A decir verdad, la mundología acerca del caballo siempre me ha resultado un tanto ajena. Y eso que el caballo encierra una fábula harto misteriosa: es el único animal que permite al hombre, ese otro animal, subirse encima de él. La película Ben-Hur, con su célebre carrera de cuadrigas, me trae mala conciencia cada vez que la veo entre el vicio repetitivo y la molicie. Me resultan mucho más admirables los caballos negro azabache, los del pérfido romano Masala, en contraste con los blancos ejemplares que domeña en inferior de condiciones Charlton Heston, alias Judá Ben-Hur.
La tradición de las carreras de cuadrigas de Roma la heredó Constantinopla. En el actual Estambul, en el entorno de Sultanahmet Meydani (donde los obeliscos de Teodosio y de Constantino), intenté recrear con imaginación de cartón piedra cómo debió ser la magnificencia de su Hipódromo, con sus bandos divididos en azules y verdes, y las colosales trifulcas políticas que, como en tiempos de Justiniano, solían fraguarse en sus graderíos. Todo fue en vano. Hoy, entre Santa Sofía y la Mezquita Azul, sólo se ve por la zona alguna que otra ridícula calesa para turistas.
Por el lado deportivo, las retransmisiones de hípica siempre me parecieron tediosas, sobre todo en época de olimpiadas. Recuerdo que antaño, en la era analógica, solían emitirse por la segunda cadena de RTVE muchas retransmisiones de hípica. Ignoro el nivel de audiencia de que gozaban. Confieso con malicia que veía con placer solapado el momento en el que el jinete se caía del caballo al saltar fallidamente sobre el obstáculo más acusado del ejercicio. Normalmente las caídas resultaban harto aparatosas, pero eran muy estéticas de ver. La repetición del percance (la R mayúscula parpadeaba a mayor y menor tamaño en una esquina del televisor), hacía aún más aparatosa la caída.
Si la hípica me resultaba un insufrible tostón, muy al contrario me sucedía con las carreras de caballos. Los aficionados a la cosa hablan del turf. Nunca supe apenas nada –y sigo sin saber casi nada– sobre los equinos de carreras ni sobre las virtudes técnicas de los sacrificados jockeys (me niego a usar la permitida expresión en español: yóquey). Y, sin embargo, todavía hoy recuerdo lo llamativo que, siendo yo niño, me resultaron las sudadas crines de los caballos y, sobre todo, las chaquetas de colorines que gastaban los jockeys cuando iba los domingos de invierno a las carreras en el hipódromo de Pineda, en Sevilla.
Por televisión no me perdía la retransmisión anual del Aintree Grand National, la más famosa y larga carrera de obstáculos que se celebra en Liverpool. No sé el motivo escabroso o misteriosamente incomprensible que me hacía pensar así. Pero los caballos que seguían cabalgando en solitario largos tramos libres y sin dueño (el jinete se había caído en uno de los obstáculos), los asociaba yo, sin saber por qué, a los caballos que describe el Apocalipsis de Juan. Sí, ya lo sé. Faltaban encima de estos equinos el jinete del hambre, el de la gloria, el de la guerra y mi favorito: el de la muerte. Pero verlos correr sin el jockey, compitiendo con los que aún montaban sobre sus jamelgos pura sangre, transmitía una sensación como de estampa de fin de los tiempos sobre el erial de la tierra abonada con azufre.
Por el gran Fernando Savater, aficionadísimo al turf, hemos conocido los profanos las crónicas de las carreras de caballos más importantes. Entre ellas la que tiene lugar en la ondulante y al parecer dificilísima pista de Epsom, en Inglaterra, o las carreras de París, con su prestigioso premio Arco del Triunfo. La cita en Ascot, en el condado inglés de Berkshire, se conoce no sólo por pertenecer al Grupo 1 de máximo nivel en el turf mundial, sino porque los asistentes de la «high society» se acicalan y se visten con galanudos atuendos y sombreros de diseños morrocotudos.
Nunca he asistido en España a las carreras de caballos, por ejemplo, en Lasarte o en la Zarzuela. Y sólo he visto por televisión las carreras de agosto de Sanlúcar de Barrameda junto al salobre Guadalquivir de Bajo de Guía. Pero sí me recuerdo, como decía, de niño en el hipódromo de Pineda (el de Dos Hermanas es mucho más tardío). Y fue aquí, en vivo y en directo, donde se me quedó grabado en el recuerdo lo antedicho. Esas crines sudadísimas de los caballos (sobre todo cuando les quitaban sus monturas) y la estampa menudísima de los jockeys, de los que me quedaba embobado admirando los colores chillones de sus gorras y chaquetillas. El clamor en los graderíos en la recta final y el sonido de los caballos al galopar por la pista también se me inocularon en lo hondo.
Sacaba yo mi boleto de apuesta, bien a Ganador o a Colocado, las dos opciones por las que se permitía apostar (ahora que caigo a los niños no se les prohibía jugar con dinero). Pero nunca aposté al favorito de cada premio. Siempre lo hacía al caballo cuyo jinete gastaba el color de la chaquetilla que más me atraía. Tal vez fue aquí, quién sabe, donde se fraguó mi interés tardío por la simbología de los colores. Pero, siendo niño, yo sólo me sentía atraído por la mezcolanza de esos crisoles tan vivaces, que en verdad resultaban horterísimos, pero que le daban un colorido sin igual a las carreras y al ambiente en general del turf en mi ciudad.
Ahora sé cromáticamente lo que antes no sabía. Mi color favorito era el rosa palo, que solía combinarse con naranjas estridentes, verdes picantes e incluso marrones o celestes en forma de rombos, lunares o listones. No tenía ni pajolera idea de que el rosa, en el antiguo Egipto, fuera el símbolo de la regeneración ni que para muchas religiones significara la fusión entre la sabiduría divina (el blanco) y el amor divino (el rojo). Todo lo más, a lo único que llegaba a saber de niño era que el rosa lo conseguía mezclando en los dibujos del colegio el rojo del plastidecor con el blanco.
También me gustaban los jockeys con chaquetilla color violeta, ignorando por supuesto que el violeta, mezcla de rojo y azul, significase el amor a la verdad y el amor de la verdad y, ni mucho menos, que simbolizase la Pasión de Jesucristo y que el propio Jesús, cuando se despoja de su naturaleza humana para unirse con Dios, adopta ropones de color violeta. De haberlo sabido con nueve años, podría habérmelas dado de aspirante a nuevo mesías. Otro color por el que me gustaba apostar era por el caballo del jockey que lucía su chaquetilla color naranja. A su debido tiempo fui comprendiendo que el naranja butano no sólo era el color distintivo del primer José María García, el periodista deportivo de fama tiempo ha (apodado «el butanito»), sino que el naranja era también el color simbólico de las bodas místicas. Identificaba por igual a los matrimonios consagrados y, por oposición, era el distintivo asociado al adulterio (la flor de la caléndula, de color anaranjado, será el atributo de los maridos cornudos y engañados).
No tenía ni idea, en fin, que todos los vivísimos colores que tanto admiraba en los jockeys significaban para el sabio Aristóteles la debilidad del blanco y de la luz ni que Schubert, entre otras tantas cosas, aborreciese el verde –y no el amarillo– por creerlo el color del infortunio.
Me pregunto qué habría sido de mí si hubiera nacido daltónico. Habría visto todo en blanco y negro, como los caballos negros de Masala y los blancos de Ben-Hur. Quizá, mira por donde, la vida habría resultado más sencilla.