Juegos Olímpicos de París

JJOO: Como una selección natural inmensa, pero sin necesidad de exterminar otros pueblos

Es noticia
Jael Betsue (Foto: Cordon Press)

La primera vez que la visité, París no era mi meca literaria ni sus cementerios eran los lugares donde reposaban mis musas. En mi primer París dormí con mi novia en el camping del Bois de Boulogne. Para más cachondeo, por allí mismo pasé corriendo un par de días después, hecho un asco por el cansancio, en el kilómetro treinta y siete del maratón de esta ciudad.

Es más: ella ni siquiera estaba animándome a mi paso sino que aprovechó ese domingo de tráfico cortado para hacer turismo. Mi hoy esposa, para más intriga, ya sospechaba sobre las comodidades que nos ofrecerían las duchas de aquel camping masificado. En efecto: iban a ser pocas o ninguna. No teníamos presupuesto para mucho más aquel abril del noventayseis (la RAE admite noventayocho, no veo por qué JotDown no va a tragar con noventayseis). Era un fin de semana de primavera.

Estos días contaré muchas otras cosas que ocurren en París y no tienen necesariamente que suceder en primavera. Entre otras, los fastuosos Juegos de verano de la XXXIII Olimpíada que a todo perro Pichi nos han convocado. Unas semanas en las que, por las avenidas más céntricas de la ciudad, se respira bochorno primero y después un ambiente olímpico desbordado, dicen.

Si visitan París con un presupuesto menguante, si desean sentirse Modigliani, verán por otras avenidas mucho menos céntricas, la habitual sonrisa amistosa del parisino y ese saber sentirse anfitrión del mundo. París y su indisimulable mala hostia son el binomio dominador. Prueben a subir a las seis y media de la mañana a un tren de cercanías que les acerque al centro. Sentirán esa tensión racial y clasista que explica tantas cosas de la capital republicana.

Bueno, que me lío. Tirando la casa por la ventana, me he trasladado a una buhardilla virtual que está coronada por un tejado apizarrado, como el de Ratatouille. Me imagino saludando amables voluntarios y cruzando líneas que todo columnista desea cruzar. Y todo porque siempre quise ser corresponsal. También deseé de pequeño tener mi propio camión pero un primo mío se estrelló con un tráiler cargado de listines de Telefónica. Se me quedó lo de querer ser corresponsal.

Y ni eso.

Dos temas centrales ocupan las crónicas de nuestros privilegiados enviados a los Juegos de París 2024: hacer recuento de las posibilidades de medalla de los deportistas de los respectivos países y trasladar al lector/espectador/oyente la emoción de la experiencia olímpica.

Como lo segundo depende mucho de la receptividad de quienes escuchan y del talento y entusiasmo desbordante de quienes lo transmiten, voy a parar un segundo en el asunto pesadísimo de las medallas. El enfebrecido medidor de la prensa. El que te hará incluir un minutejo de informativo o modificar la planilla de la web.

Desde 1896 es tradición premiar a los tres primeros de la competición olímpica. Ésta, a la que solamente acudir es una tarea de selección titánica, es quizás la más grande criba deportiva del planeta. Como una selección natural inmensa, pero sin necesidad de exterminar otros pueblos. Si conseguir una plaza de una oposición a Registrador de la Propiedad ya es complejo, imaginen unas oposiciones donde no hay estudios por medio sino que todo se consigue mediante el curro de la perfección deportiva.

Estos días vamos a hablar mucho del deporte más viejo del mundo pero también, y de este burro no me vais a bajar, del más universal y exigente. El atletismo es esa cosa deportiva a la que cualquier habitante del planeta, y de otros planetas si se les admitiera en la Carta Olímpica, puede acceder corriendo, lanzando o saltando. Imaginemos la cantidad de criaturas veloces que hay en cada barrio, en cada región y en cada país.

Pues de esa primera selección, en la que puede destacar un portento, saldrán verdaderas flechas humanas, gráciles galgos, un selecto cupo compuesto por los treinta o cuarenta mejores del globo. Se tendrán que enfrentar entre sí en crueles clasificatorias para, llegado el momento final, seleccionar a tres. Oro, incienso y mirra transustanciados en bronce, plata y ¡oro!.

Tres premios entre los mejores del mundo. Entre millones. Para hacernos una idea, si cortásemos entre las doscientas mejores velocistas del mundo este año, solamente hay cuatro españolas. En un segundo y algo. Apenas una de ellas, Jael Bestué, pudo pasar el corte de estar en los Juegos París. La barcelonesa está absolutamente inmersa en la cima más absoluta de la velocidad. ¿Qué ceguera sería capaz de evaluar su resultado en función de una medalla imposible o de ser semifinalista o finalista?

Otro ejemplo, que la tarde es larga. Veintiún ochocentistas masculinos han bajado esta temporada de 1:44.00. Pues, en la final donde se repartirán los metales, donde pincharán las imágenes de los informativos si un español accede a un podio, sea Adrián Ben o Mohamed Attaoui, solamente caben ocho o nueve corredores porque es una carrera con salida limitada por ese espacio delimitado por calles.

Estar en una gran competición es significarse. Explicar esto a los lectores nos convierte en druidas del contexto. Transmitir el poder de una sociedad mediante una delegación olímpica variada y múltiple es la noticia real que hay que contar. El trabajo del deportista de élite ya está hecho. La juventud competidora puede descansar de la tensión y participar en la gran tregua olímpica.

Lo que se diga en el bar o en las redes sociales es un peaje molesto. Salvo que ese sea el baremo que la sociedad use para compensar económicamente los días y noches de entrenamiento exhaustivo. No saben la sensación que me está invadiendo ahora mismo de haber escrito sobre esto mismo antes de cada Juegos Olímpicos. Y me han cerrado Le Colbert del Quartier Latin. Uno podía ver ahí apostadores y carreras de trotones mientras cenaba.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*