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Argentina y el mundial: nacionalismo, religión y exitismo

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Fragmento de «Coincidencias», el último spot de Quilmes para el mundial de 2022

Se viene el mundial y con él lo inevitable: las publicidades mundialistas. A la aparición del clásico patriotismo futbolero ahora se agrega la certeza de que esta vez sí, esta vez nos volvemos con la copa. La selección argentina llega a Qatar 2022 como favorita. ¿Según quién? Según los argentinos, claro.  Y sí, aunque me crea por fuera, soy argentina y no puedo escapar a lo que se cifra en la patria, esa condena.

No hace falta ser muy observador para advertir que el argentino tiene una gran imagen de sí mismo. Como a Narciso, le encanta verse reflejado en cualquier superficie, ama hablar de sí y de la argentinidad. Nos encanta que nos miren, nos desvela la imagen que proyectamos, pensamos que los ojos del mundo viven pendientes de nosotros y, para garantizar que la representación visual sea la que esperamos, nos convertimos en los principales proveedores. Somos un país selfie.

Me gustan los mundiales, me gustan los partidos, pero padezco el clima mundialista. Lo peor no son los fanáticos, ni los relatores chauvinistas, ni los comentaristas, ni el repentino patriotismo de himno y banderas en las calles, lo peor son las publicidades.  Porque ahí se condensa todo. El caso de la cerveza Quilmes es emblemático. La historia de su discurso publicitario es la de una mutación: de avisos de cerveza a avisos de mundial, un proceso que se ha ido acentuando en el tiempo y se convirtió en fórmula efectista: nacionalismo + religión + exitismo. Todo ensamblado bajo las formas narrativas del relato épico.

Quilmes no es el único anunciante que apela a estos ingredientes aunque sí es el más persistente y el que impuso un estilo. La cerveza con etiqueta celeste y blanca se las ha arreglado en las últimas décadas para que sus anuncios sean protagonistas de la «gesta mundialista» que nunca llega; se esperan, se comentan, se viralizan, son noticia cuando aparecen. Este año no fue la excepción. El spot  se llama Coincidencias y juega con el pensamiento mágico: distintas personas advierten y hasta fuerzan coincidencias entre 2022 y 1986, año en que Argentina salió campeón por última vez. La presencia de cierto humor puede llevar a confusión: lo que el anuncio subraya es la inevitabilidad de un triunfo. La espada de Damocles está sobre el equipo, justo arriba de la cabeza de su capitán que tiene la última chance para demostrar que juega, siente, sufre y gana como un argentino. Como dijo un viejo dirigente peronista cuando en 2001 se quedó con la presidencia del país: «Argentina está condenada al éxito».

El sueño publicitario de las coincidencias con el 86 no se trata solo de esperanza o deseo sino de una convicción que se volvió reclamo. Si intentáramos resumirlo, sería más o menos así: Messi tiene la obligación de traer la copa del mundo para los argentinos, un pueblo que, entre tanto sufrimiento, merece esta alegría. Messi no puede retirarse del fútbol sin hacerlo. Si no, ¿para qué tenemos al mejor?

A los argentinos el exitismo nos sale fácil. Aun en el fracaso, o mucho más en esas circunstancias, nos agrandamos. Nos creemos un caso único, inentendible para los demás, vivimos convencidos de ser una rareza, el cisne negro de las naciones. Y en el fútbol, vieja metonimia del país, hace cuarenta años que «tenemos al mejor del mundo» y sin embargo hace treinta y seis que no salimos campeones. Es una injusticia, una aberración, un complot, un error de la matrix que debe ser enmendado. La tarea es colectiva: los jugadores en la cancha y los demás alentando. Todos, actuando como argentinos. Sobre esta idea se han asentado los avisos publicitarios en las últimas décadas.

Mi interés por los mundiales empezó en 1978 y se debe a unas paperas infantiles que me confinaron en la cama durante todo el mes de junio. Sin variantes ni opciones en la oferta televisiva, seguí la ceremonia inaugural del primer mundial organizado en mi país, aprendí de memoria la canción («veinticinco millones de argentinos jugaremos el mundial»), vi el debut contra Hungría y fui aprendiendo los nombres de los jugadores y los números, asignados alfabéticamente. Cuarenta y cuatro años después, todavía recuerdo el 1 para Alonso, el 2 para Ardiles, el 5 para Fillol, el 10 para Kempes, el 14 para Luque. Miré todos los partidos hasta llegar a la final contra Holanda. La escalada del equipo nacional parecía natural, lógica, y el triunfo, inevitable.

Pero a esa primera copa del mundo que organizó y ganó Argentina gran parte de los aficionados locales prefiere olvidarla. La narrativa sobre el fútbol nacional suele saltearse un triunfo demasiado cargado de historia y culpa: el mundial 78 nos recuerda que nuestro pobre nacionalismo nos hizo festejar un evento, aprovechado por el gobierno militar para limpiar su imagen, de la misma manera que cuatro años después celebramos el comienzo de la guerra por las Malvinas. Los dos hechos se vivieron como una gesta patriótica: la misma plaza, las mismas banderas, los mismos cantos (“el que salta es un holandés/el que no salta es un inglés”). Es que el patriotismo –último refugio de los canallas, decía Samuel Johnson– tiene esas cosas; nada como armarse contra un enemigo extranjero para convertir una bandera en causa común. Nada como el clima mundialista para exaltar a la patria y contrarrestar la «campaña anti-Argentina». Nada como la venganza de un gol tramposo y otro brillante para tapar derrota y humillación. Porque «los argentinos nos caemos y nos levantamos».

Suena  una inconfundible marcha militar sobre las imágenes de un estadio repleto y por encima, la voz del locutor: «Mundial 78, una muestra de lo que los argentinos somos capaces de hacer. Continuemos por el camino trazado haciendo más y mejor el país que deseamos». Mientras tanto, en blanco y negro, los millones de papelitos que representan a cada uno de los habitantes se confunden con los jugadores: Tautológico, el eslogan del final: «Argentina: voluntad de los argentinos».

Los comerciales mundialistas, tal como los conocemos hoy, no nacieron en ese momento sino en la década del noventa, lo que sí sobrevivió es ese espíritu que mezcla el fútbol con la nacionalidad y quiere mostrarle al mundo lo que somos capaces de hacer. Cuando el fútbol se hiper profesionalizó y se volvió definitivamente global, el mercado publicitario se volcó de lleno al deporte y apareció la figura del sponsor oficial: la cerveza Quilmes fue uno de los primeros de la selección argentina y estrenó su retórica, quizás tímidamente, en el mundial de Estados Unidos 1994  con Maradona como estandarte.

Desde entonces, cada cuatro años vemos ondear en cámara lenta las banderas con el viento. Cada cuatro años somos convocados a cambiar el rumbo de los acontecimientos y a hacer algo todos juntos.

En el aviso de Francia 98 , un locutor con tono indescifrable –¿cuál habrá sido la intención de esa caricatura de doblaje?– le grita al mundo que Argentina quiere ganar el mundial y para eso «les enviamos a veintidós de nuestros mejores hombres, que llevan metidos bajo su piel a treinta y tres millones de personas». Es como un niño intentando llamar la atención de los mayores, pero no se puede describir, hay que escucharlo: «Hagámosle sentir al mundo lo que somos capaces de hacer». Este podría ser el punto más alto de vergüenza ajena y sin embargo habrá otros.

Para el de Corea y Japón 2002 hubo una canción con pretensión de hit  en la que se cuenta una historia que arranca en los viejos mundiales y termina en un presente en el que pide que «tengamos confianza que al fin ganaremos» porque «es nuestra bandera la que defendemos, mostrémosle al mundo que juntos podemos». Eso sí, la selección se volvió en primera rueda y, sobre la marcha, hicieron otro spot . Como el triunfalismo ya no tenía sentido recurrieron al aguante, otra fanfarronería nacional. En medio de una crisis política, social y económica que hundió a más de la mitad de la población en la pobreza, los jugadores de la selección subieron a la tribuna y alentaron a la gente: «Vamos vamos Argentina, vamos vamos a ganar, que esta barra quilombera, no te deja no te deja de alentar».

En Alemania 2006  volvieron a intentar con un locutor, esta vez en variante religiosa. La forma es la de una plegaria que se va anclando sobre imágenes de benditos y malditos.

Bendito sea el mundial con que soñamos
bendito cada nombre que ha sido designado
benditos los pibes que siempre sacamos
el peso de la historia
el respeto ganado
Malditos sean los recuerdos dolorosos
la impotencia y la injusticia que vivimos
el volvernos a casa cada uno por su lado
las finales sin jugar, el quedar en el camino

El rezo sigue y el mensaje es claro: benditos los argentinos, malditos los demás. Este es un momento de quiebre porque la religión entró de lleno a la cancha y ya no hubo vuelta atrás (se fueron sumando velas, santuarios, estampitas y, cuando creíamos que no podía haber más, metimos un papa argentino y bien populista; pero faltaba un poco para eso). Los creativos se cebaron y para Sudáfrica 2010  cambiaron al narrador: ¿quién puede ser capaz de interpelarnos sino el mismísimo dios? «Hola, ¿me escuchan, argentinos? Sí, soy yo. Falta poco y quería decirles algo». Lo tantas veces sospechado se confirma: dios es argentino (aunque después del 4 a 0 de Alemania hubiera sido oportuno revisarlo).

El mundial 2014 se jugaba en Brasil y no hay nada mejor que diseñar una estrategia de matones basada en la provocación al «eterno rival». Esta vez, el aviso de Quilmes se llama Con qué se van a encontrar  y apela al chauvinismo más barato. Aun así, no fue el comercial más vergonzoso de ese mundial: al canal deportivo TyC Sports  le pareció bien usar de protagonista al Papa Francisco. Incalificable.

Argentina llegó a la final en 2014 y perdió; la hinchada lo terminó aceptando con una actitud que un observador desprevenido podría confundir con estoicismo frente a la derrota. En 2015 y 2016, en la Copa América, también llegó a las finales y volvió a perder. Eso sí fue intolerable para el hincha argentino, que puede bancarse perder contra Alemania, pero no contra Chile y mucho menos dos veces seguidas. Entonces, la publicidad para Rusia 2018  se hizo eco del reclamo desde las tribunas hacia los jugadores: “en sus equipos hacen treinta goles y acá nada”, “perdimos tres finales”, “les pedimos que pongan huevos”.

Y llegamos a Qatar 2022. Hay nuevo spot, hay otros ánimos, hay exitismo. Ya no nos tenemos que defender de un complot, tampoco de una campaña anti-Argentina, no hacen falta grandes dosis de nacionalismo ni de épica ni de religión porque el equipo de Scaloni no para de ganar.

Lionel Scaloni asumió como director técnico de la selección como un parche de tantos a los que nos tiene acostumbrados el fútbol local. Con cada derrota deportiva todos prefieren repartir culpas, señalar fracasos y hacer como que se empieza de cero. La vuelta temprana desde Rusia era un final cantado para un proceso que tuvo más conflictos que deporte (en cuatro años la Asociación del Fútbol Argentino tuvo cuatro presidentes distintos y pasaron tres directores técnicos por la selección). En ese contexto, pocos se tomaron en serio al nuevo entrenador, considerado provisorio hasta que llegara el verdadero, y pedían por algún ganador con triunfos para mostrar; podía ser Diego Simeone («para que limpie este plantel de fracasados amigos de Messi») o Marcelo Gallardo («para que ponga más jugadores del torneo argentino antes que los de Europa»). Contra todos los pronósticos, Scaloni fue ganando partidos y empezó a ser mirado con otros ojos, primero con simpatía condescendiente y al final con entusiasmo explícito. En el medio nació «La Scaloneta», apodo con el que se conoce a la selección que él dirige y de la que Messi es líder deportivo y, por fin, espiritual.

Por primera vez la afición argentina ya no discute a Messi: que no siente la camiseta, que no canta el himno, que no se carga el equipo al hombro, que sólo gana cosas en Europa, que nunca va a ser “el Diego”. Con la renovación generacional de la selección, con los treinta y cinco partidos invictos y, sobre todo, con la Copa América ganada frente a Brasil en el Maracaná en 2021, cambió la percepción de la hinchada sobre Messi. Es como si mágicamente se hubiera ganado el derecho de ser considerado un jugador argentino.

Eso sí, lo único que no le van a perdonar es que no gane. Está condenado al éxito.

 

3 Comentarios

  1. ¡Vamos vamos Argentina !.

  2. Leo Messi es el Sugar Ray Leonard del fútbol.

  3. Este mundial viene viciado con motivaciones políticas del clásico del peronismo: pan y circo, para intentar «aliviar» o «disimular» un poco la tremenda crisis de la cual no saben como salir.

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