Ciclismo

Los años locos de Laurent Jalabert

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Laurent Jalabert (Foto: Cordon Press)

Camino a los lagos de Covadonga, Pedro González y el resto de comentaristas de TVE fantasean con la posibilidad de que un velocista como Laurent Jalabert se lleve el triunfo en la cima más mítica de la Vuelta a España, la de los Marino Lejarreta y los Lucho Herrrera. Tiene un punto de chiste, de exceso: Jalabert viene de ganar cinco etapas, las cinco al sprint, y se ha colado un poco al azar en una fuga de doce hombres que llega a los últimos quince kilómetros con más de siete minutos de ventaja.

Aunque el francés tiene opciones, los grandes favoritos son los escaladores Roberto Torres y Carlos Galarreta, seguidos de veteranos sufridores como Johnny Weltz, Jean Claude Bagot o Fabio Roscioli. Con todo, basta la primera cuesta para sacarnos de dudas: Galarreta se va como loco hacia adelante y a su rueda solo le siguen dos corredores: Torres y Jalabert. Con sus idas y venidas, ataques fugaces que quedan en nada, los tres suben medio puerto juntos hasta que Galarreta no puede más y se deja caer.

La ventaja con el pelotón va decreciendo pero no lo suficiente: a falta de seis kilómetros sigue superando los cuatro minutos y la niebla imposibilita todo tipo de comparación televisiva. Las cámaras se centran en la línea de meta, apenas visible entre tanta bruma, siluetas que pasan de un lado al otro mientras la retransmisión se convierte en una especie de carrusel radiofónico. A pregunta de De Andrés, Sebastián Pozo, uno de los ayudantes de Manolo Saiz al frente de la ONCE, abunda en el tópico: «Sí, Jalabert puede ser el primer sprinter en ganar en los Lagos», una manera como otra cualquiera de alimentar el equívoco.

Apenas quince minutos después, lo improbable se hace realidad: pese a los numerosos intentos de Torres por dejar atrás al francés, el de la ONCE aguanta y aguanta y acaba demarrando a doscientos metros de meta, sacando ocho segundos a su rival y celebrando su sexta victoria en la Vuelta, que serán siete cuando gane la etapa final con llegada en Madrid. Pocos lo saben pero es el principio de algo nuevo. Jalabert, efectivamente, había sido utilizado por la ONCE como un velocista puro y duro, pero eso había sido un error de cálculo por parte de Saiz, probablemente para preservar la condición de líder absoluto de su ojito derecho, Alex Zülle.

Laurent Jalabert. Foto: Cordon.
Laurent Jalabert. Foto: Cordon.

Ya no hay más margen para el escondite: en Covadonga, tanto Jalabert como Saiz como el propio Pedro González se dan cuenta de que hay ahí algo más que un hombre destinado a luchar por el jersey de la regularidad. Lo raro, viendo su trayectoria, es que no se hubieran dado cuenta antes.

Los primeros años de un corredor especial

Jalabert dio el salto a profesionales en 1989 y se consolidó en 1990, con veintidós años, en las filas del Toshiba, un limitado equipo francés. Si hubiera que compararle con un corredor del pasado se podría decir que Jalabert estaba llamado a ser el nuevo Sean Kelly, cuyo declive empezaba a apuntarse. De compararle con un corredor actual sería una especie de Peter Sagan, al menos en estos primeros años, cuando la general no era tan importante.

Por supuesto, era un hombre rápido, aunque no exactamente un sprinter a lo Jean-Paul Van Poppel, Uwe Raab, Olaf Ludwig o Djamolidine Abdoujaparov. En su primera gran carrera, la París-Niza de 1990, consiguió acabar entre los diez primeros en cuatro etapas distintas, en la mayoría de los casos formando parte de grupos selectos entre los que se encontraban Chiappucci, Fignon, Rominger y otros grandes de la época. Su primera Vuelta a España la acabó sin etapas en el bolsillo pero con un segundo puesto en la clasificación de la regularidad. Como muestra de que era mucho más que un hombre con punta de velocidad, aquel mismo año quedó segundo en la Clásica de San Sebastián, superado solo por un Miguel Induráin en pleno camino a la gloria.

El segundo año de Jalabert en el Toshiba fue aún mejor: disputó la general de la París-Niza con Tony Rominger hasta el último momento, demostró su capacidad en todos los terrenos consiguiendo un noveno puesto en el Tour de Flandes, un undécimo puesto en Lieja y un séptimo en la Amstel Gold Race. Incluso sobre el pavé de la París-Roubaix fue capaz de quedar entre los veinte primeros. Su explosión definitiva llegó en el Tour, donde acabó hasta diez veces entre los diez primeros, superado por otros velocistas más puros o por el sorprendente Ribeiro en una etapa que nunca debió perder. Para rematar la temporada, acabó octavo en el siempre exigente Lombardía, una competición para escaladores.

Eso es lo que fichó la ONCE en 1992: un corredor capaz de competir en cualquier circunstancia. Dio un primer aviso en la Milán-San Remo, donde quedó noveno, y se destapó de nuevo en el Tour, con otros ocho top tens y una etapa de las de calidad, de Roubaix a Bruselas, acompañado en escapada ni más ni menos que por Brian Holm Sørensen, Greg LeMond y Claudio Chiappucci. Ganó la regularidad participando en todos los sprints y quizá ahí se forjó una reputación algo injusta. En el exigente circuito de Benidorm, Jalabert se proclamó subcampeón del mundo solo superado por Gianni Bugno y por delante de Tony Rominger, Steven Rooks y Miguel Induráin entre otros.

Había algo de desperdicio en los objetivos fijados para Jalabert, un desperdicio que se hizo aún más evidente el año siguiente, cuando quedó cuarto en San Remo, la gran clásica de los velocistas, y apenas pudo completar su palmarés con otros tres sprints: dos en la Vuelta a España, incluido el de la última etapa en Madrid, y otro en la París-Niza, su prueba fetiche. Como para demostrar que había en él algo más que un hombre rápido, quedó noveno en la Lieja-Bastogne-Lieja. El Tour en su línea: ni una etapa ganada, pero ocho entre los diez primeros.

Con veinticinco años para veintiséis, 1994 estaba llamado a ser el año del cambio. Puede que para muchos su victoria en Covadonga fuera una sorpresa, casi un sacrilegio, pero quizá lo raro de aquel año fuera esa facilidad para ganar hasta seis sprints en una época en la que los velocistas no huían de la Vuelta como del demonio. No, aquel hombre no era un Mario Cipollini un Nelissen ni un De Wilde, con todos los respetos. Era mucho más. Y Covadonga había sido la oportunidad idónea para demostrarlo al mundo entero.

Poniendo a Induráin contra las cuerdas

Y así, Jalabert dejó de ser un sprinter. Empezó 1995 ganando la París-Niza y no de cualquier manera: en la segunda etapa se fugó en solitario y acabó con un minuto de ventaja sobre el resto del pelotón, una ventaja que consolidó gracias a un segundo puesto en la contrarreloj, su primer gran resultado en esa especialidad, por delante de Alex Zülle y Abraham Olano. En total, acabó entre los siete primeros en siete de las nueve etapas. Un dominio aplastante.

Aprovechando la ausencia de velocistas puros y duros, ganó San Remo por delante de cinco italianos (Fondriest, Zanini, Rebellin, Bartoli y Fontanelli), después se impuso en la Flecha Valona y fue cuarto en Lieja. Se convirtió en un caníbal, un ganador impenitente y elegante. Con esa facilidad suya para bailar sobre la bicicleta, Jalabert era una bala al aire, nunca sabías cuándo iba a atacar y cuándo iba a esperar, de qué manera iba a matarte.

No había días libres: fue a la Volta de Catalunya y ganó dos etapas y la general justo antes de participar en uno de los mejores Tours de la historia moderna, el de 1995, aquel en el que la ONCE puso contra las cuerdas a Miguel Induráin y casi le priva de su quinto Tour consecutivo. Para la historia quedará la victoria de Jalabert en Mende, un muro, tras más de cien kilómetros de escapada compartida con otros compañeros de equipo. La cosa no quedó ahí: en las dos contrarrelojes, que sumaban cien kilómetros, fue sexto y séptimo. En las grandes cimas, como Alpe d´Huez o Cauterets terminó entre los diez primeros, algo que también hizo en la exigente llegada a Lieja o en los sprints de Burdeos y París.

Terminó entre los diez primeros hasta en trece etapas, consiguiendo un meritorio cuarto puesto final en la general y el triunfo en la regularidad, como no podía ser de otra manera. Aquello fue en julio, pero su gran objetivo quedaba a dos meses vista: la Vuelta a España iba a celebrarse por primera vez en la historia en el mes de septiembre. Su obsesión era inscribir su nombre como el primer ganador del nuevo calendario. Una obsesión que quedó patente desde el primer momento.

Nuevos tiempos para un nuevo calendario

La Vuelta necesitaba entrar fuerte en septiembre. La decisión de abandonar el tradicional mes de abril para empezar después del verano, en plena coincidencia con el inicio de la liga de fútbol, había recibido numerosas críticas, pero contaba en cambio con una gran ventaja: la necesidad de las grandes estrellas que hubieran fracasado en el Tour de quitarse la espina de alguna manera.

Es de suponer que otro de los motivos era atraer a Miguel Induráin. La gran estrella del deporte español llevaba desde 1991 sin participar en la gran vuelta por etapas de su país. Las relaciones entre Unipublic y Banesto eran pésimas, empeorando a cada momento, pero eso no impedía que los cortejos se renovaran cada año, siempre finalizados con un sonoro rechazo del navarro.

Sin Induráin, preparando el Mundial de Colombia, y sin Tony Rominger, que ya había disputado y ganado el Giro de aquel año después de tres victorias consecutivas en España, Jalabert se presentaba como gran favorito para la Vuelta… por mucho que en su equipo repitieran que el jefe de filas seguía siendo Alex Zülle. Como veremos, bien podían haberlo sido Johan Bruyneel o Melcior Mauri, la exhibición fue escandalosa. Tal y como se esperaba, la participación se complementó con figuras de cierto peso buscando resarcirse o complementar su resultado en el Tour: Bjarne Riis, Marco Pantani, Richard Virenque, Piotr Ugriúmov… de todos ellos, solo el francés disputó la general con un mínimo de entusiasmo.

Ante la ausencia del gran campeón, los medios y la afición se volcaron con Abraham Olano, el lugarteniente de Rominger en el Mapei, por fin con libertad para jugar sus propias bazas. Olano era un corredor asombrosamente parecido a Induráin: misma nariz, misma estructura física, misma —o similar— capacidad para la contrarreloj… A Olano, sin embargo, le fallaban dos cosas: siempre tenía un día malo y no acababa de dar con la tecla para llegar al gran público. De alguna manera, era lo contrario a Jalabert, nacido en Francia pero que, con esa sonrisa perenne y su curiosísimo acento español, parecía uno de los nuestros en un equipo que triunfó en los noventa apostando por estrellas de toda Europa, algo entonces casi contra natura.

TVE también se volcó con el nuevo calendario: seguía, cómo no, Pedro González y su legendario bigote, pero aquel fue el primer año en el que le acompañó Perico Delgado, con Peio Ruiz Cabestany uniéndose a Carlos de Andrés en las motos. Teniendo en cuenta que ninguno de los participantes había ganado nunca una gran vuelta, se esperaba que al menos la carrera fuera emocionante, con un recorrido que incluía más de ochenta kilómetros contra el crono combinados con numerosas llegadas en alto y unas cuantas etapas para los sprinters. Todo quedó en nada, culpa de un equipo, la ONCE, y de un corredor, Laurent Jalabert.

La voracidad de Serranillos, la generosidad de Sierra Nevada

El prólogo lo ganó Abraham Olano, como era de esperar. Segundo fue Zülle y quinto Jalabert, dos de los cuatro integrantes de la ONCE que acabaron entre los diez primeros. El primer estacazo llegó en el Naranco, algo hasta cierto punto esperado: Jalabert ganó la etapa con un ataque mantenido a tres kilómetros de meta. La ventaja de diez segundos sobre Olano y Zülle se vio incrementada por las bonificaciones que se daban en meta.

Lauren Jalabert (Foto: Cordon Press)

Siguiendo con el discurso oficial, Jalabert se quitó cualquier presión de encima: «Yo estoy aquí para echar una mano a Zülle… No voy a disputar todas las carreras en las que participe», dijo el francés, que llevaba compitiendo a primerísimo nivel desde marzo, sin descanso. Su voracidad indicaba lo contrario: Jalabert buscaba segundos en cada meta volante, en cada llegada en grupo. Fue tercero en la cuarta etapa y ganó la quinta, en un sprint que se ajustaba a sus características, ligeramente cuesta arriba. En la contrarreloj de Salamanca, de cuarenta y un kilómetros, consiguió aguantar el liderato con un meritorio segundo puesto, a apenas veintitrés segundos de Olano. Todo estaba a punto para la exhibición del día siguiente camino de Ávila.

Con Zülle algo retrasado por una caída, Jalabert hizo de Hinault en Serranillos. A más de sesenta kilómetros de meta atacó como un animal y se llevó consigo al italiano Pistore, que solo aguantó hasta el siguiente puerto. Olano se quedó solo atrás, sin compañeros, tirando hasta donde podía mientras los demás favoritos silbaban tranquilos, como si la cosa no fuera con ellos. La ventaja subió rápidamente a los tres minutos y de ahí a los cuatro y casi cinco en meta. Habían pasado nueve días y la Vuelta ya estaba sentenciada: entre los seis primeros, acompañaban a Jalabert otros tres compañeros de equipo: Bruyneel (tercero), Mauri (cuarto) y Zülle (sexto).

Los cinco minutos de ventaja no bastaron para tranquilizar al galo. En la llegada a las Destilerías DYC acabó segundo, superado solo por el escapado Skibby, en el sprint de Valencia quedó cuarto, por detrás de Wust y Minali, los grandes dominadores de la especialidad, y de un prometedor Erik Zabel. Decidió combinar la voracidad con los detalles generosos, a lo Induráin: en la decimosegunda etapa, con meta en Sierra Nevada, el alemán Bert Dietz llegó a pie de puerto con más de seis minutos de ventaja, pero gracias al empuje de Neil Stephens y Johan Bruyneel, el grupo de favoritos se plantó en los últimos dos kilómetros a solo dos minutos.

Dietz estaba agotado, no podía más. Avanzaba a terco golpe de riñones. En ese momento, Jalabert hizo su tradicional ataque de ciencia ficción, ese sprint sostenido durante cien o doscientos metros aprovechando las rampas menos duras. Las imágenes dejan bien claro que se va a comer al escapado, que la ventaja mengua a cada pedalada… y entonces, a trescientos metros de meta, se para. Se niega a ganar. «Dietz se lo merecía más que yo», afirma, y por un momento, «Jaja» parece tener corazón.

En plena ofensiva internacional contra las pruebas nucleares del presidente francés Jacques Chirac en Mururoa, la prensa gala publicó unas supuestas amenazas de muerte contra Jalabert. El corredor se lo tomó medio a broma. «No es para tanto», aseguró, «antes de francés soy ciclista y estoy en contra de las pruebas». Eso no quitó para que la Vuelta quedara como un páramo a su paso: en Montjuic ganó su cuarta etapa, quedó segundo en Pla de Beret y ganó de nuevo en Luz Ardidén, la etapa reina. La táctica se repetía de tarde en tarde: ataques fulgurantes, explosivos, que le daban los diez o quince segundos necesarios para levantar tranquilamente los brazos.

La ventaja en la general llegó a ser de 6 min 28 s, aunque la exhibición de Olano en la última contrarreloj y la relajación del francés —que aun así consiguió ser quinto, un nuevo top ten, aunque a dos minutos del donostiarra— dejaron las cosas en poco menos de cuatro minutos y medio. La Marsellesa sonaba en Madrid y Manolo Saiz parecía el hombre más feliz del mundo. Jaja tuvo que subir cuatro veces al podio: como ganador de la Vuelta, como ganador de la regularidad, como ganador de la montaña y, junto a sus compañeros, como miembro del mejor equipo de la competición.

Caída de Jalabert en el Tour de 1994 (Foto: Cordon Press)

La obra de la ONCE parecía por fin completa. Solo quedaba el Tour… y con Jalabert en ese estado de forma solo era cuestión de tiempo.

Un final marcado por la sombra del dopaje

No pudo ser. 1996 empezó a lo grande, con dos etapas y la general en la París-Niza, pero no tardó en complicarse: la experiencia del Tour apenas duró diez insulsas etapas y hubo que esperar de nuevo a septiembre para ver al mejor Jalabert. En «la Vuelta de Induráin», la ONCE repitió exhibición durante diecinueve etapas. Un duelo entre Zülle y Jalabert con otros dos suizos —Dufaux y Rominger— como invitados de excepción. Jaja ganó al sprint en Albacete, poniéndose de líder, y volvió a ganar en los lagos de Covadonga, pero fue víctima de una de esas extrañas enfermedades que arrasan de repente con un equipo y perdió ni más ni menos que veinticinco minutos en la etapa que llegaba a Ávila, donde se había exhibido apenas un año antes.

El único corredor de la ONCE que no enfermó fue Alex Zülle, cuya exigua ventaja de un minuto sobre su compañero de equipo se convirtió en más de cinco sobre Laurent Dufaux, consiguiendo así su primera gran Vuelta. Con los años, la cosa no iría a mejor. Jalabert pasó a convertirse sobre todo en un especialista en vueltas pequeñas, clásicas y contrarrelojes. En 1997, ganó el prólogo, una etapa y la general de la París-Niza antes de exhibirse en las Ardenas: ganador en la Flecha-Valona, segundo en Lieja tras Michele Bartoli y séptimo en la Amstel Gold Race.

Llegó al Tour como uno de los favoritos, teniendo en cuenta que la retirada de Induráin y la avanzada edad de Riis abrían mucho el abanico de candidatos. Solo pudo entrar una vez entre los diez primeros y quedó lejísimos en la general. En la Vuelta repitió una actuación parecida a la del año anterior. Ganó en Granada, culminando una escapada junto a Zülle, Escartín y Dufaux, pero al día siguiente tuvo una nueva pájara y cedió 8 min 21 s en Sierra Nevada, prácticamente la diferencia a la que quedaría al final de la carrera del ganador, Alex Zülle.

Aquel año 1997 ganó en Lombardía y se adjudicó el campeonato del mundo contrarreloj por delante de especialistas como Honchar, Boardman o Rominger.

La marcha de Zülle al Festina en 1998 le dejó como único líder del equipo de Manolo Saiz, pero también marcó algo parecido al declive. Pese a un buen inicio de temporada —segundo en la París-Niza, segundo en Lieja, ganador de tres etapas en Suiza, incluyendo dos contrarrelojes—, el Tour se le hizo larguísimo, más aún teniendo en cuenta que aquel fue el año del escándalo Festina y que los nombres de Manolo Saiz, la ONCE y el doctor Nicolás Terrados sonaban por todos lados como sospechosos. Jalabert no dio positivo nunca a lo largo de su carrera, pero el análisis posterior de sus muestras de este Tour indicaron que usaba EPO habitualmente, algo que a estas alturas tampoco debería sorprender a nadie.

Sus últimos intentos por hacer algo en la general de una grande llegaron en la Vuelta de 1998, cuando volvió a colocarse de líder muy pronto y acabó quinto —cuarto, después de la descalificación de Lance Armstrong quince años más tarde— a apenas 2 min 37 s de Abraham Olano, y en el Giro de Italia de 1999, donde ganó tres etapas, vistió la maglia rosa hasta la etapa catorce y asistió desde una cierta distancia al bombazo del hematocrito de Pantani, quedando cuarto de nuevo, a cinco minutos de Ivan Gotti.

Jalabert y el torero francés Jean-Baptiste Jalabert o Juan Bautista (Foto: Cordon Press)

2000 fue su última temporada con la ONCE, a un nivel muy inferior, aunque aún tuviera tiempo de conseguir el maillot amarillo del Tour merced a la victoria de su equipo en la contrarreloj. Lo vestiría solo dos días, lo que tardó Manolo Saiz en permitir una escapada multitudinaria que cogió diez minutos e hizo que Jalabert cayera al noveno puesto y de ahí al olvido. Años después le pasaría lo mismo a Igor González de Galdeano.

Con treinta y tres años y sus mejores años atrás, Jalabert fichó por el CSC danés, ya en manos de Bjarne Riis, otro equipo con una larguísima vinculación con el mundo del dopaje. Allí vivió una segunda juventud: ganó dos etapas y la clasificación de la montaña en el Tour de 2001, además de repetir el año siguiente como mejor escalador de la carrera. Dejó de lado los esfuerzos contra el crono y limitó los sprints a los momentos importantes: por ejemplo, la Clásica de San Sebastián, que ganó ambos años imponiéndose a rivales como Casagrande, Rebellin, Belli o Faresin gracias a su punta de velocidad.

Su última carrera fue el Campeonato del Mundo de Zolder, aquel diseñado casi a la medida de Mario Cipollini, que acabaría siendo el ganador. Era un circuito para sprinters y Jalabert, como si quisiera acabar del todo con el tópico, como si fuera lo último que le quedaba por hacer, acabó en el puesto 130, demostrando que no, él ya no era uno de esos kamikazes, y que quizá, en realidad, no lo había sido nunca.

Por mucho que lo pareciera.

2 Comentarios

  1. Buenos días Guillermo y muchas felicidades por el magnífico resumen hagiográfico del gran Jalabert. Gracias por ayudarme a recordar porque «recordar es volver a vivir» que diría el otro. Sin duda, el última gran ciclista que ha dado Francia.

  2. «La soledad salvaje
    Del corredor de fondo
    Que me aprieta…

    Acariciar tu imagen
    Como si fuera un santo
    Me consuela…

    Ya no sé volver…
    ¿A cuánto queda Pinto
    De esta aldea incierta?

    «AQUÍ PINTÓ GAUGUIN»
    Que pinto yo, me digo
    En las tierras tiernas de Avignon

    Qué duros son los rusos
    Y los colombianos
    Cuando hay niebla

    Y los italianos
    Sueñan con lunares
    En las telas

    No es el deporte rey
    Es el deporte siervo
    Y la rueda, rueda…

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    Y da guerra…

    Y algún matón de Tejas
    Que acaba haciendo añicos
    Su carrera

    Yo voy a correr
    Por ti sin transfusiones
    En la vuelta esta…

    «AQUÍ PINTÓ GAUGUIN»
    Que pinto yo, me digo
    En las tierras tiernas de Avignon

    Estoy cansado, y no es de hablar

    Se forma un abanico, y perdí el sentido
    De las cosas que digo delante de ti».
    (Le Tour’95 – Ángel Stanich)

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