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Tiger Woods, de Terminator a Cortocircuito

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Tiger Woods (Foto: Cordon Press)
Tiger Woods (Foto: Cordon Press)

La explotación de los niños deportistas es un problema, pero si el padre es un militar de las Boinas Verdes, metódico, duro y disciplinado, la cosa cambia. Ese fue el caso de Tiger Woods, cuyo padre, Earl, no solo venía de un ámbito castrense que había forjado su personalidad, sino que había acabado allí porque había sufrido racismo en el béisbol universitario de los años cincuenta.

Fue uno de los primeros afroamericanos en jugar para Kansas State University. Lo hizo solo entre 1951 y 1953, pero, aunque fueron solo tres años, supusieron un infierno. En los desplazamientos no le dejaban alojarse en los mismos hoteles que los demás compañeros, ni comer en los mismos restaurantes. Hubo casos en los que la plantilla se solidarizó cambiándose todos de restaurante, pero no ocurría en cada escala.

Además, en los partidos era especialmente insultado en las plazas sureñas y en las conservadoras del medio oeste. A la hora de dar el salto al profesionalismo, su posición, catcher, era tradicionalmente desempeñada por blancos. Por este motivo, Earl acabó en el Ejército, donde llegó a teniente coronel y participó en la guerra de Vietnam en las Fuerzas Especiales.

Y de repente su hijo, Tiger, empezó a vencer en torneos infantiles. Ganó seis veces el Campeonato Mundial Junior y fue el primero en ganar tres veces seguidas el US Junior Amateur. Habían pasado décadas, pero le ocurrió lo mismo que a su padre: había campos de golf donde todavía un negro no era bienvenido. La inseguridad, reflejada en una tartamudez precoz, marcó los inicios del chaval, pero su padre, por su propia experiencia, estaba conjurado.

Su padre le había puesto a jugar a los seis meses de vida. A los siete ya tenía su primer palo, y a los dos años ya estaba en televisión como un niño prodigio. Su primer profesor particular le empezó a enseñar desde los cuatro años. A los diez ya tenía psicólogo deportivo. Desarrolló muy pronto una capacidad única para golpear en trayectorias altas, medias y bajas de forma versátil y efectiva, igual que en los putts decisivos.

Inculcó a su hijo que el golf tenía que entenderlo como una metáfora de la vida: una lucha contra los elementos, un terreno custodiado por blancos ricos y conservadores que había que conquistar. No quería que fuese un gran jugador de golf solamente, sino una figura equiparable a Gandhi o Mandela. Tenía ascendencia africana, china, cherokee y tailandesa. Lucharía por todos.

Su método de entrenamiento era brutal: sesiones de ochocientos golpes, horas en el green. Pero todos coincidían en destacar su inteligencia y autocontrol emocional. Tenía sangre fría para, desde muy joven, trazar estrategias fríamente ante rivales mucho más experimentados.

Así fue como arrasó en el Masters de Augusta de 1997, un torneo que llevaba muy poco tiempo admitiendo a jugadores negros. Fue el jugador más joven en lograrlo, con solo 21 años. Y lo hizo con una ventaja de doce golpes, rompiendo todos los esquemas del sector. Quizá no se convirtió en un político revolucionario como los citados, pero sí fue un icono televisivo del mundo del deporte que empezó a ampliar las audiencias de esa disciplina.

La industria, tras su irrupción, empezó a replantearse sus ideas, porque se le estaba abriendo un pastel al que no podía permitirse el lujo de renunciar en la época del auge de la televisión por satélite y una nueva lucha encarnizada por las audiencias. Pero Tiger fue más allá. Aconsejado por su padre, rompió otra máxima del golf: ya no podría jugar cualquiera a este deporte. Su preparación física fue exhaustiva; el resto de jugadores tuvo que empezar a plantearse perder peso y ponerse a tono.

Nike lo supo ver enseguida y lo fichó para que fuese su nuevo Michael Jordan. La marca de ropa le dio un contrato de 60 millones, algo fuera de mercado en el golf, pero es que había logrado superar en celebridad al dios del baloncesto, o eso decía una encuesta del Wall Street Journal. EA Sports fue detrás y, por medio de los videojuegos, el negocio del golf se estaba expandiendo a una nueva clientela que hacía años no podía ni soñar.

Tiger Woods (Foto: Cordon Press)
Tiger Woods (Foto: Cordon Press)

Tras su victoria en el Masters de Augusta en 1997, el PGA Tour cerró un contrato de derechos televisivos por 500 millones de dólares en cuatro años. Con la renovación de ese acuerdo en el horizonte, el entorno de Woods —incluida IMG— señaló públicamente que las cifras de audiencia aumentaban en un 40 % con su participación, y más aún si lideraba un torneo. El desequilibrio de poder llevó incluso a especulaciones sobre la posibilidad de un circuito alternativo centrado en su figura.

Antes de cumplir los 33 ya llevaba 14 majors. Ganó de forma consecutiva los cuatro grandes torneos entre 2000 y 2001, lo que se denominó el famoso Tiger Slam. Su temporada de 2000 está considerada la mejor realizada jamás por un golfista profesional. Mostró un control técnico y emocional sin precedentes. Después de una etapa de transformación de su swing, encontró el punto de madurez en su juego. «Fue un proceso de evolución. No me gustaba cómo me sentía al golpear la bola, así que decidí cambiarlo todo», explicó años más tarde. El cambio se tradujo en una regularidad inusual: apenas se cayó del top 10 en toda la temporada.

Su fortaleza mental fue también un factor diferencial. Varios de sus rivales, como Ernie Els o Bob May, lo llevaron al límite en torneos concretos, pero ninguno logró doblegarlo. «Quería que mis semanas malas fuesen décimos puestos, no cortes fallados. Esa consistencia era lo que perseguía», señaló en una entrevista retrospectiva. Además, Woods adoptó una nueva pelota de golf desarrollada por Nike que, según su entorno, le permitió ser más agresivo sin perder control en sus golpes.

Así tenía a todos sus rivales en el gimnasio. «Juega a otro deporte», llegaron a decir. Y a los campos de golf del circuito alargando distancias y tratando de imponer nuevos retos a unas audiencias ansiosas de más. Fueron unos años de desarrollo del golf como nunca se habían conocido.

La trayectoria ascendente llegó hasta 2009, cuando National Enquirer publicó que tenía una amante, una noticia a la que siguió la aparición de múltiples relaciones extramatrimoniales. De no haber estado en la cima, seguramente estas exclusivas no habrían tenido ningún valor, pero él era la imagen del golf, uno de los deportes más elitistas en todo el mundo.

Le costó el divorcio. Elin Nordegren no pudo soportar que la prensa estipulase las infidelidades en un total de 120 mujeres. Los acuerdos de patrocinio, no solo con Nike, también con Gatorade, Gillette o Accenture, desaparecieron. La imagen de hombre de familia responsable y triunfador acababa de saltar por los aires.

Después vino el arrepentimiento, publicado en un libro: Unprecedented. The Masters and Me. Se retiró momentáneamente del golf; siguieron diferentes parejas desfilando por las portadas de las revistas del corazón y problemas de espalda que le obligaron a pasar por el quirófano. Pero volvió a levantarse cuando se enfundó la chaqueta verde de nuevo en 2019. Una historia de redención completa.

Sin embargo, cuando parecía que sus años 10 no podrían haber sido peores y los había dejado atrás por fin, ocurrió la desgracia: el 23 de febrero de 2021 perdió el control de su vehículo, conduciendo al doble de la velocidad permitida, y estuvieron muy cerca de amputarle la pierna. Con 45 años, le habían operado diez veces: cinco en la espalda y cinco en las rodillas. «Por ganar hacía lo que fuera, y eso ha tenido un coste», sentenció en una entrevista.

 

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