Natación

Claudia Poll, la que entró al lugar del que no se puede salir

Es noticia
Claudia Poll, 2000. Fotografía: Donald Miralle / Getty.
Claudia Poll, 2000. Fotografía: Donald Miralle / Getty.

Este artículo es un adelanto de nuestra revista trimestral nº 50 especial Pura vida, ya disponible aquí.

El frío del agua tensa los músculos y los entumece. Arruga la piel de los dedos y pone los labios morados. El frío del agua duele en el cuerpo. Pero Claudia Poll sigue nadando. Son las 3:30 de la mañana y en Costa Rica no hay piscinas bajo techo ni climatizadas. Cuando sale, llora. 

Una historia breve y más o menos sencilla dirá lo siguiente: que Claudia Poll, hija de padres alemanes (él, Bernard Poll, un ingeniero agrónomo que llegó para trabajar en una desmontadora de algodón; ella, Thekla Ahrens), nació en Nicaragua dos años después que su hermana Sylvia y emigró con la familia a Costa Rica en 1979, en el medio de la Revolución Sandinista. Que alquilaron una casa en las cercanías de un club llamado Cariari y la misma persona que se las alquiló les recomendó llevar a las niñas a la escuela de natación. Que las dos tenían ojos celestes, eran altas y rubias hasta la médula. Que Sylvia mostró mejor predisposición y a Claudia le costó, pero poco a poco las dos encontraron en ese contexto amistades y diversión. Entonces las recibió Francisco Rivas, un reconocido entrenador que al poco tiempo detectó que esas dos hermanas estaban para algo más. Y no fue solo percepción: comenzaron a hacer marcas resonantes y a proyectarse en el alto rendimiento. El tiempo, no muy lejano, hizo esto: Sylvia se convirtió en la primera medallista olímpica en la historia de Costa Rica, cuando se subió al podio en los Juegos de Seúl 1988, en 200 metros libre, tenía diecisiete años. Se retiró a los veinticuatro. Claudia, a sus veintitrés, reescribió la historia: consiguió la primera y única medalla dorada olímpica que tiene su país, también en 200 libre y en Atlanta 1996. Cuatro años después revalidó su vigencia en Sídney 2000 con las preseas de bronce en 200 y 400 del mismo estilo. Desde entonces, nadie más sabe en Costa Rica lo que es subirse a un podio olímpico. Y Claudia, a los cincuenta y dos, sigue nadando. 

Tirar la toalla nunca fue una opción

La filosofía se centra en un punto: esto no puede llamarse sacrificio. El sacrificio, así, suena como una obligación, tiene connotación negativa. Y Claudia Poll, 1.91 metro de estatura, no considera que aquellos años hayan sido de sacrificio, sino de esfuerzo con gusto en busca de un sueño mayor. Entrar primero y mantenerse después en la élite no se sostiene en intenciones sino en al menos 80 kilómetros de entrenamiento semanal, dos veces al día, de madrugada y de tarde-noche, con dolor o sin dolor. Liviana por haber «volado» en el agua o exhausta física y mentalmente. Con ángeles y demonios. 

La figura paterna fue muy importante en la vida de las hermanas Poll. Conforme notó el talento de Sylvia, la más grande, Francisco Rivas habló con Bernard para comentarle cuál era el plan para proyectarla al alto rendimiento, compromiso que quedó trunco a los pocos meses: la muerte encontró muy joven a Bernard y la responsabilidad pasó a ser toda de Thekla. A partir de allí, Claudia, que entonces tenía diez años y es de las dos la que más se le parece a su padre en físico y personalidad, tiene una certeza: la vida es hoy y necesita ser vivida con gratitud. Lo piensa cada día al despertarse o acostarse: está viva. Y esa también es su medida de las cosas. Lo aplica en todo, incluso en la natación

Desde los dieciséis años, Claudia Poll sabe lo que es pertenecer a un grupo selecto. Para entonces, ya estaba ranqueada entre las primeras cincuenta nadadoras del mundo especializadas en 200 metros libre. Aquello le valió empezar a nadar fronteras afuera. Primero aparecieron las giras por Estados Unidos y Canadá y, más tarde, por Europa. Para entonces ya sabía también otra cosa, que llega un momento en la carrera en la que hay que disfrutar el dolor. Porque si el dolor se rechaza: «Hay que entrenar y llevar el cuerpo al límite». Suma algo más que es un mantra del día a día: «Mi mente domina mi cuerpo».

Aceptarse como una personalidad pública le llevó algo más de tiempo. Le lleva. Porque incluso hoy, cuando Claudia Poll sale a la calle y se encuentra con alguna muestra de cariño de algún desconocido, piensa cómo actuar. Se pone la premisa de la gratitud y el respeto, y sabe que es parte del precio de conservar aún hoy aquellos lauros olímpicos que nadie pudo superar y que, en definitiva, son para toda la vida. Unas horas después de conseguir la medalla dorada en Atlanta 1996, Claudia estaba en el comedor de la villa olímpica junto a otros compañeros de delegación y se le acercó un exnadador australiano, medallista en Roma 1960, que la felicitó y le dijo: «Bienvenida al club, se entra y nunca se sale». Claudia agradeció, pero no entendió. Como tampoco entendió, a pocos días de volver a Costa Rica, por qué el señor que estaba al lado en la caja del supermercado le quería pagar su cuenta o por qué no le cobraban en el restaurante al que iba a comer. No lo entendió. Pero después sí. 

Ser «hermano de» es, como mínimo, una presión. Sobre todo en el deporte, y sin embargo Claudia Poll dice que no vivió así su condición de hermana de Sylvia, que en Seúl 1988 le dio la primera gran alegría deportiva a su país y compitió luego en Barcelona 1992. Aquella primera vez en que una bandera tica se coló en el podio de unos juegos fue la señal de lo posible, la consecución del premio a tantos años de trabajo. Claudia lo considera un orgullo y, si bien ambas carreras sucedieron a la par (tan a la par como vivir en la misma casa), sabe que son diferentes. 

Mientras Claudia iba llegando, Sylvia se estaba yendo. 

La menor de las hermanas disputó los juegos de 1996, 2000 y 2004. Es decir, no coincidieron en la máxima cita multidisciplinaria del planeta. Sylvia se graduó en administración e hizo doctorados y emigró a Suiza para cumplir funciones diplomáticas primero y trabajar en uno de los organismos de Naciones Unidas después. El único vínculo que conserva con la natación es ser comentarista de TV cuando llegan los Juegos (estuvo en Tokio 2020 y París 2024). Claudia sigue entrenando y compitiendo, tiene su propia piscina (se graduó en administración en el medio de su carrera de alto rendimiento), acompaña a su hija Cecilia Poll en el mismo camino (y pretende allanar la condición de «hija de»), asesora y colabora con la federación cuando se lo piden y tiene claro algo: nunca va a dejar de nadar. Desde que se retiró de la senda olímpica no volvió a unos juegos. Sueña con hacerlo en Los Ángeles 2028. 

De glorias y prejuicios 

El Mundial de Fútbol de Brasil 2014 significó la actuación histórica y más resonante de Costa Rica, en seis participaciones. Avanzó hasta los cuartos de final ganando el grupo por sobre las potencias Italia y Uruguay, a las que venció, e Inglaterra, con la que empató. Luego avanzó por penales ante Grecia y se fue por la misma vía, pero ante Países Bajos. Es decir, quedó eliminada, pero de manera invicta. La vuelta a casa de esa generación dorada, con Keylor Navas y Bryan Ruiz como figuras estelares, significó una verdadera fiesta en las calles. Aquello solo tenía un antecedente: dieciocho años antes Claudia Poll había llegado a San José con una medalla dorada colgada del cuello. Algo seria, elegante e incrédula, con el pelo colorado y bien cortito, a los veintitrés años, fue la artífice de la alegría deportiva más resonante para el pueblo costarricense. Miles de compatriotas, pueblo por pueblo y barrio por barrio, salieron a las calles para saludarla en el medio del trayecto que recorría las distancias entre el aeropuerto y el centro de San José. «Los ticos somos defensores de lo nuestro, futboleros y orgullosos del que tiene éxito», define Claudia. Está claro. 

«¿Cómo que tercermundista? ¿Cómo que un país en vías de desarrollo?». Aquellos preconceptos y etiquetas, a Claudia Poll no solo la enojaban, también la motivaban. Por eso, cuando los resultados resonantes empezaron a aparecer y le ofrecieron ir a nadar a otro país para perfeccionarse, no lo aceptó. Claudia Poll (y antes Sylvia, con la misma filosofía) siempre estuvo convencida de cuán tica es y por qué quería demostrarle al mundo que desde un país pequeño del Caribe de Latinoamérica también se podían gestar campeonas. 

Conscientes de que el entrenamiento en esa piscina de cincuenta metros al aire libre les provocaba la desventaja, las hermanas siguieron. En Costa Rica, en las temporadas más frescas, llegaron a entrenar entre 15 y 18 grados, cuando la temperatura de competencia en torneo oscila en los 25. Con ello (la tensión del cuerpo y el dolor), se mantuvieron e intentaron compensar el poco desarrollo que hasta entonces había en medicina deportiva o infraestructura con otra cosa: corazón y pasión. Ser ticas. «Que sea alta y rubia, ¿qué tiene que ver? Pero si yo soy cien por cien latina. El exterior no refleja el interior», remarca Claudia cuando aún hoy enfrenta cierta estela de algunos prejuicios de entonces: «Las Poll ganan porque tienen sangre alemana». 

Tocar el cielo con las manos o la pared de la piscina que vale oro

Es 21 de julio de 1996 y pocas cosas importan más que la concentración para dar con eso que se busca hace años. Claudia ingresa al Centro Acuático de Georgia Tech para disputar la final de los 200 metros, se ubica en el andarivel 5, al lado de la principal favorita, la alemana Franziska van Almsick que esté en el 4 y que, además de ser buena nadadora, es modelo y tiene afuera, en las gradas, una horda de fanáticos que aclaman su nombre. Claudia sabe cuál puede ser el plan de Franziska, ya le ganó el año anterior. También sabe qué pueden llegar a hacer las otras seis nadadoras con las que se vienen viendo las caras en los últimos cuatro años. Pone algo al lado de la banqueta de salida. Hay treinta mil personas en el estadio y millones de espectadores por televisión. 

La estrategia es clara y Claudia, que no se da margen para pensar en otra cosa más que en ella, la sabe perfecta: Franziska van Almsick suele tomar ventaja en los primeros 100 metros, hay que dejarla y seguirla de cerca, no pasarla hasta después de los 100, momento en el que tiene que acelerar para intentar dar el golpe certero en los últimos 50. Y se da tal cual. La alemana toma la primera posición en cuanto salen de la zambullida y domina la prueba hasta la primera mitad. Entonces Luis López Rueda, relator de Canal 7 de la TV de Costa Rica, se desespera: «La emoción es grande, Claudia perfilándose, ojalá que logre mantener la ventaja que está asumiendo en este momento, van para los 150 metros, es enorme el comportamiento, ¡atención con el carril número 1! También hay un repunte, Liliana Dobrescu, ahí está el contacto, ahí está Juan José (Madrigal), el contacto para dar esta final José. Sí, va de primera, excelente tiempo, está a un segundo de Franziska van Almsick, bueno, yo creo que esta prueba nos va a dar la sorpresa, esa medalla de oro, hasta los 175 metros va de primera, tremendo ritmo trae, yo creo que nos va a dar la sorpresa, Franziska viene atrás… ¡Vamos con el cierre! ¡Espectacular! ¡Vamos Claudia! ¡Vamosssss Claudiaaaaa! ¡Vamossssssssssssss Claudiaaaaaaaaaaaa! ¡Emoción, emoción, emocioooooón, Claudia! ¡Claudia, Claudia Poll!».

Claudia Poll es campeona olímpica. La primera costarricense en la historia. Y por eso, cuando lo concreta, rompe esa coraza de concentración y da paso a las emociones como pocas veces. Toca la pared, sella el hito y toma, de al lado de la banqueta de salida, la banderita que había dejado allí con especial cuidado. Desde que salió de Costa Rica, Claudia Poll supo que iba a ganar esta carrera. La mueve en el agua, la flamea dentro de la particularidad de la pequeñez y se tapa la boca, incrédula, aunque lo haya creído posible, atónita. No sale del agua, vuelve a saludar, con las antiparras en la frente deja ver las lágrimas, se toma del andarivel, tira besos, inmortaliza ese momento que no olvidará jamás. Va para atrás, se relaja como nadando espalda, mira a las tribunas. Aprieta el puño, vuelve a mover la banderita, la banderita tica que en unos minutos más, ya en más grandes dimensiones, ocupará el primer lugar del izado, el más alto, entre las dos de Alemania (Franziska van Almsick y Dagmar Hase). Entonces suena el himno de Costa Rica por primera vez en unos Juegos, Claudia sigue levantando su brazo en el podio hasta que se quiebra, se vuelve a quebrar. No lo puede cantar porque se lo olvidó, piensa que se van a dar cuenta, intenta concentrarse y recordarlo. Le cuesta. Piensa en ese hombre que la llevó a nadar por primera vez. Piensa en Bernard, su papá, y refuerza la idea: «seguro estaría orgulloso». Las emociones se vuelven a entreverar y no hay mucho más que decir. Es un momento sublime. 

Durante la premiación, Claudia Poll recibe el saludo de un joven miembro del Comité Olímpico Internacional al que le regala un pin de Costa Rica. En los Juegos Olímpicos los pins son objetos de culto y valor supremo, hablan mucho más que de un simple presente, son una marca de identidad. Ese joven alemán, que lo recibe y lo guarda con tanto cariño, es ni más ni menos que Thomas Bach. Años después, como presidente del la Comité Olímpico Internacional, volverá a encontrarse con Claudia y le darán vida a aquel momento. Y se sacarán otra foto. 

El trapito de dominguear

Desde hace tiempo Claudia Poll ha dejado de contar las medallas que ganó en su carrera. Un cálculo rápido arroja este número: son unas ochocientas si contabiliza la de los Mundiales Másters en los que siguió compitiendo hasta la pandemia (y sigue haciéndolo a nivel equipo). Su hermana Sylvia, cree, ganó unas seiscientas. 

Entre las dos fueron un signo de época que no se reduce a cuatro podios olímpicos (todos los de su país), sino que imprimieron marcas en todos los ámbitos y planos: Juegos Centroamericanos, Panamericanos, Mundiales, número 1 de los rankings internacionales, récords de todo tipo… Fueron modelo y espejo de un estilo de practicar la natación, de una forma de entrenarse y comprometerse, de la convicción por querer ser modelo de fervor latino. Orgullo costarricense con esa altura, los ojos celestes, el pelo rubio. 

Claudia es considerada la deportista más importante de Costa Rica. 

«En ese momento yo me sentía el trapito de dominguear de todos», dice Claudia y se ríe. La expresión refiere a esa ropa bonita que alguien se reserva para usar el fin de semana, también a aquello que sobresale y nos llena de orgullo. 

Ella, que también supo de maltratos cuando le anunciaron un doping positivo post-Sídney y en un control de entrenamiento (se negó a aceptar la culpabilidad que le sugerían para evitar sanción y asumió las consecuencias convencida de una manipulación de los controles) o cuando decidió ser madre soltera y optó por el silencio antes que las respuestas a las agresiones, siente aún hoy el compromiso que implicó llegar a la cima. Y sabe que ese compromiso se lleva adelante con respeto y humildad. 

«Bienvenida al club, se entra y no se sale», la frase resuena. Claudia entiende de qué se trata: la gloria olímpica es una condición para toda la vida. Le hace bien esa frase. Como le hace bien, aún en un día ajetreado, que alguien se pare en la calle para agradecerle aquella alegría. Asegura que eso le cambia la energía y le ratifica lo que siente cada vez que vuelve a su casa después de un viaje largo: «Esto no lo cambio».  

El frío del agua tensa los músculos y los entumece. Arruga la piel de los dedos y pone los labios morados. El frío del agua duele en el cuerpo. Aunque a veces no duele. A veces, simplemente, es esa condición que permite una sensación indescriptible y placentera, las milésimas de segundos en las que el contacto del cuerpo con el agua libera el estrés y habilita el uno con uno, el sentir de las emociones, con lo negativo y lo positivo, con ángeles y demonios. La liberación de la energía y del fuego interno que aminora el frío y templa los sueños. Nadar. La libertad. 

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*