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Knicks: fe, sufrimiento y la eternidad del Madison

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Madison Square Garden

«¡Bienvenidos al Madison Square Garden, la meca del baloncesto, la catedral donde la historia se escribe en sudor y pasión! Señoras y señores, estamos en el Juego 7 de las Finales de 1970, Knicks contra Lakers, todo o nada, la noche que definirá a una generación. Y atención, porque algo está pasando en la salida del túnel… ¡ES WILLIS REED! ¡WILLIS REED ESTÁ ENTRANDO A LA CANCHA! El Garden explota, la gente está de pie, esto es un terremoto emocional. ¡No podía ni caminar esta mañana y ahora está aquí! ¡Los Knicks han encontrado a su líder y Nueva York acaba de estallar en júbilo!

Empieza el partido y ahí está Reed con el primer lanzamiento… ¡BOOM! ¡Primer tiro y adentro! Y ahora otra posesión para los Knicks… ¡Reed la vuelve a meter! ¡Dos de dos para el capitán! ¡El Garden se viene abajo! Los Lakers miran desconcertados, Wilt Chamberlain no sabe qué hacer, y los Knicks están en modo caza. ¡Walt Frazier toma el relevo y está desatado! ¡Asistencia, robo, canasta, tiro tras tiro! ¡Frazier está jugando el partido de su vida, 36 puntos, 19 asistencias, pura elegancia, puro Nueva York!

Últimos minutos, los Knicks están arriba, la gente ya no aguanta más, el Garden es un grito interminable. La bocina suena, ¡los Knicks son campeones de la NBA! ¡Por primera vez en su historia, los Knicks han conquistado el anillo! Willis Reed, el hombre que no debía ni estar en pie, se convierte en el alma de la ciudad. ¡Nueva York es la capital del baloncesto y esta noche, en el Garden, se ha hecho historia!»

Desde 1946, cuando Ned Irish decidió que Nueva York necesitaba un equipo que representara el alma del baloncesto ver un partido de los new york knicks siempre ha sido una prueba de fe, un ejercicio de resistencia emocional, un pacto inquebrantable entre la ciudad y su equipo. Los Knicks han sido más que una franquicia: han sido una historia viva, un drama griego en clave neoyorquina. Como el Joventut en Badalona, los Knicks han conjugado la tradición con la pelea, la estética con la épica, la gloria con el sufrimiento. Son el equipo que nunca se rinde, el que juega con el peso de su propia historia sobre los hombros y, aun así, sigue adelante. Porque esto no va solo de ganar o perder, va de estar ahí, de sentir cada pase, cada suspensión, cada grito del Garden como si el baloncesto fuese lo único que importara en el mundo. Fueron parte de los equipos originales de la BAA antes de que esta se fusionara con la NBL para crear la NBA en 1949. Desde entonces, han habitado un espacio peculiar en la liga, entre la reverencia histórica y el tormento del presente. El nombre, Knickerbockers, remite a los pantalones de los colonos holandeses, pero en algún momento pasó a simbolizar otra cosa: la terquedad de una franquicia que nunca se rinde, aunque la derrota sea su destino más común.

Hay algo quijotesco en el ADN de los Knicks. Desde sus primeras finales perdidas en los años 50 hasta la gloriosa década del 70, cuando Willis Reed emergió de los vestuarios en el Juego 7 cojeando como un soldado herido, pero con la determinación de un héroe trágico, los Knicks han forjado su leyenda en los pequeños momentos de grandeza. Ganaron dos títulos, en 1970 y 1973, y después, el largo invierno. Hubo destellos de esperanza con Patrick Ewing, con Pat Riley y su estética de guerra en los años 90, con Charles Oakley empujando a cualquiera que se interpusiera en su camino y John Starks volando sobre Jordan en una de esas jugadas que no sirven para ganar un campeonato, pero que quedan grabadas en la memoria colectiva como una victoria moral. Las finales de 1994 y 1999 fueron como leer a Dostoyevski sabiendo que el desenlace no traerá redención. Y después, el desierto.

Ser abonado de los New York Knicks sigue siendo un acto de fe. No importa cuántas temporadas mediocres acumulen, cuántos entrenadores desfilen por el banquillo como personajes de un casting interminable, cuántas elecciones del draft se desperdicien en promesas que nunca llegan a ser. Los asientos del Madison siguen llenos, y entre los espectadores, algunas de las caras más famosas del mundo del cine y la televisión. Porque si hay un equipo que pertenece a Nueva York de una manera visceral, es este. Spike Lee es el sacerdote de la devoción «Knickerbocker», una presencia constante en la primera fila, viviendo cada posesión como si fuera el guion de una de sus películas. Woody Allen, con su melancolía habitual, ha asistido a incontables partidos, como si el sufrimiento de los Knicks fuera la representación más pura de su visión del mundo. Edward Norton ha gritado en la grada con la intensidad de un personaje suyo en plena crisis existencial, mientras que Chris Rock y Ben Stiller han usado el Madison como su patio de recreo privado, riendo y sufriendo con la misma facilidad. Rosario Dawson, una neoyorquina de pura cepa, ha proclamado su amor por el equipo como si fuera una maldición familiar de la que no se puede escapar. Y ahí está también Matthew Modine, con su amor inquebrantable por un equipo que no le da nada a cambio más que decepciones y la promesa de que algún día, quizás, todo será distinto.

Nueva York no es una ciudad para la complacencia, y los Knicks son el reflejo de esa naturaleza. Los neoyorquinos no buscan lo fácil, no quieren la perfección inmaculada de los equipos diseñados en laboratorios de marketing, quieren un equipo que los haga sentir algo, aunque sea dolor. Por eso los Knicks siguen siendo los Knicks, una entidad que se arrastra por temporadas caóticas, que lucha contra su propia ineptitud institucional, pero que, cuando brilla, lo hace con la intensidad de un sol que no se esperaba en medio de una tormenta.

Se puede abandonar muchas cosas en la vida, pero no se puede abandonar a los Knicks. Porque el día que ganen otro campeonato –si ese día llega alguna vez– será como el final de una novela que se ha estado escribiendo durante más de medio siglo, con una trama tortuosa y personajes inolvidables. Y entonces, los neoyorquinos, los actores, los cineastas, los taxistas y los vendedores ambulantes, los soñadores y los cínicos, todos juntos, saldrán a las calles con la certeza de que haber soportado todo el sufrimiento valió la pena. Pero hasta entonces, la historia sigue, y esta noche, una vez más, alguien se sentará frente al televisor, o en un bar de la Segunda Avenida, o en el último asiento del Madison Square Garden, y dirá sin esperanza, pero con determinación: ver un partido de los New York Knicks

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