Le dicen «El Mentidero».
Es un bar, pero es más que un bar, porque allí parece latir todo el vecindario. Está frente a una pequeña plaza con árboles y sombras. «El Mentidero» es alargado (en Cádiz hay otro, pero triangular), tiene cristales muy grandes para ver y ser visto, y dos mesas fuera, a modo de terraza, que dan besitos al asfalto, porque aquí la acera se asfixia. No importa, casi no pasan coches, y todos circulan tranquilines, como corresponde a lugar, ínsula y gente. Cómo, si no, disfrutar de todo.
Cómo, si no, gozar en El Hierro.
Dentro… mesas, gente jugando a las cartas, una tele sin sonido, olor en el aire a bocatas haciéndose, dos paisanos en barra tomando algo que no es ni café ni licor, otro con pantalón arremangao (como Anelka, pienso, y me delatan los años), tres chavales comprando cocacolas, madera, fotos en paredes, la cámara que zumba con aire de moscardón pesadísimo. Un bar, un bar de pueblo. Cómo nos gustan, sí, los bares de pueblo.
Como este que dicen «El Mentidero», y está en El Pinar.
A El Pinar puedes llegar por varios sitios, aunque por una única carretera. El Pinar está en el sur del sur, casi tocando con la Punta de Restinga. Hasta allí… pues todos los caminos de El Hierro. Cien islas en la isla.
Nosotros fuimos, claro, por lo difícil. Por la senda del Julán. Por asfalto que bordea pinos de color negro, pinos que traen cortezas disfrazándose de escamas gordas. Nosotros fuimos, sí, por el bosque de laurisilva, por el liquen y la humedad, por la tierra mojada, por los piares que vienen más allá de nieblas y jirones. Nosotros llegamos desde el silencio lleno de sonidos, desde una selva jurásica con ortigas gigantes, raíces asomando empapadas, brillantes, como anacondas a las que dio pereza salir a cazar, árboles que visten albornoz de musgo y se retuercen como amantes separados. Nosotros subimos por el centro de la isla, donde el viento agita copas y rumorea hojitas como deben rumorear los versos. Allí, donde la laurisilva llora, donde gotas enormes te caen sobre los hombros, donde hay plantucas con olor a algas de piélago, donde la montaña huele a bahías, donde el mundo se puso del revés. Por la foresta fantasmal que empapa cabellos, pestañas, que deja bigote transparente sobre tu labio superior. Verde pálido y gris níveo.
Por allí, sí, fuimos nosotros.
Hasta El Pinar.
Para ver eso que dicen «jugar al palo».
En la terraza nos sentamos cuatro personas, mientras la fotógrafa se acerca y se va, buscando gestos, capturando sonreires. Sillas con publicidad de bebidas dulces, un póker de vasos sobre color rojo gastao, la grabadora, los móviles. Corre aire, y se refresca el mundo. A veces pasa un coche a pocos centímetros, frenazo antes del badén, mano moviéndose dentro. Aquí todos se conocen, aquí todos se saludan.
Se llaman Guany y Arnaldos. También está, con nosotros, Juan Cabrera, que es su maestro, que tiene arrugas alrededor de los ojos, arrugas que lucen amaneceres y trabajo. «Esta es zona dura en invierno, no creas», dice. «Nevar no, nevar solo se ve en el Teide, pero granizadas sí que hay, granizadas de poner todo el suelo blanco. Recuerdo una que… Y luego que refresca, estamos frente a la mar, pero con altitud, y hay brumas».
Con ellos vine, sí, para hablar del palo. «El juego tradicional del palo», dice Guany. De esta esgrima con poses y figuras que (casi) nadie vio fuera de Canarias. Esta que estuvo a punto de perderse, esta que ellos intentan recuperar.
Entonces, al palo… ¿quién gana?, pregunto. Y Guany sonríe, y Juan sonríe. Todos sonríen mucho, en esta isla. Incluso Arnaldos, que nació al otro lado del océano, por Uruguay, pero vino con la vida a El Hierro. También él, también él sonríe.
«No, no, esto es un juego… antiguamente era defensa personal, dicen que viene de los bimbaches, pero hoy… Aprendes las estrategias, los ataques, pero frenas en el momento anterior a dar el golpe». Pregunto a Juan Cabrera, que es el mayor. «Yo aprendí con mi padre, sí. Hace treinta años, o así, porque fue ya de adulto. Vino aquí un maestro de Tenerife y nos dijo que no sabíamos jugar. Así que entre vino y vino mi padre se puso… Yo nunca lo había visto. Mi padre anduvo por Cuba, y dicen que si allí aprendió también otra forma de hacerlo». Es similar a juegos que hay en Venezuela, también tiene cierto aire a la esgrima de machete y bordón en el Cauca. Guany acota: «Esto siempre se transmitió de familia a familia. Se practica en todas las islas de Canarias, y hay varios estilos, que llevan el nombre de la familia. Estilo Denis, Estilo Acosta… en El Hierro le dicen Estilo Quinteros. Se diferencian entre sí por las técnicas. Nosotros, por ejemplo, nunca cruzamos manos, sino que preferimos cambiar el palo de una a otra. También se diferencia en la manera de trabar al contrario, de inmovilizarlo».
Pregunto por la extensión del asunto… ¿cuánta gente lo practica hoy? Juan niega un poco, Guany vuelve toma la palabra. «Poco, muy poco. Nosotros vamos a colegios para enseñar a los niños, pero se terminan cansando. De primeras les gusta, pero luego llega, como digo yo, la edad de la tontería y empiezan a tirarles otras cosas», concluye, riendo. Y, Juan, cuando usted era mozo… ¿había juego de palos? «No, no… es que estaba perseguido, estaba perseguido por el franquismo. Como mucho se enseñaba de forma clandestina, con viejos, en pajeros casi abandonaos. Pero tú no podías decir que jugabas al palo». Porque (no hagan caso de quien les cuente otra cosa, de quien hable sobre entretenimiento para turistas, sobre exhibición sin costes) con los palos podías hacer daño. Mucho daño. Atacar y defenderte. Y los herreños los usaban de forma mágica, casi taumaturgo sobre madera…
Oigan, ¿y había más enfrentamientos, más juegos similares? Juan entorna ojos, piensa, habla. «Sí, teníamos por ejemplo la pina, que es algo muy parecido a… ¿cómo se llama?… al golf. Ganaba quien metía primero la pelota en el agujero, o eso creo, porque yo ya no lo vi. Y el juego de la lata, o el garrote, que es con un palo bien grande, como una pértiga, y tenías que tocar las puntas a ambos lados. Ahora no se juega a nada que sea tradicional, solo es el móvil, el móvil y el móvil. Antes venía mucha gente a jugar al palo aquí. Marinos, marinos llegaban y jugábamos. Los de Portugal, por ejemplo». Guany continúa. «Hubo incluso encuentros internacionales, Juan acudió. Gente de Inglaterra, de Venezuela, de Portugal, de Italia. Muchos».
Y concluye. «Es que el juego este del palo estaba muy extendido».
A un lado de la plaza, frente al bar «El Mentidero», hay una biblioteca. Puertas de cristal perfectamente abiertas, gente que entra curioseando y sale con un libro. También fotos recubriendo paredes. Fiestas, retratos, paisajes. Y una que muestra un cochino, un cochino bien majo, un cochino con el que dan ganas de hablar. Hay dos o tres árboles de sombra trémula. Hay cinco o seis bancos con ancianitos y señoras (vestido a flores, bolsa de plástico, sonrisa puesta desde la mañana) echando parlás. Hay, encima, un cielo azul que a veces motea blanco, porque en El Hierro los jirones de niebla desflecan desde el monte hasta la mar como lagartijas nerviosas.
Hay todo eso, en la plaza.
Y dos hombres.
Que juegan.
Que luchan.
Guany saca los palos. Vienen en una funda de sombrilla, unos diez o doce. No lleven a engaño… cuidados con mimo. El palo debe ser, en esta versión de Palo Quintero, tan alto como del suelo al pecho. ¿Materiales? Muchos… Haya, palo blanco, almendro, acebiño. Si fuera un palo para saltar se haría con madera de riga. O de haya, otra vez. Es que, dice Juan, el haya «es un palo bueno, el más fuerte que hay. Casi todos los de pastor son de ese árbol». Acaricia, están pulidos, brillantes. «No hay clasificación, ni competencia», empieza Guany. «Al haber diferentes técnicas creemos que lo más importante es conservarlas, más que lidiar el uno contra el otro. Si el tema consistiese en ganar y perder cambiarías de técnica a mitad de lucha para sorprender al contrario, y se perdería la manera tradicional de moverse. Así que solo exhibiciones. Lo hacemos en encuentros, en fiestas populares, en ferias… Hay una asociación de jugadores de Canarias y nos vamos moviendo. También organizamos talleres de niños, cosas así». Y ¿cuántos sois? Sí, sí, en El Hierro. Risas. «Pues nosotros tres, nos tienes aquí a todos. Antes éramos más monitores, pero ya no queda nadie dando clases, así que… Suma los niños, eso sí». Curiosidad malsana. Oye, Guany… ¿alguna vez se os escapa una hostia? Más risas. «Toquitos siempre te llevas. El padre de este», señala a Juan, «cuando veía que no apurabas lo suficiente o ibas muy despacio… te daba un golpe de advertencia. No muy duro, pero lo notabas». Juan acota, divertido. «Aprendías bien, sí».
Cojo el palo. Pesa, pero lo notas ágil en las manos, manejable. «Tiene tres partes», dice Guany. «La más gruesa se llama trozo, el cuerpo es el medio y a la parte más fina le dicen punta». A partir de esos términos montan descripción de movimientos. Punta a la cabeza, punta al costado, punta al pecho. ¿Y hay algo prohibido? Juan sonríe. «Con decirte que tenemos un movimiento que se llama punta a la entrepierna, pues…», y todos vuelven a reír. Mejor hoy no la hacéis, esa, que no queremos lesiones… Perfecto, perfecto.
Guany coge un palo, Arnaldos coge otro.
Empieza.
Es baile, es danza, es coreografía. Es capoeira, es como ver a dos jedis entrenando en el templo, solo que sin sonido a fluorescente de cocina y sin chispas. Están haciendo el juego del palo con estilo Quintana, según me dicen. Ataques, fintas, tretas. Sudor en las espaldas, sudor que perla frentes. Hay, también, golpes de verdad, porque la cosa es rápida, muy rápida, y a veces se escapan. Y, entonces, escuchas el lamento, ves a alguien que se lleva deducos a labios, que los agita para quitarse el calentón, que sonríe, esto es así, qué vamos a hacerle. Y vuelta. Comienzan lento, van acelerando poco a poco, termina en un retorcer frenético, no te alcanza el mirar para ver giros, toques, movimientos de manos y muñecas. Ojos de concentración. Ojos también, sí, con algo de miedo. Debe doler más de lo que cuentan…
Y para el futuro, Guany… ¿cómo ves esto? «Pues no sé, igual alguien como yo, que le guste… Pero de continuo es difícil que se pongan. Sí en bailes, en fiestas, en exhibiciones. Cuando nosotros enseñamos se intenta explicar el origen, qué era, su importancia. Y otros juegos tradicionales, etnografía herreña. Yo lo hago, por las escuelas, y creo que es importante. Pero resulta complicado, sí».
A lo lejos empieza a esconderse el sol, y al mundo se le pone color ambarino. Hay sombras que se alargan, hay sonido de madera chocando contra madera. Ellos siguen, allí. Kenobi y Skywalker en la isla del volcán.
No se pierdan el juego del palo, amigos.
Merece la pena.
Muy bueno… Felicidades…
Apunto a que hay dos federaciones de esto… Una de Juego del Palo y otra de Lucha del Garrote, que se llama así porque la ley impide que hayan dos federaciones de lo mismo y hace 25 años unos señorones querían tener una propia en su isla y no ser menos que otros…
El caso, es que como en Canarias se trata a los deportes tradicionales, que son bienes culturales, como a cualquier otro deporte. pues las federaciones deportivas pasan absolutamente de quienes, como esta gente de El Hierro, no han ido a besarles el anillo. Cuando lo que tendrían que hacer es ir a buscarlos y posibilitar que se pueda promocionar y, en especial financiar, la enseñanza tradicional.
Este caso herreño es paradigmatico: una línea de ascendencia que estuvo recientemente a punto de extingirse, depende ahora de tres personas se mantengan activas y con posibilidad de gastar su tiempo y su dinero para mantenerla. Y las federciones oficiales mirando para donde no se sabe…