Boxeo

La última Navidad de Billy Miske

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Billy Miske (1894-1924) Imagen: DP
Billy Miske (1894-1924) Imagen: DP

Noviembre de 1923. Un hombre entra en una casa de empeños. Es joven, todavía no ha cumplido los treinta años; aun así, su aspecto no es muy saludable. No es la primera vez que acude a este local, pero esta vez no viene a vender nada. Esta vez tiene dinero. Lo ha ganado al disputar el último combate de boxeo de su vida. Está aquí para recuperar los bonitos muebles de su casa, comprados en tiempos mejores, pero que se vio obligado a empeñar cuando sus inversiones, en las que había depositado sus ganancias como púgil, fracasaron.

Se acerca la Navidad. Quiere que su mujer y sus hijos, todavía muy pequeños, la vivan con alegría, con todos sus muebles de vuelta en casa y con una multitud de regalos a su alrededor. Porque sabe que, para él, esa Navidad será la última. Va a morir. Lo sabe desde hace mucho tiempo. Desde antes de disputar, y perder, su único combate por el título mundial de los pesos pesados.

Durante más de tres años ha estado subiendo a los cuadriláteros para ganar todo el dinero posible, dinero que dejarle a su familia, sabiendo que sobre su cabeza pendía la espada de Damocles de una enfermedad incurable.

«Es la mejor historia de Navidad que conozco». Son palabras del periodista deportivo tejano Blakie Sherrod, quien en los años setenta rescató de la memoria los sobrecogedores últimos días del púgil Billy Miske. La historia del boxeo es literatura que se escribe por sí misma, porque no hay otro deporte en cuyo código genético esté tan arraigada la semilla de la narración; pues bien, la vida de Billy Miske es el episodio navideño que desempolvar una vez cada año para hacernos recordar lo que un hombre fue capaz de hacer por su familia.

Frank Capra nunca rodó una película sobre él. Es más, el argumento de Rocky parece mundano en comparación con su vida, pero hoy poca gente ha oído hablar de él. Sin embargo su biografía, en particular el relato de sus últimos meses, es conmovedora como pocas.

Billy Miske nació en St. Paul, ciudad que, pese a ser menos populosa y no tan renombrada como Minneapolis, es la capital de Minnesota. De origen muy humilde, como casi todos los púgiles de la época, se enamoró del boxeo y se convirtió en profesional cuando tenía diecinueve años, en 1913. El boxeo todavía estaba prohibido en Minnesota. Aun así, St. Paul engendró una generación de oro en la que, además de Miske, estaban aquellos dos legendarios hermanos, el peso pesado Tommy Gibbons y el peso medio Mike Gibbons.

Ninguno de ellos se enfundó el cinturón de campeón mundial en sus respectivas categorías, pero eso no les impidió entrar en el International Boxing Hall of Fame y en las listas de mejores boxeadores de todos los tiempos. Era tal la competencia que, por aquel entonces, había muchos campeones sin corona.

A mediados de 1918, cuando la apocalíptica penumbra de una muerte segura se cernió sobre su horizonte, Billy Miske tenía veinticuatro años, una mujer, hijos que eran apenas bebés, y una prometedora carrera como boxeador que parecía estar acercándose al cénit.

Repasemos lo que había hecho hasta entonces. Tras debutar como peso medio y realizar una exitosa transición a la división de los semipesados, se había marcado el objetivo de abrirse paso en la categoría reina del boxeo, la del Gran Espectáculo, la división de los pesos pesados. Luchador nato, el Relámpago era rápido, sí, aunque también muy duro. Nunca había sido derribado durante un combate, ni siquiera en las pocas veces en que había perdido. Su inteligencia táctica era admirable y sus cualidades defensivas de primer nivel.

Billy Miske (Foto: Cordon Press)
Billy Miske (Foto: Cordon Press)

Se encontraba justo en el momento en que un púgil intuye que puede aspirar a la gloria si consigue dar un último salto de calidad. Pero estaba intentando abrirse camino hacia la cumbre en una época donde el nivel de los competidores era extraordinario. Repasemos algunos de los hombres a los que Billy Miske se había enfrentado antes de cumplir los veinticinco. Había peleado dos veces contra Barney Lebrowitz, más conocido por el muy sonoro seudónimo «Battling Levinsky», que llegó a ser campeón mundial de los semipesados durante cuatro años.

Miske no había podido ganarle, pero, según los periódicos de la época, ambas derrotas fueron ajustadas, porque los contrincantes estaban muy igualados. Cabe recordar que en aquellos años no existía una reglamentación sobre puntuaciones. Era costumbre que, cuando una pelea terminaba sin K.O., los corresponsales deportivos discutiesen sobre a quién asignar la victoria.

Los periodistas actuaban como el equivalente de los jueces de la actualidad, aunque en vez de usar puntos, dictaminaban el vencedor mediante consenso. Así pues, muchas crónicas en periódicos de la época eran más que relatos de observadores, y a menudo suponen un jugoso vistazo a la reflexión de quienes habían participado en la sentencia sobre el vencedor.

Miske tampoco había podido ganar a su paisano Tommy Gibbons, cuya maestría en la defensa permitió que anduviese muy cerca de ser imbatible. El mismísimo Jack Dempsey, una de las mayores leyendas en toda la historia del boxeo, dijo de Gibbons que «intentar golpearlo es como pretender enhebrar una aguja en mitad de un vendaval». Y así era, pues Gibbons terminaría retirándose con únicamente cinco derrotas en más de cien combates… aunque sin un título, lo cual, insisto, da buena idea de lo exigente que era el boxeo de esos días.

Como detalle curioso, tras colgar los guantes Gibbons fue elegido sheriff de St. Paul en seis mandatos consecutivos, una muestra de la admiración que despertaban en la ciudad los boxeadores de su generación dorada. Continuando con Miske y sus rivales de la élite, su logro más notable había sido el de vencer en dos ocasiones a Jack Dillon, que era el anterior campeón de los semipesados (de hecho, poco antes había perdido su título frente a Battling Levinsky).

En fin, toda esta experiencia acumulada, que incluso con algunas derrotas ha de considerarse muy impresionante para su edad, tenía que servir para que Miske diese ese salto de calidad. Y eso era lo que en 1918 estaba sucediendo. Empezó a demostrar que tenía pasta de posible campeón, o como mínimo de aspirante cualificado, porque podía medirse con pesos pesados de renombre.

Billie Miske

En su ciudad natal, donde el boxeo había sido por fin legalizado, se enfrentó por primera vez a Jack Dempsey. Este era varios meses más joven; todavía no era campeón mundial, pero todos los expertos lo señalaban ya como un serio aspirante. Pues bien, Miske no se limitó a plantarle cara, sino que, según las crónicas, dominó casi toda la pelea. Aunque al final se decretó un empate porque Dempsey compensó con agresividad el dominio táctico de Miske, este acababa de demostrar que su sitio estaba entre los mejores.

Además, contaba con el respeto de la profesión, donde se conocía bien su deportividad y caballerosidad. Animoso, positivo y orgulloso, su mentalidad era muy parecida a la de un atleta modélico.

El más temible de sus rivales, sin embargo, no se presentó con los puños enguantados. Cabe suponer que Miske debía de llevar un tiempo observado una serie de síntomas, como la presencia de orina en sangre, que quizá achacó a los golpes sufridos durante los combates. A fin de cuentas era un hombre joven, fuerte y optimista, que no iba a asustarse con facilidad.

Sin embargo, cuando una terrible fiebre lo postró en la cama y su médico lo examinó con mayor detenimiento, el diagnóstico no tenía nada que ver con los golpes y, de hecho, dejaba poco lugar a la esperanza. Le comunicó que sufría lo que entonces llamaban «enfermedad de Bright», una nefritis degenerativa que estaba destruyendo sus riñones.

En aquella época no existía remedio conocido. A Miske, que acababa de cumplir veinticinco años, le quedaban, con suerte, cinco años más de vida. Y si no abandonaba los cuadriláteros, si continuaba castigando sus riñones, ese plazo podía verse acortado a tres, incluso a dos años.

El temible Jack Dempsey, a quien Billy Miske nunca pudo ganar (foto: DP)
El temible Jack Dempsey, a quien Billy Miske nunca pudo ganar (foto: DP)

La terrible noticia era un golpe que no podía ser esquivado. Pero Miske, en lugar de hundirse, decidió que debía seguir peleando para dejar a su familia en buena situación económica. Y eso, seguir peleando, era algo que solamente podía hacer si mentía sobre su verdadera condición, así que mantuvo el diagnóstico en secreto. Incluso se lo ocultó a su joven esposa, a quien le dio una versión suavizada de la noticia, asegurando que su enfermedad renal no requería más cuidado que un régimen alimenticio impuesto por los médicos.

Como casi todos los boxeadores profesionales, Miske procedía de las capas más pobres de la sociedad, de una familia de de inmigrantes alemanes, y carecía de una educación o formación profesional que le permitiesen soñar con obtener un buen sueldo en cualquier otro trabajo. El cuadrilátero era la única y la mejor fuente de ingresos que conocía.

Quizá el dinero que ganase le serviría para crear una empresa que su mujer y sus hijos pudiesen heredar. Pero seguir peleando no iba a resultar fácil. Cabía esperar que su condición física empezase a declinar, aunque no podía estar seguro de con cuánta velocidad.

Cargando con su secreto a cuestas, y recuperado del periodo de fiebre, retomó su carrera. Terminando 1918, volvió a pisar el cuadrilátero para vérselas de nuevo con Dempsey. A pesar de su enfermedad, Miske estaba en buena forma, por lo menos lo bastante buena como para que nadie notase nada fuera de lo normal. Durante el combate, previsto a seis asaltos, los dos contendientes se mostraron mucho respeto.

Quizá demasiado respeto para el divertimento de los espectadores, que no apreciaron la falta de agresión de Dempsey ni la actitud defensiva de Miske. Pero aquella pelea trabada y aburrida demostraba, a quienes sabían leer entre líneas, que incluso alguien con la demoledora furia de Dempsey sabía que pisaba terreno delicado frente al Relámpago de St. Paul, por lo que debía moverse con precaución.

Durante 1919 Billy Miske trataba de adaptarse a su nueva realidad, pero lo hizo con una fabulosa presencia de ánimo. Mientras la enfermedad no le venciese por completo, estaba dispuesto a dar guerra. Aquel año disputó nada menos que diez combates. La primera mitad de la temporada fue muy buena en cuanto a resultados. Obtuvo cuatro victorias y una única derrota que se produjo frente a un rival importante, Harry Greb, que terminaría siendo campeón mundial de los pesos medios y retirándose con un muy buen porcentaje de victorias en los ¡casi trescientos combates que llegó a disputar!

La pelea entre Greb y Miske fue agresiva y exigente. Aunque ninguno de los dos puso una rodilla en la lona —eran tipos duros—, se dejaron la piel ante un muy numeroso público, la mayor congregación de espectadores que la ciudad de Pittsburgh hubiese reunido nunca en una competición deportiva. Nadie, entre los muchos miles de asistentes, podía sospechar que Billy Miske, el hombre que era capaz de plantar cara a Jack Dempsey o Harry Greb, era un hombre condenado a muerte. Parecía estar en plenitud de facultades y estaba empezando a ganar buen dinero.

Billie Miske
Billie Miske

A partir del verano de 1919, no obstante, obtuvo resultados más irregulares, incluyendo dos derrotas y dos empates, aunque continuaba sin haber sido tumbado por nadie. Perdió de nuevo frente a Battling Levinsky, pero una vez más las crónicas hablaban de un combate igualado. Aquella velada, por cierto, tuvo lugar en Rossford, a las afueras de Toledo (Ohio).

Y en Toledo, veinticuatro horas más tarde, Jack Dempsey destronaría al hasta entonces campeón mundial Jess Willard con tal contundencia, que empezaron a circular habladurías sobre el presunto recuento de huesos rotos de Willard y la posibilidad de que Dempsey hubiese rellenado sus guantes con yeso; semejante poder acumulaba en sus puños.

Los resultados discretos de Miske en la segunda mitad de 1919 no restaban un ápice a sus méritos acumulados y se lo consideraba uno de los más dignos rivales para desafiar al nuevo campeón mundial. Pero su estado físico ya era intermitente., y las preocupaciones económicas lo ahogaban. El dinero que había ganado trabajosamente sobre la lona había desaparecido en una mala inversión. Habló con el nuevo campeón, Dempsey, que todavía no había hecho ninguna defensa de su corona. Le dijo que necesitaba disputar el título porque estaba en la quiebra.

Y Dempsey, aunque por razones deportivas quizá hubiese elegido a otro contrincante, aceptó. A fin de cuentas, el Relámpago era un buen rival, que le había dado trabajo en sus dos duelos anteriores. Era una oportunidad era única para Miske. Iba a ser el primer combate de boxeo retransmitido por la radio. Incluso si perdía, ganaría una buena cantidad de dinero. Y si obtenía el título, podía dejar una fortuna a los suyos. Previsto el enfrentamiento para septiembre, Miske pasó casi todo el año basculando entre la preparación física y las recaídas de su enfermedad.

Como único combate previo, se midió contra un rival algo inferior al que derrotó con facilidad, pero durante los meses siguientes no compitió, hasta que llegó la gran noche. Y no fue una buena noche. Dempsey no tuvo piedad. El Relámpago, al que nunca antes había tumbado ningún púgil, fue avasallado por el campeón, que lo tumbó en el segundo asalto y lo noqueó definitivamente cuando el reloj marcaba un minuto del tercero.

El propio Dempsey quedó sorprendido por la facilidad con la que acababa de ganar. Podía ver que Miske no estaba en su mejor forma, pero no se le pasaba por la cabeza que estuviese sufriendo una enfermedad tan grave. Hasta casi cuatro años después no pudo llegar a entender lo que estaba sucediendo. En su autobiografía recordó: «Durante la pelea, empecé a notar que no me estaba dando la batalla que yo había esperado». Fue la única ocasión, en casi un centenar de combates, en que un rival consiguió infligirle un K.O a Billy Miske.

Billy Miske cae frente a Jack Dempsey. Foto DP.
Billy Miske cae frente a Jack Dempsey. (Foto DP)

Enfermo, pero todavía en posesión de buena parte de sus fuerzas, el Relámpago se rehizo de la derrota. Con casi total seguridad podía prever que ya no tendría otra oportunidad de disputar el título; había otros aspirantes que también merecían esa oportunidad, y Miske no iba a disponer de tiempo para esperar. El único título al que aspiraba ya, era dejar a los suyos en una posición de seguridad económica.

Tenía que continuar sobre los cuadriláteros para cancelar sus deudas. Quizá con una fuerza nacida de la desesperación, sus resultados fueron muy buenos. Mientras la enfermedad se lo permitió, su enorme pundonor le ayudó a continuar siendo un rival formidable, porque después de la tremebunda derrota ante Dempsey, no volvió a conocer la derrota en una veintena de combates.

Durante 1921 y durante la mayor parte de 1922, acumuló diecinueve victorias y un único empate. Este periodo incluye combates frente a Bill Brennan, que venía de una racha de ocho victorias, o, una vez más, su paisano Tommy Gibbons, al que, ¡por fin!, pudo derrotar en el Madison Square Garden. Aunque, eso sí, perdió la revancha, celebrada en diciembre de 1922, lo que se convirtió en su primera derrota en dos años. Resultados obtenidos por un púgil con una enfermedad terminal.

A principios de 1923, la pugna del Relámpago de St. Paul por apurar lo que le quedaba de vida estaba decantándose en su contra. Su condición física estaba dando señales de llegar al final. Volvió a enfundarse los guantes para lo que, intuía, debía de ser su última pelea.

Teniendo en cuenta cuál era su estado de salud y el momento en que debía de estar su espíritu, protagonizó un episodio glorioso. Se enfrentaba a Harry Foley, un rival que no era de gran entidad, pero que tenía buena pegada. Pues bien, Miske, quizá con la furia de quien sabe que fuera del ring está perdiendo la batalla, lo tumbó seis veces durante el primer asalto.

El combate duró cuarenta y dos segundos. Al pobre Foley, que hasta entonces había tenido una buena tarjeta de victorias, le cayó encima toda la fuerza del Relámpago. Quizá Foley perdió la confianza a raíz de ese combate, porque sobre los cuadriláteros ya nunca volvió a ser el mismo. Sin duda, no era aquello lo que Billy Miske, conocido por su buen carácter, había estado buscando. Pero algún rival tenía que pagar, tarde o temprano, por su desesperación.

Aquella fulminante victoria no le engañaba. Era un canto del cisne. Sus riñones estaban entrando en la fase de fallo definitivo y ya no se sentía capaz de pelear. Habló con su mánager, Jack Reddy, y le confesó la realidad de la situación. Tenía que retirarse. Y durante los meses siguientes, Miske no peleó. Ni siquiera iba a entrenar. Pasó aquellos meses con su mujer e hijos, a quienes continuaba sin revelar la terrible verdad, tratando de exprimir su compañía.

Sin embargo, pese a la frenética actividad pugilística de las dos temporadas anteriores, el fracaso de sus inversiones de nuevo hizo que los problemas económicos lo pusieran en una situación agobiante. Tuvo que empeñar sus mejores muebles.

Sintiéndose cada vez más enfermo, yendo y viniendo de la cama, debía de atormentarle la idea de que iba a morir dejando a sus hijos en la miseria. Resulta difícil imaginar su pelea interna, pero lo cierto es que un día, demacrado como estaba, visitó a Jack Reddy y le hizo una petición que dejó al mánager boquiabierto.

Necesitaba dinero, y quería pelear una vez más. Reddy, incrédulo, se escandalizó sin duda por la ocurrencia. Se ofreció a prestarle dinero él mismo, aunque no podía darle tanto como el que ganaría con un combate. Sus objeciones señalaban lo que parecía obvio: de pelear en aquellas condiciones físicas, podía morir sobre el cuadrilátero.

Miske, que llevaba varios años intentando asumir lo inevitable de su destino, se limitó a responderle: «¿Cuál es la diferencia?». Desesperado, Reddy habló con el director de un periódico de Minneapolis, quien llamó al púgil para intentar hacerle entrar en razón, diciéndole que publicaría un artículo con la verdad de su enfermedad con tal de impedirle cometer la locura de disputar un combate en condición terminal.

Pero Miske le rogó que no revelase nada. Sabía que iba a morir, y su única ambición era la de ganar un dinero con el que salvar a su familia de la debacle de su negocio, pero también pasar con ellos unos meses felices. Nadie, pensaba él, podía negarle ese derecho. La única alternativa era morir en la cama sin poder ayudar a los suyos.

Al final, su mánager y el director de periódico, que habían hecho frente común para no verlo morir sobre un cuadrilátero, se rindieron. Reddy gestionó una pelea que se celebraría en noviembre, frente a Bill Brennan, a quien ya se había enfrentado. Se iba a disputar en Omaha, Nebraska. Esta vez sí, sería la última.

Billy Miske ni siquiera era capaz de realizar una mínima preparación. Seguía una estricta dieta de pescado hervido, pero cada vez vomitaba con más frecuencia. No entrenaba porque estaba muy débil. De no estar ya condenado a muerte, nadie en su sano juicio hubiese aceptado pisar el cuadrilátero. Pero él sentía que tenía que hacerlo. Así, terminal y sin haber pisado un gimnasio en meses, acudió a disputar su última pelea. Solo él sabe qué le pasaba por la cabeza cuando se quitó el albornoz para boxear una vez más.

Billy Miske
Billy Miske

Su rival, Brennan, no estaba en forma. Había engordado visiblemente, pero el aspecto de Miske no era mucho más edificante. Quizá Brennan no había entrenado mucho para el combate, pero Miske estaba muriéndose. Una vez pisó la lona, sin embargo, su honor de boxeador pudo con su terrible enfermedad. Decidió que quería dominar la pelea. Volvió a utilizar su inteligencia táctica. Y dominó en el primer asalto. Dominó en el segundo.

Dominó en el tercero. En el cuarto, lanzó una combinación que envió a su rival al suelo. Aunque Brennan se recompuso, Miske no dejó escapar la ocasión. Una de sus derechas aterrizó en la mandíbula de Brennan. K.O. El Relámpago acababa de obtener su última victoria, sabiendo que lo que le quedaba de vida podía contarse en semanas.

Con el dinero del combate en el bolsillo, lo primero que hizo, al regresar a Minnesota, fue ir a desempeñar sus muebles. Como faltaba un mes para la Navidad, compró muchos regalos a sus hijos. Para su mujer adquirió algo que ella siempre había soñado tener: un piano de cola. Lo plantó en mitad del salón, acompañado con una nota: «Ojalá tu música cambie al mundo como me ha cambiado a mí».

Así, Billy Miske pasó la noche de Navidad con su mujer, encantada con su piano, y con sus hijos, quienes jugaban extasiados con la inesperada lluvia de regalos que habían encontrado bajo el árbol. Fue una noche feliz. Para él, un último regalo. Al día siguiente, Miske telefoneó a su manager: «Llévame al hospital. Me estoy muriendo». Jack Reddy fue a buscarlo. Billy fue ingresado de urgencia. El Relámpago de St. Paul murió seis días después, el día de Año Nuevo de 1924.

Un comentario

  1. Wow, vaya historia. Es magnífica.
    Enhorabuena por el artículo.

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