Futbol Calcio

Schillaci: me llaman paleto

Es noticia
Totò Schillaci

El gobierno italiano tiró la casa por la ventana para el Mundial 90. Por ejemplo, en Roma, donde decidieron construir una red ferroviaria para transportar a los aficionados desde donde estuvieran emborrachándose hasta al Estadio Olímpico. La línea cumplió su cometido aceptablemente durante el torneo, pero en cuanto acabó cerró sin que nadie pudiera encontrarle un mejor uso. Nadie excepto los ladrones, que fueron desnudando poco a poco la estación de Farneto hasta que la dejaron inservible. La de Vigna Clara solo volvió a abrir el año pasado, tras treinta años de abandono. No me cuesta ver en las ocurrencias mundialistas que solo funcionaron durante un mes la metáfora perfecta de Salvatore Schillaci en Italia 90. One hit wonder por excelencia de este invento.

La selección se presentó en su mundial marcada por tres características esenciales. Los italianos eran jóvenes, eran talentosos y no jugaban un carajo. Azeglio Vicini contaba con Vialli, que acababa de ganar la liga con la Sampdoria; tenía la seda de Baggio y Giannini y gozaba del buen sentido en el medio de Ancelotti. Por detrás se movían criaturitas como Baresi, Maldini o Bergomi. Calidad no faltaba en la selección azulona, pero los goles no llegaban. Vicini aporreaba las teclas como Jerry Lee Lewis a horcajadas sobre un piano ardiendo, pero ninguna sonaba. Y entonces hizo lo que cualquiera en las situaciones desesperadas: tiró una moneda al aire. Esa moneda se llamaba Salvatore Schillaci.

Schillaci era un delantero más bien achaparrado, pero de piernas rocosas. Su velocidad en carrera y la violencia que encerraba en la bota derecha hacían recordar a Riva. Y como Gigi, claro, era muy goleador. El principal problema de Schillaci es que este dechado de virtudes solo lo habían conocido en Messina. Allí, en tercera y en segunda, en el geográfico y futbolístico culo del mundo, Salvatore se había hecho un nombre. Hasta tal punto que lo acabó fichando la Juventus. Veintitrés goles en la Serie B despertaron la curiosidad de Gianni Agnelli y un buen día, mientras el traspaso de Hugo Sánchez no acaba de cristalizar, se decidió por Schillaci. El chico ya tenía sus buenos veinticinco años y era un don nadie pero el Avvocato prefirió confiar en el instinto.

Totò asaltó la Juventus desde la sombra y con el cuchillo en la mano, como el asesino en un giallo de Dario Argento. En su primera temporada le robó el foco a Zavarov, a Baggio y a cualquiera que se le pusiera por delante y enchufó veintiún goles. Ganó la liga y la Copa de la UEFA. Todo marchaba como la seda sobre el campo, pero ya entonces Schillaci sabía que muchos le consideraban un bulto sospechoso en la Juventus. «Schillaci, terrone, torna in meridione», encontró pintado a la puerta de su casa justo tras fichar por el gigante turinés. Paleto, vuelve al sur, le decían. Schillaci había nacido en el CEP, el barrió más degradado de Palermo. Era natural de la ciudad sin paz. Era un inmigrante y muchos no iban a tolerar por muchos goles que regalase y así se lo hicieron saber cada domingo. En cada campo. Con la selección no fue diferente.

Para entender lo que significó Schillaci en el Mundial 90 hay que repasar su origen. Por ejemplo, cuando Totò despunta en Sicilia los tres mejores equipos de la isla estaban controlados por la misma familia, los Massimino. Salvatore tenía el Messina, Angelo el Catania y Roberto, el tercer hijo de Alfio, estaba a punto de comprar el Palermo que había caído en bancarrota. Frente al profesionalismo del norte industrial, Schillaci representaba un fútbol destartalado. Uno que, desde luego, vivía en perfecta armonía con la vida de la mayoría de los sicilianos.

¿Otro contraste? La primera atención que tuvo la Juventus con Schillaci fue asignarle una profesora de italiano ya que él solo era capaz de expresarse en dialecto. Totó nunca se avergonzó porque sabía que dejar la escuela a los doce años para repartir garrafas de vino o repartir neumáticos era la única salida posible que tenía para salir adelante. Las gradas italianas, en cambio, se ensañaron acuñando un cántico que aún hoy es recordado. «Ruba le gomme», le cantaban. Roba las ruedas, Schillaci, roba las ruedas. Y ese, el siciliano ladrón, estaba a punto de jugar para todos los italianos en su Mundial.

Salvatore Schillaci fue uno de los héroes inesperados de su selección en Italia’ 90

Schillaci empezó el primer partido, contra Austria, en el banquillo. Italia atacaba, pero desperdiciaba todas sus ocasiones. Vialli y Carnevale no daban pie con bola aquella noche y cuando faltaban quince minutos para que aquello acabase en empate sin goles, Vicini mandó a Totò al campo. Cuatro minutos después marcaba de cabeza y hasta los que le llamaban paleto cada domingo explotaron de júbilo. A partir de ahí, la locura. Marcó contra Estados Unidos y también contra Checoslovaquia. Contra Uruguay, despachó un gol de volea para hacer brillar la potencia de su tiro siempre fulminante. Gigi Riva y Pablito Rossi le acompañaban ya en los titulares. A esas alturas ya era un héroe.

En cuartos de final volvió a anotar contra Irlanda, elevado ya por encima de cualquier opción ofensiva como Vialli o Carnevale. Coronó una actuación irresistible haciendo otro más contra Argentina en semifinales, aunque no sirvió para meter a Italia en la final. En la final de conciliación redondeó hasta seis su tanteador desde el punto de penalti y acabó como máximo goleador y mejor jugador del Mundial. El terrone, el que la mayoría de italianos no habría reconocido ni en los cromos hace un año estaba allí, ayudándoles desde lo alto.

Pero tras el brillo, llegó una explosión violenta, como el estallido de una bombilla hasta fundirse, y después el negro. Schillaci cayó en desgracia en la Juventus, no le fue mucho mejor en el Inter y acabó emigrando a la liga japonesa en 1994. Se metió en la política local e incluso acabó vendiendo su alma en televisión, paseando sus miserias en realitys como La isla de los famosos. Su declive queda bien dibujado en una de sus últimas apariciones con la Juventus, en noviembre de 1991.

La Juve acaba de ganar en Bolonia pero cuando acaba el partido nadie está para palmaditas en la espalda. A los juventinos les toca abandonar el campo entre insultos, amenazas y escupitajos. Minutos antes, uno de ellos ha cruzado la línea con otro del Bologna. «Voy a mandar que te peguen un tiro», le ha gritado en el túnel de vestuarios y como quiera que este artista del lenguaje es siciliano se ha montado la marimorena. En la radio solo se habla del gesto desde anoche. El amenazado se explica al día siguiente. «¿Si le llamé paleto mafioso? No, solo me he limitado a explicarle que es un deficiente». El de los deditos pistoleros prefiere pasar página. Estábamos calientes, es fútbol. A fin de cuentas, sabe que cuando alguien quiere dispararte nunca avisa antes. Lo aprendió desde pequeño en el CAP, el barrio más degradado de Palermo, la ciudad sin paz. El de los deditos pistoleros es moreno y lleva meses en boca de todos. Ahora porque es un puto terrone, en julio porque era Totò Schillaci, el héroe de Italia 90.

5 Comentarios

  1. Hay una inexactitud: Vialli, Mancini y Vierchowood ganarían la liga con Sampdoria en la temporada inmediata posterior al mundial, la 90/91. La temporada previa al mundial ganaron la recopa.

  2. Schillaci no ganó la liga en su primer año en Juventus. De hecho, Juventus gana la liga en 1985/86 (con Platini) y no vuelve a ganar un scudetto hasta la 94/95.

  3. Y otro detalle que añadir a este gran artículo, Schillacci no marcó contra Estados Unidos, fue el único partido del Mundial en el que no anotó. Fue Giannini.

  4. Pingback: Sarrià, 5 de julio de 1982: ¿«el día que murió el fútbol»?

  5. Pingback: Roberto Baggio, la discreta elegancia de un budista de pueblo - Jot Down Sport

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*