Joe Frazier tenía seis años de edad cuando comenzó a trabajar. Su familia, como la de Diego Armando Maradona, vivía en un barrio privado. Privado de luz y de agua. Su padre había perdido el brazo en un accidente de coche, su madre apenas podía alimentar las bocas de sus hijos y su sueldo no llegaba para pagar el alquiler de una de las chabolas más pobres del extrarradio de Filadelfia. Así que el pequeño Joe, el menor de trece hermanos y el séptimo varón, se convirtió en el brazo izquierdo que su progenitor había perdido. «Fueron días muy duros en esa plantación. Había que llevar dinero a casa y ambos nos unimos. Mi padre cogía el martillo y yo sujetaba el clavo».
Aquellos días en la plantación, con jornadas maratonianas de doce horas, forjaron y templaron el carácter de un niño que, en vez de infancia, tuvo por compañero a un saco de arena que colgaba de un árbol. Cuando acababa de trabajar junto a su padre y después de pelear con sus hermanos mayores, Joe se empleaba a fondo con el saco. Con doce años, después de haberse curtido en varias peleas callejeras en los descampados de Filadelfia, Joe orientó su motivación personal a tratar de imitar al que sería, para siempre, su gran ídolo. Se trataba de otro Joe, también de color y también de origen más que humilde. Joe Frazier soñaba ser tan grande como Joe Louis, el bombardero de Detroit. Ni siquiera su amor de toda la vida, Florence, con la que se casó con apenas 16 años recién cumplidos, fue capaz de sacarle a Joe de la cabeza ese sueño de querer ser tan grande como Louis. Tampoco cambió de opinión cuando tuvo que pasar una temporada ayudando a sus hermanos en Nueva York. Un año más tarde, entró a trabajar en un matadero, el sitio ideal para esculpir su cuerpo, moldear su corpulencia y hacer granítico su espíritu. Cuando descubrió el gimnasio de la Liga Atlética de la Policía, en la calle 23, su vida cambió.
El veterano entrenador Jack Durham acogió a Joe, le puso delante de un saco y le dijo: «Vamos chico, demuéstrame lo que sabes hacer. A ver cómo sacas humo al saco, Joe». Frazier, después de toda una vida dedicada a golpear el saco, dejó con la boca abierta a los allí presentes. Ese mismo día, le regalaron una toalla, le abrieron una taquilla a su nombre y le colocaron el apodo que le acompañaría durante el resto de sus días. Después de su particular exhibición, pasó a ser conocido como «Smokin’ Joe», el humeante Frazier [Del inglés, smoke, humo]. El jefe de la Policía de Filadelfia profetizó: «Este chico es una bestia, algún día será campeón». Joe Frazier, en los Juegos Olímpicos de Tokyo, en 1964, hacía realidad la profecía. Tras ganar la medalla de oro frente al alemán Huber. «Pensé que, a mi regreso, habría una banda de música, una fiesta en mi honor y todas esas cosas, pero cuando llegué, nadie me estaba esperando y nadie había escrito ni una sola línea sobre mis combates». Frazier, un héroe nacional que recibió el trato de indigente por muchos medios de comunicación, tuvo que volver a instalarse en su conflictivo barrio de Filadelfia. Los tiempos seguían siendo muy duros y no había trabajo así que, forzado por las deudas familiares, buscó un promotor que metiera algo de pasta en sus fornidos músculos.
En el verano de 1965, Joe se hizo profesional. Saltó al ring y en los dos primeros minutos logró mandar a la habitación del sueño a Woody Goos. Después se duchó, se cambió y cobró: 500 dólares. Suficientes para que su familia se mudase de aquel estercolero urbano donde se alojaba. La vida de los Frazier fue mucho más fácil cuando la empresa Cloverlay Inc. decidió ocuparse de Joe. Le pagaban 100 dólares y un 25% de las bolsas de cada combate, siendo el 15% para su entrenador y el resto, para los promotores. El dueño de Cloverlay Inc. desafió a Joe al cabo de un mes de contrato: «Si eres capaz de ganar varios combates, nunca pasarás hambre». Frazier contestó: «Si vosotros sois capaces de pagarme, vuestros hijos jamás pasarán hambre».
Dicho y hecho. En un sólo año, doce meses, doce KO’s, Joe Frazier subió al ring en once ocasiones, destrozando a sus once rivales. Su gancho de izquierda era un trueno. Smokin’ liquidó sucesivamente a toda la división de los pesos pesados: primero noqueó a George Chuvalo, un tipo duro; luego derrotó a Oscar Bonavena, un argentino de raza; y después, fulminó a Jerry Quarry, un bisonte con fama de cortarse demasiado. Joe Frazier era una apisonadora y entonces, sin motivo aparente, sucedió lo impensable. Muhammad Ali, El Más Grande, el hombre capaz de flotar como mariposa y picar como una abeja, era desposeído del título de Campeón del Mundo de los pesos pesados. Ali protagonizó un escándalo mundial sin precedentes por su negativa a alistarse para luchar en Vietnam («Nada tengo contra el Vietcong. Ningún mal me ha hecho el hombre amarillo. Aquí tratan peor a los negros y nadie dice nada»), perdió su licencia y la WBA decidió montar un campeonato alternativo para nombrar aspirantes que lucharan por la corona de Ali, ex Cassius Clay («Mi nombre es Muhammad Ali, no Cassius Clay, ése es un nombre de esclavo que no usaré jamás»). Estados Unidos, en estado de shock tras la ausencia de Ali, necesitaba un campeón.
Tras varias eliminatorias, el peso pesado se unificó en 1970. Jimmy Ellis, que apenas habría opuesto resistencia a Ali, estaba en una esquina. En la otra estaba el mejor sureño de toda Filadelfia, Joe Frazier. La pelea duró cuatro asaltos. Los que tardó Smokin’ en convertir a Ellis en un saco humeante, hasta que Angelo Dundee tiró la toalla. Joe Frazier era el nuevo campeón del mundo. Él era un tipo feliz. Su familia había pasado de no tener para la ambulancia a nadar en la abundancia, pero la sombra de Ali era demasiado alargada. Lo era para los periodistas, los expertos del mundo del boxeo y para los aficionados. Para Joe, no: «Voy a dedicarme al rock and roll durante tres años, hasta que ese Ali, Clay o como quiera él llamarse, pueda luchar conmigo». Frazier cumplió su promesa, fundó y lideró su propia banda de rock, Smokin’ Frazier and The Konockouts, y dos de sus hits, donde él hacía las veces de vocalista, llegaron a número uno de las listas de discos vendidos en Filadelfia y diferentes puntos del país. Ali, olvidado por la WBC, con serios problemas económicos y con la amenaza de poder ingresar en prisión, asistía, desde el salón de su casa, a la primera defensa de Frazier, ante Bob Foster. La pelea fue en Detroit y Joe se impuso en dos cómodos asaltos. Ali, furioso, llamó por teléfono a la televisión y dejó un recado para Frazier: «Mientras yo siga vivo, todo el mundo sabe que aquí el único campeón soy yo. ¿Me oyes Joe? Aquí el único y verdadero campeón soy yo. Serás campeón cuando pelees conmigo». Cuatro meses después, Ali y Frazier, ambos invictos, peleaban por la corona.
El duelo más esperado de la historia del boxeo se publicitó de una manera tan simple como explícita: «The fight»(La pelea). Liberado de su compromiso con el Ejército, Ali preparó el combate a conciencia, dentro y fuera del ring. Su primer puñetazo lo dio en la opinión pública americana. Ali aprovechó su carisma, su extravagancia y su particular sentido del show para arrogarse el papel de campeón del pueblo, mientras acusaba a Frazier de ser un robot sin personalidad, un simple lacayo de un sistema donde mandaban los blancos y él sólo era un afable «Tío Tom». Ali trató de provocar y de herir, en lo más hondo, a Joe Frazier. Lo consiguió. Por tierra, mar y aire, Ali promocionó la pelea destrozando dialécticamente a su rival, un tipo introvertido, de escasa formación y que de cara a los medios de comunicación tenía menos palabra que un telegrama. Ali escupió todo el veneno que le fue posible. Primero se mofó de su aspecto físico [«Joe Frazier parece un gorila, se mueve como un mono y todo el mundo sabe que es demasiado feo como para ser el campeón»], luego se metió con su estilo de boxear [«Joe es tan lento y triste que parece un camión de pompas fúnebres»] y se jactó de ganar el combate antes de subir al ring [«Si sueñas con ganarme, será mejor que despiertes y pidas perdón»]. Frazier, herido en su orgullo, guardaba silencio. Prefería hablar en el ring.
El 8 de marzo de 1971, Muhammad Ali y Joe Frazier enardecían a una muchedumbre que reventaba La Meca del boxeo mundial, el mítico Madison Square Garden de Nueva York. Ali se sabía más alto, más eléctrico, más rápido y más talentoso que su rival, vestía calzón rojo, mostraba un gesto relajado y jamás había sido derribado en toda su carrera por ningún hombre. En la otra esquina aparecía Frazier, que se sabía más bajo, más lento, menos atlético y menos talentoso que su rival, pero que tampoco conocía al amigo más popular de los boxeadores, «Frankie Miedo», y aún no había besado la lona. Joe, calzón verde con ribetes amarillos, era la viva imagen de la concentración. Su rostro, impenetrable, buscaba el rostro de Ali como un depredador busca a su presa. El árbitro les pidió que se acercaran, les explicó las reglas del combate y les pidió que se saludaran. Ali gesticuló, evitó la mirada fija de Frazier y le envió otro dardo: «Joe, eres un zoquete». El de Filadelfia contestó: «Te voy a matar».
Tras el tañido inicial de la campana, Ali mantiene a distancia a un impetuoso Frazier, que se traga sin pestañear varios jabs demoledores de «El Más Grande». Ali conecta varias combinaciones explosivas, pero Frazier le acorrala en las cuerdas y descarga un gancho capaz de haber mandado al otro barrio a un mamut. El público se enciende y Ali retrocede. Cuando finaliza el primer envite, Ali hace aspavientos y mueve la cabeza, indicando que Joe no le ha hecho daño. En los siguientes asaltos, del segundo al quinto, Frazier paga el fielato con gusto, como un depredador al acecho de su presa, mientras Ali se gusta en las cuerdas, alternando su famoso «rope-a-dope» con su vistoso uno-dos a la cabeza. Ali domina el combate según las cartulinas de los jueces, pero Frazier sigue de pie, inasequible al desaliento, persiguiendo a su oponente por todo el cuadrilátero, conectando ganchos cortos al cuerpo. Frank Sinatra, la voz, entonces ya relacionado con La Mafia, ocupa una privilegiada silla de ring y confiesa a su círculo más íntimo: «Frazier está más entero de lo que parece».
Ali, incapaz de noquear a Frazier a pesar de haber vaticinado que Joe caería como un saco de patatas en el sexto asalto, vuelve a la carga y apabulla a su rival con lo más granado de su repertorio. La cara de Joe se transforma en una masa tumefacta y deforme, pero al final del sexto, sigue en pie. Norman Mailer, la pluma más afilada de la historia del boxeo, se encarga de recordarle a los presentes que la profecía de Ali no se ha cumplido. La esquina de Joe también: «Él dijo que te tumbaría en este asalto y tu sigues aquí, más fuerte y más orgulloso que él». Esa vitamina B12 contagia a Frazier, que sabe que va por debajo en las cartulinas de los jueces, pero que mantiene intacta su moral. Del séptimo al décimo asalto, Frazier endurece la contienda. Su gancho de carnicero, su arma más letal, amenaza a Ali, que contraataca con golpes curvos y rectos que, como si fueran rayos, truenos y centellas, impactan una y otra vez en el ojo de Frazier, cada vez más hinchado. Ali, confiado, baja la guardia y trata de ridiculizar los movimientos, más torpes, de su contrincante. Frazier no mueve ni un músculo de la cara.
En el undécimo asalto, el odio entre ambos alcanza su punto más álgido. El Madison Square Garden se pone de pie cuando Frazier martillea la cabeza de Ali, que necesita agarrarse para llegar al final del asalto. Muhammad, por primera vez en toda su carrera deportiva, se siente en inferioridad. Durante los siguientes asaltos, ante el acoso indesmayable de Joe, finta, esquiva y amaga hacia un lado del ring para salir hacia el otro. Joe empieza a dar síntomas de fatiga, está herido y no consigue conectar sus martillazos con nitidez. En el último y definitivo asalto, el campeón sale decidido a aniquilar a Ali. Espoleado por su esquina, ignorando el cansancio y el estado deplorable de sus ojos, casi cerrados, Frazier se lanza a un ataque suicida. Joe se imagina que Ali es uno de esos sacos a los que él sacaba humo en el gimnasio de la policía de Filadelfia y tira todo lo que tiene. Su gancho de izquierda, el mejor de la historia del deporte de las doce cuerdas, pura dinamita, estalla en la mandíbula de Ali. Las piernas de Muhammad se doblan, como un junco al viento, y Ali cae, por primera vez en toda su carrera. Los flashes de las cámaras inmortalizan la caída, el mundo se estremece, las radios de todo el país no dan crédito, el Madison enloquece y Arthur Mercante, el árbitro, comienza la cuenta de protección. Ali, que llegaría a confesar que había visto llegar el golpe pero no había podido evitarlo, estaba groggy. Hasta ese día, muchos estudiosos del boxeo habían diagnosticado que era un prodigio de técnica, pero que carecía del suficiente corazón como para salir airoso de grandes batallas. Esa noche, en ese asalto, Ali demostró que su corazón no era del tamaño de un guisante. Después de haber recibido un gancho capaz de hacer descarrilar un tren de mercancías, se incorporó, pura casta, para volver a levantarse cuando el árbitro no había acabado de contar hasta cinco. Caprichos del destino, la primera gran derrota de Ali fue su primera gran victoria. Frazier, entero y exultante, levantaba los brazos, seguía siendo el campeón, por decisión unánime de los jueces. Ali no era un extraterrestre. Frazier había demostrado que era de carne y hueso.
Cuando acabó el combate, Smokin’ Joe atendió a los periodistas, ansiosos por saber qué tenía que decir de Ali: «Él intentó luchar con la boca, yo peleé con los puños». Después del combate, Ali se recluyó en un lujoso hotel de la ciudad, tratando de curarse de la inflamación de su mandíbula. Entonces tocó su puerta el servicio de habitaciones, que pidió permiso para llevarle el desayuno a Muhammad. Una vez dentro, el empleado del hotel se dirigió a Ali: «¿Donde le dejo el desayuno, campeón?». Ali, muy serio, le corrigió: «No me llames campeón, ahora Joe es el campeón». Una vez repuesto de sus heridas, más morales que físicas, Ali recibió a un periodista que le recordó que, antes de su combate ante Sonny Liston, el hampón que fue una marioneta de La Mafia en los sesenta, él había llegado a decir que, si un hombre le derribaba una vez, jamás podría hacerlo dos. Ali hizo examen de conciencia, trató de hacer memoria y le quitó el micrófono al periodista: «Contra Liston dije que si me derribaba una vez, volvería a pelear contra él porque nadie me había derrotado dos veces ¿y sabes qué digo ahora? Que me traigan a Joe Frazier. Nadie me ha derrotado dos veces ¿lo oyes Joe? Si me derrotas otra vez, serás verdaderamente grande. Que me traigan otra vez a Frazier». Y a Ali, hasta en dos ocasiones, le volvieron a traer a Frazier.
La revancha, fue el 28 de enero de 1974, donde Ali se impuso a los puntos en una decisión discutible, ya que las cartulinas de los jueces fueron muy rigurosas con Joe. La trilogía entre Ali y Frazier, el tercer y definitivo combate, fue en Manila, el 1 de octubre de 1975. Aquella fue la pelea más brutal, descarnada y salvaje que haya existido en la historia del boxeo. Joe Frazier y Muhammad Ali, en 14 homéricos asaltos, exploraron los límites del cuerpo humano y descubrieron, puñetazo a puñetazo, que su rivalidad estaba mucho más allá de lo que ellos mismos jamás llegaron a poder imaginar. Ali pensó en abandonar en el décimo, undécimo y penúltimo asalto. Pero cuando la esquina de Ali estaba empezando a cortar las cuerdas de sus guantes, la toalla de Frazier apareció en el suelo. «It’s over, it’s over» gritaron los periodistas. Se había acabado. Joe Frazier, a pesar de que iba dominando la pelea y de que estaba a un solo paso de la victoria, no podía más. Herido, cortado, magullado, con un ojo cerrado por completo y el otro sin apenas visión, además de tener la oreja como una piltrafa, le había dicho a su entrenador : «Eddie, si tu me lo pides, salgo ahí y sigo pegándole». El venerable Eddie Futch miró a Frazier, revisó sus heridas, le acarició la cabeza y cuando vio que su pupilo iba a volver a lo que estaba siendo la Tercera Guerra Mundial, se dirigió a él: «Siéntate hijo, nadie olvidará jamás lo que habéis hecho hoy aquí». Tenía razón. Nadie en su sano juicio podría olvidar, jamás, la furia y la épica de aquellos dos titanes en Manila. Ali trató de festejar su triunfo, pero cayó redondo al suelo, exhausto, sin aire, teniendo que recibir oxígeno, porque apenas podía respirar. Cuando alcanzó los vestuarios, balbuceó: «Joe Frazier es un grandísimo campeón, un gran boxeador. Esta pelea ha sido lo más parecido a la muerte que he visto».
Treinta y seis años después de aquella «Thrilla in Manila», la madre de todas las batallas en Filipinas, Ali y Frazier tenían enemigos diferentes. Mientras Muhammad emocionaba a Norteamérica portando la antorcha olímpica de Atlanta y persistía en su lucha contra la enfermedad de Parkinson, Frazier veía como su cuenta bancaria se desinflaba de manera progresiva, y cómo los que decían ser sus amigos certificaban su condición de sanguijuelas (Don King), lo que le obligó a regentar un gimnasio en las afueras de Filadelfia, vendiendo sus valiosos consejos a los más jóvenes por un puñado de dólares, para no caer en un estado de semimendicidad. Su hijo Marvis, que no llegó a campeón del mundo —cayó KO ante Mike «Ironman» Tyson—, siempre recordó que su padre, después de más de 30 años, no había perdonado las ofensas verbales de Ali, que siempre trató de ridiculizarle [Marvis le dijo a su padre: «¿Papá, que sientes cuando ves ahí a Ali?». Frazier contestó: «Creo que alguien debería empujarle a las llamas». Marvis volvió a la carga: «¿No lo dirás en serio, verdad papá?». Joe remató: «Por supuesto que sí»]
Cuando Ali, ya enfermo, reconoció a The New York Times que se había excedido con Frazier y que «pedía sinceras disculpas» por haber dicho cosas de las que se arrepentía, con el único fin de promocionar la pelea, todo cambió. Joe, todavía lúcido, después de tres décadas de odio hacia su rival, enterró el hacha de guerra en presencia del periodista Alejandro Delmás, que acudió a visitarle a Filadelfia: «Hablamos y quedamos en llamarnos y vernos cuando fuera posible. Pero no he vuelto a tener noticias. Espero que su vida y su salud vayan bien». Pero Ali nunca llegaría a poder visitar a su enemigo íntimo, su némesis. Joe, tras liberar un rencor que parecía eterno (su teléfono llegó a tener un buzón de voz que decía «Soy Joe, astuto como un zorro, vuelo como mariposa y pico como abeja, ya sabes, soy el que le hizo eso a él. Llámame.»), se volcó en recuperar algunos temas de su antigua banda de rock, trató de promocionar su imagen y siguió siendo una celebridad en las calles de Filadelfia. Hasta que los médicos le diagnosticaron cáncer de hígado. Joe, que empezó a trabajar a los seis años y que soportó sin pestañear golpes de Ali «que habrían removido los cimientos de una ciudad», no se derrumbó. Transmitió a su familia que estaba ante su último combate e ingresó en la unidad de cuidados paliativos. Los médicos le dijeron que era su última pelea pero que, esta vez, no podría ganar. Joe se subió al ring y lanzó su último gancho. Con su muerte, murió gran parte de la historia del boxeo. Floyd Mayweather, una de las estrellas del momento, se ofreció a pagar todos los gastos de su funeral; Óscar De la Hoya, El Golden Boy, rezó una oración por el alma de Joe; y Mike Tyson, el terror del Garden, dejó una loa a su figura «siempre fue un orgullo que me comparasen con Frazier». George Foreman, el boxeador-predicador, el gigante que mandó seis veces a la lona al propio Joe Frazier en Jamaica, fue el más explícito: «Buenas noches Joe Frazier. Tu amigo, George Foreman».
En la oscarizada Million Dollar Baby, Eddie, un ex boxeador ciego de un ojo —interpretado por Morgan Freeman—, hace una definición quirúrgica sobre qué significa el noble arte del boxeo: «A la gente le encanta la violencia. Cuando ven un accidente, reducen la velocidad para ver si hay muertos. Son así. Esos son los que dicen ser amantes del boxeo. No tienen ni puñetera idea de lo que es el boxeo. El boxeo es cuestión de respeto, de ganarte el tuyo y quitárselo al contrario». Joe Frazier se pasó la vida ganándose el respeto de los demás.