Calcio

Roberto Baggio, la discreta elegancia de un budista de pueblo

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«Baggio necesita esta Copa del Mundo tanto como la Copa del Mundo necesita a Baggio. Hasta 1993, cuando la Juventus ganó la UEFA, su deslumbrante heterodoxia nunca había llevado a sus equipos a ganar un gran título. Su leyenda ha sido construida no sobre títulos sino sobre instantes determinados, como aquel slalom de cincuenta metros que hizo contra Checoslovaquia en lo que terminó siendo el mejor gol de Italia 90. Ese gol se produjo en su debut mundialista: como talento todavía por pulir, había comenzado el campeonato en el banquillo. […] Pero ahora Italia es el equipo de Baggio, ahora es el momento de Baggio». (Michael Farber, Sports Illustrated, en un artículo previo al Mundial 94)

«El ‘Bello’ es uno de los grandes, aunque nunca ha llegado a desarrollar todo su potencial». (Diego Armando Maradona)

«Siempre es recordado por el motivo equivocado. Su fallo en el penalty en la final de la Copa del Mundo de 1994 contra Brasil. Antes de ese tiro, no había fallado ninguno de los siete penalties lanzados para su selección. Durante toda su carrera en primera división hasta 2001 [se retiró en el 2004], Baggio marcó 71 penalties de 79 intentos». (Nota editorial de Una porta nel cielo, biografía de Baggio)

Impertérrito e inextricable como de costumbre, Roberto Baggio, el mejor jugador del mundo, se acerca al balón y lo sitúa en el punto de penalti. Va dando pasos hacia atrás para tomar carrerilla. Dirige un par de miradas breves al árbitro, esperando el permiso para lanzar desde los once metros. ¿Qué está pensando durante esos instantes? Resulta imposible saberlo y menos a través de las cámaras de televisión; si hay un futbolista hermético, ese es precisamente él. Quizá no piensa nada. Quizá está sencillamente cansado, abrumado sin saberlo por la presión del momento.

Y es que está en juego nada menos que el campeonato del mundo: en una final tensa aunque ciertamente aburrida para el espectador, Italia y Brasil se han encarado con un más que visible miedo durante el tiempo reglamentario. Presas de un juego conservador y timorato, han empatado a cero y ahora se están jugando el título en la tanda de penalties. El portero Taffarel acaba de detener el lanzamiento de Massaro y el brasileño Dunga ha anotado justo después, así que Italia está al borde del desastre. Justo cuando es el turno de que lance el referente del equipo italiano, el jugador más en forma del planeta. El Estadio Rose Bowl de Los Ángeles ruge mientras Baggio se prepara para chutar. Si hace gol, Italia seguirá teniendo posibilidades; una vez más en este torneo «il Codino» («el coleta») habrá salvado in extremis a su selección. Pero si Baggio falla, Brasil se proclamará campeona.

Tras varias semanas de competición en las que sus goles han hecho que Italia avance la final, todo depende de un único disparo. Es injusto, es casi completamente absurdo, pero es la manera en que se hacen las cosas en el fútbol. Toda la responsabilidad descansa sobre sus hombros. No solamente es el referente del equipo —y, hasta esta final, el jugador estrella de las eliminatorias— sino que cualquier buen aficionado sabe que Baggio apenas ha fallado algún penalti en toda su carrera y que cuando lo ha hecho, ha sido más bien porque el portero ha tenido la suerte o la habilidad de parar el balón. No en vano ha sido siempre designado primer lanzador en todos sus equipos. Será raro que falle.

Chuta. Los comentaristas, según el caso, celebran, se lamentan o se quedan atónitos cuando ven lo que sucede. El balón se ha ido por encima del larguero. Los jugadores brasileños corren a celebrarlo. Los italianos se quedan inmóviles. Baggio permanece en pie sobre el punto de penalti. Apoya las manos en la cintura y mira al frente durante unos segundos; continúa sin apenas mover un músculo de su rostro. Después baja la cabeza. Es un gesto sobrio, austero, pero no hay que ser muy perspicaz para entender el significado del detalle. Incluso para el reservado budista de las exóticas trencitas, el jugador que siempre ha huido de los dramatismos de prima donna, este instante es demasiado triste. A su manera, aunque dé pocas muestras de ello, el mundo se le está viniendo encima. En ese momento y lugar infaustos, se acaba de decidir cómo será recordado su paso por la historia del fútbol.

Porque esa historia del fútbol es cruel y acaba de adelantar a Roberto Baggio por la derecha. Casi nadie recordará después que también Franco Baresi, el veteranísimo capitán italiano curtido en mil batallas, había enviado por alto el primero de los penalties de la tanda, lanzándolo exactamente por el mismo lugar que Baggio. También Massaro había fallado. Pero así son las cosas: il Divino Baggio ha errado el tiro definitivo y ese error se le quedará adherido como un estigma. Bastantes años después, hay muchos aficionados al fútbol —que no pocas veces son de breve memoria y escaso interés por el pasado de ese deporte que afirman amar tanto— que al escuchar el nombre de Roberto Baggio responderán casi como en un acto reflejo: «ah, sí, el que falló el penalti». Bueno, así son las cosas. La historia del fútbol no está edificada solamente sobre hechos, sino sobre tópicos que se enquistan en la memoria colectiva. Por ello resulta inevitable hablar de aquel instante como de algo definitorio, de aquella encrucijada en la que toda una carrera se desvió de rumbo de manera dramática. Incluso para el propio Baggio, aquel penalty fallado fue una losa difícil de superar. Nunca volvió a ser exactamente el mismo jugador.

Roberto Baggio y Stefano Borgonovo

Un único instante aciago se cernió como una sombra sobre uno de los más grandes talentos, uno de los más deslumbrante genios de la historia del fútbol, y con seguridad el más exquisito jugador que Italia haya producido nunca. Su historia es contar lo que fue, pero también lo que pudo haber sido y no fue. Lesiones, entrenadores que no apreciaban su juego, el maldito penalti por el que casi todos lo recuerdan ahora, cuando jamás había errado un tiro así y no lo volvió a hacer en lo que le quedaba de carrera profesional. Tuvo que suceder ese día. Quizá su verdadero fallo fue el no haber marcado durante el tiempo reglamentario de la final, el no haber escapado del festival de centrocampismo que marcó los destinos del partido, el no haber decidido el partido personalmente como había hecho con las semifinales, los cuartos y los octavos. Pero nadie puede decidir una final mundial a voluntad. Nadie. No pudo Cruyff, ni siquiera pudo Maradona —no sin ayuda de los goles de sus compañeros— así que tampoco se lo íbamos a pedir a Roberto Baggio.

Pero si lo hubiese conseguido…

El largo camino a la consagración

«Hay dos frases a tener en cuenta cuando se intenta comprender a Baggio. Una: Baggio no debe ser entendido, debe ser amado. Dos: Baggio es poesía, y uno no intenta entender la poesía, sino que trata de apreciarla. Como cualquier otra estrella, Baggio es amado pero también es controvertido. Marca un gol y, al contrario que otros jugadores que enseguida corren hacia la grada señalándose la camiseta, él va de regreso al centro del campo. Está tan seguro de su éxito que no intenta hacer de ello un momento de gran emoción». (Vittorio Oreggia)

«Es un carácter contradictorio. Es un tipo introvertido en una nación de gente que habla agitando los brazos. Tiene pinta de Don Juan pero sigue casado con la mujer a la que dio su primer beso cuando tenían quince años. Y de la manera más discordante con sus compatriotas, es un budista en la tierra de la Santa Madre Iglesia». (Michael Farber)

A Roberto Baggio siempre le gustó cazar. Cargar una escopeta y salir al campo a hacerse con alguna pieza. Un hobby que conserva desde su infancia. Cuando saltó al estrellato, los periodistas se sintieron intrigados por la aparente discrepancia entre esa afición que algunos consideran sangrienta y el pacífico ideario budista del jugador. Baggio respondió a las dudas con sencillez: «la caza forma parte del ciclo de la vida. Vida. Muerte. Vida. Muerte. La muerte es parte de la vida». No deja de ser cierto. Claro que la caza forma parte también de la costumbre y es una pasión que Baggio heredó de su padre.

Sexto de ocho hermanos, Roberto Baggio nació y creció en la pequeña población rural de Caldogno, un asentamiento feudal del Véneto, pueblo de solera rodeado de campos pero que también posee una faceta sofisticada y, pese a su pequeño tamaño, un trasfondo histórico-cultural considerable. No en vano su joya arquitectónica local, la Villa Caldogno, es atribuida al importantísimo arquitecto del siglo XVI Andrea Palladio. La Villa es hoy considerada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. Y, cosas de la popularidad del fútbol, tan venerable edificio es solamente el segundo hito más célebre de Caldogno, después del protagonista de nuestro artículo.

En cierto modo, en la manera de jugar de Baggio se traslucía esa influencia campestre, pero también ese otro aire de monumentalidad medieval. Su manera de hacer las cosas es una combinación de una sencillez aparente con una considerable complicación. Fue uno de los últimos grandes iconos del balón en cultivar un fútbol silvestre, sin escuela, un fútbol de calle sin más ley que el numen creador del niño. Pero al mismo tiempo era un fútbol no exento de elegancia, consciente de la necesidad de embellecer su propio estilo con un innato sentido de la elaboración. Baggio pertenece a una especie casi extinta, la del futbolista que convertía las canchas en su patio de recreo particular, practicando un fútbol anárquico que no entendía de disciplinas.

Nunca fue rebelde en los entrenamientos, ni fuera de ellos; se comportó siempre con profesionalidad. Pero sobre el césped se desempeñaba con una improvisación libérrima sin hacer caso a lo que pudieran decir técnicos, tácticos, directivos e incluso espectadores. Siendo un chaval era un futbolista considerablemente egoísta, lo que coloquialmente llamamos un «chupón». Su primer entrenador lo castigó sacándolo del once inicial por no pasar nunca el balón a sus compañeros: «Volverás a jugar si haces lo que yo te digo», le dijo. Cuando volvió a alinear al joven Roberto, este hizo caso omiso y volvió a las andadas… pero metió siete goles. Al terminar el encuentro, le estrechó la mano a su entrenador, como una manera de decir «soy un buen chico y aprecio sus consejos, pero voy a seguir jugando como me dé la gana porque así todo irá mejor». Roberto Baggio pasaba por los equipos y dejaba sus perlas de calidad más por divertimento propio que por estrategia de equipo.

Aquellos divertimentos, a veces, ganaban partidos. Y entonces Baggio era un héroe, el jugador que había roto el partido. Pero cuando no sucedía así, que nadie esperase mucho más de él. Era un artista y hay artistas a quienes desequilibra que se les pida lo mejor cuando no se sienten tocados por las musas. Baggio no jugaba para los sistemas y funcionaba movido por arrebatos. Era como un cazador escondido entre los arbustos, esperando a su presa: el gol, o el pase de gol. Muchas veces uno no lo veía, pero estaba ahí. Y si Palladio era un arquitecto manierista, Baggio era no menos manierista en su manera de concebir sus jugadas: siempre buscando lo inverosímil, yendo un paso más allá de lo que el fútbol útil y razonable pedía. Y eso que huía de la ornamentación innecesaria aunque tuviese la capacidad técnica para adornarse; por ejemplo, intentaba ejecutar sus regates de la forma más simple y efectiva posible. Tac, un toque y un defensa menos. Tac, otro toque y otro defensa fuera. Lo más simple posible. Eso sí, si podía regatear a tres defensas en vez de a dos, lo hacía. O todavía mejor, a cuatro… tantas veces hizo un regate más de lo estrictamente necesario, o dos, o tres, que uno no podía por menos que llevarse la impresión de que estaba jugando solamente para sí mismo. Silencio, artista trabajando.

Baggio, ante Rijkaard y Ancelotti (Foto: Cordon Press)

Roberto Baggio es un tipo tranquilo, de mirada serena y hablar pausado. No obstante, su carrera fue irregular por no decir tormentosa: abrumadoramente brillante en algunos momentos, desconcertante en otros, a menudo plagada por lesiones y mediatizada por la incomprensión de algunos entrenadores. Pasó por siete clubes en sus veinte años como profesional, aunque al menos cuatro de aquellas temporadas transcurrieron en blanco, y otras tantas las jugó a medias por causa de lesión o incompatibilidad con el entrenador de turno. No mucha gente entendió su figura. Su estilo era ingobernable y su posición en el campo muy complicada de definir. No era un centrocampista, pero tampoco era un delantero.

No era un mediapunta clásico, ni tampoco un punta nato. Michel Platini denominaba esa figura como la del «nueve y medio», un jugador que no era ni un diez, ni un nueve. Era como un segundo punta basculante que estaba siempre al acecho de una oportunidad para desequilibrar el partido con una jugada personal, aunque en ocasiones le daba por crear juego ofensivo como lo haría cualquier enganche, ya que tenía una gran habilidad para el pase y de hecho sus estadísticas en asistencias solían ser bastante buenas. Algunos entrenadores, especialmente aquellos con mentalidad más defensiva y conservadora, tuvieron verdaderos problemas para ubicarlo en un esquema y darle una función en sus equipos, más allá de la consabida de esperar a que se le ocurriese una genialidad imposible de planificar sobre una pizarra. Baggio era una rareza en el fútbol moderno, exquisita, pero rareza al fin y al cabo.

Una de sus grandes especialidades era el regate, que no era ni en corto ni en largo sino todo lo contrario. Su velocidad, sus cambios de ritmo y de dirección, lo hacían letal en contragolpes e incluso en situaciones donde la zaga rival estaba bien colocada pero él, en un estilo de galopada a medio camino entre el barroco virtuosismo de Maradona y la finta quirúrgica de Johann Cruyff, se iba deshaciendo de cuanto defensor se encontraba en el camino. Solía llevar el balón muy pegado al pie. Muy característica era su peculiar manera de deshacerse de los porteros en un palmo de terreno, con un último toque de balón tan nimio como desequilibrante que le valió una considerable cantidad de goles espectaculares.

Baggio era veloz de reflejos, de piernas y de mente: importaba poco en qué zona del campo se hacía con el balón, porque en unos pocos segundos podía plantarse ante el portero rival como si alguien hubiese desatado a un demonio para sembrar una repentina confusión en el infortunado adversario. Otra de sus especialidades eran los disparos a puerta desde media o larga distancia. Era uno de los mejores —y más inteligentes— lanzadores de faltas de su tiempo, probablemente solo superado por su ídolo Maradona. En cuanto a la capacidad de remate, importaba bien poco de dónde le llegase el balón o en qué postura le sorprendiese la jugada. Tampoco tenía rival —excepto, una vez más, solo Maradona— en el control del balón y la inmediata transición en forma de pase al primer toque, regate o tiro. Un buen ejemplo es aquel gol de un prodigioso alarde de control al primer toque con el que marcó a su antiguo equipo, la Juventus. Detalle técnico de dificultad imposible que le invitamos, amigo lector, a intentar repetir en la cancha más cercana a su casa.

Quizá visualmente le parezca fácil, pero le garantizamos que no lo conseguirá hacer usted nunca ni repitiendo el intento cientos de veces. Él lo hizo a la primera. En el aspecto técnico, Roberto Baggio era un futbolista superdotado. Quizá no era exactamente un jugador completo, en el sentido de que no realizaba muchas tareas de equipo. Pero en aquellos aspectos técnicos que dominaba llegaba al máximo nivel de excelencia. Lo hacía todo con esa aparente y muy engañosa facilidad propia de genios.

Fue un talento precoz: su padre era un fanático del ciclismo (Eddy, hermano menor de Roberto y también futbolista, fue bautizado así en honor al campeón belga Eddy Merckx). Pero lo de Roberto era el fútbol: tras el colegio se iba a la cancha a darle a la pelota y a menudo se escondía cuando su padre iba a buscarlo para intentar llevárselo a casa. A los nueve años empezó a jugar en las liguillas infantiles de la región. Durante los siguientes años, en el equipo del pueblo, se convirtió en una especie de atracción para el escaso público local. Llamó bastante la atención como para que un buen día un ojeador de la vecina Vicenza,  modesta capital de la provincia, se pasara a mirar un partido del Caldogno. Se topó con un adolescente de pelo ensortijado que hizo seis goles en aquel mismo encuentro y que parecía estar varias estratosferas por encima del resto de jugadores.

El ojeador lo convenció allí mismo para fichar por el Vicenza y a los quince años de edad, Baggio debutó como profesional en la liga C1, equivalente de nuestra 2ª División B. Corría el año 1982. Sin embargo, el fenómeno quinceañero apenas pudo participar durante las dos primeras temporadas. En su tercer año, finalmente, un Baggio de diecisiete años se convirtió en el ídolo de Vincenza al ejercer como principal artífice del ascenso del equipo a la serie B, poniendo en evidencia que estaba hecho de otra pasta. Sus imprevisibles genialidades resultaban impropias de un chaval que jugase en una liga menor y los equipos de primera división no tardaron en percatarse de ello. En 1985, uno de esos equipos de primera, la Fiorentina, se llevó al jovencísimo Baggio a sus filas.

Su llegada a la Serie A, la instancia más elevada del fútbol italiano y por entonces la liga más dura y difícil del mundo, tampoco fue un camino de rosas. Una severa lesión de rodilla que se produjo justo en su último partido con el Vicenza lo condenó al ostracismo. La Fiorentina le tenía una considerable fe y pese a la gravedad del informe médico, decidió continuar con el fichaje, concediéndole al jugador todo el tiempo necesario para recuperarse. Baggio se tiraría prácticamente dos temporadas completas en el dique seco cuando acababa de aterrizar en su nuevo equipo.

La Juventus de 1993: (De pie) Jürgen Kohler, Marco De Marchi, Julio Cesar, Dino Baggio y Angelo Peruzzi (Agachados) Roberto Galia, Roberto Baggio, Massimo Carrera, Andreas Möller, Gianluca Vialli y Moreno Torricelli

Según él, algo se perdió con aquella lesión y el Baggio que alcanzó la gloria estaba en parte disminuido, comparándolo con el joven Baggio de Vicenza. Él mismo lo resumió así tras su retirada: «después de aquella lesión y durante toda mi carrera, jugué con una pierna y media». Ciertamente, en el momento de la lesión hubo serias dudas sobre si podría volver a jugar al fútbol de alto nivel. Pero aquel contratiempo sacó a relucir el inesperado lado espiritual de Baggio, quien aún no había cumplido los veinte años y para sorpresa de todos decidió adoptar el budismo como filosofía de vida, embarcándose en una búsqueda de serenidad interna bastante inusual en un mundillo tan histérico, superficial y sobreactuado como lo es del fútbol.

El jovencísimo Baggio era un rara avis; un futbolista de pueblo con una faceta sofisticada que escapaba al discernimiento de los seguidores y periodistas locales. Como la propia Caldogno que lo vio nacer, Baggio era de origen rural y de familia humilde, pero había un no sé qué casi aristocrático en él. Pero bueno, la cuestión fue que aquellos dos primeros años en primera división fueron una travesía por el desierto marcada por la lesión, retrasando la explosión de una joven promesa en quien los más avezados observadores de Florencia detectaban claras trazas de futura categoría mundial. Dos tristes temporadas en el limbo. En sus ya cinco años como profesional, solo había jugado una temporada entera.

Pero la temporada 1987/88 empezó a marcar el ascenso de su carrera. A los veinte años, una vez emergido de convalecencias y cirugías, fue ganándose poco a poco un puesto titular en el equipo y  empezó a hacer ruido en el Calcio. Toda Italia pudo empezar a ver algunas de sus genialidades, después de que se hubiese tirado dos años en casi completo retiro. En la siguiente temporada, la 1988/89, iba a producirse la explosión definitiva de Roberto Baggio en la Fiorentina. A sus veintiún años, objeto ya de marcajes asfixiantes por parte de los rivales, hizo 15 goles, cifra nada despreciable en la ultradefensiva liga italiana: para hacernos una idea, aquel mismo año Marco Van Basten y Careca hicieron 19 goles cada uno.

Se convirtió, pues, en uno de los jugadores más peligrosos de la liga y en el ídolo absoluto de la hinchada florentina. Aún más espectacular fue la temporada 1989/90: anotó 17 goles para convertirse en el segundo máximo goleador del Calcio, por debajo únicamente del excelso Van Basten. Ayudó a llevar a la Fiorentina hasta la final de la Copa de la UEFA, donde perdieron frente a una muy superior Juventus (equipo, que por cierto, ya había comprado a Baggio en secreto). «Il divino» asombraba regularmente a propios y extraños, haciendo cosas tales como marcar ante el Nápoles del mismísimo Maradona con una jugada que bien podría haber firmado el susodicho astro argentino. Y eso Baggio lo hacía con equipos potentes… si se enfrentaba a una escuadra algo más débil, bien podían sus rivales poner velas a los santos para rogar que no les hiciera alguna de sus más diabólicas travesuras.

¿A cuántos futbolistas ha visto usted sortear tres veces al guardameta, amén de al resto de la defensa, para marcar un único gol? Como Mágico González, Garrincha, George Best o el Maradona de los años más jóvenes, Baggio estaba ahí para divertirse. Y el público se divertía todavía más viéndolo. En Italia, claro, no albergaban ya dudas: había nacido una nueva estrella. Fuera de Italia, eso sí, aún era un nombre relativamente desconocido cuando llegó el Mundial de 1990, que debía celebrarse precisamente en el país transalpino.

El Mundial agridulce

Baggio, de veintitrés años por entonces, acudió al Mundial como suplente. Tras dos temporadas estelares con la Fiorentina, era considerado uno de los futbolistas más en forma del Calcio y terminaría ganando el trofeo Bravo como mejor jugador joven de Europa. También era, oficialmente, el jugador más caro de la historia del fútbol, después de la fortuna que la Juventus había pagado a la Fiorentina por tenerlo entre sus filas después del Mundial. A pesar de eso y de sus exhibiciones en partidos preparatorios (como el gol que anotó a Holanda) el seleccionador Azeglio Vicini lo relegó al banquillo junto al delantero centro de reserva, Salvatore «Totó» Schillaci. En principio, Baggio y Schillaci parecían condenados a contemplar el Mundial desde el banquillo como espectadores de lujo, ya que los dos atacantes titulares, Gianluca Vialli y Andrea Carnevale, tenían el puesto asegurado con Vicini. No obstante, jugando un Mundial en casa, ante su propia afición, cualquier ocasión de los dos suplentes para lucirse iba a resultar de oro. Terminaría sucediendo.

La azurra, por una vez, se clasificó sin apuros en la primera fase aprovechando que se encontraba en un grupo bastante fácil: dos exiguas victorias frente a Austria y Estados Unidos (ambas por la mínima, 1-0) permitieron a los italianos estar matemáticamente clasificados tras aquellos dos primeros encuentros. Así pues, Vicini decidió usar el tercer partido —que los enfrentaría a Checoslovaquia— para darle una oportunidad a los suplentes. Y es que pese a la temprana clasificación del equipo, habían surgido ya dudas sobre la inspiración goleadora de los delanteros titulares. En el primer partido, contra Austria, había tenido que ser el suplente Schillaci quien anotase el único tanto del partido al poco de salir del banquillo. Italia, la anfitriona del torneo, obtuvo la victoria a falta de solo diez minutos de juego. Contra Estados Unidos volvieron a ganar pero la cosa fue aún más inquietante: solo pudieron anotar de penalty. Así pues, parecía que la ofensiva italiana estaba siendo poco productiva, y eso que habían encarado a equipos débiles. Así pues, frente a los checos el seleccionador Vicini probó una nueva delantera con Schillaci y Baggio de inicio, dándole descanso a Vialli y Carnevale.

Baggio en un partido de la UEFA contra el Borussia Dortmund. Arbitra Sandor Puhl (Foto: Cordon Press)

El experimento resultó redondo, porque los dos delanteros hasta entonces suplentes la liaron. Schillaci, que ya había marcado en el primer encuentro, se reafirmó como inesperado revulsivo del equipo e hizo su segundo gol del torneo. Por su parte, Roberto Baggio se las apañó para anotar uno de los mejores tantos en la historia de los Mundiales tras una galopada que había empezado en la línea de mediocampo. La hinchada italiana se volvió literalmente loca y la prensa internacional volvió sus ojos hacia aquel futbolista de veintitrés años que todavía no había gozado de mucho renombre más allá de las fronteras italianas. Después de lo visto en el tercer y último partido de la fase de grupos, Azeglio Vicini se encontró con que su pareja de atacantes suplentes estaba dejando en mantillas a los dos titulares supuestamente indiscutibles.

Así pues, decidió que en los octavos de final frente a Uruguay, Baggio y Schillaci serían los nuevos delanteros titulares. No se equivocó tomando esa decisión, especialmente porque Schillaci anotaría su tercer gol a los uruguayos, decidiendo el partido una vez más y convirtiéndose en el ídolo por sorpresa de toda Italia: un jugador predestinado a pasar sin pena ni gloria por el Mundial estaba revolucionando el torneo y poniendo en pie a la nación. Por su parte, Baggio dio algunas muestras de su clase frente a Uruguay, pero no marcó. En cuartos de final, contra Irlanda, Baggio quedó aún más eclipsado por la milagrosa explosión de Salvatore Schillaci cuando este volvió a hacer el tanto decisivo. Era el cuarto gol en el Mundial de Totó y la «schillacimanía» adquirió cotas de histeria colectiva.

Llegaron las semifinales e Italia se encontraba con un hueso duro de roer: nada menos que los campeones vigentes, la Argentina de Maradona. Si bien el fútbol de la selección albiceleste no estaba convenciendo y despertaba no pocas críticas, los argentinos habían llegado a la penúltima eliminatoria del torneo con el único timón de un Maradona tocado del tobillo pero cuya aureola de líder había conducido a los suyos a las puertas de la gran final. El partido se presentaba considerablemente caliente, ya que se iba a disputar en Nápoles, ciudad en donde Maradona era poco menos que un icono social, político y casi religioso de dimensiones estratosféricas. El capitán argentino había creado una considerable polémica al pedir a los napolitanos que apoyaran a la selección argentina y no a la italiana, porque según él, Italia era un país donde el norte rico que manejaba el cotarro siempre había despreciado al sur pobre.

Maradona quiso atraerse a la afición napolitana y el revuelo que se organizó fue considerable; tocó una fibra sensible y soliviantó a muchos italianos, haciendo del encuentro en una cuestión política (algo que, a juzgar por lo sucedido en 1986, no lo intimidaba lo más mínimo). En resumen: se anticipaba un partido muy, muy difícil, con ese ambiente de olla a presión en el que el astro argentino solía crecerse. En consecuencia, el seleccionador italiano pensó que un hombre caracterizado por su carácter aguerrido como Gianluca Vialli —veintisiete años y la clase de delantero que estaba acostumbrado a sudar y pelear— sería más indicado para la batalla que un exquisito artista de veintitrés años como Baggio. Así pues, Vicini comunicó a Baggio que no sería titular frente a los campeones mundiales y que Vialli formaría tándem en ataque con el enrachado Schillaci. Roberto se disgustó considerablemente, y más porque solía gustarle lucirse ante Maradona siempre que se había enfrentado al Nápoles, pero hubo de devolver su puesto a Vialli.

Fiel a su carácter, Baggio se comió el disgusto en silencio. Esto sería, junto a las lesiones, uno de los sinos de su carrera: aun siendo un favorito indiscutible del público, Roberto Baggio casi nunca gozó del favor de sus técnicos. Su imprevisibilidad lo hacía difícil de resumir en una libreta. En ninguna escuela de entrenadores enseñan a qué hacer con alguien como Baggio: la única solución posible es la de decir «de acuerdo, sal ahí fuera y haz lo que te dé la gana cuando te venga la inspiración». Y a ningún director de orquesta le gusta ver que un violinista que se arranca por libre, aunque el resultado sea mejor que la obra original escrita en la partitura. Baggio podía ganar partidos, pero a muchos entrenadores les podía más el miedo, les podía el pensar que, quizá aquel día clave, «il Divino» pudiese no tener la tarde inspirada. Eso era algo que no sucedía con Maradona: también fantasioso, el argentino sabía dirigir la orquesta desde dentro y cuando no estaba ejecutando un solo, acarreaba con toda la partitura. Baggio, en cambio, podía pasarse varios tramos del partido desaparecido. Lo dicho: nada que agrade a un entrenador.

Apenas comenzado el partido contra Argentina, Schillaci marcó gol una vez más, arrastrado por vaya usted a saber qué milagrosa condición mental que lo convirtió durante aquel Mundial en la clase de jugador que nunca había sido y nunca volvió a ser. Hizo su quinto gol del Mundial y puso a los argentinos contra las cuerdas, como cualquier equipo que se encuentre en desventaja con los italianos, inventores del «catenaccio», del autobús en defensa y de las victorias por la mínima. La albiceleste, bastante perdida, sin un sistema claro y con el único fundamento sólido de un Maradona físicamente tocado, peleó hasta que en la segunda parte Claudio Caniggia consiguió empatar. Entonces sonaron todas las alarmas en Italia: con su ventaja anulada, el equipo tenía que volver a atacar pero daba nuevamente la sensación de tener poco gol.

Con la copa de la UEFA 1992-93 (Foto: Cordon Press)

Parecía evidente que había sobrevivido en el torneo gracias, sobre todo, a la inesperada racha goleadora del ariete suplente, Schillacchi. A la desesperada, Vicini hizo calentar a Roberto Baggio y en el último tramo de partido lo volvió a poner sobre el terreno de juego. Demasiado tarde, podría decirse. El empate no se rompió, se cumplieron los noventa minutos y el partido se fue a la prórroga. En el tiempo extra, Baggio creó sensación de peligro con un tiro lejano primero y después con un fantástico lanzamiento de falta que el portero argentino, Goycoechea, salvó de manera inverosímil cuando parecía un gol cantado. Casi todos los espectadores pensaron lo mismo: quizá otro gallo le hubiese cantado a Italia de haber estado Roberto Baggio sobre el campo desde del inicio del partido. Nunca lo sabremos, evidentemente.

Argentina se quedó con diez por expulsión de Giusti, pero Maradona hizo caso omiso a su maltrecho tobillo y se las apañó para crear alguna ocasión desde la nada tal y como era su costumbre en los momentos decisivos de los grandes partidos. Tras atraer a medio equipo rival que trataba de frenarlo (durante aquella prórroga, cuando Maradona se acercaba al área, los defensas italianos acudían a él como polillas a una lámpara) le dio un pase a Olarticoechea que este no pudo concretar, enviando el balón fuera. La cosa estaba clara: si alguien tenía que decidir el partido durante el tiempo extra, tendría que ser alguno de los grandes talentos de ambos equipos. Y de hecho Baggio intentó también romper el empate con otra jugada personal en la que a punto estuvo de dejar a Schillaci completamente solo ante el guardameta adversario, pero su pase fue providencialmente interceptado por un atentísimo Ruggeri.

La prórroga terminó sin goles y ambas escuadras se jugaron su destino en la tanda de penalties. Que fue favorable a Argentina (por cierto, Baggio anotó su penalti) e Italia quedó eliminada de su propio Mundial. Maradona jugaría su segunda final consecutiva mientras Roberto Baggio, uno de sus más aventajados discípulos, se había quedado fuera de la competición. Además, el paso de Baggio por el torneo había quedado ensombrecido por la extraordinaria actuación de Totó Schilacchi; algo que a Baggio, al parecer,  no le importó demasiado ya que en el partido «de consolación» por el tercer puesto le cedió un penalty a Schilacchi para que este pudiera proclamarse máximo goleador del Mundial. Pese a todo, «Codino» había demostrado que era merecedor de mayores confianzas en futuras grandes ocasiones y, sobre todo, se había ganado finalmente un cierto nombre a escala internacional. Cuatro años después, Roberto Baggio acudiría a otro Mundial convertido ya en figura indiscutible del combinado italiano; en aquellos cuatro años se las iba a arreglar para que la FIFA y la mayor parte de la prensa terminaran considerándolo el mejor jugador del mundo. Pero eso no le iba a bastar; él quería el título. Estuvo a punto de conseguirlo… pero, dicen, Dios escribe recto con renglones torcidos.

 

Roberto Baggio regresó del Mundial 90 convertido en la «niña de los ojos» del fútbol italiano. Si bien Salvatore «Totó» Schilacci había sido el héroe del torneo marcando varios goles decisivos que ayudaron a que Italia alcanzase la tercera plaza, resultaba evidente que Baggio, a sus veintitrés años, era el auténtico genio emergente de la selección azzurra. Su actuación en la Copa del Mundo sorprendió a muchos. Acudió al Mundial como suplente pero se las arregló para captar la atención de la prensa internacional. En Italia conocían ya bien aquel extraordinario talento, aunque fuese un jugador precoz que, paradójicamente, había explotado tarde: a los diecinueve años, estando a punto de debutar con la Fiorentina, sufrió una gravísima lesión que lo obligó a pasar sus dos primeras temporadas en primera división casi completamente alejado de las canchas. Tras superar el larguísimo bache médico, Baggio se recuperó y fue ganándose un puesto titular durante la temporada 1987/88. En las siguientes temporadas, 1988/89 y 1989/90, jugó a tal nivel que aún hoy la hinchada «viola» lo recuerda como el mejor jugador que haya pasado por el club. En 1990 ganó el premio Bravo a mejor futbolista sub-23 europeo. Baggio era la nueva joya de la corona.

Aficionados y periodistas de otros países pudieron descubrir que, en plena era del «catenaccio» —con un Calcio sumido en las defensas a ultranza, los marcajes duros y el antifútbol más feo y descorazonador— había un futbolista que desarrollaba un juego de fantasía e imaginación más propio de otros lugares y épocas. Baggio no parecía italiano, ni por su fútbol preciosista ni por su carácter reservado. Pero lo era. Italiano y de la Fiorentina. Y parecía destinado a marcar a fuego el fútbol de toda una generación.

El budista que provocó disturbios

«Sí, fue en esta plaza donde concluyó la tragicomedia protagonizada por Roberto Baggio. Fue por el ambiguo comportamiento de la Fiorentina, que hasta el último instante ilusionó a la afición diciendo: “no se sabe, quizá Baggio se quede en el equipo”. (…) Yo creo que él era sincero cuando decía que no quería irse de Florencia. Pero era el reglamento y tenía que marcharse. Los responsables fueron los dirigentes de la Fiorentina y el representante del jugador». (Raffaelo Paloscia, periodista florentino)

«¿Por qué la Juve? Porque lo ha decidido el presidente. No me ha dado otra alternativa». (Roberto Baggio, tras su traspaso a la Juventus de Turín)

17 mayo 1990. Es un día traumático para los tifosi de Florencia. El día anterior la Fiorentina acaba de perder la final de la Copa de la UEFA frente a la opulenta Juventus de Turín. En una época en que el poderío del Calcio está dominando Europa, el equipo de la ciudad ha rozado la gloria con las puntas de los dedos… y ha tenido que conformarse con verla pasar de largo. Pero las desgracias nunca vienen solas. Este mismo día, justo tras la derrota, la radio anuncia una noticia que en realidad muchos aficionados «viola» llevaban tiempo temiendo. Roberto Baggio, el joven ídolo del club, el prodigio que los ha llevado al borde de gestas históricas, va a ser vendido al mismo equipo con el que acaban de perder, la Juventus.

Una herida que duele el doble. El repentino anuncio es el final de una larga secuencia de secretismos, distracciones y habladurías que han tenido a la afición florentina en vilo. Flavio Pontello es el presidente de la Fiore y máximo responsable del traspaso: procedente de una familia millonaria del sector inmobiliario, había comprado el equipo años atrás, pero los problemas económicos habían ido minando su torpe gestión. Finalmente, con un club casi en la ruina recurrió a vender a Roberto Baggio, pese a la furibunda oposición de la hinchada. Sin embargo, hasta este mismo día en que se hace público el hecho, el club ha estado mareando la perdiz y ha ocultado el traspaso. El propio Baggio ha dicho que no quiere marcharse y ha actuado como si la venta no fuese un hecho consumado. Los tifosi están dolidos porque la operación se les ha ocultado hasta el último día y consideran que el club los ha traicionado. Han querido confiar en su ídolo, sumido en una guerra particular con parte de la prensa local.

Algunos periódicos habían publicado titulares como «Querido Roberto: no sigas mintiendo» mientras el jugador afirmaba que no daba el traspaso por hecho porque siempre había confiado en que la operación finalmente no se produjera. Los aficionados habían mantenido hasta el último momento la esperanza de conservar a «Il divin Codino» en el equipo pero ahora se sienten engañados y reaccionan irreflexivamente. Apenas unos minutos después del anuncio radiofónico ya se han congregado numerosos grupos de tifosi frente a la sede de la Fiorentina y en torno al estadio. Florencia está a punto de estallar. Llegan los antidisturbios para proteger las oficinas del club: se organiza una trifulca. Los tumultos y manifestaciones durarán nada menos que tres días y se contabilizarán cerca de cincuenta heridos. Baggio aparece cabizbajo en la prensa: «me han forzado a aceptar el traspaso», dice, mientras en las calles de Florencia se desata el caos.

Pero en definitiva, le gustase o no al propio jugador (visto con el tiempo, parece que su reticencia a abandonar la Fiore era sincera), el traspaso a la Juventus terminó siendo un negocio redondo para todos, incluido él mismo. Para empezar, la Fiorentina ingresó una descomunal cantidad de dinero vendiendo a un jugador al que habían fichado de la segunda división con solo dieciocho años. Ahora, cinco años después, ese mismo jugador estaba adquiriendo hechuras de coloso y lo podían revender a precio igualmente colosal: recibirían la mayor cantidad de dinero jamás abonada por un jugador en toda la historia del fútbol. Sí, Baggio era ahora el jugador más caro de todos los tiempos (en España, recordemos que aún no se había jugado el Mundial 90, la noticia fue recibida con estupor por muchos que no tenían del todo claro quién era aquel Baggio).

La Juventus, por su parte, encontró un nuevo buque insignia con el que reflotar el equipo, que tras la retirada de la superestrella francesa Michel Platini había perdido el norte, cediendo mucho terreno ante el Milan de Van Basten/Gullit, el Nápoles de Maradona y el Inter de Lotthar Matthaus. Ahora, con «la divina coleta» en sus filas, el equipo turinés aspiraba a volver a plantar cara a sus rivales más directos. Y finalmente, para el propio Roberto Baggio, el pase a la Juventus era la manera de proyectar su fútbol al resto del mundo desde un club verdaderamente grande. Era oficialmente el futbolista más caro del mundo, pero en el extranjero gozaba de menos repercusión que muchas otras estrellas del Calcio. En esta tesitura fue cuando acudió al Mundial 90, del que ya hablamos en la primera parte.

Tras regresar del torneo mundialista, Baggio se acopló perfectamente al nuevo equipo sobre el campo; otra cosa fue el recibimiento de los fans juventinos, que dada su visible fidelidad a la Fiorentina miraban a Baggio con considerable recelo. Tuvo una muy buena actuación en la temporada 1990/91, haciendo bastantes goles y logrando el récord de asistencias de toda su carrera, pero eso no impidió que la Juventus ocupase una decepcionante séptima plaza, algo que los dejaba fuera de Europa para el siguiente año. Eso sí, alcanzaron las semifinales de la Recopa con un Baggio que terminó siendo máximo goleador de la competición aquel año, aunque fueron eliminados por el Barcelona de Johan Cruyff.

Futbolísticamente le iban bien las cosas, pero seguía teniendo problemas para procesar su dramática salida de Florencia. La primera vez que regresó a su antiguo estadio la afición púrpura tenía preparado un impresionante número de autoafirmación con mosaicos en las gradas, cánticos y una sonora pitada cuando la Juve de Baggio apareció sobre el césped. Una cámara captó el rostro de Baggio ante el espectáculo, en una de las escasas ocasiones en su carrera donde al normalmente impenetrable «Codino» se lo veía visiblemente abrumado por lo que estaba sucediendo. También rehusó lanzar un penalti contra su antiguo equipo, detalle que no gustó a una afición turinesa ya predispuesta en su contra. Mientras se marchaba hacia los vestuarios, alguien lanzó una camiseta de la Fiorentina que cayó en el suelo cerca de él. Baggio la recogió, la besó y se la llevó consigo. «En el fondo de mi corazón, siempre seré púrpura», dijo. Era una estrella con el corazón dividido y seguía sin ocultar que había dejado Florencia a su pesar.

Eso no le impidió seguir rindiendo al máximo nivel con la Juventus.  En la temporada 1991/92 Baggio volvió a ser segundo máximo goleador de la liga italiana, una vez más por detrás del milanista Marco Van Basten. El equipo mejoró mucho y alcanzaron la segunda plaza en un Scudetto que ganó el arrollador Milan de los holandeses; aquello le valía a la Juventus la clasificación para la copa de la UEFA del siguiente año. Baggio ya se había convertido en el ídolo absoluto de la afición turinesa y las reticencias iniciales quedaban en el olvido: a sus veinticinco años fue nombrado capitán del equipo. Estaba viviendo grandes momentos, pero solo eran la antesala de su año culminante, su mejor temporada, su consagración definitiva como estrella internacional. Hasta entonces, como decíamos, Baggio seguía gozando de bastante poco predicamento más allá de las fronteras italianas. Una buena muestra es que en la votación para el Balón de Oro de 1992 ni siquiera apareció entre los veinte finalistas. Los dos únicos jugadores italianos que sí aparecieron en la lista eran dos defensas: Maldini y Baresi.

Pero la temporada 1992/93 fue, literalmente, el Año de Baggio. Supuso su absoluta consagración en la cúspide del fútbol mundial. Una vez más, «il divino» terminó como segundo goleador del Calcio, aunque la Juventus solo pudo alcanzar la cuarta plaza. Eso sí, el equipo se concedió algunos caprichos, como vencer al Milan por 3-1 en el mismísimo San Siro, con un magnífico tanto de su gran estrella. Baggio parecía especializado en marcar grandes goles a los grandes equipos. Pero lo más importante, lo que más contribuyó a relanzar internacionalmente a Baggio, fue que la Juventus se alzase con el triunfo en la por entonces dificilísima Copa de la UEFA, venciendo al Borussia Dortmund de Rummenigge, Reuter y Chapuisat.

Después de haber deslumbrado durante toda la competición Baggio protagonizó un par de actuaciones estelares frente a los alemanes en una final a doble vuelta, certificando la victoria de su equipo y sellando su propia fama internacional de manera mucho mas rotunda que con su intermitente participación en el Mundial 90. La Juventus se puso las cosas de cara en el partido de ida venciendo por 3-1, con dos tantos de Baggio, que también en una final europea podía descolocar a los rivales con los remates más inverosímiles e inesperados. En el partido de vuelta, el diabólico «Codino» tuvo otra gran actuación y volvió completamente locos a los defensas alemanes, por ejemplo asistiendo uno de los goles de su equipo con un pase de tacón.

El triunfo en la UEFA, seguido en todo el planeta fútbol, fue la definitiva demostración de que los italianos no se habían vuelto locos convirtiendo a Roberto Baggio en el futbolista más caro del mundo. Aquella temporada puso de manifiesto que cuando «la Divina Coleta» funcionaba a plena capacidad, era un jugador sencillamente intratable y no había zaga rival que pudiera detenerlo. Aunque dependía mucho de la inspiración y su estilo era cualquier cosa menos regular o metódico, llevaba años probándose frente a las defensas más duras del planeta, las de Italia, y saliendo triunfante del envite. La prensa internacional reconoció finalmente el hecho y Roberto Baggio alcanzó el renombre que llevaba varios años mereciendo.

Con un Maradona en plena caída libre y un Van Basten tristemente defenestrado por las lesiones, el mundo del fútbol había encontrado otro genio al que subir a los altares. En 1993 Baggio obtuvo el Balón de Oro, en cuya votación final —recordemos— ni siquiera había aparecido la temporada anterior. También obtuvo el premio al Jugador del Año de la FIFA. Fue laureado como el mejor futbolista del mundo. Pertenecía a esa rara especie de futbolistas capaces de ganar partidos por sí solos; por fin obtenía un reconocimiento a la medida.

En la temporada 1993/94, previa al nuevo Mundial, volvió a tener una actuación brillante, conduciendo a la Juventus a un nuevo subcampeonato, pero sobre todo posicionándose como el que muchos consideraban podría convertirse en la gran estrella de la nueva Copa del Mundo. Aquel año solo pudo obtener el Balón de Plata, ya que el de Oro fue concedido a Hristo Stoichkov, pero su prestigio internacional continuaba en alza.

Mundial 94: De la nada hasta el (casi) infinito

«Todo cambió desde el momento en que empaté contra Nigeria en los últimos minutos. Recibí el balón, chuté, fue entre las piernas del defensa y aterrizó en el poste derecho. Era imposible de parar. Mucha gente dijo que se había tratado de suerte, y cuando marcas en el minuto 90 siempre hay un toque de suerte, pero de todos modos… quizá se produjo algo especial en aquel momento. Después de aquel gol dejé de sentirme tan ansioso. Empecé a jugar con facilidad. Me sentí libre otra vez. De ahí en adelante, mi Copa del Mundo fue muchísimo mejor». (Roberto Baggio)

«¡No es un espejismo! Es Baggio, Baggio». (Canción italiana)

El Mundial 94 comenzó de forma casi desastrosa para Italia. Siendo uno de los principales favoritos y estando en un grupo inicial bastante asequible (Irlanda, Noruega y México), la «azzurra» solo se clasificó por los pelos, sufriendo hasta el último momento y dependiendo vergonzosamente de los resultados de otros. Quedó tercera en un grupo que pasó de ser considerado un mero trámite a terminar convirtiéndose en el inesperado «grupo de la muerte» del torneo: al final de la primera fase, los cuatro integrantes estaban empatados a puntos. Italia hizo un papel desalentador: perdió frente a Irlanda, no pasó del empate con México y obtuvo una única victoria por la mínima frente a Noruega. El juego mostrado por el combinado de Arrigo Sacchi fue muy mediocre. El seleccionador se defendió tras conseguir la clasificación para octavos, pero incluso algunos de sus futbolistas compartían la desazón de prensa y aficionados.

Junto a Savicevic y Weah en el Milan (Foto: Cordon Press)

El capitán Paolo Maldini, por ejemplo, lo dejó bien claro: «Es bastante triste que Italia tenga que esperar a los resultados de los demás para conocer su clasificación. No es una situación muy gloriosa». Italia pasó de fase, pero colándose de tapadillo en la lista de «mejores terceros»; prácticamente nadie estaba contento con la situación. Mucho tenían que cambiar las cosas en la selección si querían llegar lejos en el campeonato. Empezando por su gran estrella, Roberto Baggio, que había aparecido muy poco y nunca para decidir. Para colmo, había una total falta de química entre Baggio y Sacchi; pronto se pondría en evidencia que el seleccionador italiano no tenía demasiado aprecio por la aportación futbolística del jugador estrella de su equipo. Frente a Noruega, cuando solo se llevaban disputados 22 minutos de juego y con Italia dominando el balón, el portero italiano Gianluca Pagliuca fue dudosamente expulsado al interponerse en un peligrosísimo contragolpe noruego.

El seleccionador Arrigo Sacchi hubo de realizar un cambio para introducir a otro portero en el equipo, Marchegiani. Para ello tenía que retirar a un jugador de campo; el sacrificado fue —para asombro de propios y extraños— Roberto Baggio, provocando el disgusto de muchos aficionados italianos y de cualquier sibarita del buen fútbol, amén de una total perplejidad en casi todos los comentaristas (recuerdo a un narrador británico que apenas podía creer lo que estaba viendo y decía «Oh, how extraordinary!»). Al saber que iba a ser sustituido, el propio jugador adoptó expresión de incredulidad primero y enfado después; fue captado por las cámaras murmurando «este tipo está loco». Lógicamente, aquello no ayudaba a que la relación entre el entrenador y el buque insignia de la selección fuese demasiado fluida. Pero prácticamente todo el mundo se puso de parte del jugador, ya que la decisión de Sacchi resultaba incomprensible.

Así que el equipo italiano se clasificó, pero jugaba mal, con un ambiente enrarecido, la prensa y el público en contra.

Los octavos de final enfrentarían a los italianos con una escuadra bastante más sólida de lo previsto. Nigeria había logrado terminar la fase de grupos empatada a puntos con dos potentes equipos, Argentina y Bulgaria. En aquella selección jugaban unos cuantos futbolistas de gran clase (Amunike, Finidi, Oliseh, Okocha…) y no en vano los «Águilas Verdes» eran considerados el ariete en la resurrección del fútbol africano. En la primera fase, por ejemplo, habían goleado 3-0 a la flamante Bulgaria de la superestrella Hristo Stoichkov. La eliminatoria frente a Nigeria no daba la impresión de que fuese a resultar fácil para Italia. Y no lo fue.

Aunque Italia comenzó el partido intentando imponer su autoridad de favorito histórico, un gol de Amunike a los 25 minutos desbarató todos los planes. Los transalpinos se pasaron el resto del partido intentando infructuosamente conseguir la igualada mientras los nigerianos construían pacientemente su elaborado juego de toque, aunque a veces pecando de conformismo y falta de ambición, como si confiasen en conservar esa exigua ventaja hasta el final (cosa que, justo es reconocerlo, estuvieron a punto de conseguir). En la segunda parte Sacchi empezó a tomar decisiones a la desesperada.

Hizo saltar al campo a un Dino Baggio que aún se estaba recuperando de una pequeña lesión. El «otro Baggio» —sin relación familiar con Roberto— era un centrocampista de gran clase, durante mucho tiempo una de las principales armas de la selección italiana; el hecho de que Sacchi recurriese a él estando tocado demuestra cuál era el estado de ánimo de los italianos ante el inminente desastre. En el minuto 63, Sacchi también sacó del banquillo a Gianfranco Zola —discípulo de Maradona en el Nápoles, jugador de talento cuya presencia habían estado reclamando parte de la afición y prensa italianas— para que intentase hacer lo que el titular Signori no había podido conseguir hasta entonces. El fantasioso Zola, sin embargo, aguantó solo unos minutos sobre el césped antes de ser expulsado, dejando a su equipo con diez cuando el partido vivía sus minutos finales. Se llegaba al minuto 88 de partido… Italia parecía estar definitivamente fuera del Mundial. Por suerte para Arrigo Sacchi, esta vez no consideró oportuno retirar al mejor futbolista de su país.

Porque fue entonces, a falta de dos minutos para la finalización del partido, cuando apareció «il Divino» dispuesto a obrar el primer milagro del torneo. Roberto Baggio se convirtió por primera vez, y no sería la última, en la providencia del equipo italiano. Tras recibir un pase perfecto hizo un chut de tiralíneas —flojo, pero maravillosamente colocado— que entró por la única trayectoria posible: entre las piernas de un defensa primero, y después por el único minúsculo hueco al que la estirada del portero no podía llegar. Casi sobre el pitido final Baggio empataba el partido, salvando a Italia in extremis y forzando la prórroga.

En el tiempo extra ambos equipos tuvieron ocasiones, pero los nigerianos terminarían pagando su relativa falta de oficio. Un precioso pase en vaselina de Baggio hacia dentro del área provocó un precipitado y torpe empujón del defensa nigeriano Eguawoen sobre Benarrivo, que había recibido el balón. El árbitro señaló penalty. Roberto Baggio, que como de costumbre era el tirador designado, no falló: 2-1. Italia había dado la vuelta al partido gracias a su gran estrella y aguantó esta nueva ventaja durante el resto de prórroga, ante la desesperación de un equipo nigeriano que había tenido la victoria al alcance de la mano pero que no había certificado la eliminatoria a tiempo. Italia pasó a cuartos de final y los «Águilas Verdes» hicieron las maletas lamentando una valiosísima oportunidad perdida.

La prensa internacional se reconcilió rápidamente con un Roberto Baggio que había comenzado el torneo casi en estado de «desaparecido en combate». Tras la suspensión de Diego Armando Maradona por la detección de efedrina en sangre y su consiguiente expulsión de aquel Mundial, la competición necesitaba encontrar un nuevo héroe carismático. Brasil tenía sus propias figuras, especialmente en un Romario que había asombrado al mundo con su primera temporada en el Barcelona y que ahora iba a ratificar su condición de estrella haciendo varios goles clave para su selección. Pero, ya sin Maradona, el Mundial precisaba además de alguien capaz de oponer un contrapeso de talento a los cariocas, en lo que podía terminar convirtiéndose en un paseo militar para Brasil (aunque contra toda previsión, los brasileños pasarían apuros durante las eliminatorias y no hubo ni rastro de ese paseo militar). Y esa estrella no podía ser otra que Baggio.

En una selección italiana marcada por un fútbol ramplón, su presencia recordaba en parte al Maradona de 1986 y 1990. No en cuanto a su fútbol, claro, porque eran jugadores muy distintos y evidentemente Maradona era muchísimo más completo. Pero Baggio también era un oasis de creatividad genial en mitad de un equipo que no jugaba demasiado bien. Eso sí, la selección italiana de 1994 tenía muchos grandes nombres y era desde luego bastante más potente que cualquier selección argentina con la que hubiese jugado nunca Maradona, incluidas aquellas con las que alcanzó dos finales mundiales. Pero contra Nigeria había dado la impresión de que, sin la puntual y providencial intervención de Baggio, Italia no hubiese pasado el corte. Y esa impresión iba a acentuarse todavía más en las siguientes eliminatorias. USA 94 necesitaba un héroe. Baggio tenía las cualidades necesarias para serlo:

«Esos eran mis grandes momentos. Mi mente se volvía fría. Me divertía buscar soluciones difíciles. ¿Cuál era el riesgo, de todos modos? Quizá me arriesgaba a perder el balón, lo que no es muy perjudicial estando en el área contraria. Pero si el defensa cometía un error o era engañado por mi amago, entonces se convertía en un tiro decisivo. Siempre he vivido así el fútbol, desde que era un niño: para mí, un gol ha de estar acompañado por algo importante. Un regate, un invento. De lo contrario, no me divierte». 

En cuartos de final Italia había de vérselas con su víctima favorita, España. El equipo español acudía con un equipo muy sólido en el que quizá faltaban estrellas de gran relumbrón —al menos en comparación con otras ediciones— pero donde había mucho mimbre, ya que incluía a la disciplinada columna vertebral del «dream team» barcelonista dirigido por Johan Cruyff, además de jugadores del Real Madrid, Valencia, etc. Tras una irregular primera fase que incluía un decepcionante empate con Corea del Sur y con las polémicas en torno al enfoque defensivo del seleccionador Javier Clemente, España había mejorado mucho en  los octavos de final, solventando su pase con una cómoda victoria por 3-0 frente a Suiza.

El Milan de la 1996/97(Arriba) Mauro Tassotti, Massimo Ambrosini, Gianluigi Lentini, Mario Ielpo, Sebastiano Rossi, Angelo Pagotto, George Weah, Paolo Maldini, Marcel Desailly (En el medio) Filippo Galli, Francesco Coco, Zvonimir Boban, [equipo técnico] Demetrio Albertini, Stefano Eranio, Christophe Dugarry (Abajo) Michael Reiziger, Marco Simone, Christian Panucci, Roberto Baggio, Franco Baresi, Dejan Savicevic, Alessandro Costacurta, Tomas Locatelli y Edgar Davids

Habían demostrado que tal vez había menos estrellas, pero seguía habiendo juego y sobre todo, actitud. Los italianos no menospreciaban a la selección española, ni mucho menos. El propio Baggio dijo que España era «un rival temible». Aunque también los españoles tenían buenos motivos para temer a una Italia que, esta sí, estaba repleta de grandes nombres. En cuanto a individualidades, España no podía competir con Italia, especialmente cuando la «azzurra» contaba con un ganador del Balón de Oro y del trofeo a mejor jugador por la FIFA, un crack mundial que acababa de despertar y desperezarse frente a Nigeria. Al final, ese «sencillo» detalle ayudaría a marcar la diferencia.

El partido empezó ajustándose a la teoría: Italia tenía más nombre así que debía poner la carne sobre el asador. Ya en los primeros minutos, la defensa española le vio las orejas al lobo, más concretamente al lobo de la coleta: con un desmarque genial digno de los mejores días de Paolo Rossi, Roberto Baggio se deshacía de dos defensas en el área, aunque su tiro final fue providencialmente interceptado. El público rugía con esa excitación de haber reconocido en Baggio al posible rey del torneo, al hombre que podía darle la vuelta al partido con su varita mágica. Pero sería «el otro Baggio» —también imprescindible ahora que había superado sus problemas físicos— quien a los veintipocos minutos marcase gracias a una de sus especialidades: los tiros lejanos. Con un derechazo incontestable desde más allá del área, Dino Baggio batía a Andoni Zubizarreta. Italia se adelantaba 1-0 en una primera parte española para olvidar. Daba toda la impresión de que los galones de Italia eran demasiado para el combinado ibérico.

Las cosas, empero, cambiaron bastante en el segundo tiempo. España salió a matar haciendo gala de merecer su viejo apelativo de «la furia». A base de empuje y determinación y cuando aún no se había cumplido el cuarto de hora del segundo tiempo, Caminero igualó el partido aprovechando un balón huérfano que corría por la frontal italiana, tras ser hábilmente dejado pasar por Otero. 1-1. Con el empate en el bolsillo, la selección española siguió atacando en persecución de la victoria, un afán marcado más por el espíritu que por el acierto. Mientras, Italia se echaba atrás, dando la impresión de que estaba acobardada, o bien cansada, o bien de que estaban aspirando a clasificarse confiando más en la suerte que en el fútbol.

Los italianos solo tuvieron un remate más o menos claro a cargo del suplente Berti. Por lo demás, estaban siendo arrinconados y dominados y el gol español parecía mucho más probable y cercano. Pero ese gol nunca llegó. En el tramo final de partido, con Italia encerrada en su área, el tiempo reglamentario terminando y una incómoda prórroga a la vista, el delantero centro español Julio Salinas desperdició una ocasión de oro. Se quedó completamente solo ante el guardameta Pagliuca, pero se aturulló, no supo qué hacer y envió el balón directamente a las piernas del portero. El empuje español había puesto a los italianos contra las cuerdas, pero estaba faltando la pólvora con la que redondear un posible K.O.

El clamoroso fallo de Salinas puso de manifiesto que, en definitiva, la diferencia de nombres iba a resultar tremendamente importante en el desenlace de la eliminatoria (si descontamos la reticencia del árbitro a castigar una terrible falta de Tassotti, quien básicamente le había partido la nariz a Luis Enrique). El ataque español había fracasado donde más cuenta: de cara a la red. En el lado italiano sucedería todo lo contrario: a falta de tres minutos para el final, un único contragolpe iba a bastarles para finiquitar el asunto. Signori, asaltado por un defensa español, rifó un balón hacia el área. Roberto Baggio volvió a emerger de entre las sombras, corriendo como un poseso hacia la solitaria pelota.

Chile – Italia del Mundial de Francia en 1998 (Foto: Cordon Press)

Al ver salir a Zubizarreta, Baggio bajó la velocidad y desplegó su juego de engaños. Como tantas veces lo habíamos visto hacer en el Calcio, amagó y dio un último toque magistral para evitar al portero. Escorado hacia la derecha y, con poco ángulo, Baggio lanzó el balón con esa maravillosa precisión quirúrgica tan propia de él, volviéndolo a colar —como contra Nigeria— por el único hueco posible. Gol. Una vez más, a falta de tres minutos. «Il Divino» había vuelto a resultar providencial dando una lección de clase, frialdad y talento para anotar un fantástico tanto y obrar otro milagro. Aun estando empañada la clasificación por el infame codazo de Tassotti, quedaba claro que Italia poseía un supertalento de clase mundial capaz de decidir un encuentro con una genialidad… y España no.

Las semifinales pondrían a Italia frente al equipo sensación del torneo: una Bulgaria tan brillante como irregular. La selección de Stoichkov, Letchkov y Kostadinov había tenido sus altos y bajos. Entre los momentos malos se contaba el haber sido vapuleada por una solvente Nigeria en la fase de grupos y el haber pasado apuros frente a México. Pero en la cara positiva, Bulgaria se redimió de todos sus pecados y despejó todas las posibles dudas en los cuartos de final, haciendo lo prácticamente imposible: remontarle una eliminatoria a Alemania. Con un fútbol vistoso, con una superestrella mundial como Stoichkov, con varios jugadores de estimable talento y con mucho carácter sobre el césped, Bulgaria no parecía un rival nada fácil. Obviamente, la tricampeona Italia presentaba un más que considerable currículum, pero después de que los búlgaros hubiesen tumbado a los todopoderosos alemanes —impidiéndoles aspirar a alcanzar nada menos que su cuarta final mundial consecutiva— nadie podía sentarse a dar alegremente un pronóstico claro. Italia había sufrido contra Nigeria y España, no había motivo para pensar que no fuesen a sufrir también contra Bulgaria.

Pero en aquella semifinal Italia salió del vestuario dispuesta a borrar la desigual impresión de los otros partidos. Todos los ojos estaban puestos en Roberto Baggio, pero la gente estaba ya acostumbrada a esperar que Baggio no rompiese el resultado hasta una situación de emergencia en los últimos minutos. Sin embargo, esta ocasión sería distinta: Baggio no parecía dispuesto a esperar para decidir las cosas y que su equipo sufriese mientras tanto. Él quería llegar a la final. Y lo iba a conseguir. Cuando apenas se disputaba la mitad del primer tiempo, la superestrella italiana decidió apretar el acelerador y darle cerrojo a la semifinal, marcando dos goles en cinco minutos. Primero, con una jugada personal en la que hacía —una vez más— un disparo de tiralíneas, metiendo el balón por un resquicio mínimo entre el poste y el alcance del portero. 1-0.

La súbita explosión de Baggio le dio alas al equipo. Poco después Baggio le ponía un balón en bandeja a Costacurta que este envió al palo. Albertini ponía nuevamente a prueba al arquero búlgaro, obligado a sacar un balón con la punta de los dedos. Se había desatado el huracán italiano y Bulgaria intentaba capear los minutos de temporal como buenamente podía. Sería inútil. Baggio rubricaría el acelerón de su equipo convirtiendo un magistral primer toque que —¡otra vez!— se colaba por un ángulo inverosímil. Era su quinto gol en el Mundial. Italia ganaba 2-0 y todavía no se había llegado al descanso. Baggio estaba poniendo a los suyos de patitas en la gran final. Era imparable. Era decisivo. Estaba haciendo «una maradonada».

Los búlgaros acortaron la distancia por mediación de un penalti, pero de poco sirvió. Italia se pasó el resto del partido haciendo lo que mejor sabe hacer cuando va ganando —tirarse atrás y dejar pasar los minutos para desesperación del contrario— mientras que a Bulgaria le faltó el acierto ofensivo y el ímpetu que les había permitido eliminar a Alemania. Italia se clasificó para la gran final después de que su gran estrella hubiese decidido personalmente la tercera eliminatoria consecutiva. Salvando mucho las distancias, la gente empezaba a preguntarse si Roberto Baggio sería capaz de convertir a Italia en campeona: de lograrlo, su nombre podía subir muchos enteros en la futura historiografía futbolística. Mucha gente pensaba que era posible. Parecía posible. Parecía incluso probable. Pero… no sucedería.

El penalty maldito

«Y sobre aquel penalty, no es que quiera presumir pero hasta entonces solo había fallado un par de penalties en toda mi carrera. Y fue porque el portero los había detenido, no porque yo los hubiese tirado fuera. Cuando fui hacia el punto de penalty estaba todo lo lúcido que se puede estar en esos momentos. Sabía que Taffarel se tiraba siempre, por eso decidí lanzar al centro, a media altura, lo justo para que no pudiera despejar con los pies. Era una elección inteligente, ya que Taffarel se lanzó a su izquierda y nunca hubiese alcanzado el tiro que yo había planeado. Sin embargo, el balón —no sé cómo— se elevó tres metros y voló por encima del larguero. Yo quería lanzar ese penalty. Estaba agotado, pero era el primer lanzador de penaltis en el equipo y nunca he huido de esa responsabilidad. Siempre he dicho que los penaltis solo los fallan quienes tienen el coraje de lanzarlos. Aquél lo fallé. Punto. Fue el momento más duro de mi carrera y me condicionó durante años. Todavía sueño con ello. […] Fue dificil salir de aquella pesadilla. Si pudiera borrar una imagen de mi vida deportiva sería esa. El recuerdo se me ha quedado grabado. No olvidaré el abrazo de Riva, el afecto del cuerpo técnico de la selección… pero yo ya no tenía la cabeza allí. Cuando mis compañeros fueron a cenar, me encerré en mi habitación. Una vez más, elegí el aislamiento para resolver mis problemas. Perdimos por penaltis, como en 1990. Y eso es algo que no acepto. Perder en el campo, aunque no lo merezcas, puede ser justo. Pero perder en los penaltis, nunca. ¿Les parece concebible que cuatro años de trabajo se puedan borrar en tres minutos de penaltis? A mí, desde luego, no». 

La final era esperada con una grande y comprensible expectación: enfrentaría a dos de los equipos más laureados del planeta, buscando ser los primeros en ceñirse una cuarta corona mundial, logro por entones insólito. Sobre el césped estarían los dos mejores jugadores del mundo, dos genios del fútbol ofensivo que, cada cual a su estilo, habían convertido las dos últimas temporadas en un festival de jugadas de videoteca. Además, ambos habían sido los héroes en sus respectivas selecciones durante el presente torneo, haciendo goles decisivos. Aquella final lo tenía todo para convertirse en un encuentro épico.

¿El resultado? Decepcionante. Italia y Brasil fueron más el reflejo de la mentalidad conservadora de sus respectivos entrenadores, Sacchi y Parreira, que del talento desplegado sobre la hierba. Ambas selecciones jugaron de manera timorata, más preocupados de no recibir un gol de que marcarlo. Las dos superestrellas, Baggio y Romario, fueron sometidas a férreos marcajes y apenas aparecieron en el encuentro. Ninguno de ellos resultó decisivo.  No emergió otro héroe para suplirlos. El tiempo reglamentario terminó entre los bostezos del respetable. Con dos equipos ya muy cansados, se disputó la prórroga, que terminó sin que se produjera cambio alguno en el marcador. Por primera vez en la historia del fútbol una gran final mundialista finalizaba sin goles y tenía que decidirse por penalties. El despliegue de disciplina defensiva de Sacchi y Parreira no solo había matado la fantasía de Baggio y Romario, sino que rubricaba una nueva era en la que la fantasía en sí ya no parecía tener demasiado sitio.

El resto, el drama de la tanda de penalties, ya lo conocemos: Marcio Santos y el capitán italiano Franco Baresi fallaron los primeros lanzamientos. Después, los dos equipos anotaron hasta que el penalty de Massaro era detenido por el guardameta brasileño y después Dunga marcaba, poniendo a Italia al borde la eliminación. Con la responsabilidad pesando sobre sus hombros, Roberto Baggio se dirigía al punto de penalty, esperaba la indicación del árbitro y enviaba el balón por encima del larguero. Después de haber decidido a base de talento los octavos de final, los cuartos de final y las semifinales, después de haber hecho un torneo prácticamente de leyenda, todo se venía abajo en el último momento. La afición mundial iba a empeñarse en recordar a Baggio únicamente por este instante desdichado. Unas eliminatorias de película no habían sido suficientes para impedirlo. El destino de todo un Mundial había dependido de un único disparo, algo quizá inevitable pero dolorosamente injusto después de un mes de competición, y Baggio falló ese disparo.

Nadie en Italia le echó en cara la derrota, no obstante. Ni a él ni al equipo. La azzurra fue recibida con entusiasmo en su país y Baggio, pese a su fallo, era considerado un héroe. Al menos en Italia. Porque en una final sin gloria la fama de Baggio pagó por por los pecados de todos. Italia había perdido un título, pero él había perdido toda una guerra por la inmortalidad. La prensa transalpina parecía ser consciente de ello: «un momento cruel para el hombre que nos había llevado hasta la gran final, que había desafiado todos sus dolores y su cansancio para estar allí». Aquel penalti cambió las cosas, en su cabeza y en las miradas de los demás.

El reinado de Baggio terminó, no por causa directa de aquel penalty, aunque resulta difícil calibrar qué influencia pudo tener en él. Lo cierto es que no volvió a ser el mismo. ¿Casualidad? En todo caso, ese reinado de Baggio fue breve y se produjo un relevo instantáneo: las estrellas del Barcelona de Cruyff, Romario y Stoichkov, se convirtieron en las nuevas niñas bonitas del fútbol mundial (Romario ganaría el premio a mejor jugador del Mundial, un premio que Baggio había merecido tanto o más que él). Todo ello en espera de la inminente eclosión de Ronaldo. En ese cercano futuro, las apoteósicas condiciones del liberiano George Weah iban a imponerse en el Calcio mientras el francés Zinedine Zidane se consagraba en la Juventus. Roberto Baggio iba a perder su papel protagonista para empezar a figurar como secundario. De lujo, pero secundario al fin y al cabo.

Decíamos que no se puede calibrar el efecto que aquel penalti tuvo sobre él. Cabe pensar que le afectó más allá de la pérdida del título. Dicen que el cuerpo se resiente más fácilmente cuando el ánimo no acompaña; algo de eso debe de haber porque tras regresar de Estados Unidos, las piernas de Baggio iban a fallar de nuevo. La mala suerte quiso perseguirlo hasta casa y su temporada 1994/95 estuvo marcada por las lesiones. Paradójicamente fue un gran año para la Juve, en el debut de Marcello Lippi como entrenador del equipo: ganaron el Scudetto, la copa de Italia y alcanzaron la final de la UEFA. Baggio, a pesar de las lesiones, tuvo cierta participación en estos éxitos, pero poca. Al menos no la suficiente como para convencer a Lippi de que Baggio era necesario. «Codino» no era santo de su devoción, como había sucedido con Arrigo Sacchi. Lippi se dio cuenta de que Baggio no le resultaba imprescindible para obtener títulos, prefiriendo convertir al joven Alessandro Del Piero en el nuevo buque insignia del club.

Sería un episodio más del Via Crucis de Baggio con los técnicos. En un fútbol italiano muy físico, muy de trabajo en equipo, su estilo —que algunos periodistas consideraban «estilismo de peso ligero»— no tenía mucha cabida. Los técnicos esperaban recibir noventa minutos de trabajo de sus jugadores, pero Baggio no era ese tipo de futbolista. Lo suyo era esperar agazapado aguardando que las musas le dictasen cuándo y cómo decidir un partido, no estar noventa minutos poniendo ladrillos futbolísticos. Era un artista, no un obrero. Ya pasado su mejor momento, asediado por lesiones y recuerdos amargos del Mundial, y con entrenadores que no apreciaban el estilismo ligero de «il Divino», Baggio lo iba a tener difícil para adaptarse.

A final de aquella temporada 1994/95, la Juventus anunció que el jugador no entraba en los planes de Marcello Lippi, algo que difícilmente sorprendía a nadie. Para disgusto de la afición turinesa, fue vendido al gran rival, el Milan. En el nuevo club tuvo una buena actuación y ganó su segundo Scudetto. Sin embargo, a sus casi treinta años daba ciertas muestras de no estar al 100% ni físicamente ni mentalmente. Era como si la sombra del Mundial se estuviese alargando sobre su carrera. Para colmo, el entrenador del Milan, Fabio Capello, no era muy distinto de Lippi: prefería un fútbol defensivo y quería trabajo, no ramalazos de inspiración. No entendía el fútbol callejero y bohemio de Baggio, así que empezó a relegarlo al banquillo.

Cuando Capello se marchó y fue sustituido por Oscar Tabárez, poca cosa parecía cambiar. El uruguayo tampoco confiaba en Baggio. Sin embargo, el jugador tuvo algunos momentos de brillo y logró que Tabárez terminase dándole minutos como titular… pero el Milan no funcionaba, así que el técnico uruguayo fue destituido. ¿Y quién llegó para hacerse cargo del equipo? Nada menos que Arrigo Sacchi, el mismo que había sido seleccionador durante el Mundial 94 y con quien Baggio había tenido más que visibles roces. El mismo que dejó al amado «Roby» fuera de la Eurocopa. Con la llegada de Sacchi, el horizonte se ennegrecía definitivamente para Roberto Baggio. El entrenador no se anduvo con rodeos y nuevamente relegó a «Codino» al banquillo. Comunicó al club que no contaba con él.

El Mundial 98: lo que pudo haber sido y no fue

En la treintena, cuando muchos lo consideraban acabado, Roberto Baggio tuvo que salir del Milan y fichó por un equipo más modesto, el Bolonia. Fue una jugada inteligente, ya que en un equipo sin grandes estrellas su aportación podía resultar más imprescindible, amén de que su ración de espectáculo ayudaba a darle más empaque y atractivo al club boloñés. En esas condiciones más favorables, Baggio resucitó lo mejor de su carrera y en la temporada 1997/98 tuvo una actuación que puede calificarse de soberbia. Fue tercer mejor goleador del Calcio, por detrás nada menos que de Bierhoff y Ronaldo, y lo que es más significativo, por delante de Batistuta, Del Piero e Inzaghi. Superó la cifra de goles que había logrado en su temporada de oro, la 1992/93. Además ayudó a que el modesto Bolonia se clasificase para la UEFA.

Baggio había renacido de sus cenizas, provocando un clamor para que retornase a la selección. Aquello prácticamente obligaba al nuevo seleccionador italiano, Cesare Maldini, a convocar a Baggio tras dos años de ausencia internacional. Maldini era un entrenador ultradefensivo que, como Lippi, Sacchi o Capello, no tenía a Roberto Baggio en gran estima. Tan solo la afición y la prensa deseaban que el genio de Caldogno volviera a vestir los colores nacionales. Pero por muy reticente que fuese el seleccionador, ante el apoteósico año de Baggio en Bolonia no le quedaba más remedio que incluirlo en la selección una vez más. Finalmente, el retorno de «il Codino» al equipo nacional en un importante partido de la clasificación previa frente a Polonia, puso de manifiesto que para el siguiente Mundial había que seguir contando con él. No había perdido su legendaria frialdad de cara a portería.

Con la selección de la FIFA para el centenario del Real Madrid (Foto: Cordon Press)

Empezó el Mundial 98. Del Piero, el mediapunta titular, viajó a Francia para disputar el torneo aunque estaba ligeramente tocado, en convalecencia por una pequeña lesión. Así que Baggio empezó como titular. Tuvo una actuación decisiva en el empate inicial frente a Chile, dándole una asistencia a Vieri y marcando de penalty para certificar el empate en un partido que parecía perdido (fue el primer jugador italiano que hacía gol en tres mundiales distintos). Contra Camerún su actuación fue más discreta, aunque dio otra asistencia y lo que pudo haber sido su segundo gol del torneo fue dudosamente anulado por los árbitros.

En el tercer partido, Del Piero retornó a la titularidad, relegando a Baggio al banquillo. Pero Del Piero todavía no parecía estar al 100%. Con un irrompible empate a uno en el marcador, durante la segunda parte Cesare Maldini dio descanso a Del Piero y volvió a poner a Baggio sobre el césped. La afición italiana, para quien «il Divino» aún era recordado como el héroe mundialista de 1994, aplaudía eufórica la decisión. Los hechos les dieron la razón. Baggio salió al campo, marcó gol para asegurar la victoria frente a los austriacos, decidiendo el partido como había hecho en los mejores tiempos. Sin embargo, a Cesare Maldini no lo enterneció el detalle. Baggio vio los octavos frente a Noruega desde el banquillo. Italia ganó por 1-0.

En cuartos se iba a producir uno de los partidos más esperados y de mayor significación del torneo. Italia se enfrentaría a Francia, el equipo anfitrión. Se añadía el morbo de que la gran estrella francesa Zinedine Zidane y unos cuantos de sus compatriotas jugaban en el Calcio. Eran dos selecciones que se conocían bien. Aunque Del Piero seguía sin estar físicamente al 100% y no estaba resultando decisivo en el torneo, y pese a que Baggio sí parecía en plena forma y deseoso de volver a ser el héroe de su selección, Cesare Maldini volvió a optar por Del Piero como titular. Entre la afición italiana resultó una decisión controvertida. Con esa sabiduría colectiva de la que habla Valdano, el público sentía instintivamente que Baggio debía estar sobre el campo, que era el hombre de los milagros. Pero como de costumbre, afición y entrenador no coincidían en sus respectivas percepciones de Baggio. Curioso.

Aquel fue un buen partido, pero a pesar de algunas ocasiones claras por ambas partes no llegaron los goles. Del Piero no estaba a su máximo nivel, ni cuajaba con Vieri, que tampoco encontró portería. Ante la perspectiva de una prórroga y viendo que Del Piero estaba visiblemente cansado, Maldini lo sustituyó y Baggio saltó al campo nuevamente.

El tiempo reglamentario terminó con empate a cero, una Italia superviviente y una Francia teóricamente obligada a buscar la victoria ante su afición. El problema iba a ser la nueva regla del «gol de oro», según la cual el primer equipo que marcase durante la prórroga eliminaría instantáneamente al rival, finalizando el partido de inmediato. Aquella regla solo consiguió matar las prórrogas, ya que todos los equipos se sentían obligados a defenderse por encima de todo, a no atacar demasiado para evitar contragolpes y a cerrarse en torno al arco. Las ocasiones iban a escasear. Ni Italia ni Francia marcaron ese «gol de oro» decisivo. Pero fue, cómo no, Roberto Baggio quien tuvo la gran ocasión de la prórroga y de toda la eliminatoria. Le faltaron centímetros para volver a convertirse en el salvador de Italia, cuando remató de manera inverosímil con una portentosa volea —un prodigio de frialdad, reflejos y exquisita técnica— que pudo haber finiquitado la eliminatoria pero que se marchó por bien poco.

No pudo ser, «il Divino» no pudo ejecutar ese último milagro. Eso sí, dejó la sensación de que quizá hubiese sido más conveniente alinearlo desde el principio. Quizá ya no era el mismo de 1994, pero seguía siendo técnicamente un genio y parecía que su instinto para los grandes momentos no se había esfumado. De hecho, hubo no pocas críticas a Cesare Maldini por no haber confiado más en Baggio, dada la circunstancia de que Alessandro Del Piero no parecía estar en su mejor momento. Algunos se preguntaron si con Roberto jugando de inicio Italia podría haber eliminado a los franceses. Nunca lo sabremos. Pero desde luego bien se encargó de dejarnos la sensación de que seguía siendo el jugador italiano más peligroso en este tipo de torneos.

La eliminatoria, pues, marchó a los penalties. Sí, esta vez Baggio anotó el suyo. El público francés le dedicó una sonora pitada antes del lanzamiento, recordando lo sucedido en 1994 y pensando que Baggio podría quebrarse ante la presión. No se quebró y marcó impecablemente, como era costumbre en él. Sin cambiar la expresión de su rostro, anotó el tanto y se llevó discretamente un dedo índice a los labios, indicando a los franceses que se callaran, aunque con su elegancia y contención habitual. Pero no pudo ser para Italia: al final fue Francia la que terminó pasando de fase. Roberto Baggio se despedía de su tercer y último mundial con la misma aureola en que había transcurrido hasta entonces su carrera: lo que pudo haber sido y no fue. Sus mejores momentos siempre interrumpidos por la mala suerte, las lesiones o el poco aprecio de los técnicos. O por aquellos centímetros que separaron su último remate de la red francesa y, quién sabe, de un momento irrepetible en la historia del fútbol: el del renacer inesperado de una vieja gloria mundialista.

El canto del cisne

«¿Por qué he tenido relaciones difíciles con tantos entrenadores? A menudo me he hecho la misma pregunta. Y solo he encontrado una respuesta: yo tenía el afecto de la gente de mi lado. Y eso, para algunos, era un pecado. Robé el deseo de muchos entrenadores de estar ellos bajo el foco, de ser ellos los protagonistas».

La gran temporada de Baggio en el Bolonia y su intermitente pero convincente participación en el Mundial 98 relanzaron su caché como futbolista. Poco más de un año antes era un jugador al borde del olvido. Ahora lo volvían a tentar equipos grandes. Mostró especial interés el gran trasatlántico italiano cuya camiseta Baggio aún no había lucido: el Inter de Milán, vigente campeón de la UEFA. Con Luigi Simoni en el banquillo, era un equipo deslumbrante en nombres que sobre el papel aspiraba a todo. Tenía en punta a la nueva superestrella mundial del momento, Ronaldo, «robado» (es un decir) al Barcelona dos años antes, después de que en la Ciudad Condal el brasileño hubiese dejado atónitos a todos los aficionados del planeta con una de las temporadas individuales más espectaculares que se recuerdan.

Su primer año en Milán había sido igualmente brillante y pocos discutían su condición de mejor jugador del mundo. También en punta estaba el chileno Iván Zamorano, traído tiempo atrás del Real Madrid. Asimismo, militaban en el club nombres importantes como los argentinos Zanetti y Simeone, el francés y campeón mundial Yuri Djorkaeff, los bien conocidos Bergomi y Pagliuca, además de valores en formación como Andrea Pirlo o Nicola Ventola. Para Baggio, al menos en teoría, trasladarse a aquel equipo y compartir vestuario con todos aquellos grandes futbolistas era una ocasión de oro para retornar a la máxima gloria. El equipo, lógicamente, bascularía en torno al brasileño Ronaldo, pero muchos espectadores se frotaban las manos ante la posibilidad de ver al jovencísimo Ronaldo y a un veterano pero renacido Baggio juntos sobre el césped, inventando cosas de las que solo ellos dos serían capaces. Solo había que ponerse a imaginar cómo serían los contragolpes de aquella escuadra, con aquellos dos tipos en la cancha… ¡nadie podía esperar a verlo! Todo parecía de cara, así que Baggio cedió a la tentación, dejó el Bolonia tras una única temporada e hizo un sonado fichaje por el Inter. No tardaría en arrepentirse de haber aceptado la oferta. Terminó considerando la decisión uno de los mayores errores en su larga carrera.

El grandilocuente proyecto del «Inter de las estrellas» devino en fiasco. No funcionó. Hubo varios motivos. El primero, que el rácano Luigi Simoni no parecía ser el hombre indicado para dirigir aquella constelación de talentos. Tanto o más importante, Ronaldo se perdió media temporada por problemas físicos y todo el equipo se resintió cuando su gran estandarte estuvo ausente. Zamorano no bastaba para suplirlo. Baggio, actuando ahora más como mediapunta, marcaba menos goles que antes; esperando que resolviese todos los partidos, cosa imposible, muchos empezaban a verlo otra vez como una estrella en declive.

Estaba jugando bien, pero a sus treinta y dos años no podía compensar la ausencia de un Ronaldo en plena cúspide. Aunque las cosas no fueron mal por culpa de Baggio: en general, el Inter no funcionó, tan simple como eso. A Simoni se le desbarató el proyecto, la temporada era cada vez más caótica y finalmente fue destituido. Luego se produjo una sucesión de técnicos de emergencia que no contribuyó a mejorar las cosas. El «Inter de las estrellas» terminó en un decepcionante octavo puesto en liga, cuando había partido como uno de los indiscutibles favoritos. Toda la expectación previa quedó en agua de borrajas.

Para intentar arreglar el desaguisado, en la temporada 1999/00 se contrató como entrenador a un viejo conocido de Baggio: Marcello Lippi, el mismo que había propiciado su salida de de la Juventus. Aquello significaba básicamente que las horas de Roberto Baggio en el Inter estaban contadas. Como era de prever, fue relegado a la suplencia por el nuevo entrenador, ello le costó una nueva salida de la selección. A final de temporada se anunció lo que todo el mundo ya sabía y que sonaba a dejà vu: que Lippi no contaba con Baggio en sus planes y  que el «divin codino» tenía que marcharse. A los treinta y tres años, con mucha gente pensando que ya no iba a levantar cabeza, Baggio no se desanimó y para intentar resucitar su carrera una vez más optó por firmar otro contrato con un equipo modesto: el Brescia.

La temporada 2000/01 la jugó como titular y aunque no alcanzó el óptimo nivel de su año en Bolonia, desde luego le fue bastante mejor que en el Inter. En la temporada 2001/02, para sorpresa de muchos, parecía que el veterano genio —a punto de cumplir los treinta y cuatro— iba a volver por sus fueros. Baggio se destapó con una actuación asombrosa, anotando ocho goles en los nueve primeros partidos de liga y colocando al Brescia primero en la tabla. Así, el Brescia anunciaba que gracias a su nuevo fichaje quizá optase a algo mejor que luchar por no descender. La afición local se mostraba eufórica ante el nuevo renacer de «Roby» Baggio, y en general toda Italia celebraba su apoteósico inicio de temporada. Pero el destino se interpuso una vez más entre Roberto Baggio y la gloria tardía. Una nueva lesión le impediría jugar casi todo el resto de aquella temporada que tan brillantemente había comenzado. Mientras, el Brescia caía en picado hasta zona limítrofe con el descenso. Baggio solo volvió a pisar el campo en los últimos tres partidos de liga; eso sí: sus goles ayudaron a que el equipo se salvase en última instancia del descenso. Pero había pasado una temporada casi en blanco (otra de tantas) y había perdido lo que parecía una nueva oportunidad de convertirse en el Ave Fénix.

Baggio ya no abandonó el Brescia. Una vez recuperado de la lesión, jugó allí dos temporadas más, sus últimas como profesional. Aunque muchos habían vaticinado su retirada bastante tiempo atrás, aquellos dos últimos años tuvo un rendimiento bastante bueno, incluso sorprendentemente bueno teniendo en cuenta su edad y su tremebundo historial de lesiones. Estando en Brescia alcanzó la cifra de los 200 goles en liga —es el sexto máximo goleador en toda la historia del Calcio— y anotó algunos de los goles más difíciles que se hayan visto nunca, como aquella insólita maravilla que citábamos en la primera parte y que, por qué no, volvemos a citar ahora: ese control de balón imposible que le permitió batir a su antiguo equipo, la Juventus.

Roberto Baggio dejó el fútbol activo al finalizar la temporada 2003/04, en la que había jugado veintiséis partidos de liga, anotando 12 goles y dando 10 asistencias. Tenía treinta y siete años, sus andanzas futbolísticas habían sido más longevas de lo que muchos habían previsto —y de lo que sus rodillas habían amenazado con permitir ya desde su debut en primera— y para colmo había finalizado a un nivel más que aceptable. Una salida más que digna para un futbolista de quien se había burlado la Historia. El club decidió retirar la camiseta con el número 10 en su honor, como se estila en la NBA. Hoy en día sigue siendo un héroe en Italia. Además de tener una personalidad bastante por encima de la media usual en sus compañeros de profesión, para lo cual no necesita grandes aspavientos sino todo lo contrario, a nadie se le escapan las condiciones en que transcurrió su carrera: las lesiones, los entrenadores amantes de la defensa que lo querían arrinconar casi invariablemente (Sacchi, Lippi, Capello, Maldini; alguno de los cuales se ve hoy obligado a intentar justificar ante los periodistas más jóvenes su pasado menosprecio por Baggio), aquel penalty infausto en la final de 1994… pero con todo, muchos le consideran el jugador italiano más importante de las últimas décadas.

De hecho, uno de los jugadores europeos más relevantes del fútbol moderno. Hoy, su recuerdo es imborrable para quienes lo vieron jugar. Su carrera fue larga y sus cifras son incontestables, pese a haber pasado varias temporadas lesionado. Italia ha producido otros grandes jugadores, pero no ha vuelto a surgir uno como él. Hay futbolistas que están más allá de los problemas que rodean su carrera, y que al final —cuando ya lo han dejado— es cuando nos hacen entender que en realidad sí eran imprescindibles. Y, por encima de todo, al menos para quienes pensamos que el fútbol está para disfrutarlo, fue un artista anárquico propio de una era ya perdida. Un jugador que lo aprendió todo en la canchita del pueblo. Hoy, cuando se vuelve a valorar el fútbol estético y se vuelve a proteger a las estrellas creativas, es cuando mejor se capta su mensaje.

Su fútbol se comprende con más claridad ahora que durante sus mejores años. De hecho, su retirada en 2004 fue un acontecimiento y tuvo en Italia la aureola del adiós de una leyenda, aunque hacía casi una década que ya no era considerado entre los jugadores punteros del planeta. Cuatro años después, en el 2008, el periódico deportivo más importante del país, La Gazzetta Dello Sport, puso en portada a toda página —mientras se jugaba la liga, tal seguía siendo la importancia de su figura— una entrevista con el reservado y elusivo ídolo bajo el enorme titular «Habla Baggio», con un subtítulo de lo más elocuente: «entrevista con el hombre que más se echa de menos en nuestro fútbol».

Con Maradona en el Partido por la Paz (Foto: Cordon Press)

Dedicado en su retiro a la horticultura y a la caza que practica en un coto privado que compró en Argentina, a donde viaja a menudo, confesó su gusto por Messi, recordó que los jugadores más inolvidables a quienes se había enfrentado en un campo de juego eran Van Basten y cómo no, Maradona. Reconoció haber pedido un autógrafo a Maradona para sus hijos al encontrárselo en un aeropuerto, y que casualmente se lo había firmado en una estampa de Buda, lo que Baggio, budista desde su juventud, consideraba una llamativa casualidad. Cuanto más pase el tiempo, más entenderán los estudiosos del fútbol que Roberto Baggio era algo especial, un genio que convertía en provechosos muchos partidos marcados por la rutina táctica y el «trabajar primero, inventar después» del fútbol italiano (y mundial) de aquellos tiempos. Perdió varias oportunidades de hacer algo muy grande. Los habrá mejores que él, pero ya no podrá haberlos como él… y mucha gente que ignora lo que él fue se empeña en recordarlo solamente como aquel que falló el penalty. Nada saben ésos de que consiguió tener una carrera deslumbrante con «pierna y media». Pero así son las cosas: Roberto Baggio escribió su propia historia con renglones torcidos. Ya se encargará el tiempo de irlos enderezando.

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