Hay futbolistas que nunca abandonan el barrio; es sólo que ese barrio se va haciendo más grande en torno a ellos.
«Creo que te he encontrado a un genio»
Así decía el telegrama con el que un ojeador inglés, impulsado por la urgencia de saber que estaba ante algo grande, comunicaba emocionado su nuevo hallazgo al presidente de un insigne equipo de fútbol de la Premier League. De viaje por la capital de Irlanda del Norte —la Belfast de los silencios culpables, las sangrías religiosas y las bombas— el ojeador había visto jugar al fútbol a un chaval de quince años. Uno de estos adolescentes enclenques, de piernas flacas y rodillas salientes, de caminar desgarbado y baja estatura, que otro ojeador con menos agudeza hubiese dejado pasar juzgando más lo anémico de la planta que lo brillante de sus maneras.
Ese mismo chaval al que el equipo local, de la división regional, había rechazado por ser demasiado delgado y demasiado débil. Sí, aunque parezca mentira, en el club de su barrio habían dejado escapar nada menos que a un quinceañero George Best, el mismo que un par de veranos después —a la edad de diecisiete— estaría jugando con todo un Manchester United en las más altas competiciones. El ojeador debió de sentirse después como aquel ejecutivo discográfico que un buen día rechazó contratar a los Beatles.
Supongo que lo habré dicho varias veces en varios artículos y aún lo diré una infinidad de veces más, pero precisamente estos son mis jugadores favoritos. Esto es, aquellos en cuyo fútbol se delata el poso del barro de las calles. Aquellos que se mueven guiados por una improvisación afilada a fuerza de esquivar latas y pedruscos.
Una inspiración cuya heterodoxia —a menudo imperfecta en la forma, pero siempre bella en el fondo— escapa a los métodos regulados de cualquier formador de infantiles y cadetes. Futbolistas que nunca hubiesen encajado en la escuela del Ajax o en la Masía, porque su talento silvestre sólo les permitía hacer rondos consigo mismos. Sus botas pueden haber pisado los mejores estadios en las más grandes ocasiones, pero seguían desprendiendo la polvareda de los solares, de las explanadas de tierra con porterías hechas a base de montones de chaquetas y alguna mochila. Jugadores que, lo quisieran o no, apestaban a miles de partidos en el patio de atrás del arrabal, competiciones infantiles al mejor de diez goles —que sean quince; bueno no, que sean veinte—, apuradas hasta que la oscuridad del crepúsculo los forzaba a irse a casa, y aún así se marchaban dándole todavía patadas al balón.
Decía Michael Jordan que él fue lo que fue porque iba y venía del colegio botando un balón de baloncesto. La temprana obsesión de los genios por su disciplina es algo que sólo esos genios entienden: es como la energía oscura del cosmos, algo que no podemos detectar pero cuyos efectos aparecen claros ante nuestros ojos. El cerebro —y el espíritu, si queremos darle una nota mística al asunto— del George Best niño y adolescente, como el de Garrincha o el de Maradona, basculaba en torno a una pelota de fútbol, con apenas lugar para nada más. Como también le ocurría a Jordan, sólo que en el baloncesto, al menos, has de obligarte a ir a una cancha. Existe una mínima disciplina impuesta por las circunstancias. Pero el pequeño futbolista de calle no necesita ni siquiera ir a un espacio habilitado para jugar: golpeará cualquier cosa con el pie, en cualquier parte. De nada servirá castigarle «sin ir a la cancha» cuando no se porta como es debido.
El fútbol era —y en muchas partes del mundo aún lo es— el deporte de los pobres, los inadaptados y los rebeldes. A los talentos primitivos del fútbol el sistema no les había enseñado su don, ellos habían aprendido ese don por su cuenta, y así siempre sintieron que no le debían nada a ese sistema. Y como no se lo debían, no se lo ofrecieron. ¿Cómo puede alguien pretender disciplinar a quien lo ha aprendido todo a su manera, yendo de callejón en callejón y de explanada en explanada, pateando balones baratos con sus zapatillas de mercadillo, y aun así sabiéndose mejor que los refinados productos de la alta escuela? Vivían una vida en la que nunca termina la infancia: primero son los mejores cuando juegan en el barrio; luego lo son en algún equipo juvenil, después en un equipo importante y finalmente en su país o incluso en el mundo. Hasta que la realidad caiga sobre ellos, el fútbol que emerge de sus pies les ha llevado desde la calle a las portadas de los periódicos sin pasar por algo similar a una escuela deportiva, ni siquiera a una escuela de la vida.
Así era también «Georgie» Best. A los quince no jugaba en ninguna parte y a los diecisiete ya estaba en uno de los mayores equipos del mundo, desplegando sus habilidades de patio de colegio ante decenas de miles de personas cada domingo. No fue fácil. La primera vez que lo llevaron a Inglaterra se volvió a Irlanda tras dos días, incapaz de aguantar lejos de su casa. Pero el Manchester sintió que lo necesitaba, por más que él no pareciese necesitar al Manchester. Dado que tenía quince años y aún no podían atarlo con un fichaje profesional, lo contrataron como chico de los recados. Aquel mocoso irlandés de aspecto insignificante y tímida sonrisa de ardilla era algo que no podían dejar escapar; hasta su mismo apellido lo decía… Best, «el mejor».
El Manchester cuidó su nueva joya como oro en paño. Durante su primera temporada, dosificaron las apariciones de Best para adaptarle a la competición y el público empezó a enamorarse de él. No hay nada —absolutamente nada— en el fútbol como ver despuntar entre los curtidos profesionales a un chaval recién salido de la calle. No es extraño que terminase eclipsando al propio Bobby Charlton, que no es que fuese una estrella del Manchester: es que él era el Manchester. Recordemos que Charlton había sobrevivido cuando el avión en que viajaba el United se había estrellado al intentar despegar de Munich, tiempo atrás. Medio equipo había fallecido volviendo de un partido con el Estrella Roja de Belgrado; un cataclismo histórico para la escuadra roja. Habían pasado cinco años y el Manchester aún estaba lamiéndose las heridas, cuando apareció de la nada el irlandés. Pocas veces un equipo necesitó tanto la sangre nueva y George Best fue esa sangre nueva, sólo que mejor de lo que nadie podría haber esperado. Se le comparaba incluso con Stanley Matthews, el hasta entonces más eminente extremo de la historia del fútbol británico.
Y fue en el Manchester donde Best cimentó su fama y su gloria. Olvídense ustedes de las sesiones de moda de las estrellas actuales. George Best fue nada menos que «el quinto Beatle», eso lo resume todo. No lo digo yo, lo decían los ingleses, que son tan suyos para estas cosas, así que habrá que hacerles caso. Lo cierto es que Best se convirtió muy rápidamente en una superestrella. Su fútbol era, para el espectador de entonces, como el bocadillo que se llevaba cada cual al estadio: un momento de gozo garantizado, incluso en mitad del peor de los partidos.
No, no era la clase de futbolista del que uno puede esperar que pase noventa minutos centrado en una táctica. El pequeño Georgie seguía jugando en un solar, sólo que ahora el solar se llamaba Old Trafford. Y su técnica seguía siendo la del solar del barrio. Sus regates, por ejemplo, eran producto del mero engaño infantil: pocas veces se ha visto una cintura como la de Best, capaz de tumbar a cualquiera con un amago apenas perceptible. Había siempre algo de dubitativo en sus movimientos, como el niño que sigue una inspiración sin estar muy seguro de dónde va a terminar, pero a la vez con la certeza de saber que puede conseguir hacer lo que está intentando hacer, aunque aún no sepa de qué se trata.
Era un extremo —como Garrincha— porque la banda es el refugio natural del jugador talentoso y a la vez anárquico, pese a que muchas veces se movía por el campo según sus propios instintos le dictaban. Era la pesadilla para cualquier entrenador rival, que no hubiese podido dibujar líneas suficientes en su pizarra. Best podía entrar en el área por una banda y justo después abandonarla en vertical —pero hacia abajo— para seguidamente dar la vuelta y entrar en el área una segunda vez, ya de cara a puerta. Una jugada difícil de describir por escrito, y aún más difícil de anticipar y prevenir en el campo. También le gustaba moverse en horizontal de un extremo al otro del terreno de juego, siguiendo una trayectoria anómala que solía dejar perplejos a los defensas. ¿Qué clase de jugador deambula de manera tan extraña con el balón en los pies? George Best no se parecía a nadie. Y nadie se parece a George Best.
Y además de su fútbol estaba su personalidad cautivadora, que lo era precisamente porque no parecía que intentase cautivar al público, excepto —claro está— sobre el campo. Él mismo asimiló su nuevo papel de estrella y se fue modelando en torno a dicho papel: patillas y melenas en la mejor tradición de los últimos sesenta, media sonrisa en la mejor tradición de siempre. Fue de estos individuos que a base de aprender a querer el hecho inevitable de convivir con las cámaras, terminó consiguiendo que las cámaras le quisieran a él.
«He gastado mucho dinero en alcohol, mujeres y coches de carreras. El resto lo desperdicié»
En aquellos años del gran despertar mediático del deporte, cuando nacieron fenómenos como Pelé, Muhammad Ali, Bobby Fischer o Mark Spitz, George Best se transformó en una cotizada figura publicitaria, una vedette en toda regla. Supo que el fútbol es, además de una competición, un espectáculo. Y pisaba el césped perfectamente consciente de que la gente esperaba ese espectáculo, sobre todo, de él. Y dio ese espectáculo, jugando siempre con aquel despliegue de trucos propios de pachanga callejera. Le daba igual si estaba en la final de la Copa de Europa frente al poderoso Benfica —su mayor momento de gloria en cuanto a palmarés— o jugando en el imposible patatal del Northampton Town, donde fue, cómo no, el mejor sobre un campo que recordaba más bien a los solares de su infancia. Best hizo seis goles en un solo partido mientras el resto de jugadores se conformaban con intentar mantenerse en pie en aquel lodazal atroz. Los demás eran profesionales: él era sólo —y todavía— el regateador del barrio, a quien casualmente pagaban una fortuna por jugar. Pero en un patatal se sentía como en su casa.
Detrás de la fama y de las cámaras vinieron, claro está, las mujeres y el dinero. Ninguna de las dos cosas es necesariamente perjudicial en grado extremo, si uno no deja que lo sean. Pero más adelante llegarían cosas más intrínsecamente peligrosas como el alcohol y el juego. Best, en la mejor tradición de la superestrella británica de extracción popular, defendía su nuevo y autodestructivo estilo de vida con atrevido sarcasmo. Los demás querían rescatarle de él no sabía muy bien qué, porque se lo estaba pasando en grande y se tomaba los intentos de hacerle entrar en cintura casi como un insulto. Entre los varios negocios que abrió en aquellos años estaban algunos clubes nocturnos… y no era la clase de empresario que no va a probar su propio producto. Uno casi se admira cuando ve con qué desenvoltura fomentó su imagen de golfo en lugar de intentar disimular sus inclinaciones ante el público, algo que le ganó considerables simpatías y también le creó no pocos quebraderos de cabeza. Como recordaba después el entonces entrenador del Manchester: «tuvimos algunos problemas con el pequeño individuo, pero prefiero recordarlo como a un genio». Si la vida le ofrecía fiesta continua, Best lo aceptaba con los brazos abiertos. Fue una de las primeras estrellas mediáticas del fútbol y también una de las que con más ahínco exprimió las posibilidades de esta condición. En tres palabras: cómo molaba Best.
En la distancia, al menos.
«En 1969 dejé las mujeres y la bebida. Fueron los peores veinte minutos de mi vida»
Como sucede siempre en estos casos, resultaba difícil ver más allá del cromo. Hoy, la prensa deportiva psicoanaliza diariamente a cada estrella: «Fulano está triste», «Mengano no ha saludado a su entrenador», «Zutano tiene la boca más torcida que de costumbre». Pero en los tiempos de George Best todavía existía una barrera mística entre la estrella y el individuo de a pie. Las estrellas como él podían beber hasta desfallecer y jugarse hasta las muelas de oro en un casino, que nunca caerían del cielo. La prensa hablaba continuamente sobre sus desmanes y sus desajustes disciplinarios, pero por entonces esa clase de asuntos eran una interesante novedad para el público.
El único problema era que también Best era un individuo de a pie. Su madre era alcohólica y eso terminó matándola. Él fue alcohólico y eso terminó matándolo también. Había algo más dentro de él, algo complejo y doloroso detrás de la imagen de atractivo sinvergüenza, y el paso de las décadas hizo caer las capas de la cebolla ante nuestros ojos. El irresistible golfo de mirada azul terminó convirtiéndose en el hombre pegado a una botella, incapaz de dejar de beber aun cuando sabía que precisamente de abandonar el alcohol dependía su vida.
Seguía bromeando con su alcoholismo de manera irresponsable incluso con un trasplante de hígado a ojos vista. ¿Qué agujero negro había en su interior para impulsarle a autodestruirse de esa manera? Quién sabe, ¿acaso cada uno de nosotros podría decir lo que ocurre de verdad dentro de sí mismo? Best no fue tan feliz como pretendió hacernos creer, y no siempre fue un individuo agradable. O eso dijo su esposa: «cuando está borracho, George es el más deplorable, necio e ignorante pedazo de mierda que he visto jamás».
Best nunca dejó de mostrarse insolente, e incluso insultante, en sus declaraciones públicas. Ni siquiera puedo recordar todas las referencias sarcásticas que le hizo a Paul Gascoigne, conocido también por sus graves problemas de alcoholismo («Gascoigne no me llega ni a la suela de la botella»). A menudo despreció a posteriores estrellas del Manchester con comentarios irónicos en los que todos estaban siempre por debajo de él. Aún peor, llegó a ser detenido por asuntos más bien espinosos de violencia conyugal, o asalto a una menor, además de resistencia a la autoridad y otros actos violentos. Pero el cabronazo, cuando abría la boca, tenía gracia.
«Si yo hubiese nacido feo, no hubieseis oído hablar de Pelé»
Su carrera quizá no fue lo que pudo haber sido; en parte fue culpa suya, y en parte no. A los veintiséis años ya estaba en pleno declive. Tras nueve años de estrellato, aguantó —o lo aguantaron— un par de temporadas más en el Manchester. Pero sus costumbres ya le pasaban clara factura a su juego y terminó marchándose, inevitablemente. Después comenzó un periplo por equipos de lo más variopinto, liga estadounidense incluida, lo cual fue poco más que una excusa para continuar con su extravagante estilo de vida. Aquello de jugar en Estados Unidos era más bien como una prejubilación. Los seguidores del Manchester United, y el mundo del fútbol en general, consideraron a todos los efectos que Best estaba oficialmente retirado, como cuando Pelé se fue a jugar con el New York Cosmos.
Aunque, eso sí, no fue culpa suya haber nacido en Irlanda del Norte, zona huérfana de estrellas, donde él apareció como una rareza en mitad de la nada. Por eso tampoco fue culpa suya que su selección nacional fuese poco más que una broma. Nunca le vimos en un Mundial. Eso le faltó, batirse en un Campeonato del Mundo, la épica de la gran batalla futbolística planetaria donde se forjan las más grandes leyendas. Pero visto desde hoy, incluso eso forma parte indispensable del aura del personaje. Su leyenda no es la de los mundiales.
Su leyenda es otra. Uno no se imagina a George Best en un mundial. Quizá porque nunca sucedió, y quizá también porque uno no lo concibe saliendo de otra parte que no sea una familia protestante ferozmente unionista de la tormentosa Belfast. Tenía que ser de Belfast; aquella combinación de nihilismo irlandés y socarronería inglesa no podría haberse dado en un alemán, un italiano o un sudamericano. George Best siempre se invistió con una coraza de ego para ocultar que se estaba viniendo abajo, y aun cuando todos pudimos ver que ya sólo le quedaban las cenizas de sí mismo, él nunca renunció a esa coraza.
Triste, sin duda, pero —para qué vamos a negarlo— fascinante al mismo tiempo. Con todas sus facetas oscuras a cuestas, hoy el aeropuerto de Belfast se llama como él: aeropuerto George Best. Seguimos hablando sobre su figura y no dejaremos de hacerlo, todo ello por lo que era capaz de hacer con una pelota. Podrá parecer intranscendente o superficial. Y desde luego, podrá decirse que el amor al fútbol es irracional. El amor a George Best también lo es. El amor, en realidad, es siempre irracional. Por eso todavía hablamos del pequeño George. Los aficionados al fútbol todavía vemos al futbolista, al mito, no al individuo de carne y hueso. Esa es la razón por la que nunca hemos dejado de quererlo. Es lo que tiene ser una leyenda.
«Yo fui quien sacó el fútbol de las páginas traseras de los periódicos y lo llevó a la primera página»
A veces —sólo a veces— tenías razón, George.
Recuerdo las escasísimas veces que le vi jugar por TV, algún partido de la Copa de Europa con el United y un partido de España contra Irlanda del Norte, ya en su cuesta abajo, en el que fue el mejor.
Sumando lo que se puede ver de su juego en youtube y documentales está claro que se trataba de un jugador especial, maravilloso.
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