Ernest Hemingway parpadea con esfuerzo, doloridas las pupilas por el sol que se cuela tras los postigos. Es más memorias y olvidos y palabras y música. Sonríe. Nunca el bien supo tan mal. Así que se despereza poco a poco. Hadley, su Hadley, no está, tiene todo el tiempo del mundo para hacerlo. Recuerda el día anterior, el humo tamizado por los focos, el silbido deliciosamente sensual de tubulares sobre madera. Recuerda, claro, copas, cigarros y risas. Sobre todo copas, no nos engañemos, que por algo París es una fiesta y él… bueno, él es Ernest Hemingway. Vuelve a sonreír, repetirá esta noche.
Se adecenta, garabatea dos o tres ideas para artículos, y baja a la calle. El Barrio Latino vive el bullicio rasposo y caótico de los fines de semana. Hemingway, que aún no ha publicado su primera novela, comienza a caminar. Le espera un buen rato andando hasta llegar a su destino. Aquel en el que se reúne toda la bohemia parisina del momento. El sitio al que hay que ir para ver y que te vean. Donde más vivo se siente.
Se llama el Vélodrome d´Hiver. Hemingway volverá esta noche a las carreras.
Es 1889 y a la ciudad de París se le han erizado los paisajes con la Exposición Universal. Promesas de lugares recónditos, de experiencias desconocidas, de aventuras por vivir. Y también un poco de circo, un pelín de diversión facilona para solaz de los europeos, esos esnobs. Algo así debió de pensar Buffalo Bill, que decide instalar su espectáculo ambulante (se pueden imaginar, caballos, pistolas, indios maléficos y vaqueros levemente alcoholizados) en Neuilly, entre la Porte de Villiers y la Porte de Maillot.
Se llama la farsa «Exhibición indioamericana del Coronel Cody, alias Buffalo Bill» y se hará tan popular entre los parisinos que acabará dando nombre a los terrenos en los que se asentó. Aquellos en los que se iba a levantar el Velódromo Buffalo.
La del Buffalo es una historia particular, una que mezcla carreras de bicis, apuestas y un ambiente propio de los mejores cabarets. No era deporte, o no solo, sino algo más. Pura vida social, con un puntito de decadente dandismo que hubiera hecho las delicias de un Baudelaire.
Herbert Duncan, ciclista británico de renombre en la época, fue quien olfateó el negocio. Sí, construir el primer velódromo de París, acercar hasta la ciudad ese entretenimiento al alza que arrastraba a las masas tenía que ser, forzosamente, un éxito. Tenía la idea, pero no el dinero. No importa, eso era algo que le sobraba a Clovis Clerc, un amigo de Duncan que regentaba cierto negocio muy boyante del París finisecular.
El Folies Bergère, nada menos, un cabaret que acabó convertido en símbolo de toda una época y que congregaba cada noche a un delicioso batiburrillo de alta sociedad, artistas emergentes y calaveras con ganas de medrar y divertirse. Muchos de ellos acudirían también de forma casi religiosa al nuevo local de Clerc.
Porque Clovis se anima, pone todos los billetes necesarios, y sufraga lo que se va a llamar Velódromo Buffalo. Menos de trescientos cincuenta metros de cuerda, curvas cerradísimas que serán iconos por su peligrosidad. Más de ocho mil aficionados cabían en sus gradas. Animosos, algunos. Mundanos aburridos a la espera de que fuese la hora de irse al cabaret, los demás.
Y el propio dueño gustaba de aumentar esa vinculación entre el Buffalo y la bohemia. Solo así se puede explicar que pusiera como director del velódromo a Tristan Bernard. Bernard era un abogado que bostezaba con el derecho y gastaba sus días componiendo malas estrofas que susurraba por las noches, en voz queda, a las bailarinas del Folies Bergère.
Si pasean por Pigalle aún podrán ver un teatro con su nombre. Un tipo con la suficiente templanza como para mirar fijamente a su mujer medio siglo después, mientras los nazis le sacaban a rastras de su hogar, y decirle: «Tranquila, amor. Antes vivíamos en el miedo, a partir de ahora lo haremos en la esperanza». Aquel fue Tristan Bernard. Que, por cierto, volvió a casa sano y salvo… pero esa es otra historia.
Así que de la mano de Bernard (y gracias al bolsillo de Clerc) el Velódromo Buffalo se convirtió en el Montmartre diurno, un centro en el que se reunían a pasar el rato, apostar y beber en copas finas quienes en las madrugadas abarrotaban el otro negocio de Clovis. Poetas, pintores, buscavidas. También, claro, algunas bailarinas y unas cuantas prostitutas. Era un microcosmos de lo que París podía llegar a ser en aquel momento. Uno en el que las bicicletas eran casi lo de menos.
Y eso pese a que en el Buffalo se podían ver proezas. Por ejemplo el primer récord de la hora, conseguido por Henri Desgrange, padre del Tour, el 11 de mayo de 1893. Fueron poco más de treinta y cinco kilómetros recorridos sobre una robusta bicicleta que portaba dos botellas de leche en su manillar. «Es por si desfallezco».
Bernard era el rey de aquella sala de variedades donde los corredores giraban y giraban. De su mano acudían habitualmente al Buffalo personajes como René Blum o escritores de la bohemia parisina más vanguardista. Pero quien acabó haciéndose familiar en esas gradas fue una figura diminuta, siempre pegada a un sombrero de tipo bombín. Alguien que amaba la vida tanto que se enamoraba de todas las muchachas que goces prometiesen. El autor de algunos de los carteles que anunciaban eventos en el Buffalo, el que inmortalizó a Bernard en su pista sagrada, brazos en jarras, pose de hombre que mira al futuro. Él.
Él se llamaba Henri de Toulouse-Lautrec, y adoraba el ciclismo. Una vez dijo que ninguna escuela mejor para un joven que la bicicleta. Pero Henri apreciaba no solo el deporte, sino el conjunto. El ambiente, las risas, las voces. La bebida, también, o la atmósfera casi irreal que surgía más allá del humo de cientos de cigarros. Sinestesia, quizá, pinceladas de colores vivos aquí y allá.
El gran hedonista. «Soy feo, pero la vida es hermosa». Dice Julia Frey, su biógrafa, que contemplaba a los ciclistas en el anillo con idéntica fascinación que cuando miraba a las bailarinas en los cabarets. Seducido por el movimiento, por la plasticidad, por la velocidad elegante de un cuerpo embalado sobre dos finas ruedas. A veces el pequeño artista bajaba a los vestuarios y se quedaba embobado con el ritual casi siempre solitario del masaje.
Las piernas aceitadas, el gesto preciso, ni muy fuerte ni demasiado suave. El olor a linimento, a neumáticos, a grasa para las cadenas. Una danza continua, eso era para Toulouse Lautrec el Buffalo. Y, como siempre que veía danzar, prefería hacerlo bebiendo, claro. A veces entre las gradas del velódromo se derramaba un poco de ese cóctel llamado tremblement de terre que todos decían había sido creación suya. Partes iguales de absenta y coñac creando pequeños ríos donde alguien bien entrenado podría leer vidas…
Pero París también creció y toda la deliciosa despreocupación del cambio de siglo se la llevó una sucesión casi inconcebible de acontecimientos en el verano de 1914. El Velódromo Buffalo de Neuille fue requisado por el Gobierno francés para instalar allí una fábrica de aviación. La Gran Guerra mandaba sobre todas las cosas. Y aunque después, en 1922, se levanta en Montrouge un estadio con el mismo nombre, ya nada volvió a ser lo mismo. El acontecimiento dramático que acabó con una era arrastró, también, a uno de sus símbolos más desenfadados.
Nobleza, artistas y olvidos
Con todo, el mundo siguió girando, y en París continuaban las ganas de solazarse en los velódromos observando cómo unos tipos con ropas muy ajustadas daban vueltas y más vueltas a un óvalo. Puede parecer simple, quizá levemente letárgico, pero a Hemingway, por ejemplo, le encantaba. Le gustaba «la pista de madera y sus empinados virajes, y el zumbido de los tubulares sobre la madera cuando pasaban los ciclistas, y el esfuerzo y las tácticas de los corredores desviándose arriba o abajo en el peralte, convertidos en una parte de sus máquinas».
Lo cuenta, claro, en París era una fiesta, y allí explica también que jamás ha logrado crear un buen cuento sobre ciclismo, pero que no se rinde, que alguna vez capturará todas esas sensaciones entre sus letras para mostrar al mundo lo que aquello fue realmente.
Ya no gastaba sus tardes el americano en el Buffalo, como tampoco lo hacían Tanguy, o Ernst, o los jóvenes españoles Dalí y Picasso. No, ahora eran otras las pistas que disfrazaban de noches la ciudad diurna. Fundamentalmente dos: el Parque de los Príncipes y el Vélodrome d´Hiver.
El Parque de los Príncipes era la aristocracia. Allí no entraba cualquiera, allí no había borrachos, ni muchachas descaradas enseñando los tobillos, ni artistas decadentes de los que pintan putas desnudas. No, aquello era la elegancia parisina, el recuerdo de un pasado glorioso, el hablar pausado con cadencia de las dos Îles.
Allí acababa el Tour de Francia, allí se celebraban las pruebas más elitistas. Era un hipódromo con bicis en lugar de caballos, y dentro había lo que hay en todos los hipódromos: sombreros raros, damas lánguidas, esnobs y larguísimos bostezos. Bueno, de vez en cuando un par de escándalos de provincias que tocan a la capital y alguna bancarrota, pero poco más.
El Vélodrome d´Hiver (o Vel d´Hiv) era otra cosa. Estaba en la Rue Nélaton, casi al lado de la Torre Eiffel. Puro París urbano, nada que ver con la distancia, geográfica y metafórica, que imponía el Parque de los Príncipes. En el Vel d´Hiv no había un Bois du Boulogne, no había patricios, no llegaba la última etapa del Tour, nunca se coronó a un Pélissier o a un Magne.
Pero tenía algo mejor. Era el nuevo centro de la bohemia, el lugar donde se reunían por el día los seres que solo existen durante las madrugadas. Fue el santuario de Hemingway, el de los primeros surrealistas, los muros que saltaba Antoine Blondin para trasegar sus primeras copas y saciar su eterna sed de ciclismo. En el Vel d´Hiv sonaba buena música, se bebía, se charlaba, alguno aprovechaba las gradas para escribir. Era el templo de la cultura en París. Era el corazón en el que palpitaba su vida.
Allí, también, acabaron enraizando su muerte.
La noche del 16 al 17 de julio de 1942 se desencadena la Operación Viento Primaveral, destinada a arrestar a judíos parisinos para dirigirlos a los campos de concentración que los nazis tenían más allá de las fronteras francesas. En torno a las cuatro de aquella fatídica madrugada casi trece mil personas fueron sacadas a rastras de sus casas y dirigidas a diversos lugares antes de su deportación. Más de la mitad acabaron en el Vel d´Hiv, que durante la Segunda Guerra Mundial tornó las sonrisas de los locos años veinte en silencios espesos e historias de las que avergonzarse.
Allí hubieron de subsistir durante cinco días sin agua ni comida antes de partir en dirección, sobre todo, a Auschwitz. Centenares de prisioneros se suicidaron al comprender qué era lo que realmente estaba ocurriendo. La llamada Rafle du Vel d´Hiv ha golpeado durante décadas la memoria común francesa, principalmente debido a la participación de la gendarmería de la capital en las labores de localización y detención. Soportar el desgarro de recordar la ocupación nazi era doloroso.
Reconocer que muchos franceses colaboraron activamente en las actividades criminales de la Gestapo o las SS representaba, además, un dilema moral de enormes consecuencias para un país que honra con orgullo a su Résistance y su cruz de Lorena. La polémica que acompañó en 2010 el estreno del maravilloso film La rafle, dirigido por Rose Bosch, es buen ejemplo de ello.
Tras el final de la guerra las bicis volvieron a surcar la madera del Vel d´Hiv, que recuperó en los cincuenta parte de su pasado esplendor, e incluso fue protagonista de una de las sesiones de fotos sobre ciclismo más legendarias de todos los tiempos, con Cartier-Bresson tras la cámara y figuras como un seductor Anquetil de improvisados protagonistas. Pero nada era igual.
Ya no había artistas en las gradas, ni bullicio, ni fiesta. El Vel d´Hiv tenía demasiados fantasmas habitando su anillo, demasiados gritos. Tanta vergüenza. Cuando un fuego arrasa parte del edificio en 1959 el antaño popular Vel d´Hiv era solo un recuerdo de tiempos pasados.
De los buenos. También de los malos.
El Berlín de Weimar se divierte sobre dos ruedas
Al otro lado del Rhin (o del Rhein, o de la Línea Hindenburg, o de la Línea Maginot, escojan) también amaron las bicicletas durante los dorados veinte. Años que mezclaron la pobreza con el hedonismo extremo, ese que convirtió a Berlín en la capital más deliciosamente atractiva de Europa. Una noche que huye de la rígida etiqueta prusiana, que sonríe por las libertades de Weimar, que fluye entre charletas de Einstein, de Fritz Lang, de los creadores de la Bauhaus.
Prostitutas, banqueros, escritores y cineastas se juntaban tras el crepúsculo en mil y un clubes para beber hasta caer redondos, dedicarse al esparcimiento pecaminoso y, sí, acudir a los velódromos. Porque en Berlín, también, la bicicleta fue la reina.
Y ejercía toda su fascinación en el Velódromo de Berlín, el centro de una abigarrada cultura nocturna que mezclaba bares y jazz, ópera y burdeles. Y carreras, esos Seis días de Berlín en los que «trece corredores avanzan sin mirar a derecha ni a izquierda, siempre los ojos clavados en el frente», en palabras de Egon Erwin Kisch, el pícaro que mejor supo describir aquel ambiente de sinuosas tentaciones.
No hay nombres para Kisch, solo figuras, colores, elasticidad en piernas, tensión en cuellos. Para él todos los ciclistas son solamente piezas de un enorme juego que se repite una y otra vez para disfrute estético de quienes miran. En realidad no eran trece deportistas, sino veintiséis divididos en parejas. Las primitivas pruebas del Seis días se llevaban a cabo de forma ininterrumpida por un solo hombre, pero el abuso de estimulantes y algunos episodios demasiado cercanos a la tragedia empujaron a las autoridades a prohibir estas prácticas bárbaras que atentaban contra la salud humana, limitando las horas que podían pasar sobre sus máquinas.
Fue al neoyorquino Bill Brady a quien se le ocurrió que si un solo hombre no podía pedalear durante ciento cuarenta y cuatro horas quizás un equipo de dos sí pudiera hacerlo a relevos. Brady era promotor en el mítico Madison Square Garden, que también fue templo norteamericano de las carreras en bici. A partir de entonces a esta particular modalidad se la conoce como Madison…
Pero hablábamos de Kisch. Y Kisch es, por sí mismo, una figura fascinante. Fue reportero de guerra en España, expulsado por los nazis de su país, se hizo comunista hasta que Stalin quiso purgarlo y tuvo que huir de la Unión Soviética, era íntimo amigo de Charlie Chaplin y viajó por todo el mundo escribiendo y divirtiéndose (si solo tenía tiempo para una cosa, optaba siempre por la segunda). Cuando acude a los Seis días de Berlín en 1923 el febril alboroto de la República de Weimar está en pleno apogeo, con una ciudad que coquetea en sus madrugadas entre la inflación y el hambre, entre el miedo al retorno de los espartaquistas y el miedo a la incardinación creciente de la extrema derecha. Y, sin embargo, Berlín gozaba de su vida.
Lo hacía, por ejemplo, en el SportPalast, el recinto donde se celebraban los Seis días de Berlín, una competición de ciento cuarenta y cuatro horas en las que los ciclistas llegaban a recorrer más de cuatro mil quinientos kilómetros. Tiraban, claro, de cafeína, de cocaína, de estricnina, de cualquier estimulante que les ayudase a estar despiertos, a poder pedalear un poco más allá, un poco más rápido.
Pero eso no era lo importante, porque eso era la competición, y lo realmente trascendente sucedía no sobre el óvalo, sino en su interior. En ese lugar se levantaban templetes para vender bebidas y una orquesta tocaba temas animados que las parejas pudieran bailar.
Los asistentes, dice Kisch, podían pasar desde las gradas hasta el centro de la pista por un pequeño puente pagando doscientos marcos, comprar una copa de champán helado por tres mil o adquirir la botella por veinte mil. Y allí estaba, claro, toda la animación, con bailarinas en ropa interior, políticos con zapatos bien lustrados y burgueses venidos a menos que llevaban su mejor traje.
O la música. Porque en el SportPalast sonaba el mejor jazz, el mismo que empezaba a abrirse paso en los clubs más rompedores de Berlín y que muchos escuchaban por primera vez, entre el rumor sordo de cadenas engarzadas sobre el piñón. Todo era nuevo, todo era magnífico. Todo estaba, claro, tan cerca de acabarse.
Algunos de los asistentes aguantaban en el velódromo durante los seis días, sin salir jamás a la superficie, creando un espacio estanco muy particular de drogas, alcohol y diversión, donde los corredores pasaban y pasaban a su alrededor como si fueran espejismos de colorines, sutilmente entrevistos por el rabillo del ojo. Uno en el que apenas importaba lo que sucediera más allá de la pista, de las bicis, del jazz.
Hasta el punto del total aislamiento. Nos lo vuelve a contar Kisch. «En el tercer día de la carrera la megafonía emitió el siguiente comunicado: “Herr Wilhelm Hahnke, con domicilio en Schönhauser Strasse, número 139, por favor acuda a casa con la mayor celeridad posible. Su esposa ha fallecido”. Y allí nadie pareció moverse, salvo algunas señoritas, y algunos menos caballeros, que hicieron gestos de horror ante la noticia».
El jazz siguió sonando, las máquinas continuaron dando vueltas a aquel óvalo sin final. Había que disfrutar, había que divertirse.
A eso se iba al velódromo.