Nunca tenía resacas. Para tener una resaca has de parar de beber.
El alcoholismo es una de las adicciones más duras y destructivas que existen, y cuando hablamos de la relación entre alcoholismo y deporte a todos nos vienen a la memoria algunos casos célebres porque desgraciadamente no es algo infrecuente ni siquiera entre los mejores competidores del planeta. Por citar algunos, futbolistas como George Best, Garrincha o Paul Gascoigne, la estrella de la NBA Pete Maravich, o incluso el campeón mundial de ajedrez Alexander Alekhine. Pero también se producen dramáticas historias de adicción al alcohol en deportes bastante más minoritarios con los que no solemos asociar las tensiones de la gran competición. Tal es el caso de los dardos, que en nuestro país no tienen un gran predicamento —aunque es verdad que en España se celebran eventos muy concurridos— pero cuyos torneos de élite no tienen nada que envidiar a las de cualquier otro deporte en cuanto a tensión. Como todas las competiciones, las del mundo de los dardos encierran sus historias, igual de interesantes al menos para quienes disfrutamos conociéndolas y narrándolas.
Pongámonos un poco en contexto. En el mundo anglosajón y muy particularmente el británico, las competiciones de dardos son una cosa muy establecida. El primer campeonato mundial oficial fue organizado por la British Darts Organization (PDO) en 1978 y desde 1994 existe un segundo campeonato mundial producto de una escisión en la asociación (la PDC; ya ven que lo de las escisiones en competición no es cosa exclusiva del boxeo o el ajedrez). Por si fuera poco también hay una Copa del Mundo de naciones que organiza la Federación Internacional. Y los darderos, o dardistas si prefieren, se lo toman muy, muy en serio. La inmensa mayoría de los jugadores dominantes proceden del Reino Unido: de Inglaterra han salido casi todos los grandes campeones, y en menor medida de Escocia, Gales, Países Bajos y ocasionalmente Australia o Canadá. Entre los jugadores que se clasifican para el campeonato mundial cada año existe una fuerte competitividad, no piensen que se trata de una serie de partidas informales en una taberna. Esta presión competitiva está incrementada por el hecho de que el campeonato es retransmitido por televisión y en el Reino Unido algunos jugadores de dardos alcanzan un grado de popularidad impensable para un practicante de la disciplina en nuestro país. Tal es el caso del protagonista de nuestra historia. En sus mejores años de competición le llamaban «el Vikingo». No resulta extraño: medía 1,83 de altura y en algún momento llegó a estar cerca de los doscientos kilogramos de peso; además lucía tatuajes y una larga melena estilo mullet. No podía evitar llamar la atención aunque solamente fuese por su volumen corporal: a veces se le ha llamado «el peso pesado de los dardos», u Oche Balboa, en referencia a Rocky Balboa (el oche es la palabra inglesa que denomina la línea de lanzamiento). Un individuo carismático.
Andy Fordham nació en Charlton, una zona de Londres. Nadie lo diría viendo su aspecto durante sus mejores años como lanzador de dardos, pero de joven fue un chaval muy atlético, delgado y tan rápido que todos le llamaban «Galgo». Le gustaba mucho el fútbol, era un ávido seguidor del Glasgow Rangers y jugaba a la pelota siempre que podía, además de practicar el atletismo. Fue precisamente a través del fútbol y por pura casualidad como descubrió los dardos: a sus compañeros de equipo les faltaba una persona para poder echar unas partidas y pidieron a Andy que se uniera. Se enamoró inmediatamente del juego de la diana. Empezó a practicarlo con más y más asiduidad. Descubrió que se le daba bien. A lo largo de los años fue mejorando progresivamente, lo cual le permitía participar en competiciones cada vez mejores y medirse con rivales cada vez más complicados. Así, hasta convertirse en un jugador de primer nivel: en 1995, con treinta y dos años, se clasificó para su primer campeonato mundial.
Cuando decimos que un campeonato mundial de dardos es como cualquier otro campeonato mundial, lo decimos literalmente: quienes están allí presentes son los mejores en su disciplina, así que su ambición y determinación no tienen nada que envidiar a las de campeones de otras prácticas deportivas con las que podemos estar más familiarizados. El mundial de dardos se celebra en una sala abarrotada de gente —aficionados, fans, familiares y periodistas— y bajo una atmósfera eléctrica, cargada de tensión. Hay vítores, saltos y abrazos cuando un jugador gana. Se retransmite por televisión y los locutores pueden llegar a lanzar exclamaciones como si de un partido de fútbol se tratase. Todas las exigencias y complejas circunstancias de la gran competición están ahí, no se trata de un puñado de lanzadores de dardos apuntando sus resultados en una libreta en algún pub recóndito. Al contrario, como es un gran acontecimiento, los darderos que aspiran al campeonato mundial necesitan mantener un elevadísimo nivel de atención, abstraerse del público presente, de las cámaras… cualquier pequeña laguna de concentración puede costarles una eliminatoria y por lo tanto cualquier posibilidad de alcanzar el título. Así pues, no resulta sorprendente que a un jugador que acude por primera vez al campeonato le terminen consumiendo los nervios.
Eso fue lo que le sucedió a Andy Forham en 1995. Ya antes de la primera ronda descubrió que la situación le superaba. Se puso «increíblemente nervioso» y decidió que la única manera de combatir aquel nerviosismo era bebiéndose unas cervezas. Quien haya tenido oportunidad de estar presente en una competición de dardos probablemente haya visto que la cerveza y el alcohol fluyen con cierta alegría. La bebida puede formar parte del entorno social de un torneo como en el de tantos otros actos sociales en casi cualquier ámbito. Y, a fin de cuentas, el moderno juego de dardos nació en los bares; en el mundillo anglosajón dan por hecho que la diana y las pintas de cerveza van prácticamente de la mano. Pero, naturalmente, un buen jugador querrá controlar su ingesta de alcohol para no perder la puntería, así que todo tiene sus límites.
Sin embargo, Andy Fordham no controló demasiado la ingesta el día de su debut mundialista. Atenazado por la ansiedad antes de su primera eliminatoria, se dejó llevar: «Bebí un montón. Y sucedió lo peor que podía suceder. Que funcionó. Llegué a las semifinales». El alcohol, sorprendentemente, no le había quitado la puntería. En cambio sí había eliminado los nervios y la angustia de la situación. Le permitió salir a competir sintiéndose en calma. Estaba aislado del público, de las cámaras, de los ruidos. Le tranquilizó y le dejó centrarse única y exclusivamente en el tablero. Sí, había bebido unas cuantas cervezas, pero seguía jugando bien. En su mente, eso iba a marcar una asociación indeleble entre el alcohol y la alta competición, de la que ya no iba a poder desprenderse. ¿Nervios? Sin problema: unas cervezas. ¿Nervios al día siguiente? Más cervezas. Y unos tragos de brandy. ¿Resaca? Más tragos de brandy. Y sin embargo nunca se lo veía dando tumbos por ahí. Algunas de las personas que lo conocieron en competición jurarían y perjurarían después que nunca lo habían visto borracho. Cuando en realidad lo que sucedió era precisamente todo lo contrario: que nunca lo habían visto sobrio. Andy no estaba visiblemente bebido, pero sí en una especie de nube permanente. No se tambaleaba, no farfullaba, ni siquiera jugaba mal… pero estaba borracho al fin y al cabo.
Durante los siguientes años se estableció en la élite de la competición y el alcohol formaba parte indisoluble de ello. En 1996, su segundo año consecutivo en el campeonato mundial, consiguió volver a llegar a las semifinales. Bebiendo. También llegó a las semifinales en 1999. Bebiendo. Consiguió llegar a cuartos de final en el 2000. Bebiendo. Nuevas semifinales en el 2001. Bebiendo. De hecho, desde 1995 hasta 2004 se clasificó todos los años para el campeonato mundial de la BDO, y eso que su consumo de alcohol en las competiciones iba en aumento conforme parecía aumentar su tolerancia a los efectos de la bebida. «En los hoteles, cuando la gente estaba tomando un café o un té por la mañana, yo estaba bebiendo brandy». Su peso también aumentó de manera descontrolada, hasta bordear los doscientos kilos. En cada competición su ingesta de alcohol se agravaba. Bebía durante todo el día y únicamente paraba para dormir. Antes de una ronda podía ingerir veinticinco cervezas y más de media botella de brandy. Su récord, decían, estaba en sesenta botellas de cerveza diarias, más el licor que consumiera aparte. Aquello hubiese bastado para que cualquier individuo adulto tirase los dardos a las paredes. Pero él seguía jugando bien: no lanzaba los dardos a la pared, sino a la diana. No obstante se había convertido en un alcohólico, y en grado muy severo. Aunque continuaba siendo un tipo agradable de cara al exterior, la bebida empezó a causar problemas entre él y su mujer.
En el año 2004, tras una década en la élite, llegó su consagración absoluta cuando consiguió finalmente ganar el título mundial. Bebiendo, cómo no. Y una vez más: «fue lo peor que pudo haberme pasado». Se convirtió en una celebridad porque como decíamos lo que suceda en el mundo de los dardos tiene bastante más repercusión en el Reino Unido de lo que podamos imaginar aquí. Empezaron a hacerle entrevistas, solicitaban su presencia en exhibiciones o lo invitaban a actos sociales de todo tipo. Aquello le producía una ansiedad añadida: no se sentía preparado para afrontar todo el trajín mediático, para estar repentinamente bajo los focos. Pero siempre tenía su particular medicina a mano: «Allá donde me invitaban había bebida y a mí me gustaba beber». Por entonces, con su peso y sus años de hábito alcohólico, su tolerancia a los efectos visibles de la bebida era tremenda. Su espiral de alcoholismo estaba completamente fuera de control, aunque consiguiera comportarse en sociedad con bastante normalidad: «Todo lo que hacía era una excusa para beber. Bebía desde horas antes de subir a un avión porque volar me ponía nervioso. Y cuando empezaba a beber, ya no paraba. Me levantaba a las cuatro de la mañana para beber porque tenía una entrevista en la radio a las seis».
Sin embargo, por más que pareciese resistir la bebida como el vikingo que de aspecto era, el alcohol tiene otros efectos que al principio no son tan evidentes pero que el organismo sufre inevitablemente. Fordham no quiso hacer caso a las señales de alarma y cuando se sentía físicamente mal sencillamente bebía para superar el momento. Aquel mismo año 2004 en que se proclamó campeón participaba en una importante exhibición contra el otro campeón mundial vigente (el de la PDC) cuando sufrió un colapso en pleno torneo. Cayó redondo al suelo. Al recuperar la consciencia trató de quitarle importancia, asegurando que se encontraba mejor y atribuyendo el desmayo al calor reinante, aunque lógicamente despertó preocupación entre los presentes. Un amigo lo acompañó a un automóvil con la intención de llevarlo a un hospital para que le hiciesen las pertinentes pruebas. Pero cuando el obeso Fordham se sentó en el coche, su pantalón se rompió. Insistió en que no podía ir de aquella guisa al hospital, que necesitaba pasar por casa para cambiarse. Una vez en casa, decidió que ya estaba mejor y que no necesitaba que lo viesen los médicos. Convenció a su amigo para que se marchara. Después, se bebió unas copas para calmar la ansiedad del momento y se metió en la cama. Aquella muy seria campanada de alarma pasó ignorada.
Su nueva fama le permitió participar en un reality show televisivo donde algunos personajes famosos acudían para perder peso bajo la supervisión de entrenadores. Les sometían a un régimen personalizado y semana tras semana comprobaban ante las cámaras que estuviesen perdiendo el peso previsto. Aquello fue una dura prueba, porque por primera vez en su vida afrontaba de verdad su nefasta condición física ante sí mismo y ante los espectadores. Era la primera vez que sentía vergüenza por la manera en que se había abandonado: comprobó que no podía cubrir caminando el perímetro de un campo de fútbol sin agotarse, cuando en sus tiempos jóvenes cada fin de semana jugaba tres partidos de fútbol con tres equipos diferentes.
No obstante, todo fueron buenas intenciones y promesas mientras estuvo en el programa: perdió veinticinco kilos y al final de la emisión parecía completamente dispuesto a seguir adelgazando. A fin de cuentas se jugaba la salud; era un hombre casado y con dos hijos, bien merecía la pena cuidarse un poco para estabilizar las cosas en su matrimonio. En 2005, mientras estaba a régimen, se clasificó de nuevo para el mundial, pero perdió en la primera ronda. Su descenso de peso estaba haciéndole perder la puntería. La energía cinética de su brazo cambiaba. Ya no era tan bueno como antes. Poco después de finalizar el reality show, el Vikingo iba a retornar no solamente a la competición sino también a sus viejos hábitos: «Cuando no te sacan cada semana en la tele para comprobar cuánto peso has perdido, simplemente abandonas». Volvió a ganar todo el peso que había perdido. Y desde luego continuaba bebiendo. Esta vez, entre otras cosas, para intentar asumir que ya no era el mismo jugador de antes. Aunque en el 2006 se clasificó de nuevo para el mundial, señal de que seguía perteneciendo a la élite, volvió a perder en la primera ronda.
Pero su principal derrota acechaba a la vuelta de la esquina y no tenía nada que ver con la diana. Esta vez era su organismo el que estaba empezando a decir «basta». Aunque también se clasificó para el campeonato mundial del 2007 y se desplazó al evento, no llegó a jugarlo. Todo estaba preparado para la primera ronda cuando empezó a sufrir dolores en el pecho y una severa dificultad para respirar. Apenas podía caminar unos metros sin perder el aliento. Sentía que se estaba asfixiando. Evidentemente, algo grave le estaba sucediendo y ya no había manera de ocultarlo. Tuvo que ser hospitalizado de urgencia.
Las malas noticias tenían que llegar tarde o temprano después de una década abusando del alcohol, y efectivamente llegaron. Los médicos le dijeron que sufría cirrosis hepática y que la enfermedad estaba muy avanzada. El alcohol había destrozado más de tres cuartas partes de su hígado. En consecuencia, el hígado ya no funcionaba como debía y había dejado de filtrar eficazmente los fluidos corporales para eliminar sustancias tóxicas, lo cual es uno de sus propósitos principales. Por lo tanto, el líquido se había estado almacenando en su abdomen y ejerciendo una enorme presión sobre sus pulmones hasta comenzar a encharcarlos, provocándole aquellos síntomas de asfixia. Se estaba ahogando, como si hubiese caído al mar, pero en tierra firme. Esa es una causa común de muerte en la cirrosis y los médicos no siempre pueden hacer algo al respecto. Pero Andy Fordham tuvo suerte. Pudieron salvarle la vida, drenando nada menos que dieciocho litros de líquido de su cuerpo.
El mensaje era claro: o dejaba de beber de inmediato, o moriría en muy poco tiempo. Y Andy Fordham escuchó el mensaje. Dejó de beber y estuvo varios meses convaleciente. Aunque quizá era demasiado tarde, ya que poco tiempo después le dijeron que necesitaba un inmediato trasplante de hígado o estaba totalmente condenado. Fue incluido en una lista de posibles receptores de trasplante con carácter de emergencia. Por suerte, la urgencia amainó porque Fordham cumplió su palabra y continuó sin beber. Además perdió muchísimo peso durante su convalecencia (unos cien kilos, nada menos) así que su estado mejoró un poco, lo suficiente como para que los médicos prorrogasen algunos años el momento del trasplante.
Sin embargo, nunca volvió a ser el mismo jugador. Lo achacaba, como decíamos, a que su cuerpo había cambiado y que el delicado equilibrio de movimientos que requiere lanzar con puntería había sufrido por ello. Pero también a problemas de espalda que padecía desde hace años pero cuyos dolorosos síntomas ya no podía mitigar con el alcohol. Seguían llegando invitaciones para algunos torneos y exhibiciones importantes, pero sus resultados ya no eran buenos
Cuando le preguntaban si volvería a hacer lo mismo de poder viajar atrás en el tiempo, insistía en que no tiene sentido mirar al pasado. A fin de cuentas hacía lo que debe hacer todo buen jugador de dardos: mirar siempre hacia adelante, sin importar qué es lo que pueda tener detrás. Es la única manera de acertar finalmente en la diana. Sin embargo, los problemas derivados de aquellos años de consumo desaforado de alcohol siguieron manifestándose. En 2020 le operaron de un bloqueo intestinal y, en 2021, contrajo Covid-19. Murió en el hospital.