comunidad local, Alexander Altmann, fue quien rompió la dinámica de odio e hizo un llamamiento para que se le diera una oportunidad. Westwood manifestó «No hay guerra en este vestuario, te damos la bienvenida como a todos los demás».

A partir de ahí, hizo historia. Bobby Charlton acabó detestándolo futbolísticamente, decía que era capaz de leer el pensamiento de los porteros. No por casualidad, se paró  el 60% de los penaltis que le tiraron, pero esa es otra historia.

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