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Pistons-Lakers 1988: el día en que un Isiah Thomas cojo casi tumba a Magic y Kareem

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Pat Riley mira el marcador (Foto: Cordon Press)

Esa no debería haber sido la primera final de los Pistons. La primera final la deberían haber jugado el año anterior, también contra los Lakers, de no ser por aquel robo de Larry Bird que acabó en canasta de Dennis Johnson a pocos segundos del final del quinto partido de play-offs en Boston, con el viejo Garden al borde de la invasión como era costumbre en los orgullosos verdes, que se reían así de los arrogantes chicos de Detroit, los paletos de la Motown, con sus pintas de camioneros trabajadores de General Motors.

Era el inicio de la leyenda de los «Bad Boys», aquel equipo en el que Isiah Thomas ponía la sonrisa y los codos, Adrian Dantley se encargaba de la anotación y Ricky Mahorn y Bill Laimbeer enseñaban a los rookies John Salley y Dennis Rodman cómo tratar al rival en defensa, cómo intimidarle, cómo golpearle a traición en cada bloqueo, en cada rebote… La derrota en aquel quinto partido, el incomprensible pase de Thomas a Laimbeer que fue interceptado por Bird milagrosamente cuando lo más a lo que aspiraba «El Pájaro» —así lo dijo después— era a hacer falta y que no corriera el tiempo, le costó al equipo la eliminatoria aunque aún forzó un séptimo partido que también lucharían hasta el último minuto (117-114).

Eso eran los Pistons: lucha y coraje. El siempre elegante Chuck Daly con su peine en el bolsillo guiaba a una panda de matones orgullosos de serlo. Tipos que no se rendían nunca y que contagiaban al público del Silverdome, la cancha más grande de la NBA, la que mayor asistencia por partido tenía en toda la liga. Ganar ahí era casi un milagro. El verano de 1987 fue el de consolidación de un proyecto: Rodman y Salley tendrían un año más, Joe Dumars se asentaría en la posición de escolta titular y a Dantley aún le quedaba energía para al menos una temporada, o eso pensaron los directivos.

En cualquier caso, aquel era el equipo de Thomas y Laimbeer y así seguiría siendo. Para lo bueno y para lo malo. Vinnie Johnson seguía siendo el «microondas» que se enfrentaba al mundo desde el banquillo, William Bedford no terminaba de explotar y el puzle se cerró en febrero con el fichaje de James «Buddha» Edwards, un veterano de 33 años proveniente de los Phoenix Suns, donde venía de promediar 15 puntos y ocho rebotes por partido y que encajaba perfectamente con la filosofía del juego interior de los Pistons: primero doy y luego pregunto.

El equipo acabó la liga regular con 54 victorias y 28 derrotas en la División Central, por entonces una de las más fuerte, si no la que más, de la NBA. Era el segundo año que pasaban de las 50 victorias pero no fue suficiente para tener el mejor registro del Este, que fue, una vez más, a manos de los Celtics. Después de una primera eliminatoria dura ante los Washington Bullets de Bernard King y Moses Malone, que llegó a los cinco partidos y solo se resolvió en el Silverdome gracias a una exhibición defensiva y la solidez habitual de Joe Dumars, con sus 20 puntos, Detroit se enfrentó en semifinales de conferencia a los Chicago Bulls de Michael Jordan, un equipo aún en construcción, en busca de la identidad que conseguirían años después con Phil Jackson en el banquillo.

Isiah Thomas (Foto: Cordon Press)

Los Pistons ganaron el primer partido fácilmente y se encontraron con una gran sorpresa en el segundo: Michael Jordan acabó con 36 puntos y 11 rebotes, pero eso era normal en él. Lo que nadie esperaba era que Sam Vincent, un base-escolta que alternaba la titularidad con John Paxson se fuera a los 31 puntos y desnivelara la balanza para los de Chicago. Todo quedó en un susto: los Pistons ganaron los dos siguientes encuentros en el Chicago Stadium dejando a los Bulls en 78 puntos por partido y a su máxima estrella en 23,5 y remataron la faena de nuevo ante su afición, 102-95, con 25 puntos de Isiah Thomas y 19 puntos y 13 rebotes de Bill Laimbeer, que se las tenía tiesas con Charles Oakley.

Todo había sido un buen calentamiento para el momento decisivo de la temporada: la eliminatoria ante los Boston Celtics con el factor cancha en contra. El año anterior no habían sido capaces de ganar ni un solo partido en el Garden pero esta vez a la primera fue la vencida: 96-104. Era el inicio de una de las mejores series eliminatorias de la historia moderna de la NBA. Una serie en la que ninguno de los seis partidos se ganó por más de ocho puntos de diferencia y en la que nadie se dejó una gota de sudor en el cuerpo: tras la victoria de los Pistons en el primer partido, los Celtics respondieron ganando el segundo tras dos prórrogas. El tercero fue para Detroit por cuatro puntos de diferencia (98-94) pero en el cuarto, los Celtics callaron el Silverdome con una enorme remontada en el último cuarto basada en la defensa para imponerse 79-78, unos números bajísimos que ahora pueden resultar habituales pero que en 1988 eran impensables.

La serie volvió a decidirse en el quinto partido y el escenario, de nuevo, fue el Boston Garden. Los Celtics se adelantaron 54-40 al descanso y los fantasmas del pasado se volvieron a pasear por el vestuario de los Pistons mientras Auerbach apuraba otro cigarro. Sin embargo, los Pistons no habían llegado hasta ahí para rendirse. No entendían qué era eso de «rendirse» y a base de canastas de Isiah Thomas y una clara mejora en defensa consiguieron llevar el partido a la prórroga, donde esta vez no dejaron escapar su oportunidad y se llevaron el partido 96-102. El sexto de la serie, a jugar en Detroit, tampoco fue ningún paseo: el invitado de honor esta vez fue Vinnie Johnson, con 24 puntos, bien acompañado de Edwards, con 22. Larry Bird tuvo una de las peores noches de su carrera, con un lamentable 4/17 en tiros de campo para un total de 16 puntos, pero Kevin McHale volvió a burlar la defensa de Mahorn, Salley y Rodman con 33 puntos y 11 rebotes.

Rodman ante ill Laimbeer (Foto: Cordon Press)

No fue suficiente. Los Pistons ganaron 95-90 y se clasificaron para la final. La primera final en la historia de la franquicia. Al final del partido, las cámaras enfocaban a Kevin McHale hablando con Isiah Thomas, como instruyendo a un niño pequeño mientras aún se oían los gritos de «Beat L.A.» desde las gradas. Cuando le preguntaron a Thomas qué le había dicho, contestó: «Que llegar a la final no sirve de nada si no la ganas».

El «Grupo Salvaje» en el reino del glamour hortera

Pat Riley, el muy engominado entrenador de los Lakers, había cometido un error imperdonable apenas un año antes, cuando derrotaron a los Celtics en la final, y muy seguro de sí mismo y de su equipo prometió a la ciudad de Los Ángeles un nuevo anillo la temporada siguiente. No solo lo prometió, lo garantizó. El dominio del equipo púrpura-amarillo durante la década venía siendo tremendo. Desde la llegada de Magic Johnson como novato en 1979, los Lakers habían ganado cuatro veces la NBA: en 1980, 1982, 1985 y 1987. Nunca habían conseguido defender con éxito un campeonato y de hecho ningún equipo lo había logrado desde los Boston Celtics de 1968 y 1969, tiempos aún de Bill Russell, Sam Jones y John Havlicek.

La «maldición del bicampeonato» se extendía, pues, a lo largo de casi 20 temporadas y la profecía de Riley estuvo a punto de torcerse varias veces aquella temporada. Pese a conseguir un registro de 62 victorias y 20 derrotas durante la liga regular, de lejos el mejor de toda la competición, su camino por los play-offs había sido agónico. La primera eliminatoria, ante los San Antonio Spurs, resultó un trámite porque por entonces el Oeste era un páramo y un equipo con 31 victorias como aquel de Alvin Robertson y Walter Berry podía plantarse en las eliminatorias finales pese a las 51 derrotas restantes.

Los problemas empezaron con los Jazz de Utah, que se había quedado a las puertas de las 50 victorias y tenía ya el germen de lo que sería más de una década de competitividad extrema, es decir, Karl Malone, John Stockton y un grupo de acompañantes, en este caso encabezados por el gigante Mark Eaton y el típico escolta blanco tirador, Bobby Hansen, que luego sería campeón con los Bulls de Jordan y Phil Jackson a principios de los 90. Los Jazz llegaron a «robar» un partido en campo de los Lakers y se pusieron 2-1 por delante pero no consiguieron rematar la eliminatoria en Salt Lake City y todo acabó en siete partidos, lo mismo que sucedió en la final de conferencia contra los Dallas Mavericks.

Chuck Daly (Foto: Cordon Press)

Aquellos Mavs eran cosa seria y todo el mundo les veía como «la gran promesa». Tenían a Roy Tarpley, llamado a ser un pívot dominador pero demasiado centrado en las drogas, lo que arruinó su carrera. Junto a él estaban cinco estrellas de primer nivel: Derek Harper, Mark Aguirre, Sam Perkins, James Donaldson y Rolando Blackman. Con un juego vistoso, agresivo, basado en correr mucho y anotar compulsivamente, los Mavericks consiguieron asegurar sus tres partidos en casa y plantarse en el Forum de Inglewood para jugar el séptimo de la eliminatoria frente a los Jack Nicholson, Chevy Chase y compañía. El partido no estuvo siquiera igualado: entre Worthy, Scott y Magic acabaron con un equipo que no levantaría cabeza hasta la llegada de Mark Cuban más de una década después.

Tras seis derrotas en dos eliminatorias, agotados y estresados, los Lakers estaban en la final y tenían el factor campo a favor. Enfrente, como ya sabemos, los Detroit Pistons.

Si el antagonismo Detroit-Boston ya era bastante evidente en lo social y lo deportivo —la ciudad industrial frente a la ciudad comercial, el «midwestern» obrero frente al burgués elegante, el trabajo duro frente al talento sin más—, ver a Laimbeer, Rodman, Mahorn, Edwards y demás miembros de la plantilla entrar en el Forum de Inglewood era una reedición de El Castañazo pero sin Paul Newman. Aquello era 1988, pleno apogeo de la cultura yupi, de la laca y el pelo cardado, las hombreras, los colores chillones, el aeróbic. Como decían los Monty Python: «Hollywood, el lugar donde los niños toman drogas mientras sus padres van en patines».

El Forum era el epicentro de la hoguera de las vanidades, allá donde todos los famosos y los wannabes se juntaban para animar a un equipo sonriente, dinámico, lleno de buenas energías, un equipo New Age, en definitiva. ¿Cómo explicarle eso a John Salley, por ejemplo? Los Lakers eran todo lo que los Pistons odiaban, porque, sí, los Celtics eran unos señoritos, pero eran unos señoritos que te clavaban un codo en los riñones en cuanto podían. Irlandeses furiosos. Estos tíos, no. Estos iban de estrellas del cine y de la tele y del showtime, no se metían en el fango, no se mojaban el culo. El único al que podían respetar un poco era a Magic, oriundo de Michigan y amigo personal de Isiah Thomas, con quien se besaba en la mejilla al principio de cada partido. En lo demás, aquello era un Grupo Salvaje asaltando una mansión colonial, tirando la vajilla por todo el suelo. No se podían hacer prisioneros. Los Lakers estaban cansados, habían sufrido como perros para llegar allí y la oportunidad podía no repetirse. Era necesario atacar desde el principio.

Así lo hicieron los Pistons y así lo hizo, sobre todo, Adrian Dantley, un jugador que parecía que iba por solitario en aquella plantilla: pasada la treintena, siempre bordeando el estrellato sin acabar de explotar, el alero parecía saber que no vería pasar más trenes y que tenía que subirse a ese como fuera. La temporada siguiente sería traspasado a los Mavericks a cambio de Mark Aguirre, un jugador que encajaba más en el perfil pendenciero de Detroit. De Dantley no se volvió a saber nada.

Magic Johnson en 1985 (foto: Cordon Press)

Ahora bien, en aquel primer partido, Adrian estuvo imparable: 34 puntos con 14/16 en tiros de campo, una auténtica barbaridad. Junto a él destacaron Isiah Thomas, con 19 puntos y 12 asistencias y Vinnie Johnson, con 16 puntos desde el banquillo. Al descanso, los Pistons ya ganaban 40-57 tras dos triples en los últimos cuatro segundos de Laimbeer y Thomas, y el Forum se teñía de un silencio rosa fucsia mientras Paula Abdul intentaba que las cheer-leaders levantaran el ánimo de los aficionados. No pudo ser. La segunda parte fue un lento arrastrarse de un equipo muy tocado físicamente, con Jabbar ya en la cuarentena y notándolo. La ventaja campo había cambiado. Si los Lakers querían ganar, si querían que se cumpliera el pronóstico de Riley, tendrían que profanar el Silverdome. Solo Michael Jordan lo había hecho en todos los play-offs, así que no sería fácil.

Para los Lakers, lo que no podía suceder bajo ningún concepto era irse a Detroit con un 0-2. El formato de las finales desde 1985 era 2-3-2, es decir, el equipo con mejor balance en la liga regular jugaba en su cancha los dos primeros y los dos últimos partidos y los tres de en medio los jugaba en campo contrario. La ventaja era —y sigue siendo, porque no se ha cambiado— enorme: no solo juegas un partido más en tu pabellón sino que además el contrario se ve obligado a ganar tres partidos seguidos si quiere defender su campo. Para que se hagan una idea, en estos 27 años de formato, solo ocho equipos han ganado teniendo el factor campo en contra y de esos ocho solo dos han ganado los tres partidos intermedios en su campo (Detroit, precisamente contra los Lakers, en 2004, y Miami, contra Oklahoma, en 2012).

Con el aviso ya dejado, los Pistons recularon en el segundo partido y dieron vida a los Lakers, que por fin pudieron correr: 73 puntos entre Magic, Scott y Worthy dan fe de ello. Dantley siguió acertado, pero no fue suficiente. La serie viajaba empatada a la Ciudad del Motor.

La mística del Silverdome

El Silverdome de Pontiac, en Michigan, a escasos kilómetros de Detroit era —y sigue siendo, aunque remodelado— un pabellón multiusos que lo mismo valía para la NFL que para la NBA que para albergar la tercera edición de Wrestlemania. Aquello era un lugar enorme, abierto en su graderío como un estadio de fútbol, impresionante para el equipo rival, fuera quien fuera. El seis de diciembre de 1975 lo inauguraron los Who con un concierto exclusivo y el 31 de ese mismo mes, Elvis Presley dio su primer concierto de Nochevieja, ante más de 60.000 fans.

Para el tercer partido entre Pistons y Lakers se vendieron 39.188 localidades, un poco menos de las casi 50.000 que se habían ocupado durante el partido de liga regular contra Philadelphia y lejos del récord total de la NBA, fijado desde marzo de 1998 en 62.046 espectadores, cuando los Chicago Bulls de Michael Jordan, en la que se suponía su última visita a la ciudad, llenaron el Georgia Dome de Atlanta, otro pabellón multiusos que los Hawks utilizaban para las grandes ocasiones.

Así que ahí estaban los Lakers, vivos después de todo, sintiendo el odio de casi 40.000 locos de Michigan volcados con su equipo. Un ambiente más propio de una cancha griega que de un pabellón tipo de la NBA, con sus perritos calientes, sus palomitas y sus cheer-leaders. Pat Riley y sus chicos sabían que iban a la guerra y se prepararon para ello: una victoria, una sola victoria en los siguientes tres partidos y la serie volvería a casa, al calor del glamour, el lujo y el sol de Inglewood.

Era un encuentro para las estrellas, y los Lakers decidieron jugar con solo siete jugadores. No importaba el cansancio. Una victoria les daba dos partidos de margen y lo sabían. Magic salió a por todas, más pendiente de repartir juego que de buscar el aro contrario. Primer pase, siempre, a Worthy. Si la cosa se empantanaba, A.C. Green se abría y anotaba. Si hacía falta correr, Byron Scott tomaba el riesgo de acabar empotrado por Laimbeer contra cualquier grada supletoria. Los dos primeros cuartos fueron de tanteo, con Isiah Thomas manteniendo de nuevo a unos Pistons que echaban de menos la anotación de Dantley, lejos del brillo del primer partido en Detroit. Había un equipo campeón y un equipo aspirante y eso se notaba. Los grandes ambientes sacan lo mejor de los grandes jugadores y los nervios de los jugadores más jóvenes.

A.C. Green (Foto: Cordon Press)

Algo así pasó en el tercer cuarto: los Lakers pudieron correr y el Silverdome se calló. Mate de Worthy, mate de Scott, pase tras pase de Magic. Entre los tres, de nuevo, 60 puntos, más los 21 de A.C. Green, por entonces un joven jugador que aún tendría tiempo de ganar otro anillo en 2000 junto a Kobe y Shaq, batiendo el récord de partidos consecutivos jugados en liga regular, más de 1000, en sus distintas etapas en Los Angeles, Phoenix, Dallas y Miami. El «célibe» Green —su compromiso con la virginidad iba más allá de lo comprensible— era lo más parecido a un «bad boy» que tenían en Los Angeles, junto a, quizá, Kurt Rambis, solo que Rambis apenas jugaba. Los Pistons lo pasaban muy mal con Green, que corría más que Mahorn, era mucho más rápido que Laimbeer… y a la vez tenía mejor físico por entonces que Dennis Rodman. Corría, reboteaba con ganas y tiraba aceptablemente de cinco metros.

Aquel día, A.C. acabó con un notable 9/11 en tiros de campo y añadió ocho rebotes. El tercer cuarto fue decisivo: un parcial de 18-31 dejaba a los Lakers con 14 puntos de ventaja y muy poco talento en los Pistons como para darle la vuelta al partido. Thomas lo intentó, aprovechándose de los evidentes problemas de Magic con la gripe, y acabó con 28 puntos, nueve asistencias y siete rebotes, pero sus compañeros no le acompañaron. Sobrepasados por la presión generada a su alrededor, entre Dumars, Johnson y Laimbeer se combinaron para meter 24 puntos con un horrible 12/33 en tiros de campo. Los Lakers habían ganado a base de defensa. Quemando más energía de la recomendable, de acuerdo, pero con un buen fin. El resultado final, 86-99, la anotación más baja de Detroit en la serie con mucha diferencia, les ponía con una ventaja de 2-1.

Una vez cumplido el objetivo, los Lakers se relajaron. Tenía sentido. Con esto no quiero decir que se dejaran ganar, pero la necesidad desapareció y el cansancio de las dos rondas previas a siete partidos se hizo palpable, sobre todo en defensa. Los Pistons ganaron el cuarto partido metiendo 111 puntos y el quinto con 104. Aquel quinto partido fue el único en el que los chicos de Riley al menos lo intentaron. El principio fue fulgurante: 0-12 para los visitantes y tiempo muerto de Chuck Daly. A partir de ahí, Laimbeer empezó a gritar como un loco, los 41.372 espectadores agitaban sus toallas blancas y el balón acababa siempre en las manos del renacido Dantley, que ya había anotado 27 puntos en el cuarto partido y que aportó otros 19 en la primera parte de este quinto partido para un total de 25. Vinnie Johnson colaboró con 12 puntos en esa primera parte, acabando con 16 y Joe Dumars por fin tuvo un gran partido, con 19 puntos sin apenas fallo.

Enfrente, los Lakers recuperaron al mejor Kareem. Si los Pistons tenían problemas con Green, Kareem los tenía con los Pistons. Laimbeer sabía anticiparse y le negaba el espacio necesario para ocupar la zona y lanzar su temido gancho. Le obligaba a suspensiones incómodas o movimientos hacia fuera. Era una roca de 2,13 y que abusaba del cuerpo ya castigado de la leyenda de 41 años, en la penúltima temporada de su carrera, pues ya había anunciado su retirada para verano de 1989, confiando en sumar un sexto e incluso un séptimo anillo, a sumar a los conseguidos junto a Oscar Robertson en Milwaukee y junto a Magic en los Lakers.

Aquel día, sin embargo, Kareem estaba imparable. Acabó con 26 puntos y 6 rebotes, consiguiendo por fin que el juego en ataque posicional pivotara en torno a él, como había sido siempre. Su energía no bastó. Los problemas de faltas de Green y Worthy lastraron a los Lakers, pese a que esta vez Magic sí pudo con Isiah Thomas, que se quedó con un 4/13 en tiros y siete pérdidas de balón. Los Lakers se acercaron como siempre en el tercer cuarto pero acabaron sucumbiendo ante la algarabía de Michigan: 104-94. Los Pistons se adelantaban 3-2 en el que sería su último partido en Pontiac, pues el año siguiente pasarían a jugar en el también multitudinario Palace de Auburn Hills.

Todos marcharon a Los Angeles contentos. Los Lakers, por seguir vivos. Los Pistons, porque estaban a una sola victoria de la gran machada final.

La exhibición del cojo Thomas

Llegamos pues al climax de este reportaje. Sexto partido de la final de la NBA. Temporada 1987/88. Los Pistons han empezado bien el primer cuarto, con una ligera ventaja, pero se han venido abajo en el segundo, encajando un parcial terrible de 33-20. No hay noticias de Dantley, no hay noticias de Laimbeer, el «microondas» de Vinnie Johnson está apagado. Rodman se mete en todas las peleas que encuentra por el camino pero no es suficiente: los Lakers corren y cuando los Lakers corren nadie puede hacer nada.

Todo cambiará en el mítico tercer cuarto, probablemente el mejor de la historia de las Finales NBA y con un nombre propio destacando por encima de todos: Isiah Thomas, el diablillo sonriente. En los primeros cuatro minutos y medio del cuarto, Isiah anota 14 de los 16 puntos de su equipo para colocarlo a dos puntos de los Lakers: 64-62. En la siguiente jugada, Magic Johnson intenta entrar a canasta pero recibe una falta criminal de Laimbeer. El público de Inglewood se levanta y abuchea. Bill mira a su alrededor, desafiante, Magic anota los dos tiros libres, no está para intimidaciones. La defensa de los campeones sube un peldaño. Los Pistons no encuentran tiros más allá de los que Thomas se busque y esa no es la idea: la idea es que Thomas busque tiros para los demás. Mychal Thompson, eterno aspirante a fichaje del Real Madrid, anota otros dos tiros libres y Thomas, defendido ahora por Michael Cooper, especialista defensivo de apariencia desgarbada e improbable, comete pasos antes de que James Worthy, el mejor jugador del partido por los locales, anote una nueva canasta.

James Edwards lanza ante Mychal Thompson en 1989 (Foto: Cordon Press)

Dantley anota, por fin. En la siguiente jugada, Thomas rebotea en defensa y sale corriendo como alma que lleva el diablo. Cede a su derecha a Dumars y frena la carrera poco a poco, con la mala suerte de pisar el pie de Cooper, que ni siquiera está atento a la jugada. Dumars anota para poner el partido en un pañuelo (70-66) pero Isiah se retuerce de dolor en el suelo. Cuando digo «se retuerce» no exagero. Todo el banquillo de los Pistons se levanta para ver cómo está. No puede ni siquiera ponerse en pie y cuando lo hace tiene que apoyarse en dos compañeros. El dolor es inmenso y se ve en su cara. El dolor y el miedo. Este es el final del sueño. Es el final de ocho meses de lucha casi diaria. Como en la NBA no se tira el balón fuera, Thompson aprovecha el contraataque para anotar. Daly pide tiempo muerto para darle oxígeno al tobillo de su estrella. No hay manera. Thomas no puede jugar. Le ponen hielo para calmar el dolor, pero se queda en el banquillo. Magic mira preocupado y aliviado a su vez a su amigo. Aquello tiene pinta de ser grave.

Quedan 4:40 para acabar el tercer cuarto y Vinnie Johnson está desoladoramente frío. Nadie toma responsabilidades, Salley comete una nueva falta sobre A.C. Green y este anota los tiros libres. 74-66. No han pasado ni 50 segundos cuando Isiah se levanta cojeando, avisa a Daly y el veterano entrenador de los Pistons pide el cambio. De perdidos al río. Thomas no es que cojee, es que parece llevar una muleta invisible. En su primera jugada, recibe algo escorado, remonta línea de fondo tras driblar a Worthy y anota en lo que ahora llamamos «bomba», a una pierna —la mala, para más inri— sobre Green para poner el 74-68.

Worthy anota dos tiros libres —los árbitros están masacrando a Detroit con las faltas— y en el siguiente ataque el balón vuelve a llegar a Thomas, que encara a Cooper, amaga con el tiro, bota hacia su izquierda, nota una pequeña ventaja y la mano de Coop en el costado y exagera el empujón mientras lanza desequilibrado. El balón pega en la tabla y entra. Thomas sale disparado hacia un lateral lleno de fans de los Lakers sin llegar a caer pero cojeando de nuevo, pegando saltos a una sola pierna. El árbitro pita falta pero falla el tiro libre. Lleva ya 18 puntos en el cuarto, los Pistons están a seis.

Cuando tu líder muestra el camino hay que seguirle. Eso debieron pensar los Pistons en ese momento. Con Rodman y Salley en el campo, la intensidad defensiva sube. Si Thomas va a matarse jugando ese partido, más vale que se maten todos. Los Lakers empiezan a tener miedo. Anota Dantley, anota Rodman en el contraataque, tras otro tiro libre de A. C. Green, Thomas se para en la línea de tres y anota. 21 puntos. El partido está empate a 77 y los Lakers fallan de nuevo. El rebote largo va para Rodman, que encuentra a Thomas por el centro y anota una bandeja tras la cual vuelve a exagerar la caída, esta vez contra el fondo, y se levanta corriendo como puede a una pierna, consciente de que está haciendo historia, de que las cámaras le están enfocando y un niño de 11 años está preparando un artículo que escribirá 24 años después. Lleva 35 puntos, 23 en el tercer cuarto, nueve completamente cojo.

Green vuelve a matar a los Pistons con un tiro abierto y empata a 79 a falta de unos segundos. La última posesión es para Detroit: Vinnie Johnson, que está haciendo de base para que Thomas no tenga que asumir demasiado esfuerzo físico, soba la pelota esperando que el tiempo pase hasta que encuentra a Isiah en el lado izquierdo. El bloqueo no ha salido bien y tiene a Cooper justo en sus narices, presionándole. Pivota sobre sí mismo, se pone de espaldas, amaga postear desde seis metros y a falta de dos segundos gira en suspensión sobre sí mismo —un «fadeway jumper» de lo más improbable— para lanzar un balón bombeado, que supera las largas manos de Coop y acaba entrando sorprendentemente en la red. Es su vigésimo quinto punto del cuarto, 37 en el total del partido. Ha fijado un récord que aún nadie ha conseguido superar, ni siquiera el mítico Jordan. Los Pistons ganan por dos puntos de diferencia y están a un cuarto de llevarse el título a Michigan.

Cuenta la leyenda que la NBA ya había mandado el champán al vestuario de los Pistons y que su propietario estaba frente a una cámara de la NBC esperando a ser entrevistado como nuevo «Campeón del Mundo». Pese al lógico enfriamiento de Thomas y el excelente partido de James Worthy (28 puntos, 9 rebotes, solo comparable con los 22 puntos y 19 asistencias de Magic Johnson), los Pistons siguen por delante a 1:03 del final. Dumars (18 puntos y 10 asistencias) anota dos tiros libres para poner el 99-102. En la siguiente posesión, Byron Scott, el siempre bajo sospecha Byron Scott, se crea su propio tiro, una suspensión en rectificado que deja el partido en un punto.

Los Pistons piden tiempo muerto. Quedan 45 segundos, así que el objetivo es tirar cuando queden más de 24 y así dejarse en cualquier caso la última posesión. La responsabilidad, cómo no, cae en Thomas, que ha llegado ya a los 43 puntos. No es un buen tiro. Falla. El rebote va para Lakers con 27 segundos por delante. Organizan un ataque «estándar», que les dé tiempo a reaccionar en caso de fallo y encuentran a Kareem en el poste bajo. Jabbar recula un poco sobre Laimbeer y se gira para lanzar. Falla. Incomprensiblemente, se oye un silbato. El árbitro considera que el defensor ha tocado el codo del atacante al tirar. Las imágenes no lo dejan claro. Haya contacto o no, no parece suficiente para alterar el lanzamiento. Laimbeer se lleva las manos a la cabeza. Es su sexta falta personal y queda eliminado del partido con solo dos puntos en 39 minutos. Ni una sola canasta de campo.

Kareem Abdul-Jabbar (Foto: Cordon Press)

Quedan 14 segundos para el final del sexto partido. Jabbar no lleva una gran serie en general y tampoco en lo que a tiros libres se refiere pero hoy está en 6/6 desde la línea de 4,70. En el resto del campo, 3/14. Tiene el peso de convertirse en héroe o villano y a la vez el comodín de saber que sería el villano más corto de la historia. Todo el mundo quiere a este tío aunque él mismo no se haga querer demasiado: reservado, alejado de los focos desde su conversión al Islam, paciente trabajador que no reparte gestos ni sonrisas ni nada que no sea estrictamente necesario. Con su extraña mecánica, la propia de un gigante con problemas para bombear el tiro, Jabbar anota el primero. Empate a 102. Luego anota el segundo. Los Lakers ganan por un punto, pero la bola es para los Pistons.

Ahora bien, los Pistons están de los nervios. Llevan de los nervios desde que el champán llegó al vestuario y la cosa no ha cambiado. Dumars asume la responsabilidad, una responsabilidad que aún no le corresponde y que compensará con creces al año siguiente, siendo el MVP de las finales, y falla una suspensión forzada a falta de 7 segundos. Se lucha por el rebote y lo coge Scott, que intenta salir corriendo hasta que Rodman lo pilla a media pista y lo manda al suelo. Byron se revuelve e intenta ir a por el “Bad Boy” por excelencia. Sus compañeros lo paran. Solo falta que un reparto de técnicas fastidie el asunto. Scott tiene dos tiros libres y quedan cinco segundos. Falla el primero. Él sí que sería un villano duradero así que más le vale ir con cuidado. Se prepara para el segundo tiro pero falla también. Detroit no tiene tiempos muertos así que tiene que buscar la jugada de campo a campo en cuatro segundos. No lo consigue. Los pases no son precisos, la histeria continúa y ni siquiera llegan a tirar a canasta. Thomas se desespera. El banquillo en pie de los Pistons, aquellos chándales blancos con líneas horizontales rojas y azules, se echa las manos a la cabeza.

Los Lakers celebran como si hubieran ganado el título. Aunque aún quede un partido.

Cómo perder un campeonato y ganar dos anillos

El séptimo partido. Por tercera vez en tres eliminatorias, el Forum se viste de gala para festejar el quinto título de los 80. Los obreros tuvieron su oportunidad en el sexto y la dejaron escapar, ahora es el momento de los artistas. Extraño optimismo para una franquicia que nunca ha ganado un séptimo partido en unas finales. Canciones de Queen. It´s a kind of magic. Freddy Mercury frente a Bruce Springsteen. David O´Selznick frente a Henry Ford. Los Oscars, ¿frente a qué? Frente a nada. Hay en los Pistons un pesimismo que solo se cura con arengas en los tiempos muertos y apelaciones a la unidad, al trabajo conjunto, a la defensa… Isiah Thomas sigue cojeando pero sigue jugando. No se rinde, y si el capitán no se rinde, ahí no se rinde nadie. Dumars está a su lado. Los pivots anulan por completo a Green y a Jabbar, aunque no tanto a Thompson. Al descanso, el milagro aún es posible, 47-52… pero ahí ocurre algo. Un viejo truco o una casualidad: el partido no termina de recomenzar. Pasa el tiempo y los jugadores no aparecen. No hay nada peor para un tobillo caliente que el paso del tiempo, el enfriamiento y la consiguiente hinchazón.

En el tercer cuarto, Thomas apenas juega, apenas corre, apenas puede disputar un par de minutos. Sin Isiah en la pista no hay ejemplo que seguir y James Worthy se los come a todos con patatas —35 puntos, 16 rebotes y 10 asistencias en el último partido, unos números que le valdrían el MVP de la final—. El parcial es de 36-21 en ese tercer cuarto, un nuevo desastroso tercer cuarto de los Pistons en esta final. Los Lakers ganan 83-73 y la racha no acabaría allí: tras Worthy llega Scott, con 21 puntos, y detrás de ellos, siempre, Magic, sacando un contraataque tras otro. Isiah vuelve a la cancha con una tirita en la cara, penúltima herida de guerra. A falta de 10:38, Cooper, en su mejor partido de lejos de la serie, anota un triple para poner el 88-73 y se enzarza en una pelea con Isiah Thomas y el banquillo de los Pistons.

Nunca despiertes a un león dormido

Dumars y Rodman —tremendos partidos los suyos, con 25 y 15 puntos cada uno, más los 17 de John Salley— se turnan para defender a Magic, que empieza a notar cierto cansancio, cierta incomodidad. Los Lakers se pasan la bola sin saber si ampliar la distancia o dejar que el tiempo pase. Balones a Jabbar que acaba fallando una vez tras otra mientras ahora los que corren son los Pistons. A falta de cuatro minutos y medio, el partido está en 96-90, solo seis puntos de diferencia. Thomas mira desde el banquillo cómo Rodman sigue parando a Magic. A falta de tres minutos, 98-94 y bajando. Los Pistons no se rinden nunca. Nunca. Esa es su seña de identidad. Ya no suenan Huey Lewis and the News como si el partido estuviera sacado de un capítulo de American Psycho.

Tapón a Jabbar y contraataque de Rodman. 98-96. Anota Worthy, anota Vinnie Johnson. Dos minutos. Laimbeer vuelve a dejarle un recado a Magic, que anota los dos tiros libres. Dumars queda abierto a seis metros y anota. Queda un minuto y medio, algo menos, y el partido está en 102-100. Dennis Rodman presiona a Magic para que no reciba… pero hace una falta estúpida. No había ninguna necesidad de algo así, pero Rodman es casi un novato en la liga y ni siquiera en sus mejores días será uno de los tipos más sensatos del mundo. Magic anota solo uno y en el 1:14 que queda vemos un resumen de lo que ha sido la serie: los Pistons pueden matar pero no lo hacen. Las decisiones son pésimas: Laimbeer tira un triple frontal que se estrella contra el tablero, luego Rodman se tira una mandarina impresionante ante la desesperación de Daly. Cuando todo está perdido, cuando los Lakers van ganando 105-100 y quedan 20 segundos, la desesperación hace milagros: Michael Cooper falla dos tiros libres, fruto de la sobreexcitación, Joe Dumars coge un rebote en ataque y pone el partido en 105-102. A continuación, en medio de una algarabía impresionante, riff de Purple Haze incluido, Worthy falla un tiro libre y Isiah sale para hacer de El Cid. Worthy anota el segundo y Laimbeer anota un triple imposible a falta de seis segundos. 106-105, bola Lakers, El equipo se viene arriba, presión en todo el campo. El banquillo pide una falta inmediata pero en cuanto el balón le llega a Magic suelta un pase de béisbol al otro campo donde A.C. Green está completamente solo y machaca.

Al igual que en el sexto partido, los Pistons están sin tiempos muertos. Nadar para morir a la orilla. Quedan dos segundos y Laimbeer tiene que sacar entre la gente que se agolpa para saltar a la pista a celebrar. Su pase no va a ninguna parte. Los Lakers han ganado. Cinco anillos para Magic, para Cooper, para Kareem. La profecía de Pat Riley cumplida tras 24 partidos. Nadie había jugado tantos partidos para acabar campeón. Los Pistons se retiran compungidos pero altivos, con algo de Mac Arthur en su gesto. «Volveremos», parecen decir, «y os patearemos el culo».

Pat Riley (Foto: Cordon Press)

Así fue. Al año siguiente, los dos equipos se volvieron a enfrentar en la final pero aquello no estuvo ni competido: 4-0 para unos Pistons imparables. Dantley se quedó sin su anillo pero era un sacrificio necesario. En 1990, los Pistons repetirían ante los Blazers, con Laimbeer de tirador puro. Fueron años de gloria para el baloncesto sucio, de alquitrán y grasa, el baloncesto de la intendencia. En 1991, todo cambió: después de cuatro años ganando a los Bulls camino de distintas finales, los Pistons cayeron estrepitosamente en la final de la Conferencia Este. Otro 4-0 inapelable.

Como epitafio de su dinastía eligieron la despedida que más les retrataba: Rodman tiró a Pippen contra las gradas y, con el cuarto partido ya sentenciado, los jugadores se retiraron del campo cuando aún quedaban cinco segundos por jugar, pasando por delante del banquillo de los Bulls, sin mirarles, un desprecio total. Ni felicitaciones ni buenos deseos. Un equipo que se construye en torno al odio acaba en el odio. No creo que ninguno se pregunte ahora si mereció la pena. Bastaba con ver sus caras celebrando anillo tras anillo, pelea tras pelea, codazo tras codazo, sonrisa de Isiah Thomas tras sonrisa de Isiah Thomas, tumbando gigantes uno a uno como si fueran molinos.

3 Comentarios

  1. Nos encantan estos artículos. Pero, Sr. JotDown, echamos mucho de menos los resúmenes postGS de tennis. 🙁

  2. Jose Antonio Cerrillo Vidal

    Buen artículo, aunque algo sesgado hacia los Pistons (si Thomas jugó lesionado en 1988 qué decir de unos Lakers plagados de lesiones un año despues, no les barrieron por casualidad; y a aquellos Pistons por muchas faltas que les pitaran siempre eran menos que las que cometían). En cualquier caso hay dos errores al menos. En primer lugar, las de 1988 no fueron las primeras finales de los Pistons ya que jugaron dos en la década de los 50, cuando estaban en Fort Wayne. En segundo lugar, el Pontiac Silverdome fue derribado en 2017. Felicidades por lo demás.

  3. Genial artículo , aunque por algunas referencias parece que es un artículo antiguo recuperado

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