Historia del fútbol italiano

Francesco Totti: Unico grande amore

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Francesco Totti
Francesco Totti (Foto: Cordon Press)

No creo que desde la muerte de Alberto Sordi en Roma se extendiera un sentimiento de orfandad como el que se vivió al día siguiente de la despedida de Francesco Totti. Me atrevería a decir que incluso entre los aficionados de la Lazio, aunque fuese a su manera, en el sentido de que saben que algo había cambiado para siempre. En este mundo te puede dejar la novia, los amigos cambian, el trabajo se hace aburrido, pero tu equipo siempre está ahí.

Unico grande amore, dice uno de los lemas de la Roma. Tu equipo, no tanto sus jugadores, porque también en eso manda el dinero, el interés propio, la mezquindad de la existencia. Totti era la excepción; fiel a su camiseta, representaba un sentimiento ya antiguo, romántico, del niño que cumple el sueño de jugar en el equipo de su pueblo. En eso era tan universal que toda Italia se identificaba con él y le respetaba, algo raro en el Calcio. Aunque una vez contó que cuando era pequeño de mayor quería trabajar en una gasolinera, porque le gustaban el olor de la gasolina y esas carteras gordas llenas de billetes.

Que el día de su adiós fuese el día en que la Roma quedó definitivamente segunda este año era un símbolo perfecto, aunque le pesase a sus seguidores. En el sentir romano, la Roma era el mejor de los equipos normales, no aristocráticos, sin enchufes políticos ni ayudas arbitrales. Es decir, que en un mundo más justo serían campeones. Una ecuación que se demuestra por el hecho de que solo es campeona cada veinticinco años, la regularidad de la justicia que concibe un italiano optimista.

A cambio, el premio era tener un equipo que, es verdad, tenía temporadas, rachas y partidos maravillosos. Y el corazón que lo arrastraba era Totti. En el campo, cuando cogía la pelota se producía esa sensación mágica de que estaba a punto de ocurrir algo, y a veces ocurría, más de lo normal, y muchas de ellas cuando no lo esperabas. Yo le he visto hacer cosas en el estadio que luego tenías que volver a ver en la tele para estar seguro de haberlas visto.

En una sociedad tan descreída como la italiana él era uno de esos antídotos que también ella misma produce de forma providencial: alguien que da confianza y hace milagros. Totti era lo que parecía, un buen chico de barrio sin presunción que, si acaso, se hacía pasar por tonto. Hasta publicó libros de chistes riéndose de sí mismo en los que es el protagonista en el papel de ignorante o corto de entendederas.

Totti tenía un gesto de sorna, complicidad y humanidad parecido al de John Wayne. Es un raro toque vital. Se llama clase, y hace clásicos. Domina la media sonrisa, el sarcasmo, el talento romano para la battuta, la frase redonda, cómica y cortante. No daba muchas entrevistas, pero se prestaba mucho a bromas en la tele, a parodias, al scherzo. También a tomar el pelo a sus adversarios, sobre todo a Lazio y Juventus. «Sabéis que no soy de muchas palabras, pero las pienso», dijo.

En realidad, Totti era un niño grande, lo que son muchos romanos, a los que te imaginas más merendando mientras juegan a las canicas que llevando una empresa o una familia, y no digamos un país. Lo más puro del carácter italiano es el espíritu jocoso (de gioco, juego), no tomar la vida en serio, sino como una ocasión divina de divertirse. Es una aspiración infantil, que a menudo genera adultos que se comportan como niños, y lo digo en el sentido más inteligente de la palabra.

El talento de Totti para la travesura se ve en uno de sus goles más famosos, aquel penalti en las semifinales de un Italia-Holanda en la Eurocopa de 2000. «Mo je faccio er cucchiao» («Ahora le hago la cuchara»), les dijo en dialecto romano a Maldini y Di Biagio, que le miraron aterrados. Se fue para allá y lo tiró a lo Panenka. Ahora se ve más, pero entonces fue como ver una escena de dibujos animados.

En su conmovedor discurso, que por no tener ninguna aspiración literaria transpiraba inocencia y hondura, la clave era esa: la pérdida de la infancia, el puñetero paso del tiempo. El capitano sabía muy bien lo que estaba en juego. Se hacía mayor y empezaba la parte aburrida de la vida, y todos sentimos con él ese dolor, redoblado porque él vivía por nosotros ese privilegio de estirar todavía un poco más la parte divertida: «Hoy el tiempo me ha dado un toque en la espalda y me ha dicho: tenemos que crecer, desde mañana serás grande. Quítate las botas, los pantalones cortos, porque tú desde hoy serás un hombre».

Todo el estadio lloró y cualquiera lo habría hecho, si hasta lloras viendo el vídeo. El Olímpico se hizo pequeñito como la plazuela donde jugabas a la pelota, íntimo como tu pandilla, dentro de una sensación de hermandad. «¿Sabéis cuál era mi juguete favorito? El balón. Lo es todavía», confesó. Para todos fue como si les cayeran un montón de años encima, uno de esos momentos de lucidez en que comprendes la ilusión y la maravilla de vivir, porque Totti era un reloj, una referencia temporal, siempre estaba ahí, como el Coliseo. Y de repente se va y han pasado veinticinco años, y ya tienes hijos, o nietos, y la vida sigue.

Totti tenía tanta familiaridad con ese césped y esa gente que en su discurso de despedida se paseaba por el centro del campo con el micrófono como por el salón de su casa hablando con los colegas de toda la vida. Era un adiós que se alargaba porque no lo quería terminar, aquello era el andén de una estación con un amigo que no quiere partir. Y podrían seguir allí todos todavía, y no se habría movido nadie, porque significaba despertarse. «Concededme un poco de miedo», rogó al final con la voz quebrada.

Más allá del fútbol, fue un simple acto de amor. Terminó de la única forma que podía terminar: le pasó el brazalete de capitán a otro niño para que siga viviendo la vida como un sueño.

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