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Enrique Ballester: «¿Dejar el fútbol? Demasiado tarde»

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Se valora poco que beber agua sea un acto agradable. Nadie dijo nunca «no me gusta el agua potable, no me gusta cómo sabe». El agua entra bien y eso facilita la vida, es esta una verdad inapelable. Además existe esa sensación llamada «sed». Si se te olvida beber agua durante un tiempo considerable, por lo que sea, tu propio cuerpo te lo recuerda y tienes sed más pronto que tarde. Tener sed también facilita la vida, que con todo esto nos muestra su lado más amable.

Imaginemos, por un momento, que el agua tuviera un sabor peculiar, uno de esos que gusta mucho a algunos, pero nada a la mayoría. Esa mayoría tendría que obligarse a beber agua, en caso de querer seguir viviendo. Pienso en ello y solo intuyo problemas y lamentos. Habría que obligar a los niños a beber agua. Dos vasos cada seis horas, por prescripción médica, a regañadientes. Los vasos de agua serían las nuevas acelgas. Discusiones, numeritos y llantos. «Hasta que no te acabes el agua no te levantas de la mesa». Niños castigados sin tele, niños odiando Solán de Cabras. Niños castigados sin TikTok y sin consola. Se valora poco que el agua se beba sola.

Como lo del agua nos sale sin pensar, no lo valoramos lo suficiente. Se ubica en el compartimento vital de las cosas que nos han acompañado siempre. Ese tipo de cosas que solo valoras cuando las pierdes. Una vez incluí aquí el pelo, los mediocentros defensivos y los dientes. Ahora puedo añadir la dignidad, el álbum de cromos del Mundial de Italia 90 y las noches de los jueves y/o viernes.

Cosas que nos han acompañado siempre: el agua, mamá, papá y el fútbol. Lo del fútbol se puede extender en general al deporte, ya me entiendes.

Con el fútbol hay que andarse con ojo: uno sabe cómo llega, pero no cómo se sale. Ser hincha es escalar piedras en la ladera de mi pueblo: vas subiendo y todo va bien hasta que quieres acabar con ello, te giras, miras hacia abajo y te das cuenta de que no sabes bajar, de que no puedes volver sin romperte algún diente. Del fútbol no se vuelve, con o sin dientes. Hay una parte del cerebro del hincha que se pierde para siempre.

Cuidado con el fútbol. Primero entra como el agua. Primero es bueno para la salud, más que recomendable. Juegas y no te cansas, solo te diviertes; y lo ves y lo aprendes y lo sientes y todo es amistad, ilusión y novedad, todo parece que lo estés descubriendo tú, que esté sucediendo para ti, que no le haya pasado jamás a nadie antes. Primero te envuelve la lógica del enamoramiento: una relación sana sin rencores ni culpables.

Pero luego «eres» de alguien, y es inevitable. Luego el fútbol ya no entra como el agua, pero necesitas seguir bebiendo. Luego arrastras un cúmulo de decepciones, heridas y peajes. Cuántas veces me he preguntado por qué sigo viendo fútbol –y pagando por ello-. Cuántas veces me he preguntado cuánto tiempo y dinero he perdido, cuánta energía he desperdiciado, cuánto odio he malgastado a través del deporte. Cuántas veces he fantaseado con cambiar de afición y dedicarme al bricolaje. Cuántas veces me he preguntado si puedo cambiar de vida o ya es demasiado tarde.

Durante la última semana del Mundial de Qatar, mi hija Delia, que tiene once años, me dijo que no iba a ver la final, que se iba a un cumpleaños. «El fútbol es dolor y sufrimiento, papá», sentenció, y yo pensé que me llevaba siglos de ventaja. Después estuve viendo la final con esa frase de mi hija en la mente. Ni siquiera sabía yo del todo quién quería que ganara -o mejor dicho, no sabía quién quería que perdiese-, pero estuve sufriendo de un modo incontrolable, encajando las alteraciones del resultado y del ánimo, calculando con angustia las variables. Era un padecimiento del todo absurdo, pero era, y seguirá siendo, porque a estas alturas de semivejez ya no creo que cambie. Lo que mi hija no sabe –y prefiero que no sepa- es que detrás del dolor y del sufrimiento se esconde la gloria. Una felicidad plena y compensatoria. Un trago de la mejor agua cuando la peor sed. Una posibilidad quizá diminuta, pero a la vez demasiado grande.

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