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Su padre murió trabajando en el ferrocarril, su madre se deslomó para criarlo y él se comportó como un obrero: Eusebio

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Eusebio con Patricia Neane tras perder contra el Manchester United (Foto: Cordon Press)

23 de julio de 1966, tres de la tarde. En el estadio del Everton, Goodison Park, podríamos estar asistiendo al más sonado drama del Campeonato Mundial de Fútbol de 1966. La desesperación cunde entre los jugadores de la selección de Portugal, que está participando por primera vez en la fase final de un Mundial y que —pese a su condición de debutante— es una de las principales favoritas del torneo. No en vano está formada por un grupo de futbolistas de mucho talento, incluyendo la espina dorsal del club que ha jugado cuatro finales de la Copa de Europa en cinco años, ganando dos. El primer club europeo capaz de ocupar el trono del hasta entonces invencible Real Madrid. Hablamos del Sport Lisboa e Benfica, o para los amigos sencillamente «el Benfica». Pero en Goodison Park se está produciendo la gran sorpresa, porque mediado el primer tiempo de cuartos de final, los favoritos del Mundial están perdiendo, y de qué manera, ante una de las «Marías» del torneo: Corea del Norte. Por tres a cero. Una debacle.

El favoritismo de los portugueses no era un invento de la prensa. Durante la fase de grupos, la selección lusa había dominado prácticamente a placer, ganando sus tres partidos con nueve goles a favor y únicamente dos en contra. Habían despachado a Bulgaria haciendo gala de una superioridad insolente. Incluso habían ganado con facilidad a la potente Hungría. Pero lo más sonado de la fase de grupos había sido su victoria sobre la todopoderosa Brasil de Pelé, la campeona de los dos últimos mundiales y considerada casi invencible en un torneo semejante.

Frente a Portugal, los brasileños necesitaban imperiosamente los dos puntos (que por entonces valía cada victoria) después de un tropezón frente a los húngaros que amenazaba con dejarlos fuera del torneo. Pero en aquel último partido donde el inesperadamente caótico grupo C dirimía sus destinos, los portugueses dieron un puñetazo sobre la mesa del balompié mundial ganando por un contundente tres a uno que lanzaba un mensaje claro al planeta futbolístico: los portugueses habían venido para hacer historia e intentar llevarse el trofeo en su primer intento. Los cronistas de la prensa estaban maravillados: la escuadra lusa era temible en conjunto, pero lo era sobre todo aquella tripleta atacante proveniente del Benfica y que parecía capaz de cualquier cosa: António Simões, extremo izquierdo exquisito; José Torres, delantero centro de diabólica astucia… y el segundo delantero y atacante polivalente Eusebio.

El Brasil de un Rei Pelé visiblemente lesionado y víctima de constantes faltas pudo alegar dureza en la defensa rival, pero no es menos cierto que el brillantísimo dúo Eusebio-Simões volvió locos a los sudamericanos. Portugal se adelantó dos a cero, con un tanto de Eusebio. Brasil acortó distancias a la desesperada, pero a falta de cinco minutos para el final el mismo Eusebio conectaba una fabulosa volea prácticamente sin ángulo, y rubricaba así una de las páginas más espectaculares en la historia del fútbol: los bicampeones brasileños, señores absolutos del balón, acababan de quedar fuera del Mundial en la primera fase.

Una vez hubieron destronado a las huestes de Pelé, y cómodamente clasificados para la ronda de cuartos, los portugueses se las prometían felices frente a un rival inesperado y en principio muy asequible, Corea del Norte. Contra todo pronóstico, Corea se había clasificado gracias a la inoperancia ofensiva de Italia: al vencer a los transalpinos por uno a cero, los coreanos eran el primer equipo asiático que ganaba un partido en un Mundial, y también el primero que pasaba de la primera fase. Pero el partido entre la perita en dulce de los cuartos de final y los que ahora eran grandes favoritos no empezó como estaba previsto. Los coreanos no olvidaron lo que habían hecho en sus partidos anteriores: jugar ordenadamente y con valentía.

Salieron a hacer un fútbol ágil y vertical desde el primer minuto. Y de hecho marcaron en el primer minuto: después de que el larguero portugués rechazase un terrorífico disparo lejano, una inteligente jugada dentro del área lusa propició un nuevo disparo, esta vez del capitán Pak Seung Zin, que acabó dentro de la red. Y no bajaron la marcha: jugando al primer toque, incluso con pases lejanos de precisión, los coreanos se empeñaban en seguir haciendo un fútbol moderno y desinhibido frente a la escuadra que había echado a Brasil a la calle. Durante un alocado primer cuarto de hora y pese a la constante presión de Portugal, Corea creó más ocasiones, dejando a público y comentaristas atónitos.

Eusebio y Santo (Foto: Cordon Press)

También bajo los palos se mostraban seguros: el joven portero coreano incluso se permitió adornarse para atajar varios disparos envenenados de los portugueses, cada vez más frustrados por el nefasto arranque. Solamente una increíble volea de Eusebio, con un efecto de ciencia ficción que hizo bramar de asombro al público, dejó descolocado al guardameta asiático… pero el balón se fue al graderío saludando a la escuadra desde cerca. Y las ocasiones hay que aprovecharlas porque incluso el más débil rival puede hacerte un roto: en el minuto veintidós, tras una fantástica jugada en equipo, los coreanos volvían a marcar. Dos a cero.

Tres minutos después, con los portugueses en estado de shock, otra exhibición de verticalidad coreana traía el tercer tanto. Veinticinco minutos de partido y Portugal perdía tres a cero. La gran favorita estaba contra las cuerdas. La euforia desconcentró temporalmente a los asiáticos, y un par de minutos después Eusebio aprovechaba un pase vertical para marcar con gran habilidad. Tres a uno. Todavía un resultado muy negativo: el delantero recogió el balón del fondo de la red y, sin celebrar el tanto, corrió hacia el centro del campo para acelerar la reanudación. Únicamente la inocencia de los coreanos —gran pecado de casi todas las selecciones poco experimentadas en los mundiales— permitió que, a dos minutos del descanso, el mismo Eusebio volviese a marcar. Esta vez de penalty, después de que el siempre imprevisible José Torres descolocase en carrera a toda la zaga coreana, se encarase a un vendido guardameta y terminase tendido sobre el césped del área pequeña por una desesperada pero innecesaria entrada rival. Tres a dos para Corea. Una vez más, Eusebio recogía el balón y retornaba al centro sin celebrar el tanto. La gran estrella lusa mostraba una expresión sombría: aunque había acortado distancias en un momento psicológicamente importante —justo antes del descanso—, Portugal estaba siendo humillada y su gran oportunidad de hacer historia pendía de un hilo. Los coreanos ya habían demostrado en la fase de grupos que no eran un equipo al que resultara fácil quebrar.

Eusebio Da Silva Ferreira nació en 1942 en lo que hoy es Maputo, Mozambique, entonces una colonia portuguesa (por lo que Eusebio nunca entra en las listas de mejor jugador africano de la historia, y sí es considerado un jugador europeo a todos los efectos). Creció en una familia pobre, como Maradona, y al igual que el argentino empezó a jugar en destartalados solares, aprendiendo a salirse con la suya en un caos de hoyos, bultos y trampas del terreno. Nacido en un entorno paupérrimo, su futuro no parecía demasiado esperanzador y menos cuando perdió a su padre, un obrero ferroviario angoleño, siendo todavía un niño. Ya solamente quedaba su madre para hacerse cargo de él, y a duras penas. En semejante situación económica y social, se auguraba para el pequeño Eusebio una existencia oscura, atada a algún trabajo pesado y mal remunerado con el que sobrevivir de cualquier manera. Para colmo, no le gustaba nada el colegio y se acostumbró a saltarse las clases en cuanto podía.

Pero sí le gustaba el fútbol. Mucho. Y jugaba, y jugaba, y seguía jugando. Al final, fue el fútbol lo que le rescató del hoyo. A los quince años ya estaba jugando en el equipo de la ciudad, pero su talento resultaba tan evidente y tan fuera de órbita en la competición mozambiqueña que finalmente llamó la atención de los ojeadores de la metrópoli. Eusebio no era particularmente alto —aunque a veces lo parecía debido a su costumbre de, en ocasiones, correr completamente erguido— pero sí era fuerte y sobre todo era muy rápido. También era muy hábil, y a sus cualidades físicas unía una técnica envidiable, exquisita, propia de un futura estrella: siempre llevaba el balón pegado al pie, podía regatear, amagar, desmarcarse.

Eusebio contra el Milan (Foto: Cordon Press)

Sabía rematar con ambas piernas —así como de cabeza— con igual eficacia, pero sobre todo poseía un terrorífico disparo de derecha que imprimía un efecto demoníaco al balón. Tenía también una pasmosa habilidad para enganchar voleas casi desde cualquier posición en la que le llegase el cuero. Así que, siendo todavía un adolescente, enviados del Benfica entendieron que aquel chaval era un diamante en bruto y le ofrecieron un contrato a su madre, Elisa. Ella se tomó el asunto muy en serio y, aunque firmó a cambio de algo menos de dos mil dólares, se aseguró de que el joven Eusebio tuviese un billete de vuelta siempre a su disposición: «si no se adapta a Lisboa, ni un dólar del banco será tocado y mi hijo podrá regresar cuando quiera», dijo la mujer. El club lisboeta aceptó esas condiciones, así que durante la temporada 1960/61 un Eusebio de dieciocho años se incorporó al Benfica, aunque no jugó en el primer equipo durante la primera temporada. Aunque más tarde corrió el rumor de que en el Benfica prácticamente habían secuestrado a la «Perla de Mozambique» de su entorno para trasplantarlo a la plantilla, no era cierto. Él quiso ir al equipo. Y su madre quiso que fuera.

Humilde y serio, pero también con hambre de triunfo, Eusebio sabía que no estaba fichando por cualquier club. Iba a una escuadra que dominaba por completo la liga portuguesa y que ese mismo año, además, se proclamaba campeona de Europa por primera vez, arrollando en la final a un Barcelona que había conseguido la machada de echar al Real Madrid de aquella competición que hasta entonces el equipo blanco había dominado a su antojo. Eusebio no participó en aquella primera copa europea, pero no tardaría en protagonizar aquellas gestas él mismo: durante su segunda temporada en el club empezó a formar parte de la alineación titular y, ya con él en el campo, el Benfica volvió a ser campeón de Europa. Es más, Eusebio marcó dos goles en la final, donde esta vez arrollaron al Real Madrid. En total, durante aquella competición el jovencísimo delantero mozambiqueño hizo cinco goles en seis partidos y muy a punto estuvo de ganar su primer Balón de Oro a los diecinueve años. Al final, sin embargo, quedó segundo en la votación después de que Checoslovaquia obtuviese el subcampeonato mundial y de que, como recompensa, el fino centrocampista checo Josef Masopust fuese nombrado mejor jugador europeo de la temporada.

En la siguiente temporada, su tercera como profesional en Lisboa, Eusebio jugó su segunda final europea consecutiva. Pero esta vez el Benfica perdió por dos a uno frente al Milan de Gianni Rivera y Altafini. Con todo, el veinteañero Eusebio hizo el único gol portugués en aquella final y acabó la competición con seis goles en siete partidos, volviendo a situarse en primera plana del fútbol europeo y, por tanto, en primera plana del fútbol mundial. En 1963 Esusebio jugó su tercera final europea y aunque el Benfica volvió a perder —esta vez frente al Internazionale de Milán— Eusebio ya se había consolidado como el futbolista de moda en Europa: marcó nada menos que nueve goles en nueve partidos durante aquella Copa de Europa, quedando como máximo goleador de la competición, y de hecho se impuso en la votación del Balón de Oro a las grandes estrellas del Inter, incluido el genial gallego Luis Suárez.

Eusebio bebe agua junto a Simoes en el partido de tercer y cuarto puesto (Foto: Cordon Press)

A sus veintitrés años era sin ninguna duda la gran sensación del continente. La temporada siguiente volvió a asombrar, con siete goles en solamente cinco partidos europeos, aunque el club no alcanzase una nueva final. En su país, mientras tanto, era el jugador dominante de un club hegemónico: por entonces Eusebio ya había sido tres veces máximo goleador de la liga portuguesa. Tal era su magnitud en su país, que con el tiempo el gobierno de Salazar declaró a Eusebio como patrimonio de interés nacional, lo cual le impidió emigrar al Calcio italiano, perdiendo cuantiosos ingresos extra. Así pues, durante sus mejores años Eusebio no jugó fuera de Portugal por motivos puramente políticos.

En 1966, antes de que comenzase el Mundial, Eusebio era el futbolista del año, y ahora que la selección portuguesa debutaba en un campeonato mundial, todo lo que la «Pantera Negra» del Benfica necesitaba era destacar en la fase final para ascender definitivamente al Olimpo del fútbol. Una victoria de Portugal podría sentarlo en el trono.

Por entonces, tras varios años como profesional, su potencial había explotado y nadie con dos dedos de frente dudaba de que era uno de los mejores jugadores de la década. Porque Eusebio era un delantero temible. Además de la mencionada rapidez —su marca en los cien metros lisos era casi, casi propia de velocistas profesionales— y de su fino regate, caracterizado por el amago, era un jugador versátil que podía funcionar dentro del área y fuera de ella. Podía trabajar las bandas tan bien como cualquier extremo, o desenvolverse en la creación de juego de ataque. Pero sobre todo daba miedo por su insólita capacidad para rematar con enorme potencia desde cualquier ángulo y posición, lo cual hacía muy difícil someterlo a marcajes: ni siquiera necesitaba buscar una posición de privilegio para marcar gol y los defensores nunca podía estar seguros de cuándo y dónde iba a intentar Eusebio perforar el arco rival. Muchas veces chutaba tal como le venía el balón, lo que hizo de él uno de los grandes maestros de la volea. Sus disparos eran duros, con mucho efecto, y a menudo incontestables.

El día en que Portugal eliminó a Brasil del mundial, aun teniendo en cuenta que Pelé estaba lesionado, se abrieron ante Eusebio las puertas del cielo. Si su selección conseguía el título, por qué no, podría destronar nada menos que a O Rei. Aunque fuese temporalmente. La tarea, sin embargo, no era fácil. Porque tras la fase de grupos aún estaban presentes equipos como la muy potente Unión Soviética, la Alemania de un jovencísimo pero ya determinante Franz Beckenbauer, una Argentina todavía desprovista de su actual caché pero ambiciosa, y una selección inglesa comandada por Bobby Charlton que gozaba la siempre importantísima ventaja de jugar como local ante un público fervoroso. Pero la apoteósica demostración de poderío portugués ante Brasil los puso en la mira de todos: Portugal era un equipo con hechuras de campeón, fabricado con los mimbres de aquel Benfica que había jugado cuatro finales europeas en cinco años. Era la selección del momento, la que contaba con la delantera más temible del campeonato y en donde estaba brillando el jugador de moda en el planeta.

Eusebio da Silva Ferreira (Foto: Cordon Press)

Pero salir del vestuario para jugar la segunda parte con un dos a tres desfavorable frente a Corea del Norte era una situación imprevista. En los otros estadios, donde a esa misma hora se jugaba el resto de cuartos de final, todo seguía un patrón más o menos razonable: Inglaterra empataba a cero con Argentina; Alemania ya se había adelantado frente a Uruguay, y la URSS tenía las cosas perfectamente bajo control frente a Hungría. Paradójicamente, el partido más sencillo a priori, en donde las víctimas propiciatorias de Corea iban a ser machacadas, estaba resultando muy difícil para los grandes favoritos.

Al comenzar la segunda parte, durante diez minutos, los portugueses lo intentaron todo con un juego vertical y dinámico. La situación era delicada. Si no conseguían empatar pronto, los nervios podían terminar jugándoles una mala pasada. Lo sucedido con Italia estaba muy presente. Pero la diferencia de calidad entre ambos equipos era, al final, demasiado grande. Fue la pareja de oro del encuentro la que finalmente rompió el sello: Simões hizo un pase de tiralíneas a Eusebio, quien remató a primer toque y por fin consiguió el ansiado empate. A partir de ese momento, Portugal se creció y los coreanos, que habían acariciado la oportunidad de protagonizar una de las grandes sorpresas —y por qué no decirlo, una de las grandes hazañas— de la historia del fútbol, empezaron a sentirse desbordados.

Y Eusebio, que ya venía siendo el corazón de su escuadra, hizo lo que hacen los grandes: olió la ocasión, notó la debilidad en el adversario, y decidió que iba a adelantar a su equipo en el marcador. Lanzándose en una carrera depredadora por la banda izquierda, dejó en el suelo a un defensor, voló dos veces al lado de otro que las dos veces trató en vano de detenerle, y cuando ya estaba dentro del área preparando su peligroso tiro, fue derribado a la desesperada por un tercer defensa. Penalti. El propio Eusebio lo lanzó: el portero coreano, que hasta entonces había parecido exceder su propia estatura con una actuación sencillamente extraordinaria, pareció repentinamente pequeño y desamparado. Gol. Portugal se había puesto por delante, cuatro a tres. Y siguió atacando. La  aterradora tripleta atacante del Benfica —Eusebio, Simões, Torres— empezó a jugar a placer contra una Corea que ya había perdido el empuje y el aplomo de la primera parte. Los asiáticos ya no daban muestras de poder darle la vuelta a la tortilla. Tras uno de los característicos cabezazos envenados de Torres, José Augusto firmó el cinco a tres final. Aunque con un considerable susto, pasaban a las semifinales.

Frente a Corea del Norte, Portugal había hecho lo que se supone deben hacer los equipos que aspiran a un título: primero, había superado un momento de tremenda incertidumbre en un partido que se les había puesto muy cuesta arriba. Y segundo, habían demostrado su autoridad frente a un rival que, sí, era muy inferior, pero que había comenzado jugando con mucho sentido y que además había anotado tres goles en los primeros veinticinco minutos. De este modo, la selección lusa había reafirmado su candidatura. Eusebio estaba a solamente dos partidos de la gloria universal. Si su equipo salía campeón, no habría país en el mundo donde a Eusebio no se lo nombrara siempre en la misma frase que a Pelé. Porque Pelé ya no estaba en el Mundial, y Eusebio tendría la oportunidad de ceñirse la corona.

Las lágrimas de Eusebio (Foto: Cordon Press)

«Siempre he creído en el juego limpio». Limpieza, esa era la otra clave para entender la figura de Eusebio como futbolista. Su ambición sobre el césped contrastaba con su carácter afable: siempre tenía un gesto para los contrincantes cuando ganaba, y especialmente cuando perdía. Se mostraba humilde incluso con quienes podríamos considerar sus escuderos, como cuando solicitó tímidamente a un compañero que le dejase lanzar una falta, casi pidiendo perdón por atreverse a dejar entrever que a él se le daría mejor. Y eso, claro, justo antes de marcar gol al tirarla.

Nunca se quejaba por el juego duro de algunos rivales, que en ocasiones se produjo en momentos clave de su carrera, ni protestaba a los árbitros innecesariamente, ni montaba el cuadro. Quizá esa actitud humilde se debía a que nunca olvidó sus orígenes; su padre murió trabajando en el ferrocarril, su madre se deslomó para sacarlo adelante y él se comportaba como un obrero del fútbol, sin importar que desde 1965 lo considerasen uno de los más grandes jugadores de una generación plagada de nombres legendarios, generación cuya densidad de personalidades míticas apenas podemos ya imaginar hoy. En Portugal, ni que decir tiene, Eusebio era una estrella de magnitud inconmensurable. Para los seguidores del Benfica era un Dios. Y para los amantes del fútbol era el hombre que podía echarle un pulso al mismísimo Pelé. Pero él mismo nunca dejó de ser el sencillo futbolista de Mozambique que tenía siempre aquella expresión de acabar de haber bajado del avión tras abandonar por primera vez su mísero barrio.

Cuando Portugal superó el trance de Corea, en Inglaterra se pusieron muy nerviosos. La semifinal debía enfrentar a Portugal con la selección anfitriona, a la que estaba jaleando una prensa chauvinista y triunfal que durante cuarenta y cinco minutos había creído en una fácil eliminatoria contra Corea. Pero la euforia mediática local —eran las primeras semifinales para Inglaterra— quedó abortada de raíz cuando los portugueses se clasificaron y las voces entusiastas prediciendo que los ingleses podrían ser campeones callaron súbitamente. Los organizadores del torneo, a última hora y con prisas, cambiaron la sede del partido a Wembley para que los suyos se sintieran arropados por una multitud todavía mayor (Wembley tenía casi el doble de aforo que el estadio inicialmente previsto, en Liverpool, donde Portugal había trasladado ya su cuartel general).

Este cambio intempestivo y más bien irregular demuestra el miedo que Portugal provocaba en los anfitriones, porque Portugal era como una nueva Brasil. Tenía un ataque repleto de talento y eficacia (Eusebio, Simões y Torres ya habían establecido su fama como componentes de una maquinaria letal que además rayaba altas cotas de esplendor estético) pero también amenazaba con la única arma que Brasil no tenía: una defensa europea. Así que los ingleses se temían un giro trágico inminente. Como contaba más tarde el escritor Alastair Raid, los rostros de los espectadores que se dirigían a Wembley en el metro mostraban una expresión «mucho más sombría que de costumbre», porque una «maldición» parecía pender sobre aquella selección. Y más que ningún otro, Eusebio era el rostro de esa maldición. Todavía no era el rey del fútbol, pero su figura comenzaba a proyectar una sombra tan alargada como la de un terrible monarca absoluto. Y casi nadie en Inglaterra confiaba ya en que su equipo pudiese deshacerse de unos portugueses que, además, ya habían pasado el susto reglamentario del torneo.

Pero hoy ya sabemos que no pudo ser. Desde inicio del partido Inglaterra encontró su juego. Ambos equipos salieron a hacer fútbol, ambos pusieron voluntad, pero la fortuna de los goles favoreció a los anfitriones. En el minuto treinta, un rechace desafortunado del portero portugués fue enviado a la red por Bobby Charlton con un aterciopelado retruque más propio del elegante billar que del fútbol. Aquel lance fortuito significó el punto de inflexión en todo un campeonato: Portugal no conseguiría el empate pese a sus esfuerzos. El tridente mágico del Benfica no funcionó como frente a Brasil. Y Bobby Charlton volvería a anotar a falta de diez minutos para el final de partido. Poco después, el gol del honor: uno de los muchos cabezazos con veneno característicos de Torres fue detenido por un defensa con la mano. Penalti lanzado por Eusebio, quien marcaba su octavo gol en el torneo (haría el noveno en el partido por el tercer puesto frente a la URSS, proclamándose máximo goleador del Mundial), pero ya era tarde.

Tras el pitido final, Eusebio saludó a los ingleses con su característica elegancia. Abrazó a Bobby Charlton, ahora convertido en el icono del momento. Eso sí, Eusebio se echó a llorar cuando sus pies atravesaron la línea lateral de camino al vestuario. Al día siguiente, muchas portadas de la prensa mostraban su abrazo con Charlton y sobre todo sus lágrimas: las de un hombre que acababa de ver pasar su gran oportunidad. Oportunidad de lanzar un legítimo reclamo para ocupar trono del fútbol mundial, hasta que Pelé u otro aportara argumentos para disputárselo de nuevo.

Eusebio contra Inglaterra en el 66 (Foto: Cordon Press)

Eusebio fue nombrado mejor jugador de aquel campeonato, aunque el Balón de Oro europeo fue —previsiblemente— para Bobby Charlton como recompensa al título mundial. Todo un signo del cambio de los tiempos. Porque la carrera de Eusebio continuó siendo brillante por algún tiempo pero ya nunca ascendió a las mismas cotas de grandeza. El brillo de una posible corona pasó completamente de largo ante él. En la temporada 1966-67 el Benfica no jugó la Copa de Europa. En la 1967-68, en cambio, alcanzaron su quinta final europea de la década y Eusebio hizo seis goles en nueve partidos. Pero en aquella final frente al Manchester United de (¡una vez más!) Bobby Charlton, Eusebio tuvo que dejar sitio a otro hombre que reclamaba su parcela de gloria en la historia, el irlandés George Best. Tras un competido empate en el tiempo reglamentario, el Manchester acabó apabullando al Benfica con tres goles en la prórroga: cuatro a uno como resultado final. Eusebio no marcó. El Benfica ya no retornaría a una final hasta los años ochenta.

Con todo, volvió a ser tres veces máximo goleador de la liga portuguesa y durante su carrera ganó un total de once ligas con el hegemónico Benfica,  a sumar a sus dos Copas de Europa, pero tras 1967 su figura perdió importancia paulatinamente hasta prácticamente «desaparecer» del gran escenario internacional. No ayudó el que Portugal no se clasificase para el mundial de 1970 al quedar incomprensiblemente eliminada en una muy decepcionante fase previa. Tampoco cualificaron para el de 1974, aunque por entonces Eusebio era ya una sombra de sí mismo. En 1975, de hecho, decidió marcharse a aquella liga estadounidense que intentaba establecerse con el apoyo de figuras como Pelé, pero Eusebio no cuajó allí. Tras un par de años de constantes cambios de club en América e incluso un breve retorno a un equipo menor en Portugal, decidió retirarse en 1977. Ahora nos ha dejado definitivamente, a la edad de setenta y un años. Pero como vemos estuvo a punto de ascender a un Olimpo reservado a unos pocos privilegiados en la historia del fútbol. 1966 pudo haber sido el año de su coronación, por más que para muchos aficionados jóvenes su nombre parezca significar poca cosa. En el deporte se gana, o no se gana, y los ganadores son quienes son mejor recordados. El público es ya de muy corta memoria como para pedirle que idolatre a quienes ocuparon el número dos en vez de ascender al uno, y hace ya unas cuantas décadas. No importa: los logros y números de Eusebio están ahí, y sobre todo está su juego, que siempre debería importar más que los números. Eusebio da Silva Ferreira, la Perla de Mozambique, la Pantera Negra. El hombre que pudo reinar.

5 Comments

  1. Lusófilo

    En España, de a mano de Alfredo Relato, se pone a DiStefano en el pódium de los más grandes por delante de Puskás y Eusebio. Yo creo que tanto Puskás como Eusebio comparten el tercer puesto de mejor jugador europeo de la historia tras C. Ronaldo y Cruijff, por delante, en cualquier caso, de DiStefano.

    Eusebio fue un jugador superlativo, sin igual en su época excepto en Brasil.

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