Juegos Olímpicos de París

En la grada, sentado al lado de la Reina, está el de Sherlock

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Arthur Conan Doyle en Venecia en 1902

Uno de los placeres de leer la crónica deportiva olímpica es abrir las páginas de los periódicos y encontrar las glosas de los grandes columnistas como Carlos Arribas (El País), con la hipérbole y el texto trabado, el directo Ian O’Riordan del Irish Times o quien quiera que sea ahora el exponente de la gloria en el muy machista gremio de los grandes corresponsales deportivos franceses, donde hicieron fortuna y nombre Felix Levitan o Henri Desgranges. Y no me estoy inventando nada; rastreen las declaraciones de la presentadora francesa Marie Portolano al hilo de las historias de abuso de poder y humillación del intocable Pierre Ménès. Y resístanse a reenviárselo a sus amigas periodistas.

Leer bellas líneas, volviendo a la idea inicial. Esa es una de las razones por las que uno se tira esperando cuatro años entre grandes eventos en la mayoría de los casos. Es una larga travesía del desierto que cubre las largas Olimpiadas, que no son el evento sino la tregua temporal entre ellos. Meses de tedio y de rutina de ligas menores, de prensa fotocopiando clichés hasta que se acerca el gran periodo deportivo. Donde todos meten músculo. Dinero no pero, al menos, músculo al teclado y el micrófono. Y ahí destacan los talentos.

Vayámonos a 1908. Primeros Juegos que acoge Londres (y lleva tres). Sir Arthur Conan Doyle no hacía trabajo periodístico pero esta vez hizo una excepción. Para que se le quitaran los miedos, fue el mismo Alfred Harmsworth, Lord Norcliffe, quien le puso una cifra. Al novelista escocés le pagarían una buena soldada por ser el cronista de la mayor parte de los Juegos Olímpicos.

Norcliffe, que por aquellos días era el magnate inglés por antonomasia de los periódicos y de la publicación en general, dueño absoluto del Daily Mail y del Daily Mirror e inversor de un Times en la bancarrota. Además se había empeñado en desarrollar la prensa de cara a sus nuevos clientes, las clases populares, y que ya era una opinión respetada a todos los niveles en los años previos a la Primera Guerra Mundial. De tal modo que el gerifalte del olimpismo británico de esos días, William Grenfell, Lord Desborough, quiso tenerle de su lado y le ofreció patrocinar los Juegos de la capital británica. Que no fuera por dinero, pensaron por Fleet Street y en Piccadilly.

En resumidas cuentas, el autor de Sherlock Holmes se convirtió en la pluma que retransmitiría al mundo la gloria y miseria olímpicas desde los asientos nobles en las gradas del estadio de White City —que saldría prácticamente gratis a Londres, por si quieren tomar nota los gestores— y, para retomar el espíritu de estas columnas jotdownianas, relatar las hazañas del más prístino de los deportes: el atletismo.

Y vaya si lo hizo.

De su escritura novelesca surgieron líneas dedicadas a los maratonianos que llegaron agonizando después de patalear durante 42 kilómetros y, por primera vez, 195 metros, en el calor londinense. Se le llegó a incluir entre quienes ayudaron a llegar a meta al italiano Dorando Pietri, hecho este que hizo que fuera descalificado a la llegada del maratón. Mentes alucinadas y fans iluminados le incluyen entre los jueces de la foto, cuando la realidad es que Conan Doyle estaba en la grada, a escasos metros del poder, cerca de la Reina Alejandra. Doyle describió aquello que hoy figura en la leyenda del atletismo, para quien sepa o quiera documentarse: “Estaba a pocos metros de mi asiento. Entre figuras encorvadas y manos que se agarraban, alcancé a vislumbrar el rostro demacrado y amarillo, los ojos vidriosos e inexpresivos”.

El honorable Doyle, siempre movido por un sentido de rectitud, promovió una colecta entre los lectores del Mail. «I should be very glad to contribute five pounds to such a fund if any of the authorities at the Stadium would consent to organise it». Y consiguió en horas un solidario botín popular para el italiano de más de trescientas libras. Ya les digo que era un líder de opinión respetado.

Otra cosa es si Pietri necesitó el dinero para mantener cama y comida; ya les digo que no. Tras el fantástico finale londinense, Pietri ingresó en el circuito profesional de la época y se sacó un pastizal corriendo contra otros maratonianos. De hecho contaba con su hermano Ulpiano Pietri, que era un piernas y que se apropió del papel de manager con tal ímpetu que le llevó a decenas de carreras de exhibición por Estados Unidos en la mismísima edad de oro de las carreras a pie profesionales.

Volviendo a Doyle, ¿haría falta hoy día una alma limpia como la suya que suministrase consuelo a los grandes dramas de Paris 2024? No hace falta llegar a tanto. Si no mecenas bien intencionados, al menos exijamos grandes relatores olímpicos, a quienes leer u oír sin prisa. Durante las jornadas hemos visto quebrarse la rodilla de la reina del badminton Carolina Marín, las inexplicables descalificaciones y posterior admisión como la de la atleta keniana Faith Kipyegon, eliminaciones in extremis por centésimas de segundo, canastas en la última jugada o centímetros que demuestran que, dentro de la belleza del deporte reside la implacable ciencia de la medición.

Ahí hay grandes historias. Ahí reside el contexto. El deporte se estableció para dar un paso más dentro de la exhibición del portento físico y acercar la competición —y hacerlo demasiado— a la batalla.

Yo me daría con un canto en los dientes si los medios de comunicación siguieran teniendo en plantilla maestras como Paloma del Río, aunque entrase en directo desde su retiro playero a darnos una lección de cómo se conoce lo que se retransmite. De lo contrario, todo será echar de menos piezas como aquella de Wright Thompson, que recorrió desde las prisiones de Florida hasta preguntar a sacerdotes de vudú en Haití, con tal de encontrar una vieja gloria del baloncesto escolar. Mientras, mucho grito y mucha etiqueta sobada.

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