El combate casi impensable con el que muchos aficionados habían soñado fue anunciado con la sonora pero apropiada denominación «Es Historia» y se produjo el 18 de septiembre de 2004. Como era ya costumbre durante el reinado de Bernard Hopkins, el público percibió aquella pelea como una oportunidad perfecta para que un aspirante popular derrotase al antipático e inamovible rey de los pesos medios. En esta ocasión, ese rival popular iba a ser nada menos que la mayor superestrella del pugilismo en aquella época: Oscar De La Hoya, el «Chico de Oro», que a sus treinta y un años era ya ganador de títulos mundiales en seis categorías distintas.
De La Hoya se presentaba con un espectacular currículum de treinta y siete victorias frente a tres derrotas que no habían menoscabado su prestigio porque habían sido muy competidas. Primero, la discutida derrota ante Félix Trinidad que, como ya comentamos en partes anteriores, pudo haber sido una victoria si De La Hoya no se hubiese confiado.
Y después dos peleas muy reñidas frente a Shane Mosley, un púgil talentoso cuyo espectacular estilo algunos llegaban a comparar (salvando las distancias, eso sí) con Sugar Ray Robinson. Para colmo, Mosley se vio envuelto en un escándalo de dopaje tras la segunda pelea. En cualquier caso, Oscar De La Hoya había perdido sus únicos tres combates en circunstancias que casi hacían parecer como si nunca hubiese perdido. De La Hoya, eso sí, tenía un problema a la hora de enfrentarse con Hopkins: el peso.
El boxeo se divide en categorías porque el peso es un factor crucial. Mayor masa muscular implica mayor potencia en los golpes, y también mayor capacidad para asimilar los golpes del contrario. Un combate donde los rivales tienen pesos muy dispares sería injusto y antideportivo. Es una de las muchas cosas que distingue el boxeo profesional de una pelea callejera.
En una pelea callejera, un hombre de 75 kilos bien entrenado podría vencer a un hombre de 90 kilos, ya sea por su superior agresividad o por su mejor conocimiento técnico. En el boxeo profesional, sin embargo, cada kilo de músculo cuenta porque el rival no un cualquiera, sino otro púgil con comparable entrenamiento y formación técnica.
Además, la agresividad sin control que puede ser útil en la pelea callejera se vuelve muy contraproducente ante un profesional que sabe cómo responder a ella (por este motivo, perder el control es la forma más fácil de regalar un combate profesional). Y el peso es crucial, además, por poca diferencia que haya.
Como en tantos otros deportes, lo que determina al vencedor entre dos contrincantes de élite suelen ser minúsculas diferencias que solamente parecen grandes cuando las vemos desde fuera, pero que no lo son si las medimos en kilos. La única categoría que no tiene límite es la de los pesos pesados. ¿Por qué? Porque mayor masa muscular implica que el púgil se mueve arrastrando más peso, lo cual ralentiza sus movimientos y hace que se canse antes.
En el peso pesado se asume que, una vez alcanzado determinada cantidad de músculo, el seguir acumulando kilos deja de suponer una ventaja porque el boxeador se vuelve muy lento y pierde mucha resistencia física. En otras categorías sí es importantísimo que exista un límite.
Muchos púgiles cambian de categoría. Por lo general, han vencido a los rivales directos de su peso actual y buscan nuevos retos, entrenándose para ganar masa muscular y poder enfrentarse a nuevos rivales. Esto es lo que había hecho, y con mucho éxito, Oscar De La Hoya. Había obtenido su primer título mundial en la categoría de los superplumas (peso límite de de 59 kg).
Después había ascendido para ganar títulos en los pesos ligeros (61 kg), superligeros (63 kg), welter (66 kg) y superwelter (69 kg). Esto había implicado enfrentarse a rivales con una diferencia de 10 kilogramos en una misma década, pero lo hizo con solvencia. Eso sí, cuando hablamos de «ascender de categoría» no decimos que unas categorías sean mejores que otras, nos referimos exclusivamente al peso (y, por qué no decirlo, al potencial comercial).
El subir de peso, sin embargo, tiene sus limitaciones. Primero, aumentar musculatura útil requiere un duro entrenamiento. No sirve añadir músculo aparente como mucha gente hace en el gimnasio por motivos estéticos: para el boxeador, el músculo añadido ha de ser muy eficiente porque necesita compensar con potencia lo que el peso ganado hace perder en agilidad y resistencia.
El segundo problema es que la musculatura de cada individuo tiene unos límites naturales. Un peso pluma no puede ascender indefinidamente hasta los pesos pesados con esperanzas de seguir siendo competitivo. Oscar de la Hoya se encontró este problema cuando, con el propósito de enfrentarse a Hopkins, ascendió desde los superwelter (69 kg) hasta los pesos medios (72 kg).
Recordemos que había empezado a ganar títulos en torno a los 58 kilos. El cambio había sido de catorce kilos y ya no le era posible fabricar más musculatura. Subir ese peso extra le obligó a añadir cierta cantidad de grasa a su cuerpo, esto es, peso inútil. La grasa engaña a la báscula y permite ascender de categoría, pero no contribuye a la potencia, mientras que sí perjudica la rapidez, agilidad y resistencia.
Este problema se hizo evidente en el primer combate de Oscar De La Hoya en los pesos medios. Estaba en juego el entonces vacante título mundial de la asociación WBO (y la posterior oportunidad de pelear contra Hopkins, que ostentaba los títulos de IBF y WBC). De La Hoya iba a enfrentarse al alemán Felix Sturm, invicto en sus veinte combates profesionales. Sturm era más joven, veinticinco años frente a los treinta y uno del estadounidense. Y Sturm era, sobre todo, un peso medio natural, acostumbrado a moverse, pegar y recibir golpes en el entorno de los 72 kilos.
El combate tendría mucha historia y daría mucho que hablar. En partes anteriores vimos que los combates de mayor audiencia van acompañados no pocas veces de polémica en torno al resultado. Esto suele deberse a que muchos espectadores casuales, que no ven boxeo a menudo, malinterpretan lo que ha sucedido sobre el cuadrilátero. Y se agudiza cuando las simpatías de la audiencia caen de un lado.
Un ejemplo clásico fue el combate entre el filipino Manny Pacquiao, cuyo estilo espectacular y personalidad humilde lo hacían muy querido entre el público, y el ultradefensivo y antipático Floyd Mayweather. En aquella pelea, Pacquiao fue más agresivo, más entretenido de contemplar, pero también más inefectivo. Perdió, y con justicia, en la decisión de los jueces. Mucha gente se empeñó en ver un tongo que no había existido, porque no entendían que el boxeo implica más cosas que la agresividad o el lanzar más golpes que el rival. Dicho esto, hay ocasiones en que la polémica sí está justificada, y la pelea entre De La Hoya y Feliz Sturm fue una de esas ocasiones.
El alemán estaba en el punto álgido de su carrera y dominó el combate en casi todos los aspectos. Baste mencionar el porcentaje de acierto. Sturm lanzó 541 golpes y acertó 234 (44%). Por su parte, De La Hoya lanzó muchos más golpes, 792, pero acertó solamente 188 (24%). Esta superioridad táctica del alemán resultó muy evidente durante la pelea.
El «Chico de Oro» aparecía más lento que de costumbre; sus golpes no parecían efectivos y resultaba obvio que el peso medio estaba poniendo a prueba los límites de su capacidad. Conforme avanzaban los asaltos, además, el cansancio acumulado se hacía muy visible. Felix Sturm sacaba partido de todo ello con inteligencia, así que la derrota del Chico de Oro parecía inevitable.
Bernard Hopkins, que estaba viendo el combate desde su casa, fue entrevistado durante el descanso del noveno asalto, y dio a entender que De La Hoya iba perdiendo. Los comentaristas de HBO, pese a que siempre habían sido muy parciales en favor del Chico de Oro, compartían la opinión de que iba perdiendo. Al finalizar el duodécimo y último asalto, mientras esperaba la decisión de los jueces, las cámaras enfocaron a Oscar De La Hoya y su expresión era la de un hombre que se sabía derrotado.
Mientras tanto, el alemán celebraba lo que creía una victoria obvia. Sin embargo, llegó la sorpresa: los jueces dictaminaron una victoria de Oscar De La Hoya por decisión unánime (115-113, 115-113, 115-113). Era difícil, si no imposible, justificar semejante decisión. Hasta el propio De La Hoya parecía avergonzado mientras recibía el cinturón de campeón de la WBO. Esta vez no había matices que discutir, o puntuaciones dudosas.
Durante la entrevista posterior a la decisión, Felix Sturm reaccionó con calma y elegancia, pero aprovechó su dominio del inglés para demostrar que no necesitaba traductores a la hora de dejar las cosas claras: «Sé que Oscar De La Hoya es un nombre importante, el más importante en el negocio, pero todo el mundo ha visto quién ha sido el mejor, quién ha lanzado los mejores golpes. Pienso que cuando hasta la HBO dice que yo he ganado el combate, cualquier otra persona puede entender que yo he ganado el combate».
La opinión general, compartida esta vez por los expertos, era que los jueces le habían robado la victoria a Felix Sturm. La cadena ESPN calificó la decisión como «controvertida». El periódico Los Angeles Times, tras analizar las aplastantes estadísticas en varios índices, se refirió al aspecto de ambos rostros cuando finalizó la pelea: «Sturm parecía recién salido de conducir durante un paseo dominical por la autobahn, mientras que De La Hoya parecía haber caído de un coche en marcha».
The Asociated Press decía, hablando del ganador: «Oscar De La Hoya estaba dolorido, descorazonado y, cosa rara en él, apagado. Un desconocido alemán casi le había vencido en su debut en el peso medio, y ahora De La Hoya intentaba explicar qué había salido mal». Además de las despectivas notas de prensa, existía la sospecha no mencionada, pero insinuada por Sturm y hasta por los comentaristas de HBO, de que el motivo del «robo» era comercial. No se había querido estropear el lucrativo evento entre Oscar De La Hoya y Bernard Hopkins. Los jueces habían sido, quizá, influidos por ello. Y un desconocido púgil europeo había tenido que pagar el precio.
Tras todo esto, apenas sorprende que Hopkins fuese el absoluto favorito en las apuestas, pese a las protestas del Chico de Oro: «Siempre que salgo a pelear, soy el favorito», dijo De La Hoya. Nadie más lo pensaba.
La anticipada noche llegó tres meses después. De La Hoya se presentó en bastante mejor forma, más rápido y ágil que contra Sturm. Parecía que, al menos en parte, había conseguido ajustarse algo más al nuevo peso. Por su parte, Hopkins hizo lo de siempre: ser paciente, ralentizar la pelea, esperar y encontrar la distancia perfecta para buscar huecos en la defensa rival escapando con éxito de muchos contragolpes.
De La Hoya era demasiado listo y experimentado como para dejarse arrastrar por la frustración que solía apoderarse de los rivales de Hopkins, pero seguía quedando patente que el peso medio le venía grande. Sus golpes no eran efectivos a la hora de infligir el necesario castigo a Hopkins, mientras él si recibía castigo y empezaba a mostrarse más cansado ya desde el quinto asalto. Bernard Hopkins, que tenía ocho años más y estaba a unos meses de cumplir los cuarenta, parecía el más joven de los dos.
Se movía mejor, se cansaba menos, atacaba y reaccionaba con mayor rapidez. Para colmo, sus golpes eran más fuertes. De La Hoya se desempeñó con dignidad, pero su actitud no podía impedir que empezase a cumplirse el guion habitual: conforme avanzaba la pelea, los asaltos empezaban a caer del lado de Hopkins. Por si alguien echaba de menos la polémica, la hubo, pero esta vez no estaba justificada.
El «polémico» golpe que decidió la pelea llegó en el noveno asalto: Hopkins lanzó un gancho al cuerpo de Oscar De La Hoya, quien se plegó sobre sí mismo y fue incapaz de levantarse durante por lo menos un minuto. Victoria por K.O. para Hopkins. Era el primer K.O. que Oscar De La Hoya sufría en sus cuarenta y una peleas profesionales.
Muchos espectadores casuales creyeron que había tongo y que De La Hoya se había tirado. Lo creían porque el efecto del golpe había sido retardado. Pero ese efecto retardado puede suceder cuando hablamos de lo que sucedió: un golpe en el hígado. No es muy habitual que suceda, pero cuando se produce es extremadamente doloroso e incapacitante, incluso si es lanzado con poca potencia.
El hígado está protegido por la caja torácica, excepto una porción que, bajo determinadas circunstancias, puede ser alcanzada por un puñetazo del rival. Cuando el hígado de un boxeador es alcanzado, el combate ha terminado. No es un K.O. normal. Caer a la lona por un golpe en la cabeza suele deberse a una desorientación temporal acompañada de pérdida del equilibrio, como si el cerebro se desconectase del cuerpo por un instante; aun así, es factible recuperarse antes de que el árbitro cuente hasta diez. Pero con un golpe en el hígado es imposible recuperarse antes de que el árbitro cuente diez (de hecho, en los entrenamientos se recomienda parar durante varias horas o retomarlos al día siguiente).
El K.O. se debe no a la desorientación pasajera, sino al dolor insoportable, a la dificultad para respirar y, en general, a la incapacidad del cuerpo para continuar funcionando con normalidad durante uno o varios minutos. Sin embargo, a diferencia de un K.O. producido por un golpe en la cara, el efecto puede ser instantáneo o no. Puede tardar unos instantes en tumbar a quien lo recibe, y eso fue lo que sucedió en el combate entre De La Hoya y Hopkins. (En el enlace del combate, el golpe en cuestión puede verse en el minuto 35 y 35 segundos de video).
Al año siguiente, el 16 de julio de 2005, el longevo campeón de cuarenta años que llevaba una década reinando contra natura iba a vérselas contra un aspirante de veintiséis, Jermain Taylor, que se presentaba con una inmaculada tarjeta de veintitrés victorias en veintitrés combates. Y que, sobre todo, era visto como la posible nueva superestrella de la generación joven.
Aunque los periodistas elogiaban el talento de otro joven llamado Floyd Mayweather, lo veían como un púgil cuyo estilo defensivo iba a calar poco entre el gran público (y en eso no les faltaba razón, al menos hasta que Mayweather se hizo un nombre a base de victorias). Taylor, por el contrario, era activo, buscaba dominar mediante el ataque constante y rara vez esperaba para empezar a presionar. Un púgil que no rehúye la confrontación es lo que el público desea ver.
Además, Taylor resultaba intimidante cuando miraba al rival en los momentos previos al combate, algo que siempre quedaba bien en televisión. Si además demostraba que no peleaba a ciegas y que sabía lo que estaba haciendo, tendría a los especialistas de su lado. El sentir general ante esta pelea podría deducirse del comentario de uno de los narradores de la cadena HBO: «Hopkins se está acercando al final de su carrera».
Era momento, pensaban muchos, de que la lógica de la edad que se supone debería imperar en los deportes de gran exigencia física terminase cumpliéndose por fin. Pero esos vaticinios habían fallado durante años. ¿Iban a fallar también ahora?
El contraste de estilos fue el esperado. El joven aspirante Taylor, que necesitaba demostrar una superioridad clara porque un combate igualado puede caer con facilidad en manos del campeón vigente, se mostró más activo, llevando la iniciativa y lanzando muchos más golpes. Eso sí, consiguió no caer en la trampa de pelear desde dentro, situación en que Hopkins solía hacer pagar a los rivales demasiado ansiosos.
Taylor optaba por acercarse solo lo necesario y de manera esporádica. El campeón cuarentón empezó a la defensiva, pensando que le bastaría con mantener una puntuación igualada para conservar la corona. Hopkins seleccionaba qué golpes lanzar y de hecho estaba obteniendo un mayor porcentaje de acierto. Además, viendo los rostros de ambos se hubiese dicho que Hopkins era más efectivo: Taylor sangraba al final de cada asalto, en especial debido a un corte sobre la frente y otro en una ceja.
Pero todo esto era engañoso. Hopkins no estaba consiguiendo anular a Taylor con la facilidad acostumbrada de su «estilo negativo». Taylor estaba consiguiendo aplicar también su propio plan. Hopkins sospechaba que la mayor actividad del aspirante podía ser premiada por los jueces y en el décimo asalto decidió, para sorpresa de todo el mundo (y en especial de quienes no lo habían visto pelear en sus ya lejanos inicios) sacar de la chistera el estilo combativo que había aparcado durante una década. Y fue algo digno de ver, porque Hopkins estaba demostrando que la actitud defensiva de su reinado siempre había sido una decisión estratégica.
Cuando se puso a atacar, quedó claro que recordaba muy bien cómo atacar, y lanzó algunas combinaciones tan efectivas que Taylor tuvo que recurrir a los típicos abrazos (e incluso a darse la vuelta poniéndose de espaldas) para ahorrarse algún golpe de más. En cuanto a resistencia física, Hopkins continuaba con su vida espartana fuera del cuadrilátero, así que sus cuarenta años no parecían pesar tanto como pesaban en otros muchos que a esa misma edad ya se hubiesen retirado. Aun así, ya no era un hombre joven. Sus efusivos ataques fueron espectaculares, sin duda, pero le producían un evidente cansancio. Hopkins había calculado este factor, así que tuvo que limitarse a dejar los ataques más intensos para el último minuto de aquel asalto.
Hopkins empezó el undécimo asalto dando la sensación de ser un tiburón que había olido la sangre. Daba pasos hacia delante mientras miraba a su oponente como un depredador que busca el punto débil por el que morder a su presa. No era el Hopkins paciente y neutralizador que había reinado durante diez años, sino el Hopkins agresivo e imponente de sus inicios, ese que la gente había olvidado que existía. Pero también una señal de que pensaba que podía perder a los puntos.
Aunque nadie tenía asegurada la victoria. Al acabar el penúltimo asalto, el entrenador de Taylor se lo advertía: «Necesitas un buen asalto. Tienes que ganar este próximo asalto. Tienes que ganarlo». En el último asalto, ambos se mostraron más precavidos, temiendo perder con un mal golpe lo que hubiesen ganado en asaltos anteriores.
El combate estuvo muy igualado y eso, teniendo a dos púgiles tan distintos, siempre es difícil de puntuar. En cualquier caso, cuando sonó la campana final era evidente que esta había sido, de entre todas las defensas de su título, la más trabajosa y complicada para Bernard Hopkins. Nunca, desde que era campeón, le había causado un rival tantos problemas, hasta el punto de que Hopkins había recurrido a atacar.
En caso de una pelea muy igualada, la costumbre era puntuar favoreciendo al campeón reinante porque era el aspirante quien necesitaba demostrar que merecía destronarlo. Sin embargo, la decisión de los jueces, aunque estuvo dividida, rompió con la tendencia. Uno puntuó 116-112 en favor de Hopkins, pero los otros dos le dieron el combate a Taylor por 115-113 y 115-113.
Muchos observadores habían estimado un empate 114-114, mientras que otros defendían resultados diversos. En realidad, cualquier opción podía ser argumentada de manera razonable. Fue de verdad un combate muy difícil de puntuar, y era imposible poner de acuerdo a todo el mundo. Pero la decisión era la que era. Bernard Hopkins había perdido por fin.
Así, con la duda, terminaba el que era el tercer reinado mundial ininterrumpido más largo en toda la historia del boxeo tras los once años de Joe Louis en los pesos pesados (1937-1949) y los también once de Johnny Kilbane en los pesos pluma (1912-1923). Había pasado más de medio siglo desde que un púgil hubiese conseguido esa hazaña.
La inevitable revancha se produjo al año siguiente. Por primera vez en muchísimo tiempo, era Bernard Hopkins el aspirante. Era él quien necesitaba tomar la iniciativa al pisar el cuadrilátero. La primera fase del combate se pareció mucho a la primera fase del anterior. El primer asalto fue la típica introducción en la que ambos pelean muy poco y se estudian el uno al otro, aunque Hopkins ganó ese asalto lanzando el único ataque exitoso al que Taylor solamente pudo responder con un golpe ilegal en la parte trasera de la cabeza de Hopkins.
En el segundo asalto tampoco hubo mucha actividad, pero Taylor devolvió el favor con un izquierdazo que hizo dar un traspiés a Hopkins. En el tercero tampoco pasó gran cosa. En el cuarto, Taylor acertó algunos golpes. En el quinto, Hopkins se anotó algunos golpes claros pero Taylor se los devolvió en los últimos segundos. En el sexto, Taylor mostró una superioridad más clara, controlando la acción con su rápidos jabs. El séptimo asalto estuvo igualado.
Una vez más, combate ajustado… pero no tanto. La pelea táctica y cuidadosa estaba favoreciendo al ahora campeón. Por poco, pero la balanza se estaba desestabilizando, algo que para Hopkins constituía una novedad. Hopkins no parecía encontrar el camino hacia una puntuación clara y definitiva. El guion planteado por Taylor parecía razonable: era el más joven, así que alargar la pelea siendo conservador durante los primeros asaltos le permitiría cansar a un Hopkins que estaba en buena forma pero era ya un cuarentón.
Un Hopkins que, viéndose ahora en la desacostumbrada posición de aspirante, tendría que ponerse a atacar tarde o temprano. Y eso hizo en el octavo asalto, cuando decidió ser más agresivo, repitiendo la historia del anterior enfrentamiento. Atacar desgasta mucho más que defender, pero Hopkins estaba dispuesto a cansarse para demostrar que Taylor tenía problemas para afrontar de tú a tú sus ataques repentinos. Una vez más, Taylor rehuía la acción abrazándose a Hopkins o girándose para darle la espalda.
Así pues, cuando Hopkins atacaba se mostraba superior. Daba la impresión de que, siendo ambos de la misma edad, Hopkins hubiese ganado con facilidad. Pero la edad le exigía bajar una marcha después de cada uno de esos ataques, y dosificarlos tanto que quizá no bastarían para obtener la victoria. Aun así, se anotó los asaltos octavo y noveno con claridad, así que la puntuación volvía a no estar clara. Sirva como muestra el que los tres comentaristas de HBO no se ponían de acuerdo: uno pensaba que Taylor iba ganando todavía, otro veía un empate, y el antiguo rival de Hopkins, el legendario Roy Jones Jr., pensaba que Hopkins le estaba dando la vuelta al marcador.
En el décimo asalto, Hopkins volvió a puntuar a su favor lanzando los mismos golpes que un Taylor que también había decidido que necesitaba atacar, solo que Hopkins acertaba más. En el undécimo, Taylor fue aún más ofensivo pero de nuevo acertando menos que Hopkins (como anécdota, Roy Jones se reía ante el micrófono cuando el narrador de HBO insistió en la clara superioridad mostrada en ese asalto por un Taylor que tenía ya un ojo hinchado).
El último asalto siguió la misma tónica. Esta vez, los tres jueces estuvieron de acuerdo. La primera mitad de la pelea había pesado más que la segunda y los puntuaron de idéntica manera: 115-113 a favor de Taylor. Hopkins volvía a perder. La victoria de Taylor podía considerarse justa porque Hopkins, si bien espectacular cuando atacaba, había tenido que dosificarse mucho, resignándose a entregar los puntos de varios asaltos para no agotarse ya durante la primera mitad de la pelea.
El consenso entre periodistas y aficionados era claro: la carrera de Hopkins había sido impresionante, con un reinado indiscutible por más que nunca hubiese gustado a prensa o público. Pero era el momento de decir adiós. Hopkins no necesitaba más dinero y no había despilfarrado sus ganancias, porque su estilo de vida era familiar y ordenado.
Había perdido sus dos recientes combates, pero de manera digna ante un rival muchísimo más joven. Podía irse en un punto alto y no le quedaba nada por demostrar. Había llegado el bajón físico definitivo, eso era obvio, y era de entender que decidiese por fin relajarse y disfrutar de la vida confortable que se había ganado con los guantes puestos. Pero claro, estamos hablando de Bernard Hopkins. El mundo entero insistía en la necesidad de retirarse a tiempo, pero lo de la vida confortable no entraba en sus planes.
(continuará)
estos artículos son drogaína!
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Gracias por escribir de purismo yo me aficione al boxeo gracias a que veía por televisión los combates de Cassius Ckay y Pepe Legrá.