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De qué habla Murakami cuando habla de correr

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Haruki Murakami (Foto: Cordon Press)

Haruki Murakami, el novelista japonés de origen y norteamericano de cocción, es noticia cada vez que saca una de sus novelas. De la misma manera lo es cuando entra en todas las quinielas de los Premios Nobel. Son legión quienes se identifican con un autor al que se le debe un gran reconocimiento, si bien atesora el Frank Kafka, el World Fantasy Award o el Frank O’Connor de narrativa corta. Quizá son menos los que saben que el autor de 1Q84, Kafka en la orilla o Tokio Blues es un abanderado anónimo para el mundo del corredor popular.

En 2008 salía para Estados Unidos la edición de su librito De qué hablo cuando hablo de correr. Durante el siguiente año se expandió un moderado estado de ánimo en las críticas de la prensa estadounidense. El autor desgranaba con un estilo sencillo el porqué de salir a correr. El título es un guiño a la obra De qué hablamos cuando hablamos de amor de Raymond Carver, uno de los autores que tradujo. Pero en su editorial mostraron un ojo cojonudo para proponer al japonés que recopilase sus vivencias y, después, para la difusión planetaria. Fueron los años en los que internet explotó la capacidad de difusión de los textos producidos por todo Dios. La era en la que todos creábamos un blog. Y esto desencadenó una certeza: la sencillez del texto regalaba a todo el mundo un paralelismo con sus populares columnas digitales. Tanto en el mundo anglosajón como en el japonés. Como cerraba la crítica de Los Angeles Times «es el libro que cualquiera podía haber escrito».

La cosa es evidente que se desmadró. Todos opinábamos de todo. Nos habíamos convertido en columnistas y teníamos un podio universal desde el que contestarle. Murakami mismito entraría a opinar a nuestra sección de comentarios porque, en nuestras cabezas, así se alimentaba la blogosfera. Quién iba a prever que, durante meses, no hiciera más que circular la correspondencia electrónica sobre las maravillas del Murakami.

Como somos una sociedad cutre, evidentemente, no te llegaban disertaciones sobre el famoso De qué hablo del autor. No; era todo del tipo «Oye, lo tengo en Word». Era resistirse o morir pasto de la piratería. A mí me llegó de una manera más literaria. Mi mujer adquirió De qué hablo cuando hablo de correr al ser cambiado por un tren eléctrico cochambroso que nosotros aportábamos al mercadillo de una asociación de partos múltiples. Influido por cómo me entró por los ojos, avivó a su vez el fuego que me llamaba a seguir escribiendo. Échenle la culpa a él.

El apostolado del novelista que corría, todo hay que reconocerlo, caló. Mucho. Había dos bandos, como imagino que pasa siempre desde el desorden público generado por Jesucristo. A un lado estaba la asunción de Murakami como uno más del bando de los que cuentan su vida como corredor recreativo. Al otro, los desharrapados.

Está probado que no sabemos hacer nada a medias y somos, por encima de todo, vehemencia y prosa. Así que, aquel sencillo compendio con reflexiones de alguien que un 1 de Abril de 1978, a las 13.30 y viendo un partido de béisbol, decide que va a ser corredor, se convirtió en la otra biblia del runner. Que si las sencillas e incontestables sensaciones del salir a correr contadas desde dentro. Que si la modulada escritura japonesa. Que si por fin cuentan qué sentimos todos, legión batallante de runners que vivimos para salvar la armonía planetaria. Frente a esa oleada mística, los desharrapados poco podrían hacer.

Yo leía y leía sus reflexiones y recuerdo primero no sentir nada. Después, indignación, aunque esto ya es un problema exclusivamente mío. El libro que a tantos encantaba no tiene la angustia del paso de la madurez como en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo o Tokio Blues. No ejecuta piruetas en la relación entre sexos como en las historias cortas de Hombres sin mujeres. Cuenta, sin más, cómo correr. Me entró una fiaca, como dicen en Argentina, una tristeza floja. Pasaba páginas y más páginas buscando, delante y atrás, no leer más esas notas como de cuaderno personal.

Párrafos de este tipo son más que frecuentes: «Desde que a finales de mayo de este año me trasladé a Cambridge, Massachusetts, correr ha vuelto a ser uno de los pilares de mi vida cotidiana. Y corro bastante en serio. Cuando digo ‘correr en serio’ me refiero, hablando de cifras concretas, a correr sesenta kilómetros a la semana. O sea, a correr diez kilómetros al día durante seis días a la semana. La verdad es que preferiría correr diez kilómetros al día los siete días de la semana, pero cuando no es porque llueve es porque tengo mucho trabajo y tampoco puedo correr. También hay días en que estoy cansado y no me apetece. Por eso me reservo de antemano un día a la semana de descanso».

¿Había dado la editorial con la tecla y por fin alguien sacaba jugo a diarios de entrenamiento? Qué duda cabe que tenía un poderoso nicho de negocio: de nuevo el pujante mundo del correr tras la crisis de 2007. No quiero ni pensar qué habría pasado si este libro sale después de la pandemia del coronavirus. Es fácil aceptar como literatura todo lo que nos vendan encuadernado. Los límites los ponemos cada uno y nuestra pasta. Pero el hoy mítico De qué hablo es muy flojo para un corredor exigente y más todavía para quien sigue al autor por su prosa.

Quizá sea un hastío personal mío tras haber contribuido a aquella generación en la que había muy buenas columnas digitales, en las que todo esto ya esto de «salgo a correr y te lo cuento» ya se había narrado. El Murakami runner quedó de inmediato ensombrecido por blogueros que disparaban como francotiradores y repartían sensaciones, palabras y datos. Más todavía frente a los príncipes de las descripciones pausadas, enciclopédicas, con colores y olores de cada una de las salidas a trotar. Estaban las famosas crónicas-ladrillo llenas de momentos emocionantes. Completando el abanico, los científicos resúmenes de toneladas de apuntes sobre entrenamiento, otros columnistas que tiraban de humor, de acidez, de odio si se quería.

Pero al mismo tiempo el mundo del corredor es sumamente sencillo. Es colocar un pie y luego otro. Quizá ahí radica la trampa en la que yo caí. Se trata simplemente de salir a correr. Un fluir que se ha comparado con el proceso no competitivo y lleno de paciencia a largo plazo como es el de escribir una novela. Murakami dice que, en efecto, no es mucho más. «Todo lo que hago es seguir corriendo en mi propio vacío, acogedor y hogareño». Y sobre esa sencillez, la industria supo lanzar un producto intelectual de peso.

Una reputada columnista estadounidense, corredora de ultradistancia y bloguera, Nicole Lowe, define la simplicidad del trote de la siguiente manera: estamos tan pillados con las cifras de las distancias, ritmos o pulsaciones que olvidamos el porqué de cuando empezamos a correr y de disfrutar del simple hecho de hacerlo. Y es que hay una fascinación con un montón de aspectos y herramientas que únicamente hacen una cosa, ocultar y a la vez alimentar la sencillez de nuestro amor por el deporte.

Nada de todo esto, evidentemente, explica que todavía existan millones de corredores aficionados a los que les salta la frase hecha que deriva del título del libro cuando leen el apellido Murakami. Más aún, lo complementa. Convengamos que, como agrupación colorista y universal, el subgrupo de humanos que nos ponemos unas zapatillas y salimos a trotar, por mucho que bebamos de un origen contemporáneo común, inflado por las tendencias unidireccionales del mercado, occidente y nuestro tiempo para el ocio, somos demasiado diversos para que nos caiga bien el primero que cuenta todo eso en papel.

No somos capaces de ponernos de acuerdo en saludar cuando nos cruzamos con otro corredor, como para que Murakami sea capaz de aglutinarnos a todos.

5 Comentarios

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