Una vez quise ser futbolista. Más bien, una vez lo fui -por muy pretencioso que pueda sonar-, y la historia se resume en lo que se resumen casi todas las historias comunes que se puedan contar de alguien que intenta ser algo que no es: había una mujer. Había una mujer que era futbolista, que me empujó a montar un equipo para un torneo, y que me obligó a ponerme unos pantalones cortos y unas medias que quedaban ridículas en estas piernas que jamás han practicado el noble arte de pegarle bien a una pelota.
Fui futbolista una tarde, y con eso me bastó. Salté a una pista de fútbol sala y metí un gol, una historia que he contado tantas veces que la mejor jugadora del mundo de fútbol sala, Peque, cuenta ya mejor que yo. El caso es que vengo a hablar de ese gol no por volver a presumir de mi corta pero fructífera carrera en el fútbol sala, sino por hablar de algo que no conoce la mayoría.
A pesar de que el fútbol es un deporte global, la mayoría de niñas del mundo crecen sin saber qué se siente al marcar un gol. Quienes sí tienen esta posibilidad, disfrutan de menos oportunidades, menos competiciones, menos apoyo de su entorno familiar y social, y menos recompensas que sus compañeros masculinos, debido a los vetos históricos, sociales y culturales que han atenazado su desarrollo.
Yo marqué un gol a los 26 años, en la pista del polideportivo de Cabranes, delante de unos 30 espectadores que aplaudieron porque fue un golazo, la verdad. Y esa proeza, contada más de diez años después, que puede parecer una anécdota sin importancia, ha venido a mi cabeza al ver el sold out de San Mamés para el 25 de mayo.
Decía hace unos días en X que aún no nos hemos quitado el barro de las botas y ya estamos pisando alfombras rojas. Jugar una final de la Champions en casa es algo reservado para muy pocas. Lo disfrutará el FC Barcelona frente a su bestia negra, el Lyon, el equipo que lo cambió todo, que les pasó por encima en Budapest e hizo recapacitar a una plantilla que pidió entrenar el doble para que aquello no volviera a pasar.
«El ciclo empezó con la derrota contra Lyon en Budapest y ganar en Turín sería redondear el ciclo perfecto», decía Alexia dos años después. Tampoco fue. Turín tampoco se les dió. Ahora, en una temporada que parece el final de una historia, con la marcha de Jona y la incertidumbre de si la propia Alexia, o Mariona, se unirán a las bajas de Paños y Oshoala de cara al año que viene, jugar en San Mamés es la obligación de ganar. De cerrar el capítulo con una tercera Champions y hacerlo frente al equipo que no pudieron batir.
Marcar un gol en una final en San Mamés debe ser parecido a morder un trozo de gloria, sepa a lo que sepa eso. Se habla mucho del nuevo Bernabeu o del nuevo Camp Nou, pero si hay un estadio bonito en estas tierras es este. Con una calle repleta de gente que vive y respira fútbol, con una esplanada donde los abrazos antes del partido se sienten igual que el del familiar que solo ves en verano.
Y ahora, con esa estatua de una niña que pisa una pelota y mira al templo, una figura inerte que, aún así, se contagia y siente lo mismo que debió sentir Paredes al grabar el promocional de la Final. Imagínense ser Irene Paredes y jugar en su casa una final de la Champions frente a un equipo que sufrió y conoció bien en su periplo por la Galia.
Es que no se me ocurre ni una sola persona que pueda sentir más el próximo día 25: el hormigueo en la yema de los dedos, los nervios prepartido, la emoción de un público entregado, el ansia por vencer, la nostalgia de quienes no estarán para verlo, la cuenta atrás de 90 minutos para tres pitidos agónicos.
Pase lo que pase, una vez más gana un fútbol femenino español que está preparado para cosas mayores que las que le ha tocado vivir. En estas semanas de ausencia de letras, ha pasado todo y no ha pasado nada. Rocha es Presidente, protegido por la UEFA y por un Gobierno, que, una vez más, no se atreve a hacer lo que tiene que hacer con la RFEF y con el resto de Federaciones españolas que no dejan de ser cortijos feudales que le sirven bien como están a un Blanco que vive amarrado a la poltrona del COE.
Todo esto lo supervisará -si es que hace algo por ello- un Del Bosque que a sus 74 años debería pensar más en el apartamento de Torrevieja y los paseos al borde del mar que en cuidar a otro señor de 70 años. A Del Bosque lo quiere todo el mundo, me decía Rafa Fernández hace unos meses en Twitch. No es cierto: el fútbol femenino sigue guardándole rencor por posicionarse a favor de Nacho Quereda.
Cuando las 23 de Canadá se levantaron contra años de maltrato y vejaciones, en vez de escucharlas, Del Bosque fue el primero en utilizar el argumento del «cómo estábamos y cómo estamos».
Cómo estábamos antes de Quereda: con el fútbol femenino prohibido. Cómo estábamos con él: con el fútbol femenino insultado. Cómo estuvimos después: con Vilda, y también debíamos dar gracias porque no fuese Quereda.
Ahora, sin saber quién está al mando, si Montse o Zubizarreta, si Rocha o Del Bosque, si la UEFA o el CSD, lo único sabemos es que, al menos, deportivamente estamos donde nos corresponde. Y que si la Liga F se pone las pilas de una vez y dejamos de perder sponsors, jugadoras y entrenadores, quizá tengamos aún la esperanza de crecer. Y que cualquier niña en España sepa -si quiere saber- lo que se siente al marcar un gol, sea en Cabranes o en San Mamés.
A Del Bosque, en realidad, no lo quiere nadie.
En la RFEF abundan dos tipos de personas: los sinvergüenzas descarados (Rubiales) a los que al se ve venir de lejos, y los miserables taimados, cobardes palmeros sin honor que matarían a su hermana por conservar el sillón y que, calladitos sin hacer ruido, son los que permiten mantener este circo de podredumbre y corrupción. Del bosque, me temo, pertenece a este segundo tipo; además de cobarde, tiene otros de los defectos más detestables en un hombre. Es rencoroso. Y es soberbio.
El no dignarse a acudir a la capilla ardiente de Di Stefano (por no cruzarse con Florentino) es una buena prueba de ello.
Me gustó el escrito,solo no coincido en Di Stefano que pudiendo hacer limpieza ,pusieron a otra boca más para alimentar en el corral y con ideas para nada de progreso