Historia

Muhammad Ali: negro cuando fue pobre, pero también cuando fue rico

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«Soy América. Soy la parte que ustedes no reconocen, pero acostúmbrense a mí. Soy negro, seguro de mí mismo. Engreído, Ali es mi nombre, no el de ustedes; mi religión, no la de ustedes». Un Júpiter tonante nace en el interior de un corazón furioso. El más grande acaba de salir de un coqueto restaurante exclusivo, donde obligan a llevar traje y corbata, con vistas al río Ohio. Se han negado a servirle por el color de su piel, le han llamado mono, le han recomendado que volviera a África y le han tachado de esclavo. Aún le duele su mano por el derechazo con el que ha sentado, de culo, a uno de los camareros del establecimiento, pero más le duele el alma. Le habían llamado esclavo muchas otras veces, pero esta había colmado su paciencia.

Ya le habían detenido en Miami Beach durante su trote matinal de entrenamiento, simplemente por el color de su piel, obligándole a pasar una noche en el calabozo. Así que esta vez no estaba dispuesto a poner la otra mejilla. Ni siquiera él, el campeón, tenía derecho a sentarse en la misma mesa donde comía el hombre blanco. Muhammad Ali jura en silencio y susurra dos palabras: se acabó. «Se puede ser negro de otra manera. Voy a demostrárselo al mundo». Ali busca en los bolsillos de su pantalón y encuentra su medalla de oro, la que ganó en los Juegos Olímpicos de Roma representando a su país. Ese que le margina, que le dispensa un trato de ciudadano de tercera y que le niega la posibilidad de compartir mesa y mantel con los lechosos. Mira la presea por última vez, cierra el puño y la lanza a las aguas del río Ohio, el principal afluente del Mississippi. Se acabó ser el campeón de los blancos. Nunca más.

Larry Holmes —quien también llegó a coronarse como campeón mundial de los pesos pesados— dijo en cierta ocasión: «Es duro ser negro, ¿ha sido usted negro en alguna ocasión? Recuerdo que yo fui negro, fui negro antes, cuando era pobre». Ali siempre quiso ser negro, jamás renunció a esa condición y se impulsó en el color de su piel para formar parte del epicentro de un terremoto que sacudió Estados Unidos durante los años sesenta. Combatió la doble moral de una sociedad segregacionista, luchó por sus convicciones y forjó su leyenda traspasando las fronteras de su país erigiéndose en el campeón más universal que haya dado el deporte jamás. Ali fue negro cuando fue pobre, pero también cuando fue rico.

En una sociedad negra marginada por el hombre blanco y fracturada entre los seguidores del reverendo Martin Luther King, Malcolm X o los Panteras Negras, Ali tuvo una importancia capital en los profundos cambios de la comunidad afroamericana. Fue reclutado por Elijah Muhammad para la secta de los Musulmanes Negros, donde abrazó el Islam como forma de vida para encontrar la paz, y donde permaneció bajo la influencia de Malcolm X, militando en una suerte de Ku-Kux-Klan negro. Aquella experiencia no acabó siendo plenamente satisfactoria y Ali acabaría desmarcándose de una organización radical y oscurantista; pero durante ese tiempo tomó conciencia de sí mismo, de su verdadera fuerza y de su capacidad para poder cambiar las cosas. Fue la catapulta más certera y el altavoz más potente de los negros dentro y fuera de Estados Unidos.

Su condición de campeón del pueblo, su carácter decidido y sus proclamas sobre los derechos civiles se convirtieron en el mejor arma de propaganda para acabar con la segregación. Ali, el negro que quiso serlo siendo pobre y siendo rico, era un icono imparable, el agua que se filtraba entre la roca, la voz incómoda que los blancos no deseaban escuchar. No fue el primer deportista comprometido con su comunidad y con su tiempo, pero sí el único al que no pudieron hacer callar. Al atleta Jesse Owens, que hizo temblar a Hitler, que dio lustre a la negrura y que machacó el orgullo ario en los Juegos Olimpicos de Berlín, el presidente Roosevelt le escondió cuando regresó a su país, para no ofender a los votantes sureños en las elecciones. Y aquellos velocistas afroamericanos que levantaron el puño enguantado del Black Power en el podio de México 68 también acabaron siendo sancionados, silenciados y, finalmente, olvidados. Nadie pudo hacer lo propio con Ali. Su voz, la más incómoda posible para el hombre blanco, retumbó en todos los confines del mundo. Desde Zaire hasta Manila.

Fue el estandarte del show, elevó el deporte a categoría universal y se convirtió en la primera gran estrella que estaba dispuesta a trascender más allá de las doce cuerdas. Fue la sonrisa de un niño, el autógrafo del abuelo, el abrazo a una mujer, la propaganda ideal de la negrura, el icono que derritió fronteras, la bandera de una nueva revolución social, el negro que, flotando como una mariposa y picando como una abeja, quiso ser el campeón del pueblo. Su asalto más difícil no fue en Manila, ante Joe Frazier; tampoco llegó en Kinshasha, ante George Foreman; ni siquiera lo disputó ante el ex presidiario Sonny Liston; aquel oso feo y perezoso que acabaría siendo un juguete roto en manos de La Mafia. Su asalto más duro llegó cuando un periodista le puso contra las cuerdas en 1966. La interrogante le marcó a fuego: «¿Irás a la guerra, campeón?» Ali —retroceder nunca, rendirse jamás— nunca programó su cerebro para huir. Se quedó allí, de pie, tratando de esquivar el golpe. Pudo haber sido políticamente correcto, pero descargó su rabia con una rima, afilando la lengua: «Síganme preguntando, no importa cuando, sobre la guerra, que yo les canto, que contra el Vietcong no estaré peleando».

Le habían reclasificado apto para el ejército después de haberlo rechazado años antes y querían que fuera a Vietnam. Negarse era un suicidio, pero Ali dijo no. El más grande rechazó imitar a Elvis Pressley, el Rey del rock, que años antes se alistó para reivindicar la imagen del americano modelo que lucha por la bandera de barras y estrellas. El bocazas de Louisville no se arredró. Le habría bastado con mantenerse lejos del alcance de la opinión pública, pero quiso pagar el fielato, quiso ser el negro que el hombre blanco no quería que fuese. «Ningún habitante de Vietnam me llamó negro». Ali se pone en contra a la opinión pública de su país. «Nada tengo contra el Vietcong». La Comisión de Boxeo le telefoneó para advertirle de las consecuencias de sus actos. «Me piden que vaya a un país a matar amarillos, pero aquí a los negros nos tratan peor que a los amarillos allí». Ali cava su fosa.

Las campañas mediáticas y políticas se suceden con el paso de los días. Exigen que Ali deje de ser el campeón del mundo de los pesos pesados. «Soy el campeón del pueblo, soy negro, no una marioneta de los blancos». El más grande es declarado persona non grata en seis estados y recibe una seria advertencia de un enlace del Gobierno: si dice no al ejército, le quitarán todo lo que tiene. El 28 de abril de 1966, rechaza oficialmente su incorporación a filas y se declara objetor de conciencia en su condición de «ministro del Islam». Días después de su negativa las advertencias del Gobierno se cumplen. El campeón comparece ante el gran jurado, compuesto en su totalidad por hombres blancos, y es condenado como un desertor. Su señoría John Ingrhamle impone la máxima sentencia: cinco años de prisión y una multa de diez mil dólares.

A pesar de las recomendaciones de sus abogados, Ali decide iniciar el proceso de apelación. Se encuentra solo, sus mecenas le han abandonado, tiene terminantemente prohibido salir del país, le han retirado el pasaporte y tiene prohibido boxear en los Estados Unidos. Sin licencia para subir al cuadrilátero, sus contratos se pudren y su cuenta bancaria está en números rojos. Howard Cosell le invita a comer en un restaurante del sur de la ciudad, alejado del mundanal ruido. A los postres, se arma de valor y le pregunta al ex campeón: «Tu carrera virtualmente ha terminado, ¿ha merecido la pena?» Ali no duda un solo segundo. «Por supuesto que sí, ha merecido la pena. No soy su campeón, soy el campeón».

Tras su forzosa travesía del desierto la Corte Suprema, por decisión unánime, declaró que Ali era inocente, que había sido injustamente vetado y que podía volver al ring. Su íntimo amigo, el periodista Howard Cosell, le telefonearía a casa para darle la buena nueva. Ali había limpiado su nombre, su reputación volvía a ser inmaculada y podía volver a subirse a un cuadrilátero, a pesar de haber perdido los mejores años de su carrera deportiva. «Me quitaron todo, pero no la dignidad, el orgullo ni la fe. En aquella horrible época de mi vida comprendí por experiencia propia en qué consiste ser un héroe. Comprendí también qué significa ser un héroe silencioso».

Fue definido por el escritor y cronista Norman Mailer como la encarnación de la inteligencia humana más inmediata que se haya visto hasta hoy. Muhammad Ali fue el espíritu del siglo XX.

Antes de fallecer de un ataque al corazón, George Plimpton, uno de los mejores escritores norteamericanos de todos los tiempos, reveló uno de los pasajes menos conocidos de la vida de «El más grande». Fue en la Universidad de Harvard, durante el último curso. Ali era disléxico y dio un discurso fantástico ante un auditorio expectante. Habló sobre la vida. Les dijo que tenían que aprovechar las oportunidades que él no tuvo para cambiar el mundo. En ese momento, después de un aplauso atronador, cientos de estudiantes le gritaron «queremos un poema, campeón». Ali gesticuló afirmativamente y se hizo el silencio en el auditorio. Hasta ese día, el poema más corto en habla inglesa según el libro de citas del escritor Barlett versaba sobre los microbios. Decía: «Adán los tenía». Tres palabras. Muhammad Ali, el negro orgulloso de ser negro cuando fue pobre y cuando fue rico, miró a los estudiantes y rasgó el silencio con su poema: «Me, we». Yo, nosotros.

Dos palabras.

5 Comentarios

  1. Ali fue muchas personas, como todos lo hemos sido, en función de sus circunstancias personales y difícilmente transferibles.
    A partir de ahí el resto es literatura, una cosa que se utiliza para colocar realidades inexistentes…

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