André Agassi y Pete Sampras lo compartieron todo: generación, fama, éxitos deportivos, país y marca deportiva, que no es poca cosa. En 1990 jugaron su primera final de Grand Slam. Para entonces, Agassi ya era una celebridad en el mundo del deporte y fuera de él. Con apenas 20 años, combinaba lo peor de la moda hortera de los 80 con el principio del «grunge» para todos los públicos. Algo así como un Axl Rose de la raqueta.
Enfrente, tenía a un hijo de inmigrantes griegos, un año menor que él y prácticamente desconocido para los no iniciados. Se sabía que Sampras era un chico consistente pero no tenía ni la arrogancia de Aaron Krickstein, ni el carisma de Agassi ni la contundencia de Jim Courier ni el Roland Garros de Michael Chang, quien se adelantó en el palmarés a su generación derrotando a Lendl y a Edberg en aquella extraña edición de 1989.
Es difícil que surja en un mismo país un número parecido de jugadores adolescentes con tanta calidad y, de todos ellos, quizá el menos llamado al éxito era el aún torpe y desgarbado Sampras, un chico con un saque y una derecha descomunales pero con serios problemas técnicos en las primeras etapas de su juego. Como dijo Agassi en su autobiografía, viéndole jugar a los 17-18 años, había serias dudas de que pudiera labrarse un futuro como profesional.
El caso es que ahí estaban los dos, en la pista central de Flushing Meadows, dispuestos a jugarse el US Open: el famoso y consolidado chico de 20 años contra el modesto y trabajador chico de 19. Era la segunda final de Grand Slam para Agassi y nadie dudaba de que se haría con una victoria fácil después de derrotar al campeón Boris Becker en las semifinales. Desde luego, Agassi no lo dudaba y salió a la pista confiado y tranquilo. Tan confiado y tan tranquilo que a las dos horas ya estaba de vuelta en el vestuario después de perder 6-4, 6-3 y 6-2.
No es que se llevaran mal, pero tampoco se llevaban bien. Igual que Nadal y Federer pueden coincidir en una formación humilde y se sienten cómodos sin llamar la atención —todo lo contrario de Djokovic, por poner un ejemplo—, Sampras y Agassi eran demasiado diferentes como para tener una relación normal. Basta con leer sus autobiografías para darse cuenta: la de Sampras es una base de datos, un ordenador que fija fechas y resultados, asociando alguna sensación si no queda más remedio, mientras que la de Agassi es un aluvión de ansiedades, angustias y desahogos… como fue su carrera, por otro lado, un continuo sube y baja hasta que llegó 1999 y conoció a Steffi Graf.
El hecho es que Nike los enfrentó como los dos grandes polos opuestos de los 90, pero la carrera estaba un poco desequilibrada: desde aquella final del US Open y hasta el año 2000, Sampras ganaría 12 títulos más de Grand Slam, Agassi solo la mitad, tres de ellos justo en ese periodo entre junio de 1999 y enero de 2000 bajo el influjo de la, para muchos, mejor tenista de la historia.
Títulos aparte, Pete Sampras copó las listas de la ATP terminando seis años consecutivos como número uno y sumando más semanas en esa posición que el mítico Jimmy Connors. Ganó al menos un grande por año de 1993 a 2000 y descansó en 2001. Las cosas no fueron a mejor en 2002 sino todo lo contrario: después de haber ganado siete veces Wimbledon, sufrió ese año una muy embarazosa derrota ante el desconocido George Bastl en segunda ronda de su torneo favorito. A los 31 años, Sampras estaba al borde de la retirada forzosa; desganado, desilusionado, lejos de los diez primeros del ranking…
En cambio, Agassi vivía una segunda juventud. La treintena le sentó de maravilla y su nuevo matrimonio con hijos, después del chasco de Brooke Shields, reactivó su carrera de manera milagrosa. Después de tocar fondo en 1997, fuera del top 100 de la ATP, semi-retirado, jugando torneos menores, previas de clasificación y coqueteando con la depresión y las drogas, el de Las Vegas había vuelto a lo grande: acabó 1999 como número uno del mundo tras ganar Roland Garros y el US Open. En 2000 fue a jugar a Australia después de muchos años y encadenó dos títulos consecutivos.
Llegaba a Nueva York como cabeza de serie número seis —acabaría el año en segunda posición— y con la vitola de uno de los grandes favoritos al título. El niño mimado de la afición de Flushing Meadows era ahora el hombre mimado. Las cosas no habían cambiado en 12 años: Agassi se llevaba los flashes y las sonrisas, Sampras tenía que ganarse el respeto desde la sombra.
Sin embargo, algo hizo clic en esa edición: Agassi cumplió los pronósticos por su lado del cuadro y Sampras, desahuciado por toda la crítica, empezó a re-encontrar sensaciones: después de estar al borde de la eliminación contra Greg Rusedski en tercera ronda, se impuso a Tommy Haas, a Andy Roddick y se llevó cómodamente su semifinal contra Sjeng Schalken. De acuerdo, su camino había sido relativamente sencillo, pero ahí estaba: en su octava final del US Open.
Enfrente, doce años después, su némesis, el ahora rapado Andre Agassi quien, en su semifinal, derrotaba al campeón y número uno del mundo, Lleyton Hewitt, para repetir la final de ensueño.
Aquel era el escenario ideal para la revancha. Agassi estaba jugando mejor que nunca en su carrera y tenía ante sí la posibilidad de deshacer el recuerdo de 1990 y dar la puntilla a su archirrival. En su contra jugaba una semifinal más larga sin apenas descanso, pero la diferencia tenística entre ambos rivales parecía mayor incluso que la que les separaba cuando eran adolescentes. La prensa coincidía: era una brillante despedida para Sampras de la alta competición… pero el título se lo llevaría Agassi.
Así que estábamos en las mismas: André salió sonriente, confiado, tranquilo, zen, con su rubia mujer animando en las gradas… y a la hora y media de partido ya perdía dos sets a cero. ¿Cómo demonios era posible? Aquella era la cuarta gran final entre ambos y el «hermano mayor» solo había sido capaz de ganar una, en Australia. En las otras tres apenas pudo hacer un set.
Y exactamente un set es lo que haría en Nueva York aquel año de los ocasos, justo en el aniversario de la tragedia del World Trade Center. Con la pasión estadounidense al rojo vivo, Agassi forzó la cuarta manga pero no dio más de sí y perdió 6-4. De nuevo, subcampeón. De nuevo, su enemigo íntimo recogiendo el título que le pertenecía a él, el decimocuarto de un Grand Slam, el quinto en Nueva York.
Agassi, que después definiría a Sampras como una «máquina sin sentimientos» y un agarrado incapaz de dejar propinas, capeaba el temporal como podía. Lo suyo era empezar en el escenario y acabar en la platea, aplaudiendo. No le gustaba nada y se podía notar. Su talento era tan grande que probablemente no se merecía un competidor tan cruel: aquel fue el último torneo de Pete, un adiós memorable. No se podía mejorar lo hecho, así que se retiró de una manera extrañísima: se limitó a dejar de jugar torneos, guardar silencio ante las especulaciones y aparecer en Flushing Meadows un año después para anunciar lo que ya era evidente: que no iba a jugar más. El curioso método Sampras.
Agassi sí continuó. Para no gustarle el tenis, lo supo disimular muy bien. Tuvo tiempo de ganar en Australia en 2003 y sufrir en sus carnes el inicio del vendaval Federer, contra el que jugó una mítica final, también en el US Open, en 2005, ya con 35 años a sus espaldas y nunca mejor dicho porque fue precisamente la espalda lo que le retiró en 2006 ante otro Becker, Benjamin, también alemán, en tercera ronda de un US Open que probablemente su salud no le habría permitido jugar si su orgullo no hubiera mediado, tan terco como siempre.
Si Sampras se había retirado con 14 grandes en el bolsillo, Agassi lo haría con 8. Juntos compartieron varias Copas Davis. Fuera de la pista siguieron con su relación de amor y odio. Como ha quedado dicho, Sampras escribió una autobiografía en la que Agassi era poco más que un nombre en un listín telefónico y Agassi escribió un libro en el que Sampras quedaba como un tipo con una capacidad de empatía parecida a la de un conejo.
Puede que le sentara mal. Tuvo que sentarle mal, seguro, y algún comentario hizo. Eso no quita para que, de vez en cuando, se hagan unas risas en exhibiciones y torneos benéficos. Cumplidos los 40, los enemigos deportivos suelen convertirse en cosa del pasado. Si incluso Karpov acabó jugándose la libertad para sacar de la cárcel a Kasparov, ¿qué podemos esperar de dos eternos adolescentes que anunciaban zapatillas y hamburguesas?