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El sueño de Harvey Esajas

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Harvey Esajas tiene treinta años. Mejor dicho, ya tiene treinta años. Muy joven para vivir, muy viejo para el fútbol. Al menos eso piensan, eso le dicen todos. Hiciste lo que pudiste, ya intentaste cumplir tu sueño. ¿Querés seguir siendo ese tipo al que la gente le mira la panza cuando dice que es futbolista? Los años promisorios como juvenil quedaron muy lejos. En el medio lo que ya sabés: el desempleo, los reproches, los trabajos cada vez más esporádicos, las mudanzas siempre con el botinero a cuestas, como si fuera el manuscrito brillante que se niegan a publicarte.

Lo primero que aparece en la cabeza de Harvey si piensa en fútbol son las tapas brillosas de un álbum de casamiento de los que se guardan en una caja envueltos en fieltro. Pareciera que cuidando las fotos las personas que están en ellas no fueran a envejecer. Algo así le pasa cada tanto: quisiera saber cómo no volverse viejo. Si la fantasía se le escapa justo cuando está en el punto del penal —con Van Der Sar vencido y la pelota dominada— y se queda en blanco, por ejemplo. Se mira la pierna, mira al piso. No conoce la Aquileida, pero sí lo que Tetis le legó al mundo: la debilidad de su primogénito, el punto flaco de un titán.

Le había gustado Móstoles, con esa cuidada antigüedad tan alejada de los suburbios en los que le tocó crecer. Hasta el aire le sabía delicado, el sol más diáfano. Demasiado tiempo perdido en casa, pensaba. Quizás lo que buscaba siempre estuvo lejos, donde no hubiera tantos recuerdos, donde nadie lo conociera. Pero la vida tenía otros planes. Dicen que el fútbol es tan bello como impredecible: porque no siempre gana el mejor, porque una jugada puede cambiarlo todo. Una mañana soleada de Móstoles, Harvey vivirá la ironía detrás de esa perogrullada. Se siente como si te pegaran una pedrada en el talón. Precisa, filosa y letal. La foto se le hace carne, una cicatriz blancuzca en su piel oscura y cuarteada. Deja de fantasear. Hay mucho trabajo, todavía, por hacer.

Si le preguntan cómo se construye una carpa —y se lo preguntan seguido: en las reuniones, el muchacho que vive de armar circos es una atracción— Harvey contesta, con toda seriedad, que se hace de la misma forma en que supo que debía seguir después de romperse el tendón. Levantándose. No hay un ápice de lástima en sus palabras. Más bien una distancia, un blindaje entre lo que vieron sus ojos y lo que sintió su corazón. El primer día en que pudo ponerse de pie después de la operación se prometió que volvería al fútbol, y que lo haría en Móstoles. Le tomó meses. Sentía que nadie creía en él. Los médicos le decían que aflojara, que iba a lastimarse.

Su familia pensaba que si seguía trabajando de noche y entrenando de día acabaría por colapsar. Le parecía estar otra vez en las inferiores del Ajax, mirando a sus compañeros de buenas y blancas familias irse en auto de la práctica. Él volvía en el tranvía, sudoroso y sin cambiarse, aguantando el sueño para no terminar perdido en el invierno holandés. Al Móstoles no le importó ni su dolor, ni su sacrificio, ni su sueño. Jugó un puñado de minutos. Hubiese preferido no hacerlo. En su lugar podría haber pedido un turno extra en el restorán. Ahí sí lo apreciaban. Era trabajador, dedicado, atento. Pero apareció alguien que siempre había creído en él. Una foto —casi un póster— de un hombre poderoso vestido de blanco, con la diez en la espalda y las rastas al viento.

Él no era como los otros. La familia Seedorf tenía plata, pero Clarence era uno más. Los hermanaba el color de su piel y la sensación de no encajar: un inmigrante y un pobre. Iban juntos para todos lados en la época del Jong Ajax. Por un rato, Harvey no pensaba en el afuera. En el tranvía. En las nubes cada vez más bajas y negras. En las vías adentrándose en la ciudad, alejándolo de un futuro mejor. Eso no le pasaba a Clarence, pero nunca se olvidó de él, ni desde la vereda opuesta. Cuando el Ajax soltó a Harvey, Feyenoord lo acogió. El destino es gracioso, cruel: debutaría como titular y en De Klassieker. Entonces sonó el teléfono. Nos vemos en la cancha, dijo Clarence. Casi podía verlo sonreír.

Después de mucho tiempo, Harvey se sentía feliz. De repente, un centro. Van Der Sar erró el rechazo, y se encontró la pelota a la altura del punto penal. Pateó sin pensarlo. Un tiro torpe, con la canilla más que con el empeine. Giró para correr a gritarlo y lo vio. Tenía puesta la camiseta del Ajax, así que tuvo que esquivarlo. Hubiera querido abrazarse con él. El tiempo los separó, pero ahora volvían a estar cerca. Geográficamente, al menos. Clarence la estrella del Real Madrid, Harvey el lavacopas de Móstoles con sueños de futbolista. Pronto sonó el teléfono. Vení a entrenar, dijo Clarence. Creo que te quedaría bien el blanco. Se acuerda de la ropa suave, flamante. Del césped de un verde imposible. Fotos de un pasado que otra vez parece estar muy lejos, ser otra vida.

¿Cómo se hace para que la calesita de la vida no gire y te deje en el mismo lugar, pero mareado? Cuando era futbolista —a veces hablaba en pasado— Harvey jugaba de defensor. Su misión era que no se le pasara nada. Que el delantero no se escapara en diagonal, que la pelota no cayera detrás suyo, que el pase no lo encontrara habilitando a todos, que un centro no lo sorprendiera sin saltar a cabecear. Noventa minutos llenos de momentos en los que estar presente con cada fibra de su ser. Sus compañeros confiaban en él. Veían al bromista de los entrenamientos —odiaba las prácticas, entonces se escudaba en el humor— volverse un león competitivo ni bien sonaba el silbato. Una peste para los atacantes rivales, una seguridad para los mediocampistas compañeros. Si perdían un cruce, aparecía para anticiparse.

Parecía verlo todo, contagiaba sacrificio. Pero el partido terminaba y era un chico tomando el tranvía de nuevo. Afuera no podía controlar, ni anticipar, ni defender nada. La altanería con la que contaba la historia de su lesión era una cubierta gastada para su interior nostálgico. Si tan solo le dieran otra oportunidad, no iba a desperdiciarla como le pasó en Madrid. Entonces llega el momento cinematográfico, un fotograma más que una foto. Suena otra vez el teléfono. Es Clarence, quién si no. Pasan los años y no se olvida de él. Acá en Milán andan buscando un central, dice. Tomate el primer tren que encuentres. Mira el piso, se mira la panza, se le aflojan las piernas. Funde a negro.

Como todos los días, Harvey se mira. Pero hoy se perdona, se motiva: aunque no es nada atlético, tiene la memoria muscular y la intención invencible de un guerrero. Se ata los cordones con manos temblorosas. Una constelación imposible se despliega a su alrededor: los cracks del multicampeón de Ancelotti bromean sin verlo. Más que un vestuario parece un álbum de figuritas. Trata de disimular, respira hondo y se dice vos también. Vos también sos uno de ellos. Al salir al campo abierto de Milanello el aire le da escalofríos, pero no se deja intimidar. Le cuesta ponerse a punto, entonces se queda entrenando doble, a veces triple turno. Termina el día demolido, y a la mañana está tan entusiasmado que se levanta sin ayuda del despertador. De a poco va sintiendo cómo su cuerpo recupera la potencia. Con cada práctica —con esas figuras, esos fenómenos a su lado— se nota cada vez más en ritmo, un baterista encontrando el tempo después de unos compases. No es el único que lo ve. Carletto deja de hacer una mueca cada vez que Harvey toca la pelota y empieza a convencerse. Quizás recuerde su retiro, esos últimos veinte minutos cuando sus rodillas no daban más. Si no hubiera podido despedirse en cancha, jugando, habría sentido por siempre un remordimiento. El de no irse en sus propios términos.

El número treinta —los kilos que le sobraban, los años que arrastraba— brilla en el verde del cartel luminoso. Ambrosini sale mucho más apurado de lo que requiere el partido, liquidado hace rato. Sabe lo que vale cada segundo para Harvey, que entra con el corazón reventándole el pecho. Enseguida, Pirlo suelta un pase largo hacia el lado izquierdo. Harvey va. Corre con la mezcla de inconsciencia y concentración que sólo conocen los que aman lo que hacen. Dos toques. Uno para adelantar la pelota, otro para tirar el centro. El línea levanta la bandera: Tomasson está en offside. Luego acaba el partido. A Harvey Esajas ya no le importa. Se da vuelta y mira a Clarence. Este recuerdo es una foto que no envejecerá nunca. Todo ocurre en cuatro minutos, veintidós segundos. La vasta extensión de un sueño.

Un comentario

  1. ¡Excelente texto!

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