Mundial de atletismo

Adrián Ben, un gallego que llegó al 800 de manera fortuita

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Adrián Ben (Foto: Cordon Press)

Si uno accede andando al casco antiguo de Viveiro desde el interior de la ría, en apenas dos pasos para sentirse protegido del viento dominante, los edificios forman un túnel estrecho que desemboca en un par de plazas donde Adrián Ben (Viveiro, 1998) habrá jugado no una sino mil veces. Las plazas son espacios de paz. A la orilla del mar, los pueblos se ponen de espaldas a él y se miran en ellas como refugios tranquilos del vendaval. Adrián, el especialista español en ochocientos metros más sólido de todos los tiempos, busca en las carreras su hueco para entrar, alborotando, en esa paz que es mentira, que solamente es tensión, que se construye en la parte delantera de una carrera, donde la estrategia clásica de la pista dice que se corre mejor, colocado, protegido.

El sitio donde Adrián se siente cómodo es el mar abierto. Su colocación en las grandes citas está detrás, donde sopla más el aire, donde las olas asustan como si te quedases a merced de la nada.

«Yo paso en veintiséis y veintiséis», dice que le enseña su entrenador, Arturo Martín Tagarro, pacientemente. Esto quiere decir que mentalmente divide las dos vueltas en un total de cuatro tramos de doscientos metros. Correr en veintiséis segundos cada uno de ellos es pegarse un buen sprint. Por supuesto que hay corredores que saben mantenerlo. Claro que hay superclases mundiales que se atreven a correr esa media vuelta hasta un segundo más rápido ¿Han probado a dar una vuelta entera a una pista de atletismo o un campo de fútbol a buen ritmo? ¿Y esprintando? Eso es: el ahogo. La realidad es que solamente unos pocos se desplazan a una velocidad sostenida durante seiscientos, incluso setecientos metros.

Adrián Ben en el 800 de Estambul (Foto: Cordon Press)

El valor de un especialista en media milla se mide en su capacidad de mantener la velocidad máxima durante los últimos cien metros. Apenas esprintar el largo que da un campo de fútbol. Adrián, campeón de Europa de invierno en Estambul 2023, sabe que esa primera vuelta, que los de delante han hecho en cincuenta segundos, se cobrará un duro peaje. Por eso hay tantas diferencias en la línea de meta, en la que los finos galgos parecen marionetas descompuestas, guiadas por titiriteros que mueven sin coordinación aparente sus brazos y tronco. Es cuando el parapeto que forman los cuerpos que corren en cabeza se descompone. Llega el momento en que suena un violento murmullo que viene del Atlántico: se acaba de desatar la tempestad y el gallego comienza a remontar posiciones.

Si nos atenemos a la normalidad en la evolución de cualquier atleta de élite, lo suyo es encontrarlos despuntando en las categorías sub20 y sub23. Por supuesto, hay excepciones que deslumbran desde niños. También hay un largo proceso que lleva a quemar o, con paciencia y sabiduría, sostener fresco ese cuerpo juvenil y privilegiado. Que esto se haga mal o bien posibilitará, no nos engañemos, que ser profesional genere ingresos y éxitos para su entorno privado y profesional. En 2019, Adrián todavía tenía en su programa correr el 1.500 en los campeonatos de Europa de Gavle. Dos años antes había sido tercero en la italiana ciudad de Grosetto. Siempre sobre 1.500 porque era demasiado joven pero competía bien por arriba, como se dice en atletismo: en distancias superiores, en el clásico cross del calendario gallego. Pero las medallas no tienen nombre y el atletismo es una jungla de cuerpos en constante aparición y desarrollo.

Nunca sabes dónde está la oportunidad. Adrián dice que «lo que pasa, conviene». Y, por un compromiso con su patrocinador de entonces, acudió a competir sobre un 800 y resulta que hizo la marca mínima para aquel mundial de Doha 2019, en un día pegajoso del julio de Barcelona. De manera casi fortuita se vió embarcado en el primer plano internacional, en un campeonato de España absoluto, por qué no, y allí ratificaría su pase a la gran cita del atletismo con una medalla plata de un valor simbólico incalculable.

Para el público español fue el nacimiento de otra manera de ver correr un ocho. Se acabaría el tirar hasta morir en la orilla.

Parecía que lo del calor del desierto árabe no iba con él. Sorprendió a propios y extraños siendo segundo en su serie de todo un Campeonato del Mundo. Habían agrupado a los 45 mejores del mundo y el lucense volvía a apurar metros en la recta de meta de su semifinal. El inconsciente placer de dejar fuera a Adam Kszczot, cuyo currículum da para rellenar tres tomos, y a piezas de catálogo de lujo como el británico Elliot Giles. Adelantó a esos cuerpos desmadejados por el calor y porque se volvía a correr en 1:44 por segundo día consecutivo. Adrián flexiona ambos brazos, saca bola y grita. Se había metido en la final como si la madurez se hubiera apoderado de él. Ese saber tan importante en la media distancia.

Adrián Ben, tras Bosse, en los JJOO de Tokio (Foto: Cordon Press)

No es el tiempo sino la consistencia. El 800 es una distancia cuyo dominio no se consigue entrenando para correr un día a tope, sino poder correr tres carreras consecutivas en cuatro días, a cual de ellas más despiadada. Correrlas sin cometer un error por salir demasiado fuerte. Sin quedar encerrado donde sencillamente no se cabe.

En dos carreras, de aquellos cuarenta y cinco escogidos solamente quedan siete y un chico gallego de veintiún años que a todos pone de los nervios porque parece que en la final de Doha, esta vez sí, la tortura ha sido demasiado para él. Donovan Brazier se haría con el botín, delante de la nobleza del atletismo en pista. Wesley Vázquez, un puertorriqueño de Bayamón de metro noventa, pasa suicida en 23:50 y en 48:90. «A veintiséis» retumba este mantra contra las sienes en la cabeza de Ben. Están locos, piensa uno. Todos parecen poseídos por la urgencia en el atletismo. Todo se estira y Adrián sorprende para colarse como aire de temporal para ser el sexto del planeta. Su esquema ha funcionado.

Tomad nota, parece rumiar mientras se apoya sobre las rodillas, agotado. Tomad nota para cuando el calor de Tokio, el miedo de las mascarillas, el desfase horario y la tensión de unos Juegos Olímpicos atenace de nuevo esos cuerpos maravillosos, cincelados durante años de entrenamiento. Doha, con su aire acondicionado y esa luz extraña que emitían los focos del estadio construido gracias a la explotación del petróleo sobre los miserables, fue el punto de partida. Fue la primera piedra de ser quinto en unos Juegos Olímpicos. Todo está en los vídeos y ahora ya entendemos el porqué.

Un poco más abajo del histórico campo central de rugby de la Universidad Complutense de Madrid, de una pista de ceniza que recuerda a las nuevas generaciones de dónde viene esta tradición del mediofondo español, está el Centro de Alto Rendimiento homónimo. En la Residencia Blume duerme, rodeada de facultades y centros del conocimiento, sueña y entrena una parte del futuro del atletismo del país. Se les puede ver cruzando los semáforos, finos, juveniles, camino de los circuitos del bosque de la Casa de Campo, a correr entre sus pinos y las sendas trazadas por cuarenta años de entrenamientos de alto nivel. Con un buen contacto se puede acceder a la pista a observar sus entrenamientos. Adrián pule las milésimas al cuerpo, insistiendo vuelta a vuelta sobre la renovada pista del INEF. Es un trabajo de artesanía que Arturo Martín dirige con paciencia.

Adrián Ben en el World Athletics Continental Tour Silver Madrid (Foto: atletismofea.es)

Los chicos apuestan por un sueño. El atleta ha contado mil veces que el paso es complicado; dejar el entorno local y familiar, dejar a su amado Mariano Castiñeira, su entrenador de siempre, recientemente fallecido, y apostar siendo un chaval por llegar a atleta profesional que pasará meses currando como una mula. Chicos de dieciocho años que terminan el bachillerato y consiguen una beca para la residencia y poder dedicarse a su sueño. Arturo Martín le tiene que mostrar ahora esa la balanza donde aparecen los éxitos y también las lesiones como la de 2020, año en que estuvo once meses tocado por una fractura de estrés. Hay que aprender a gestionar la libertad, la soledad. Acostumbrarse a llamar a casa y oír ese tono de ilusión y de preocupación de unos padres que se tienen que tragar la pena en privado. No es fácil el deporte de alta competición. No todos se sobreponen a ello.

Apenas han transcurrido unos días desde que se trasladaron junto con sus maletas al aeropuerto. Un centenar largo de jóvenes atletas españoles aterrizan en Budapest con el corazón en un puño. Los días previos a participar provocan innumerables episodios de insomnio. El equipo técnico y médico de la selección española de atletismo tiene trabajo para reconducir las cabecitas y tranquilizar a muchos. Al mismo tiempo hay que recuperarlos de un día pesado de vuelos y traslados. Sus cuerpos están hechos a una rutina deportiva diaria. Se busca la palabra tranquilizadora de quien parece más veterano, porque ya no es su primera convocatoria para una prueba internacional.

Los días transcurren entre el hotel de la concentración y las rutinas de entrenamiento. En el calendario del mundial, las series de 800 se postergan a la segunda mitad del campeonato. Toca leer, hablar con los entrenadores, charlar, atender las redes sociales y asistir a la lucha de los compañeros de selección. El equipo está alojado en la isla Margarita, un gran parque urbano en mitad del legendario Danubio, en un hotel que tiene a tiro de piedra de unas pistas de atletismo propias. Fuera han caído medallas, han surgido lágrimas de emoción y de impotencia. El atletismo cuenta con las reglas más rígidas del compendio olímpico moderno: el tiempo y el espacio.

Adrián es un chico nervioso que no niega temer el quedarse fuera en la primera ronda del Campeonato del Mundo de Budapest 2023. De nuevo van acudiendo a la cámara de llamadas, en grupos de ocho, los cincuenta mejores del mundo del ocho masculino. La música y los pensamientos están centrados en leer la propia carrera e intentar entender dónde van a tostarse los contrincantes, en qué momento decidirán salir a muerte o si será una serie lenta. Si habrá cobijo o se formará una fila india suicida. La geometría de los líderes, recuerden, conforma un espacio donde no corre el sofocante aire caliente del verano magiar. Para los indecisos será un lugar de refugio. Para los poseedores de una inspiración mágica podría ser el momento de verse delante, de atacar. Piernas eternas y zancadas exageradamente estéticas.

En la primera ensalada de tortas, el debut de los perros enjaulados, Adrián se retrasa conscientemente, calculando sus parciales de doscientos, a un segundo de un grupo que pasa justo por encima del ideal de su esquema: una vuelta en cincuenta y un segundos. En su cabeza lleva un esquema forjado en el viejo hierro de las minas de A Silvarosa. Veintiséis y veintiséis.

Adrián Ben en los JJOO de Tokio (Foto: Cordon Press)

Se abren las ventanas para que entre el viento del noroeste y el gallego ya es tercero en el epílogo del último curvón. Da otro cambio de ritmo y se impone en su serie a gente como el campeón de los trials estadounidenses, Bryce Hoppel y al británico Daniel Rowden. Se va para casa gente como el keniano Ferguson Rotich.

Adrián vuelve a reír, pillo. Los nervios se han ido por donde debían. Como le gusta decir, «ya han soltado la correa del perro». Es hora de volver a demostrar que las sesiones infinitas de técnica, de velocidad, el barro del invierno y las tardes eternas en la residencia tenían un sentido: construir una manera de convencer al organismo de que el dolor de piernas, el ahogo del pecho, aparezcan justo cuando se cruza la meta. Nunca sesenta metros antes. Habrá una segunda ronda y una tercera, la de la gloria. Todo en cuatro tardes mal contadas. Los cuerpos quemando.

No vamos a desvelar el resto del proceso de criba hacia las medallas de Budapest. El camino es cruel como sólo puede ser en un deporte universal. En cualquier escuela del mundo, en Uganda, Santiago de Chile o la Mariña lucense, se puede descubrir un talento innato que levantará a su paso el viento fresco de la renovación. Muere lo viejo y renace la savia joven. Siempre, de poniente, un vendaval húmedo y violento.

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