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Yo también tuve fiebre en las gradas

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Nick Hornby se enamoró del «boring Arsenal» cuando todavía era un crío, en los 70

«Los amigos y familiares que no entienden de fútbol jamás se han encontrado con una persona tan majara como yo». Si Fiebre en las gradas (Anagrama, 2008), de Nick Hornby (Maidenhead, 1957), no tuviese sus capítulos ordenados cronológicamente, podría empezar con esta frase. Así resumiría todo el libro en apenas una veintena de palabras. Aunque, cuando llegamos a este punto, la cita es una confirmación de lo que llevábamos observando en las páginas anteriores. Sería un gusto conocer al señor Hornby, honestamente. Tras leer este ¿relato autobiográfico?, no cabe duda de que debe tratarse de un personaje irrepetible.

El pequeño Nick se enamoró a los nueve años, sin motivo conocido, de un equipo que le había ganado 1–0 al Stoke City el 14 de septiembre de 1968. Al «boring Arsenal», concretamente. Este que escribe no recuerda haberse enamorado de ningún equipo, como tampoco sabe en qué momento empezó a querer a sus padres. Soy del Sevilla porque no tuve la libertad de elegir otra cosa, en mi familia solo se podía ser de un equipo. Tanto mi padre como mi madre eran abonados al club antes de tenerme en mente. Hornby pudo elegir y escogió un equipo que lo convertiría en prisionero de sus colores.

Fiebre en las gradas es un diagnóstico pausado y profundo a una afición que se convierte en locura, porque Nick Hornby nunca se tomó pasión al Arsenal de manera sana –o casi nunca–. Aprovechó el divorcio de sus padres, y que su progenitor se había mudado a Francia con su nueva mujer, para acompañar a los gunners en solitario por todo el país a los quince años. Mis amigos y yo empezamos a ir solos al fútbol con doce, cuando nuestros padres creyeron buena idea soltarnos a la aventura en el pintoresco Gol Sur del Sánchez-Pizjuán. Por eso, quizás, este libro me ha hecho rescatar tantos sentimientos, porque he sentido la misma fiebre en las gradas de la que habla el autor. Al igual que una familia de Reading lo acogió como hijo adoptivo cuando se plantó solo con en Elm Park, a nosotros también nos lo hicieron en el Bernabéu. La cosa era para llamar a servicios sociales.

Para cualquier lector cuya afición futbolera haya rebosado del vaso de la lógica en algún momento de su vida, leerá con agrado los pasajes en que un preadolescente Hornby pretende dar miedo a las aficiones rivales mezclándose entre las gradas de animación para fingir no ser un pardillo de instituto. Porque ¿quién no ha querido acojonar un poco y sentirse peligroso? Mis amigos y yo lo intentamos durante media temporada, hasta que volvimos a ser unos pringados. Pero lo intentamos.

El libro sale de Highbury. El autor tiene una extraña obsesión por no perderse ningún partido que le obliga a sacrificar dinero y sueño por acompañar al Arsenal por toda la isla. Aunque fuera peligroso y se jugara el pellejo. Como cuando el delantero Charlie George tuvo la estupenda iniciativa de celebrar un gol en el campo del Derby County haciendo cortes de manga a la afición local. A la finalización del encuentro, los hinchas rams esperaron a Hornby y resto de gunners a la salida del estadio. Cualquier persona que haya viajado un puñado de veces con su equipo habrá sufrido las tonterías de algún jugador propio frente la afición rival. A nosotros nos pasó hace poco en Dortmund.

Charlie George remata un balón en Highbury. Casi pegan a Hornby por su culpa

Hay muchos, muchísimos pasajes de esta obra que podrían recortarse y llevar en la cartera. Cuando niños –y adultos, por qué no decirlo–, rellenamos los partidos de nuestro equipo con toda clase de rituales y hechizos para contribuir a la victoria. Todos y todas nos hemos sentido así de especiales, incluso soberbios, pensando que ganar o perder depende de cómo entremos al estadio, qué comamos o qué hagamos ese día. Los amigos de Nick, antes de enfrentarse al Leyton Orient, compraron un ratón de caramelo en una tienda de chucherías, con la mala suerte de que el animal cayó a la carretera después de que uno de ellos mordiera la cabeza para ser brutalmente aplastado por las ruedas de un coche. Lo que esa pandilla no imaginaba es que tendría que fingir el accidente muchas más veces porque el Arsenal ganó por 3–1 esa tarde y Hornby se empeñó en que, para seguir ganando, debían repetir la torpeza. Todos hemos tenido algo así. Durante temporadas y temporadas, casi me da vergüenza dar la cifra, estuve comprando una botella de agua y tres paquetes de pipas a la misma vendedora ambulante que colocaba su puesto en las proximidades del Sánchez-Pizjuán. Conozco a personas muchísimo más obsesas con esto, cuya tranquilidad descansa en estos conjuros. Incluso he escuchado a alguna responsabilizarse de una derrota sevillista porque esa tarde no hicieron el rito completo. Hornby es el evangelista de un texto que apela a la locura de cientos de miles de aficionados, Fiebre en las gradas.

El fútbol escapa de lo deportivo y se acerca a lo amoroso

Cualquier lector que se introduzca en las páginas de este libro debe firmar un pacto por anticipado y saber que se está hablando de algo más que de un deporte. En los primeros compases de la obra, Nick exige a su padre hacerle saber si el Swindon Town tiene alguna posibilidad de ganarle la final de copa que habían ido a ver en directo: «Si te parece que [el Swindon] tiene la más mínima posibilidad de ganar, aunque sea una entre un millón, mejor será que me lleves a casa ahora mismo, porque no creo que pueda soportarlo». Aquella tarde, el autor se sentiría traicionado por la persona que le había envenenado con la afición a los gunners. El Swindon derrotaría por 3 a 1 a los suyos en la prórroga y su padre comenzó a aplaudir la final que habían coronado los jugadores del modesto club.

En realidad, la filosofía que desprende Fiebre en las gradas está en continuo baile. A veces, el discurso es coherente con el personaje. Otras no. A Nick Hornby se le conoce por sus manías. Estudió para entrar en Cambridge, pero no porque deseara acceder a la prestigiosa universidad, sino porque no quería entrar en ninguna y esas pruebas, tan complicadas, retrasarían todo el proceso. La mente del autor, como se puede ver en cada esquina del relato, viaja más deprisa que la del resto de los mortales; quería disfrutar del fútbol, no empezar la universidad y cortar todo de raíz.

Pero llegó la madurez. O el desencanto, mejor dicho. Con dieciocho años, el hooligan que viajó solo por todo el país siendo un adolescente, enamorado de un equipo aburrido y que no ganaba nunca, pensó que la literatura debía ocupar sus preocupaciones más profundas: «Si no me quedaba más remedio que sacrificar a Terry Mancini y a Peter Simpson para aspirar a entender a Camus como es debido, para acostarme con montones de estudiantes de bellas artes […], que así fuera. La vida estaba a punto de empezar, así que por fuerza tuve que renunciar al Arsenal».

Tanto usted como yo sabemos que el deseo, casi siempre, vive muy alejado de la realidad. Nick Hornby podría obligarse a dejar de tener ese cosquilleo en el estómago cada vez que los gunners jugaban un partido, pero cómo divorciarse de manera tan fría. Luego sí conseguiría separar las derrotas del Arsenal de sus problemas, pero coincidiremos en que ese proceso es natural. Cómo estaríamos los sevillistas esta temporada si no supiésemos aislarnos de la pena que da nuestro equipo.

«Igual que los alcohólicos que se sienten con las fuerzas suficientes para meterse un lingotazo pensando que no va a pasar nada, había cometido un error fatal». De entre las fantásticas citas que descansan en estas páginas, con seguridad, esta es una de las mejores. Cómo no expresar la recaída si no es así. Seguro que no pasará nada por darme un beso con mi expareja en esta agradable fiesta, hemos pensado todos y todas. Pues pasa, vaya si pasa.

Durante nueve temporadas, el autor asiste a los partidos comprando entradas a precios ridículos. Peniques. Sin embargo, en 1986 se da por vencido y adquiere su primer abono de temporada. Yo los conozco como carnet. Como él dice, comprar un pase que incluye todos los partidos es una manera eufemística de reconocer que tienes una obsesión incurable por tu equipo de fútbol. Antes de saber cómo van a jugar los tuyos durante la temporada, ya avisas de que vas a pagar por todos los partidos. Tanto si van primeros de liga como si son los peores del campeonato, tú ya tienes derecho de asistencia. Cualquier tipo de criterio o libertad de elección se edulcora.

Hornby, para la alegría de sus lectores, volvió a enloquecer por asistir a los partidos en Highbury. Por suerte, descubrimos que su insana obsesión por estar presente en todos los partidos de su equipo nace del miedo que tiene a no entender el lore de su propia afición por haberse perdido una cita. Si no, nos hubiéramos perdido verdaderas joyas. Como aquel día en que la Juventus fichó a Liam Brady y su novia lo dejó por un tipo más guapo que él. Pensaba que la marcha de uno de los mejores futbolistas del equipo le dolería más que el plantón de su pareja, pero qué va: «El traspaso de Liam me produjo pesar, tristeza, pero no me produjo, por fortuna, los insomnios, las náuseas, la imposible, inconsolable amargura que se tienen a los veintitrés años con el corazón destrozado». Ninguna derrota me dolió más que aquellas que sucedían después de que alguna chica me hubiese dado plantón. No porque el fútbol sustituya al amor, sino porque es de las pocas cosas que pueden hacernos olvidar, momentáneamente, una desgracia sentimental.

Nick Hornby

Pocos acompañantes

Si usted pertenece a ese selecto grupo de lectores que busca descubrir maravillosos personajes secundarios, leer Fiebre en las gradas puede ser extenuante. Apenas hay personas que cobren verdadero protagonismo, además del autor. Recuerde que esto no es una novela, tampoco una biografía, sino el relato de una locura. Un libro violento en que un personaje principal, Hornby, sufre las cadenas del antagonista, el Arsenal. Nada más.

El padre del autor, principal responsable de que este libro ocurra, desaparece tan pronto como se divorcia y muda a Francia. Hislam, un pringado, amigo suyo, que cree conocer a los capos de los ultras del Arsenal, apenas tiene un par de apariciones fugaces. Las novias del autor, que lo acompañan a Highbury y se esfuman con el desamor, apenas trascienden. Pete, un amigo de la adolescencia con el que adquiere los primeros abonos de temporada, tiene el mismo impacto en la historia que una planta. Solo Neil Kaas merece un párrafo para él solo.

Dentro de la irremediable pasión que sentimos por el fútbol, hay varias plantas o estadios. Para mí, el más bajo, el más enloquecedor y difícil de explicar es el de los amores a equipos de pueblo que jamás ganarán nada. Si nuestro club tiene una posibilidad de tener un día de gloria, por remota que sea, incluso un ascenso a segunda división ya no vale. Hablo de desvivirse por un equipo que jamás saldrá en un periódico. Ahí hay algo más, no sé cómo llamarlo. Si ya se le viene alguien a la cabeza, posiblemente se asemeje mucho a los comportamientos de Neil Kaas. Este aficionado rebelde del Luton Town, pesado según los relatos de Hornby, que se creyó dueño y señor no solo del equipo sino de la mismísima ciudad, es la clase de personaje que resulta complicado olvidar. Los enganchados al fútbol modesto son los más peligrosos. Conozco a varios.

De las gradas a la capilla

Pero este relato no es todo frenesí y disparates. Esto segundo, de hecho, nunca suena como tal. Aunque podamos tener la impresión de que Hornby pierde los papeles, asegura que no lo hace. Sí dice que no debemos confundirnos entre crecer y madurar –os vengo advirtiendo de que estas páginas encierran mucha filosofía–, que lo segundo podemos elegirnos en conveniencia.

El autor hace una disparatada reflexión sobre qué haría si tiene un descendiente que decide ser aficionado del Tottenham, por ejemplo.  ¿Empezar a llevarlo a White Hart Lane, quizás? ¿Decirle que en esto no hay elección, que solo puede ser el Arsenal? Que se pague sus entradas para ver a los spurs, dice. Tanto debate interno lleva al autor a imaginarse en el salón de su casa, viendo un Arsenal–Tottenham, mofándose de su hijo con los goles gunners, ridiculizando y humillando al pequeño, traumatizado. Concluye: «Mucho me temo que sería capaz de algo semejante; de ahí que lo más sensato, el acto realmente maduro que debía realizar esta misma tarde sin más tardanza, si es que de veras me conozco bien, es ir a hacerme una vasectomía sin dudarlo». Voilà. No alabo el extremismo de Horby; sí su brillante capacidad para incrustar un trozo de novela, de monólogo, en lo que venía siendo una confesión mundana. Leyendo Fiebre en las gradas me pasó algo muy curioso, y es que, en ciertos momentos, tuve ganas de cerrar el libro y ponerme a dormir. Sabía que sería muy complicado leer algo mejor ese día.

Esta afición no se airea, se vive en capilla. Lo poco que une a cualquier aficionado al fútbol es el mandamiento de que lo importa, por encima de todo, es el resultado. Esta temporada, en mi caso particular –deseo que no sea el suyo–, la mayoría de veces que he asistido al estadio no he buscado ni espectáculo ni entretenimiento, solo ganar. El Sevilla necesita puntos urgentemente, me da igual si los consigue ganando por 1 a 0 con un gol tremendamente injusto. Hornby subraya esta manera de consumir fútbol, resultadista y poco romántica. Sabe que hay aficionados que buscan belleza en este deporte, como también imagina que hay árboles que se desploman en mitad de la jungla; no recae en ellos. Yo tampoco. Por suerte, a mi lado en el Sánchez–Pizjuán, nadie se ha levantado a levantar los ánimos después de una derrota diciendo que, al menos, el equipo juega bonito. Tendríamos un serio problema.

Estadio de Heysel durante la final Juventus–Liverpool de 1985, justo después de la tragedia. Tanto este episodio como el de Hillsborough marcaron a Hornby

Las gradas también se llenan de sensatez y sensibilidad

Hay un asunto que toca la fiebre de Nick Hornby: la seguridad de los aficionados y la violencia. El pequeño hooligan que quería acojonar a los hinchas rivales con aspecto de tipo duro pasa muy de puntillas por el libro. Pronto se dará cuenta de que la afición al fútbol es mejor llevarla por dentro, de manera pacífica y no cargarla sobre los demás.

Hillsborough y Heysel son dos nombres que el escritor no puede evitar tratar con vergüenza. A medida que avanzan las páginas, y por lo tanto los años en la vida del aficionado gunner, el fútbol es visto como un evento que ocurre una o dos veces por semana y del que hay que salir vivo y victorioso. En sentido literal.

Diez años antes de Hillsborough, un Nick adolescente vive una situación en la que, mucho después, reconoce que podría haber muerto. Los fallecidos por aplastamiento en aquellas dos tragedias son tratados como los pagadores de unos defectos que los estadios ingleses llevaban años acusando. A medida que el fútbol reunía a más y más gente, algunos de ellos violentos, provocando peleas en las gradas, los movimientos masivos de personas y las estampidas dentro de los estadios comenzaron a ser más frecuentes. Treinta y nueve muertos en Heysel –no era estadio inglés, pero lo ocupaban aficionados que sí lo eran– y noventa y siete en Hillsborough.

Cuando la federación inglesa y los clubes se plantean colocar asientos en los estadios y eliminar las gradas de pie, el país entero comenzó a opinar sobre la nueva reforma. Que si se iban a cargar el fútbol, eterno argumento; que si era muy costoso para los clubes modestos. Lo que seguimos escuchando hoy ante cualquier intento de modernizar o avanzar en este deporte. Hornby no se pilla los dedos a la hora de asegurar que si un club tiene que desaparecer porque no puede adecuar su casa a la nueva normativa, que así sea. Será porque tampoco movía a tantos aficionados, concluye. Lo primero era volver a casa tras el partido.

Menos mal que dejó el fútbol

En sus años de universidad en Cambridge, además de asistir a los partidos el United –Cambridge United, no se confunda–, Nick cuenta que jugó en el segundo o tercer equipo de fútbol de la facultad. Los mejores jugadores apenas llegaron a ser suplentes en la quinta división. Él, en cambio, se ha ganado la vida dando clases y escribiendo libros.

Lo cierto es que no llegó a ser jugador profesional porque no valía para ello. Hornby asegura que no hay ningún delantero centro brillante tirado en la calle porque nadie le vio meter goles nunca. El sistema de ojeadores, dice, no falla. Con los artistas no ocurre lo mismo, puede haber escritores, músicos o pintores excelentes que no triunfarán en su vida. La lista de ejemplo es enorme. Ahora él es artistas, ¡las vueltas que da la vida! En Fiebre en las gradas no dice si se considera buen escritor, si tuvo suerte o si su éxito es consecuencia de muchos factores, pero menos mal que a los once años se dio cuenta de que jamás sería futbolista y decidiera esforzarse en las letras. De otra manera, nunca hubiéramos disfrutado de una obra como esta.

Fiebre en las gradas

3 Comments

  1. Enhorabuena por el articulo. Fantastico libro y maravilloso articulo. Yo también me compré la camiseta del Cambridge United tras leerlo.
    Solo una cosa (no me tacheis de puntilloso, por favor, que os leo siempre) : la final de Heysel fue en el 85 y entre el Liverpool y la Juventus. Lo digo por el pie de pagina de la ultima fotografia.
    Un afectuoso (puntilloso) saludo. 😉

  2. Precioso artículo para los amantes del fútbol, enhorabuena.

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